Bendiciones y Maldiciones

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

            Toturi Miyako tiró de las riendas para detener su pony al borde del bosque. Se quedó sin aliento al ver el inmenso palacio que había ante ella. La joven Mono miró asombrada las altas espiras y sus tejas de color azul.

            “Uno de los más bellos palacios de todo Rokugan,” dijo una voz cercana.

            Aunque Miyako había venido sola, miró hacia abajo solo un poco sorprendida. Después de casi dos años sirviendo como alumna del Gran Maestro de los Elementos, ya se esperaba lo inusual. “Maestro Tokei,” dijo Miyako.

Se inclinó profundamente desde su silla mientras el desaliñado hombre salía de entre las sombras del bosque. Se apoyaba pesadamente sobre su bastón recubierto de kanji, y asintió en contestación. Su atención estaba fija sobre el lejano castillo.

            “La primera y última vez que vi Kyuden Kakita, era solo cenizas,” dijo Tokei suspirando. “Las fuerzas de Hida Tsuru lo quemaron al principio de la Guerra de los Clanes. Me alegra el corazón verlo como tenía que ser.”

            “¿Por qué estáis aquí, Maestro Tokei?” Preguntó burdamente Miyako.

            Tokei levantó una ceja y miró a su alumna. “¿No crees que esa es una pregunta bastante maleducada para hacérsela a tu profesor?”

            “Mi profesor me dijo que nunca dejase la etiqueta ahogase mi curiosidad,” contestó Miyako con una sonrisita. “Me dijo que el mundo es demasiado maravilloso y complejo, como para dominar sus misterios esperando al momento adecuado.”

            Tokei frunció el ceño pensativamente. “Me recuerdas demasiado a tu padre,” dijo, aunque su tono era travieso. “Estoy aquí por la misma razón por la que tú estás aquí.”

            Miyako pasó una larga pierna sobre su silla de montar y saltó ágilmente de su pony, cogiendo las riendas con una mano. “¿Estás aquí por Hoturi?” Preguntó ella.

            Tokei miró a Miyako, sorprendido. “¿Hoturi?” Contestó él.

            Miyako asintió. “Hace seis días, una visión del Trueno Grulla apareció ante las puertas de Kyuden Kakita. Dijo que volvería en una semana con una bendición que ayudaría a los Grulla en estos tiempos oscuros. La Dama Tsudao me ha mandado para unirme a la vigilia en Kyuden Kakita.”

            “Es extraño que el espíritu de un Trueno regresase a Rokugan y que yo no supiese nada al respecto,” dijo el Gran Maestro. “No, me temo que estoy aquí por razones mucho más oscuras. Y tú también, aunque no te lo parezca.”

            “¿Qué está pasando, Tokei-sama?” Preguntó Miyako.

Tokei volvió a mirar hacia el palacio, su curtida cara solemne. “Hay algunos vínculos que son más poderosos que el tiempo,” contestó. “Algunos vínculos que se extienden incluso más allá de la muerte. Vínculos de sangre. Vínculos de odio. Vínculos de amistad. ¿Qué te ha contado tu padre sobre el hombre conocido como Dairya?”

            “Era un ronin que luchó junto a Toturi y a mi padre durante la Guerra de los Clanes,” dijo Miyako. “Fue un héroe.”

            El labio de Tokei se rizó en una enigmática sonrisa. “Se le puede llamar un héroe,” contestó. “Isawa Dairya nació entre la grandeza, el hijo del Maestro del Fuego. Se esperaba que el mismo un día se convirtiese en el Maestro del Fuego. Pero no era ese su destino. Dairya cometió un crimen horrible, y fue echado del Fénix.”

            “Padre nunca me dijo que Dairya era shugenja,” dijo Miyako.

            “Tu padre nunca lo supo,” dijo Tokei. “El destino de Dairya fue peor que la muerte. Por su crimen, el Fénix le arrancó sus dotes mágicas y le echó del clan, y se convirtió en ronin. Donde antes Dairya conocía el calor y la energía del Fuego, ahora solo conocía la rabia. Ansiaba algo del poder que había perdido, por lo que dominó el arte de la espada. Se convirtió en un duelista.”

            “¿Un sacerdote que se convirtió en duelista?” Preguntó Miyako, sorprendida.

“No es tan raro como piensas,” dijo Tokei. “El arte del duelo no es tan distinto del arte del Fuego. Se necesita una mente rápida y ágil para gobernar a los kami de la llama, de la misma forma que se necesita para convertirse en un maestro espadachín. Uno debe aprender a pensar sin pensar, o ser destruido en un instante. Dairya no solo aprendió la senda de la espada, sino que sobresalía en ella. Completamente autodidacta, diseñó una serie de técnicas que le hicieron tan temido como cualquier Mirumoto Maestro Espadachín o Kenshinzen Kakita, técnicas que solo supo Dairya. Viajó por el Imperio, sin depender de ningún señor o maestro, usando la fuerza de su espada para forjarse un nuevo nombre. Le llamaron mercenario. Le llamaron asesino. En aquellos días, pocos le hubiesen llamado héroe. Mató a todos los que se arriesgaron a retarle, siempre saliendo montado sobre el caballo del último hombre al que había matado. El único hombre que le derrotó fue Kakita Toshimoko, Maestro de la Academia de Duelos Kakita.”

