Amanecer de Batalla

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

            Fracaso.

            Esa palabra asolaba el alma de Tadenori.

Imágenes de Akodo Ijiasu cayendo en batalla, cortado por la espada de un Guardia Blanco Moto, memorias de Tadenori corriendo para salvar al joven general, llegando demasiado tarde. La batalla estaba perdida pero el Moto pagó en sangre, muerto a manos del propio Tadenori… y eso no cambió nada.

“Es más joven que tú,” las palabras que tiempo atrás le dijo Doji Midoru resonaron en la mente de Tadenori. “Tiene un rango superior al tuyo. Pero los demás León buscan en ti el liderazgo debido a tu mayor experiencia. Tus muchas victorias sobre el Dragón eclipsan su masacre en Kyuden Tonbo. ¿Cómo podría no odiarte?”

El estúpido niño. Había atacado para probarse a si mismo contra los Unicornio, mostrar que su destreza liderando al León era mayor que la de la Tadenori. Tadenori había visto el error de Ijiasu. En algún lugar, muy dentro, sabía que el niño iba a hacer algo muy imprudente. Pero no había hecho nada por detenerle.

¿Podría haber detenido a Ijiasu? Lo dudaba. El insolente bushi solo seguía sus propios consejos. Había decidido hacer un asalto frontal. Había subestimado a Moto Chagatai, e incluso las décadas de experiencia de Tadenori no hubiesen podido hacerle cambiar de opinión. Pero eso no era importante. Lo que era importante era que Tadenori había sabido que su arrogante pariente iba hacia su muerte.

No había hecho nada.

El León cerró sus ojos mientras se arrodillaba junto al altar al borde del camino, hirviendo con culpa e ira. Sentía un conflicto muy dentro de él, resentimiento hacia Matsu Nimuro por entrar en una guerra que podía haberse evitado, irritación hacia Ijiasu por ser tan arrogante y negligente, pero sobre todo sentía odio hacia si mismo… por atrever a llamarse a si mismo León.

La mano de Tadenori se apretó sobre el extraño netsuke que tenía en su mano, sus duros bordes clavándose en la palma de su mano. Había encontrado el amuleto en un poblado arrasado por la Horda de las Tierras Sombrías. El Grulla le había dicho que era una reliquia creada por la Fortuna de la Muerte, un instrumento de poder. Desde la Lluvia de Sangre, a Akodo Tadenori le resultaba más difícil concentrarse. A veces, tener el amuleto entre las manos parecía ayudarle.

Pero últimamente le ayudaba cada vez menos. La ira le bañaría, su piel ardería en llamas, y empezaría a matar. Sabía que pronto se iría la poca humanidad que aún quedaba dentro de él.

“Akodo, ayúdame,” susurró Tadenori al altar. “Me merezco este castigo por lo que le hice a Ijiasu, pero mi clan no se lo merece. No dejes que me vuelva contra ellos.”

“Tadenori,” dijo una voz tras él. “Estamos listos.”

Tadenori asintió secamente al oír la voz. Cogió su yelmo del suelo, se lo puso en la cabeza y alisó su melena manchada de sangre por encima de sus hombros. Levantándose, se giro y se inclinó ante el nuevo señor de sus ejércitos — Yajinden.

El Portavoz de la Sangre era un hombre grande, mucho más que Tadenori, quién era más bajo que la mayoría. No llevaba armadura y no llevaba armas excepto un romo martillo de herrero. Sus negras túnicas de seda estaban adornadas con imágenes de grullas volando, volviéndose mientras se elevaban para rasgarse los cuellos y vientres con picos afilados como cuchillas. Su blanco pelo estaba recogido en un cuidadoso moño y que caía trenzado por su espalda a la manera de los Asahina. Su expresión era seca e inexpresiva mientras esperaba a Tadenori, mirándole con pálidos ojos azules.

“No necesitas rezar ante ese altar, Tadenori-san,” le dijo Yajinden al general. “¿Por qué orar a los dioses? No harán nada que nos ayude. ¿Por qué orar a tus ancestros? Morir es un fracaso. No necesitamos la ayuda de fracasados… excepto de aquellos que ya se nos han unido.” Yajinden se volvió y miró hacia el ejército de los Portavoces de la Sangre que se había reunido en las montañas. Innumerables legiones de desordenados muertos estaban firmes, preparados para recibir las órdenes de Tadenori. Llevaban armaduras de cada Gran Clan, una vez poderosos héroes que habían muerto durante la Lluvia de Sangre. Ahora servían a Iuchiban.