            “El Grulla Gris,” contestó Miyako.

            “Un encuentro casual,” dijo Tokei, “Toshimoko le quitó un ojo, pero le dejó con vida. Dairya nunca le perdonó el insulto. Han vivido pocos hombres que pudiesen contener tanta furia, tanta ira como Dairya.”

            “Pero mi padre habla con mucho respeto de Dairya,” dijo Miyako. “Dice que Dairya fue un héroe.”

            “Lo fue,” contestó Tokei. “Toturi tenía una forma de hacer eso. Tenía una forma de encontrar una fuerza en los demás, que ni ellos mismos sabían que la tenían. Durante un tiempo, Toturi ayudó a Dairya a dejar a un lado su furia, y a usar sus talentos para el bien del Imperio, como parte del Ejército de Toturi.” Tokei se quedó en silencio unos momentos, consumido por la memoria. “¿Qué sabes de la Guerra Contra la Sombra?” Preguntó finalmente.

            “Solo lo que mi padre me ha enseñado,” dijo Miyako. “Los Goju intentaron destruir el Imperio y todos los Reinos de los Espíritus, y Toturi les detuvo.”

Tokei sonrió brevemente. “Una explicación muy simplificada, pero servirá,” dijo. “Los Goju eran lo contrario a Toturi en casi todos los aspectos. Mientras que él ayudaba a otros a encontrar su fuerza, los sirvientes de la Nada carcomían las debilidades. Lo que más les gustaba era la caída de un héroe. En la Batalla de la Puerta del Olvido, hundieron sus fauces en Dairya. Mientras luchaba contra los ejércitos de la Sombra, estos llenaron su mente con imágenes de sangre y asesinatos, los recuerdos más oscuros de su pasado. Finalmente, cuando estaba casi vencido, los Goju lo arreglaron de tal manera que Dairya se volvió a enfrentar a Kakita Toshimoko. Pero Toshimoko no quiso desenvainar su espada. Dairya golpeó de muerte al Grulla Gris, y se dio cuenta en ese momento que nunca sabría si su técnica era mejor. En ese momento de ira y frustración, los Goju le consumieron.”

            “Una extraña historia,” dijo Miyako.

            “Aún no ha acabado,” contestó Tokei. “Dairya está muerto, pero su espíritu está aún encadenado a este reino.”

            “¿Es un no-muerto?” Preguntó Miyako.

            “No precisamente,” contestó Tokei. “Es extraño… nunca había sentido algo así. Creo que quizás puede haber algún remanente, alguna reliquia de Dairya que ha sido corrompida. Eso es lo que le atrae aquí. Su espíritu está inquieto, consumido por la furia, y de alguna manera ha encontrado el camino a Kyuden Kakita.”

            “¿Por qué razón?” Preguntó Miyako.

            Tokei se encogió de hombros. “Por cualquier número de razones. El hijo del Grulla Gris está en su lecho de muerte. Los nietos del Grulla Gris luchan entre ellos. La mujer de Noritoshi, Maestro de la Academia, está embarazada. Puede pasar cualquier número de cosas horribles. La venganza está madura, y recae sobre el Ejército de Toturi el que no sea así.”

            “Yo nunca fui parte del Ejército de Toturi,” contestó Miyako.

            “Pero sirves,” dijo Tokei con una risita. “Vete ahora, Miyako. Busca a Dairya. Encuéntrale antes de que encuentre la forma de concretar su venganza.”

            Miyako frunció el ceño, confundido. “¿No vendrás conmigo?”

            Tokei agitó su cabeza y volvió a mirar hacia el castillo. “Me temo que no todos mis predecesores mantienen buenas relaciones con la familia Kakita,” dijo. “Una vez visitó el palacio un Naka de fuerte carácter, y le enfureció ver las puertas cerradas. Maldijo las puertas, para que aquel que naciese dentro mientras estuviesen cerradas trajese la destrucción del castillo si alguna vez tocaban el acero.”

            “¿Y esa maldición destruyó el castillo durante la Guerra de los Clanes?” Preguntó Miyako.

            Tokei asintió. “Los Kakita no son la familia más compasiva de Rokugan. Temo que mi presencia solo traería el descontento y el caos, que no es lo que necesitan ahora mismo. Mejor que me quede aquí hasta que pase el peligro. No temes, Miyako. Estaré vigilando. Estoy contigo.”

 

 

            El padre de Miyako era un hombre sencillo, y los salones del Torreón Vigilante del Mono tendían a reflejar sus gustos sencillos. Por eso, Miyako tuvo que adaptarse cuando se asentó entre el lujo de Kyuden Seppun hacía unos meses. Había creído que no había lugar más bello, con más opulencia y lujo que el castillo que Toturi Tsudao había elegido como base de operaciones.

Pero al mirar por Kyuden Kakita, Miyako vio que se había equivocado. Los salones de la familia Kakita eran algo distinto a todo lo que ella había visto antes. Mirase a donde mirase, veía inestimables esculturas y pinturas kakemono que te dejaban sin respiración. Lo que la sorprendió mas es que aunque estaba rodeada por bellos objetos, todos ellos estaban colocados con buen gusto y elegancia. Nada estaba fuera de lugar. Nada era ostentoso. Esto era el arte como tenía que ser. Se detuvo a mirar un dibujo a tinta china de un reyezuelo posado sobre una rama de un árbol. Un bello cortesano con una gorra de seda en forma de pico apareció junto a su hombro, aclaró cortésmente su garganta, y esperó a que ella le mirase.

“Taisa Toturi Miyako de la Primera Legión,” dijo el hombre, inclinándose cuando ella se volvió a mirarle. Él tenía la cara inexpresiva, con el talento natural de los cortesanos. “Soy Kakita Atoshi, hermano del Señor Noritoshi. Nos sentimos profundamente honrados de que la Emperatriz eligiese a tan distinguida representante. ¿Supongo que a los oficiales de más alto rango les absorbían otros deberes?”

            Miyako miró al hombre con cautela mientras le devolvía la reverencia. “Mi presencia no es un desaire, Atoshi-san,” dijo Miyako, luchando por mantener su voz neutral. “Soy la heredera del liderazgo de mi clan, y un miembro muy condecorado de la Primera Legión.”

            Atoshi se permitió una leve sonrisa. “Mis disculpas si lo habéis percibido como un insulto, porque no era esa mi intención,” dijo. “Vuestro padre es considerado como una leyenda, y el relato de Doji Nagori sobre vuestro valor contra los Tsuno es muy popular en nuestra corte.”

            “Ya veo,” contestó Miyako. Se ruborizó un poco, sorprendida por la sinceridad del hombre. Deseando cambiar de tema, sacó un cuidadosamente envuelto paquete de seda de su obi. “La Emperatriz me ha dado un regalo para el Señor Toshiken, una mezcla de hierbas calmantes, preparada por nuestros aliados Fénix. ¿Puedo llevárselas?”

            “Eso no será posible,” dijo Atoshi, ojos fijos en el suelo. “A pesar de la promesa de la bendición del Trueno, la salud de mi padre ha empeorado. Los shugenja que le atienden no permiten visitantes, excepto a mi, a mi hermano, y al guardaespaldas de mi padre, Reju.”

            “Por supuesto,” contestó Miyako. “¿Entonces podríais dárselo en mi nombre?”

            “No os robaría la oportunidad de dárselo vos en persona,” contestó Atoshi. “Con seguridad, la salud de mi padre mejorará pronto, y entonces se lo podréis dar.”

            “Si su salud mejora, no necesitará las hierbas,” dijo Miyako directamente. Se dio cuenta al decirlo que Atoshi estaba jugando a un juego cortesano con ella, rehusando el regalo dos veces antes de aceptarlo.

            “Por supuesto,” dijo fríamente Atoshi. Aceptó el paquete con una mano, mirándolo con algo de desdeño. “Mi hermano os atenderá en breve.” Atoshi se giró y se alejó, claramente poco impresionado por la respuesta de Miyako.

            “Algunas personas nunca saben cuando deben de dejar de jugar,” musitó un joven samurai vestido con un kimono azul pálido.

            “Supongo…” empezó Miyako, pero las palabras se desvanecieron. Al principio no le había reconocido sin su armadura. Su cara estaba más delgada, sus brazos un poco más gruesos que la última vez que le había visto, pero era la misma sonrisa maliciosa y los mismos ojos azul oscuro. Hachi llevaba el pelo oscuro y suelto, desafiando al estilo habitual de su clan.

            “Yasuki Hachi,” dijo ella, inclinándose descaradamente.

            “Veo que has conocido a Atoshi, maestro del cumplido irónico,” dijo Hachi. Se inclinó demasiado ante ella, como siempre hacía.

            “Parece que estáis bien,” dijo Miyako con cautela.

            “Y tu eres una mentirosa lamentable, Mono,” contestó Hachi. “Había pensado que esta visita sería pacífica, una rara ocasión para descansar entre mi familia, pero incluso aquí, el trabajo del Campeón Esmeralda nunca se acaba.”

            “¿Hay aquí problemas?” Preguntó Miyako.