“¿Entonces por qué rezas, León?” Dijo Yajinden, mirando otra vez a Tadenori. Los azules ojos del Portavoz de la Sangre mostraban sospecha.

Tadenori quería decir la verdad — decirle a Yajinden que aún le quedaba un vestigio de su alma. Quería confesar que el amuleto de la Fortuna de la Muerte le había ayudado encontrar un poco de libertad, que seguía orando a Akodo deseando morir y robarle a los Portavoces de la Sangre un general Akodo. Quería confesar, para que Yajinden pudiese usar su asquerosa magia y le purgase del León que aún le quedaba dentro.

“Rezo por hábito,” contesto Tadenori en vez de eso. “Me ayuda a concentrarme, y debe concentrarme ahora si nos voy a llevar a la victoria.”

“Ya veo,” contestó Yajinden, pareciendo creerle. “¿Estás preparado para la batalla?”

Tadenori frunció el ceño. “Soy un León.”

“Eras un León,” le corrigió Yajinden. “Comprueba que tus tropas están preparadas. Pronto llegará nuestro señor.”

“¿Iuchiban?” Contestó Tadenori, sorprendido. Una pequeña parte de él retrocedió con asco al oír el nombre. El resto quería inclinarse en obediencia ante su mención. “¿Se siente interesado por nuestro ataque al Fénix?”

Yajinden asintió, una pequeña mueca de desprecio apareció brevemente en su cara. “Una de mis Espadas de Sangre está oculta en estas tierras; lo sé desde que escapé de la tumba,” dijo Yajinden. “Esperaba recuperarla, quizás tallar un surco de destrucción por las tierras Fénix después de recuperarla… pero he visto donde está oculta. Está bien protegida en una Ciudad Oculta rodeada por una muralla de magia. No puedo recuperarla solo, incluso con estos ejércitos. Hay gran poder en esa ciudad… y el poder siempre le interesa a Iuchiban.”

“No le fallaré,” dijo Tadenori, inclinándose profundamente.

Un fuerte grito surgió por todo el campamento de los Portavoces de la Sangre. Un estridente trueno le siguió, y una nube de humo se elevó sobre el ejército no-muerto. Yajinden miró rápidamente en su dirección, su cara una máscara de irritación. “¿Quién se atreve?” Preguntó. “¿Quién nos podría haber encontrado aquí? ¿Cómo han podido pasar sin ser vistos por nuestros exploradores?”

“Los Fénix,” dijo Tadenori con calmada certeza, como si eso explicase todo.

Yajinden puso una mueca de desprecio y cogió su martillo con una mano. Se levantó en el aire, llevado por su retorcida magia. “Reúne tus tropas, Tadenori,” ordenó. “Cuando llegue el señor apilaremos ante sus pies los cuerpos de estos Fénix.”

“Hai, Yajinden-sama,” contestó Tadenori mientras el Portavoz de la Sangre surcaba el viento hacia el ataque. Tadenori sacó el tessen de su obi, el mismo abanico de acero que había usado para dar órdenes a sus tropas desde su primer mando de oficial. Ahora su superficie tenía agujeros, estaba marcado por la sangre y la corrosión. Con repugnancia se encontró aprobando su cambio.

A cada momento pierdo más de mi mismo, pensó el León para si. Si participo en esta batalla, no volveré a ser como era. No habrá nada que pueda hacer.

Pero tampoco podía rechazar la canción de la sangre que ahora reverberaba por sus venas.

Dejando sobre la repisa del pequeño altar el amuleto de la Fortuna de la Muerte, cargó hacia la batalla.

 

 

Shiba Tsukimi salió violentamente del Concilio de los Maestros, apenas controlándose para no dar un portazo al panel de shoji. La joven y fiera samurai-ko cogió sus espadas del guardia que las había custodiado mientras ella estaba ante el Concilio, y se fue por las salas de Kyuden Isawa en silenciosa furia. Tan ocupada estaba con su frustración e ira que casi no se fijó en el hombre alto que la esperaba en el centro de la sala. Parpadeó sorprendida y miró por encima de su hombro hacía la Cámara del Concilio. Shiba Ningen, Maestro del Vacío, había estado sentado ahí dentro con los demás hacía solo un momento.