            “Los problemas normales cuando hay demasiada familia en un sitio pequeño,” dijo Hachi suspirando. “Supongo que todos los clanes lo padecen de alguna forma cuando se reúnen. Se han reunido los samurai Grulla de mayor rango para presentar sus respetos a Toshiken y a esperar la bendición del Trueno.”

            “¿De verdad crees que Hoturi aparecerá?” Preguntó Miyako.

            “Prefiero reservarme mi opinión sobre los poderes divinos, y sobre sus sentimientos hacia nosotros los mortales,” contestó Hachi. “Todo lo que puedo decir es que la historia ha sacado de debajo de las piedras a los nobles Grulla. Casi deseo una ataque de bandidos o una incursión León para poder dejar por un momento de jugar a ser el mediador. Los últimos días he estado resolviendo riñas entre nobles mimados, muchos de los cuales creía antes que eran personas razonables.”

            “¿De verdad?” Dijo Miyako, sorprendida.

Hachi asintió. “La verdad es que no es su culpa. Los Grulla somos maravillosos en una crisis. Nos concentramos, nos unimos, nos juntamos. Pero esto no es una crisis. Solo son demasiada gente importante en un solo sitio. Por ejemplo, toma a mi antigua daimyo, Daidoji Rekai. Una guerrera nata. No hay otro al que quisiera tener a mi lado en una batalla, pero si tengo que separar otra riña sobre las Lágrimas de la Dama Doji, es posible que cuelgue la Armadura Esmeralda de un árbol y corra hacia las Arenas Ardientes.”

Miyako rió. “¿Las Lágrimas de la Dama Doji?”

Hachi asintió. “Un juego de lágrimas de jade encantadas, de un valor incalculable, muchas de las cuales se perdieron durante la Guerra de los Clanes. Aparentemente, ella encontró dos de las Lágrimas durante su visita a tierras Cangrejo, y quería dárselas a Toshiken. La leyenda dice que las lágrimas pueden curar cualquier enfermedad o corrupción, por lo que ella esperaba que su pureza le ayudase a luchar contra su enfermedad. Se sintió ultrajada cuando los shugenja no la permitieron entregárselas en persona, y sencillamente no quiere dar el tema por zanjado. Pero incluso eso no es nada comparado con lo de Atoshi y Noritoshi.”

“Noritoshi es el daimyo, ¿verdad?” Preguntó Miyako.

“Si, desde hace poco tiempo,” contestó Hachi. “Atoshi estaba acostumbrado a señorearse ante Noritoshi por su mayor conocimiento de la política, y entonces Kakita Kaiten muere nombrando a Noritoshi su sucesor. Ahora, Atoshi usa cada oportunidad que tiene para desprestigiar en público a Noritoshi, y te puedo decir que le lleva a usar a Noritoshi cada gramo de paciencia que tiene, para no golpear a Atoshi de una manera más literal.”

            “¿No son hermanos?” Preguntó Miyako.

            “Primos,” contestó Hachi. “Se llaman entre si hermanos solo porque crecieron juntos, y porque Toshiken se lo pidió. Toshiken se sintió responsable de la muerte del padre de Noritoshi, Ichiro, por lo que adoptó a Noritoshi justo antes de la Batalla de la Puerta del Olvido.”

            “¿Por qué se sentía Toshiken responsable de la muerte de Ichiro?” Preguntó Miyako.

            Hachi miró con franqueza a Miyako. “Porque Toshiken le mató.”

            “Ya,” dijo Miyako.

            “A decir verdad, Ichiro se lo merecía,” dijo Hachi. “Intentó inmiscuir a Toshiken en una conspiración para asesinar a su padre, Toshimoko. Aparentemente, Toshiken no estaba tan resentido contra su padre como Ichiro hubiese deseado.”

            “Interesante familia,” contestó Miyako.

            “No les juzgues demasiado severamente,” dijo Hachi. “Toshiken fue, y es, un gran hombre, pero incluso un gran hombre tiene días negros. Se ha dicho que un Grulla no hará nada a no ser que pueda lucirse en ello sobre todos los demás. Las rencillas familiares no son una excepción.”

            Un bushi sin aliento, con la armadura de un Magistrado Esmeralda dobló la esquina, miró desesperadamente a su alrededor, y finalmente se fijo en Hachi. Corrió hacia él, cayendo en una profunda reverencia. “Hachi-sama,” dijo el magistrado entre jadeos. “Nagori-san me ha mandado para que os de esto enseguida.”

            “¿Cual es el problema?” Preguntó Hachi, mirando enojado al hombre.

            “El grupo del Señor Asahina Handen ha sido atacado por bandidos en el camino, que se han llevado varios valiosos pergaminos,” dijo el magistrado. “Nagori insistió en que os informara.”

            “Que las Fortunas te bendigan, Nagori,” dijo Hachi, animándose. “Son noticias estupendas.”

            “¿Señor?” Contestó el magistrado, confundido. “¿No es este un asunto del que se pueden ocupar los magistrados locales?”

            “No oses cuestionar al Campeón Esmeralda, magistrado,” dijo rápidamente Hachi. “Reagrupa inmediatamente las tropas. Estaré con vosotros en unos momentos.” El magistrado asintió, y se alejó velozmente. Hachi miró a Miyako y le guiñó un ojo. “¿Miyako-chan? ¿Quieres unirte a mi para un poco de violencia vigorizante?”

            “No, gracias,” dijo Miyako, devolviéndole su sonrisa contagiosa. “Pero intentaré evitar que los nobles se maten entre si mientras estáis fuera.”

            “Lo apreciaría,” dijo Hachi, alejándose ya por el pasillo.

            “Buena suerte,” le dijo ella.

“¡Creo que tu la necesitarás más!” La contestó por encima de su hombro.

 

 

            El salón de audiencias era pequeño, íntimo y apenas iluminado. Solo había una mesa baja con tres sillas, una en la cabecera, y las otras dos a los lados. Un hombre pequeño estaba sentado en la cabecera de la mesa. Llevaba el pelo negro, atado hacia atrás en un moño tradicional. Parecía joven, que apenas había pasado su gempukku, pero sus ojos mostraban gran cansancio. Miyako inclinó su cabeza mientras entraba en la habitación tras Atoshi. El hombre no levantó la vista.

            “Taisa Toturi Miyako,” dijo Atoshi con su profunda y cortesana voz, “te presento a mi hermano, Kakita Noritoshi, Maestro de la Academia de Duelos Kakita, daimyo de la familia Kakita.”

            Miyako se inclinó ante Noritoshi, quién asintió y señaló hacia uno de los asientos. Miyako se sentó y sorbió de la taza de té que había ante ella. Atoshi se arregló su elaborado traje de cortesano, y se sentó al otro lado de la mesa. Se escuchó un trueno fuera. Hacía unas pocas horas que había empezado una tormenta, y no mostraba señales de terminar.

            “Si Hoturi elige esta noche para visitarnos, espero que se vista adecuadamente para el tiempecito que hace,” dijo Atoshi con una risita. Miyako se rió cortésmente.

            “¿Por qué te ha sorprendido verme, Miyako-chan?” Preguntó Noritoshi, mirándola a los ojos. Como muchos Grullas, sus ojos eran de un perturbador color azul.

            Miyako miró a Noritoshi con curiosidad. Pensaba que había enmascarado bastante bien su sorpresa, pero recordó que Noritoshi era un maestro duelista. Los Kenshinzen Kakita estaban muy acostumbrados a usar sutiles señales para medir las estrategias e intenciones de sus oponentes. “Me sorprendió que se me concediese esta audiencia privada,” dijo Miyako. “Hay otros muchos visitantes que se lo merecen más que yo.”

            “No,” contestó Noritoshi. “Eso no es lo que verdaderamente te ha sorprendido.”

“Bueno,” dijo Miyako después de hacer una ligera pausa. “Para ser honesto, no esperaba que el maestro de una academia de duelistas fuese tan joven.”

            “La maldición de mi hermano,” dijo Atoshi con la taza entre sus manos. “Tiene la cara de niño y la conducta inocente de su padre.”

            La helada mirada de Noritoshi fue significativamente hacia su hermano durante un instante, y luego volvió sobre Miyako. “Te invité después de que mi hermano me contase el generoso regalo que has traído para mi tío,” dijo. “Dale las gracias de mi parte a la Emperatriz.”

            “Lo haré,” contestó Miyako.

            “No nos olvidemos de nuestros aliados Fénix, hermano,” dijo Atoshi cáusticamente. “Fueron ellos los que prepararon las hierbas.”

            “Ya lo sé, Atoshi,” contestó Noritoshi, “pero los Fénix sirven a la Emperatriz, es por ello por lo que hay que honrarla primero.”

            “Ah, por supuesto,” contestó Atoshi, posando su taza con un golpecito seco. “En cuestiones de etiqueta aceptaré tu superioridad, poderoso daimyo.”

            “Gracias, Atoshi,” dijo fríamente Noritoshi, no picando en el cebo de su hermano.

            La mesa se quedó en silencio cuando llegaron un par de sirvientes, que sirvieron una ligera cena de pescado y tartas. Miyako miró cuidadosamente hacia Atoshi. Se preguntó si estaría envuelto de alguna manera en el peligro que había sentido Tokei. Claramente había tensión entre los hermanos, pero eso era normal con su historial familiar. Atoshi estaba constantemente probando a su hermano, demandando que estuviese a la altura del legado de su padre adoptivo, el verdadero padre de Atoshi. Aún así, ¿podría su rivalidad ser algo más? Si el espíritu de Dairya buscaba la venganza contra los herederos de Toshimoko, ¿qué mejor forma que hacer que se volviesen el uno contra el otro?