Pero ahora estaba aquí.

Tsukimi se inclinó profundamente.

“Estas enfadada, Tsukimi-chan,” dijo Ningen.

“No, no lo estoy,” dijo ella riendo nerviosa.

“Eso no era una pregunta.”

Miró a los brillantes ojos negros del Maestro del Vacío durante un instante, y luego, sabiamente, apartó la mirada. “Solo deseo volver rápidamente a mis ejércitos, para poder encontrar una forma de combatir esta invasión de los Portavoces de la Sangre.”

“Pero es difícil defenderte cuando no conoces las intenciones de tu enemigo,” dijo Ningen. “Piensas que quizás los Maestros saben algo… que te esconden el verdadero propósito del ataque de los Portavoces de la Sangre.”

Tsukimi agitó con rapidez su cabeza, no deseando hablar en contra de los Cinco Maestros.

“Eso tampoco era una pregunta, Tsukimi-chan,” dijo él. “Esconderme la verdad es como esconder una llama tras una cortina de lino.”

Tsukimi cayó de rodillas. “Lo siento, mi señor,” dijo ella en voz baja. “No deseo ser irrespetuosa con el Concilio.”

“Solo deseas protegerlos, lo sé,” dijo Ningen. “Ese es tu deber. Como es su deber mantener la inviolabilidad de la Ciudad Escondida.”

Tsukimi miró con sorpresa a Ningen. “¿La Ciudad Escondida?” Preguntó.

“Gisei Toshi,” contestó Ningen.

 “¿La Ciudad del Sacrificio? Pero si fue destruida hace cientos de años. Incluso sus ruinas se perdieron para siempre entre las montañas.”

“Perdidas no, solo escondidas. Es una fortaleza de magia, depositaria de secretos demasiado peligrosos como para que los conozca el Imperio. Es allí donde los Isawa realizan sus experimentos más peligrosos, lejos de quien pudiera verse amenazado por sus resultados. Hasta hace poco nadie conocía su existencia, excepto los Isawa… y yo, ya que pocos secretos se pueden esconder del Vacío.”

“¿Y ahora Iuchiban se enterado de la existencia de esta ciudad?” Preguntó Tsukimi.

Ningen asintió. “Muchos de los artefactos de Yajinden yacen allí guardados. Ahora llaman a sus señores, y esos señores van.”

“Cabalgaré a la Ciudad Escondida.” Tsukimi se puso en pie. “Protegeré al Fénix.”

“Ten cuidado, Tsukimi-chan,” dijo Ningen. “Si te digo donde encontrar Gisei Toshi, ese conocimiento podría condenarte. Los Isawa protegen bien sus secretos.”

Tsukimi inclinó su cabeza, pero solo por un instante. Miró fijamente a los ojos del Maestro del Vacío. “Mi vida por el Fénix,” dijo con firme resolución.

“Bien,” contestó Ningen.

 

 

Los soldados Dragón habían estado los últimos meses buscando a los locos que quedaban por la Lluvia de Sangre. Habían tenido bastante éxito en esta sucia tarea, e incluso habían conseguido reunir a un puñado de samuráis de otros clanes para que les ayudasen en su cruzada. Algunos solo eran hombres y mujeres honorables que solo deseaban ayudar al Imperio en lo que pudiesen. Algunos habían perdido amigos y familia en la lluvia y querían vengarse de los Portavoces de la Sangre.

Y al menos uno era una leyenda.

“¡Por aquí!” Gritó Toku, haciendo fuertes gestos con su tessen. Los soldados se reunieron alrededor del viejo general, formando una cuña contra la horda que les atacaba. Toku rápidamente escudriñó a los atacantes, encontró un punto débil en su formación, y la señaló.

“¡Por el Justo Emperador!” Gritó. Su unidad avanzó con precisión clínica, aplastando contra el polvo las fuerzas de las Tierras Sombrías. En pocos minutos se había acabado.

Toku se detuvo a recuperar el aliento, apoyándose contra un árbol grande mientras el peso de su armadura empezó a presionar sus hombros. Ya no era un joven. Cada día intentaba exigirse más, solo un día más por el Imperio al que amaba. Pero sabía que algún día las fuerzas ya no le llegarían.