            “Dime, Miyako-chan,” dijo Atoshi una vez que los sirvientes se habían ido. “¿De que forma se pueden comparar las tierras Kakita con tu hogar en el Torreón Vigilante?”

            “Para ser honesta, no son comparables,” contestó Miyako. “No quiero que se tome como un insulto, pero incluso después de todos mis viajes con la Primera Legión, creo que preferiría vivir mi vida en el Torreón Vigilante del Mono.”

            “¿De verdad?” Contestó Noritoshi, un tono intrigado en su voz. “¿Y eso por qué?”

            Miyako miró fijamente hacia Atoshi. “La familia,” dijo ella. “Mi familia siempre estará ahí.”

            “Que curioso,” dijo Atoshi. Bajó la vista para mirar a su pescado, cogiendo un trozo con sus palillos, “pero era de esperar una afirmación tan humilde proveniente de una mujer con unos orígenes tan humildes.”

“Mi padre fue el Capitán de la Guardia Imperial,” contestó Miyako, su tono grave. “Mi madre es la hermana menor del daimyo Shosuro. Arriésgate a menospreciar a mis padres, Atoshi-san. Los Mono son humildes por elección, no por las circunstancias.”

            Noritoshi se rió.

            “No quería ofenderos, Miyako-chan,” dijo sin énfasis Atoshi.

            “Todos sabemos exactamente lo que querías decir, hermano,” dijo Noritoshi. “Cuéntanos más sobre tu familia, Miyako-chan.”

            “Tengo dos hermanos menores,” contestó Miyako. “Los cuales parecen existir solo para hacerme daño y avergonzarme. El día antes de mi gempukku, Kyoji robó mi mejor kimono para usarlo como un sashimono en un juego de samuráis contra Koto. Estaba tan mal cuando lo encontré que tuve que llevar el kimono del gempukku de mi madre. Las mujeres Shosuro son conocidas por su delicadeza de formas, por lo que me estaba muy justo.” Miyako frunció el ceño cómicamente. “No fue uno de mis momentos más dignos.”

            “¿Sobrevivió Kyoji?” Preguntó Noritoshi riendo.

            “Apenas,” dijo Miyako. “Antes de que lo encontrase, mi padre me encontró a mi. Me dijo algo que me ha quedado grabado desde entonces. ‘La familia es la primera obligación.’ Si no puedo estar junto a mi hermano, no me merezco estar.’”

            “Un sentimiento bonito,” contestó Atoshi, “pero la familia de Toku no ha pasado por lo que ha pasado la nuestra.”

            “La frase no era originalmente de mi padre,” contestó Miyako. “Toturi la aprendió de su amigo, Hoturi, quién la aprendió de su maestro.”

            “Toshimoko,” dijo Noritoshi. “Nuestro abuelo.”

            Por una vez, Atoshi no dijo nada. El trueno volvió a retumbar afuera.

            “Miyako-chan,” dijo urgentemente la voz de Naka Tokei dentro de su mente. “¿Estás a salvo?”

            Miyako se concentró. Aunque no poseía la magia que requería proyectar sus pensamientos como lo hacía Tokei, este la había enseñado a concentrarse de una manera para que él pudiese oír sus pensamientos desde grandes distancias. “Estoy a salvo en Kyuden Kakita,” contestó ella.

            “Dairya ha llegado,” dijo con urgencia. “Ha venido a vengarse.”

            “¿Estás seguro?” Contestó Miyako. “Estoy con sus nietos, y no hay peligro.” Tanto Atoshi como Noritoshi la miraban con curiosidad, notando el sutil cambio de su humor. ¿Estaba equivocada? ¿Sería posible que su constantes discusiones no tuviesen relación con Dairya?

            “Nunca he estado más seguro,” contestó Tokei.

            Un desafiante grito de guerra resonó por Kyuden Kakita.

 

 

            Atoshi, Noritoshi, y Miyako fueron hacia los sonidos de la batalla tan rápidamente como pudieron. El suelo de ruiseñor chirriaba sonoramente bajo sus pies; aparentemente, lo que habitualmente era una defensa contra asesinos había servido para poco contra este ataque. Al final del pasillo se encontraron con un par de guardias Kakita golpeando en vano con sus hombros contra las pesadas puertas de las habitaciones de Toshiken.

            “¡Apartaros!” Ladró Noritoshi. Se enrolló sus largas mangas sobre sus hombros y sacó su espada Kakita con un repique, como si fuese de cristal. Los dos guardias se apartaron con rapidez. Noritoshi golpeó dos veces con su espada, tan rápidamente que parecía como si no golpease nada. Una gran triángulo cayó de las cerradas puertas, y estas se abrieron suavemente. Una rayo iluminó la habitación de dentro.

            Una mujer vestida con un kimono de seda azul oscuro estaba en el centro de la habitación, una katana sujeta con una mano. Su otra mano sostenía una pequeña porra, coronada por una sonriente calavera. Sus ojos estaban muertos, totalmente en blanco. Su larga cabellera negro clareaba hacia sus puntas blancas, como si hubiese estado teñida, pero que crecía rápidamente. El marchito cuerpo de Toshiken yacía en el suelo cerca de su cama. Había sido rebanado desde la cadera al hombro, pero aún sujetaba una brillante katana en una mano – había muerto luchando. Reju, el guardaespaldas de Toshiken estaba arrodillado en medio de un creciente charco de sangre, sujetándose el muñón de su brazo derecho. La mujer tenía su espada sobre la cabeza de Reju, preparada para acabar con él, pero ahora ladeó un poco su cabeza hacia la puerta.

            “El nuevo Maestro está aquí,” susurró. “Aquí para retarme.” Le dio una fuerte patada a Reju en el costado, tirándole al suelo. Rápidamente, ella envainó su espada y se giró para enfrentarse a Noritoshi. Una mano estaba abierta sobre la empuñadura de su espada, como ofreciendo un regalo, el estilo de un espadachín Kakita.

            “Megumi,” susurró Noritoshi. “He echado de menos las lecciones que dábamos juntos. Creía que te habías ido a un peregrinaje de guerrero.”

            “Así era,” dijo ella. “He aprendido mucho, y no he venido sola.”

            Atoshi desenvainó su espada y se puso junto a Noritoshi, pero Noritoshi le cogió por el hombro a su hermano. “No, Atoshi,” le advirtió. “Coge a los guardias, reúne a Rekai y al resto de los Daidoji. Les necesitarás para detenerla si yo fracaso.”

            Atoshi miró a su hermano, dubitativo. “Ella ha matado a padre,” siseó.

            “Y te matará si no haces lo que te digo,” contestó Noritoshi. “Megumi era mi mejor alumna. Como tu daimyo, como tu hermano, te advierto que no debes enfrentarte a ella.”

            Atoshi asintió y se alejó lentamente por el pasillo. “Habéis oído la orden de vuestro daimyo,” le gritó a los guardias. “¡Debemos reunir a los Daidoji!” Los dos guardias le siguieron tan rápidamente como pudieron.

            Miyako permaneció en el pasillo tras Noritoshi, olvidada. El señor de los Kakita se adentró lentamente en la habitación, envainando su espada e imitando la postura de Megumi. Todo estaba en silencio alrededor de ellos, excepto la lluvia sobre el tejado y el retumbar de la tormenta.

            “¿Por qué mataste a padre?” Demandó Noritoshi.

            “Pensé que quizás no estaba tan enfermo como parecía,” contestó Megumi. “Me equivoqué. Lástima.”

            El trueno resonó. Megumi y Noritoshi se tiraron sobre el contrario. Ambos duelistas se hicieron a un lado en el último momento, el primer golpe solo para probar la velocidad del otro. La espada de Megumi pasó por el costado del kimono de Noritoshi, apenas tocando la carne, pero dejando un reguero de sangre. La espada de Noritoshi cruzó la mejilla de Megumi. Su sangre era negra.

            “Te has corrompido,” dijo Noritoshi, escupiendo al suelo de asco. “¿Sirves a Daigotsu? ¿Te mandó él a matar a mi padre?”

            “Desde luego que no,” contestó Megumi. Un rayo volvió a iluminarles, y esta vez Miyako vio la silueta de algo alrededor de Megumi. Su forma era la de un hombre grande que llevaba un parche metálico sobre su ojo izquierdo.

            Dairya.

            Miyako miró alrededor de la habitación de dormir, su mirada acabando finalmente sobre un pequeña caja que estaba junto a la cama. Tenía el anagrama de la familia Daidoji.

            Noritoshi y Megumi volvieron a atacarse, espadas Kakita silbando al cortar el aire. Esta vez, la espada de Noritoshi fue golpeada hacia un lado; de un salvaje golpe, Megumi le hizo un corte en la cara a su antiguo profesor. Este trastabilló hacia atrás, su cara un poema de sangre, pero no gritó. Se cubrió los ojos con una mano, poniendo un gesto de dolor. Golpeó débilmente con su espada, fallando a Megumi por un metro.

            “Parece que no luchas ciego tan bien como yo lo hacía,” dijo riendo Megumi. “¿Es este el legado de Toshimoko?” Añadió, su voz ahora profunda y masculina. “¿Es esto lo que me derrotó?”

            “No,” gritó Miyako desde detrás de ella. “¡Las Tierras Sombrías te derrotaron!” Miyako corrió hacia Megumi con su espada levantada.