“Descansad, Toku-sama,” dijo Mirumoto Mareshi, corriendo hasta el viejo samurai. “La batalla ha acabado. Nuestros enemigos han sido derrotados.” Mareshi agarró con sus brazos el brazo de Toku, ayudando al general a sentarse en el suelo. La preocupación se veía reflejada en los extraños ojos verdes del joven Dragón.

“Por lo menos descansad mientras podías,” añadió la ronca voz de Mirumoto Kenzo. Kenzo se arrodilló entre los cadáveres, estudiándolos cuidadosamente pero sin tocarlos. “Creo que muy pronto tendremos más problemas.”

“¿Si?” Preguntó Toku, mirando con interés a Kenzo. Desde su llegada, el viejo general no había hecho esfuerzo alguno por esconder su disgusto por las habituales tácticas despiadadas de Kenzo. Tampoco había hecho esfuerzo alguno por esconder su admiración por la aguda mente estratégica del Dragón.

“Estos no cayeron durante la Lluvia de Sangre,” dijo Kenzo. “Por sus armaduras, estos son en su mayoría antiguos Fénix, y por lo que sabemos de la Lluvia, muy pocos Fénix cayeron. No son Perdidos. Son muertos reanimados.”

“¿Alguien les creó y luego les dejó para que deambulasen por las montañas?” Preguntó Mareshi, mirando a sus enemigos caídos con renovado disgusto. “¿Por qué?”

“Para retrasarnos,” dijo Toku.

“Sin duda, los Portavoces de la Sangre se han cansado de que matemos a los que iban a ser sus sirvientes,” dijo Kenzo con una sonrisa severa.

“No lo creo,” contestó Toku. “Si los Portavoces de la Sangre deseasen destruirnos se enfrentarían directamente a nosotros. Buscan algo más.”

“¿Qué buscarían en estas baldías montañas?” Preguntó Mareshi. “Incluso los Fénix no construyen nada en este lugar.”

“Pronto veremos,” dijo Toku. “Mareshi, busca algún rastro. Debemos encontrar al que mató a estos Fénix, y seguirles.”

“Hai,” dijo Mareshi, alejándose rápidamente.

“Señor Toku,” dijo Doji Midoru, saliendo de entre las filas de los soldados con una expresión de preocupación. “¿Un momento?”

Toku asintió e hizo una señal al Grulla para que se adelantase.

“He encontrado esto,” dijo el Grulla, “en un altar.”

Levantó una mano, y mostró un extraño amuleto hecho de un metal oscuro, o quizás de piedra. Era difícil de decir.

“¿Qué es?” Preguntó Toku.

“Perteneció a Akodo Tadenori,” contestó Midoru. “Sabéis por los informes León que está entre los caídos. Creo que lidera los ejércitos que buscamos.”

“Por lo que los Portavoces de la Sangre tienen un general Akodo,” susurró Toku.

Midoru asintió. “Jamás ha sido derrotado ningún ejército liderado por un general entrenado por los Akodo,” dijo Midoru.

Toku sonrió burlonamente. “Pero olvidas algo, Midoru; yo fui entrenado por el propio Toturi,” contestó. “Esperemos que eso sea suficiente.”

 

 

Había hecho este ritual mil veces. Siempre rezaba a sus ancestros, pero nunca le contestaban. A pesar de todo lo terminó. Así era la tradición. Así era su ritual. Aunque lejos de casa, y olvidado, el joven samurai no podía dejar de ser quién era.

¿Si lo hiciese, qué quedaría?

Sabía que el ritual era inútil, pero abandonarlo aún lo sería más.

Y esta vez, por primera vez, cuando inclinó la cabeza, escuchó las voces eternas dentro de su alma.

Al principio no se lo creía. Quizás el Deseo le había gastado una broma, deseando que se sintiese menos solo pretendiendo ser los espíritus ancestrales. Pero no — el Deseo nunca hacía cosas así. Si había algo que se podía decir sobre el Deseo es que siempre era honesto. El joven samurai inclinó la cabeza y se concentró en el sonido de la voz. Era tenue, como un susurro escuchado en medio de una habitación llena de gente… pero lo reconoció.

“Madre,” susurró.

Escuchó su llamada. Sintió su dolor. Sintió el peligro que consumía a su gente. Muchos le habían olvidado. Algunos aún creían que él era un monstruo, la perdición de todos ellos hecha realidad.

Pero estaban en peligro, y no los podía abandonar.

“Les ayudaré, madre,” susurró Shiba Aikune, y se puso en pie.