            Megumi se volvió con calma, fácilmente, lista para cortar en dos a Miyako en cuanto se acercase. En el último momento, Miyako se detuvo y le tiró una pequeña piedra a Megumi. La Kenshinzen corrupta la golpeó fácilmente en el aire con su porra. Gritó de dolor al romperse la lágrima de jade, y el aire se llenó de una luz verdosa. La imagen de Dairya que flotaba sobre ella osciló y desapareció. Finalmente, solo quedaba Megumi, intentando respirar, mirando con odio a Miyako. La calavera al final de la porra había explotado. Dejó caer el inútil palo, y levantó su espada para volver a golpear.

            Miyako abrió su mano, enseñando una segunda lágrima de jade. Megumi dio un paso hacia atrás.

            “¿Crees que has vencido, Mono?” Preguntó Megumi riéndose. La duelista ciega se dio la vuelta y saltó por la ventana.

Miyako corrió hacia ella, y miró hacia abajo. Era un salto imposible, pero ya podía ver el kimono azul de Megumi alejándose por la llanura. Miyako se volvió para ayudar a Reju y a Noritoshi vendar sus heridas. Reju había perdido su mano derecha. El ojo izquierdo de Noritoshi había sido gravemente herido. Ambos sobrevivirían.

            “¿Como podía ser tan fuerte Megumi?” Preguntó Noritoshi, mirando a Miyako. “Me he entrenado toda mi vida para convertirme en el mejor de los Kenshinzen. Si puede igualar mi fuerza con la Mancha, ¿qué esperanza tenemos?”

            “Siempre tendremos esperanza, Noritoshi,” dijo ella, apretando la lágrima de jade en el puño de él. “Recuerda el día de hoy, y vuélvete más fuerte.”

La tormenta empezó a amainar, el retumbar del cielo a callarse. Mientras el sonido se apagaba, fue reemplazado por otro – el sonido de un llanto esporádico en una habitación cercana.

            “Mi mujer,” dijo Noritoshi, una mirada de esperanza apareciendo en su cara. “Mi hijo ha nacido…”

            De alguna manera, Miyako no podía evitar la sensación de que había algo muy mal.

            Fue entonces cuando escuchó sonidos de batalla llegar desde afuera.

Miyako corrió hacia otra ventana y miró hacia abajo. Un pequeño ejército de soldados con armaduras negro-azabache asediaba los muros de Kyuden Kakita. En una lejana colina, Miyako podía ver a su comandante montado sobre un corcel blanco. No le reconoció, pero había visto el anagrama de su sashimono en muchos libros que tenía su padre sobre la Guerra de los Clanes.

            Doji Hoturi.

 

 

            Miyako estaba en la alta cresta de la misma colina en la que había visto a Hoturi la noche anterior. Tokei y Hachi estaban junto a ella, sus caras serias. Atoshi estaba en la base de la colina, discutiendo estrategias con Daidoji Rekai y con otros cuantos nobles de mente militar. Noritoshi estaba sentado, a cierta distancia, solo. Un grueso vendaje aún cubría su ojo izquierdo; la herida había superado incluso las habilidades de Tokei para curarla completamente.

Ante las puertas de Kyuden Kakita había docenas de cuerpos samurai. Muchos llevaban la armadura verde del los Magistrados Esmeraldas, o la armadura azul de los samurai Grulla. El resto llevaba la siniestra armadura negro azabache.

            “Después de todo, las historias de la vuelta de Hoturi no eran falsas,” dijo Noritoshi con un suspiro.

            “No, eran bastante ciertas,” contestó Hachi. “Solo que no era el Hoturi correcto.”

            “¿El Falso Hoturi?” Soltó Noritoshi, mirándoles. “Eso no es posible. Murió durante la Guerra de los Clanes.”

            “El Falso Hoturi nunca estuvo verdaderamente vivo,” contestó Tokei. “Era un ente de magia oscura, diseñada para romper el espíritu del Clan Grulla. Si quisiera, Fu Leng podría con facilidad volver a reconstruir esa magia.”

            “¿Pero para qué?” Preguntó Miyako.

            “El alma humana es un campo de batalla en esta guerra,” contestó Tokei. “Los Grulla son un clan de un espíritu indomable. Si Fu Leng puede romper ese espíritu, ha ganado una gran victoria contra el Imperio.”

            “¿Naka, parece que sabías que esto iba a pasar?” Preguntó Noritoshi.

            “Por supuesto que lo sabía,” dijo Hachi con una mirada de desesperación. “Es por eso por lo que me hizo traer una legión extra de tropas, y esconderlas en los bosques. ¿De verdad creísteis que me perdería el retorno del Trueno para perseguir bandidos? Confiad un poco en mi, Noritoshi-sama. El Falso Hoturi se encontró con mayor resistencia de la que esperaba. Sus tropas han retrocedido para reagruparse.”

            “Pero cuando vuelva, ¿estaremos preparados?” Dijo Atoshi desde la parte de abajo de la colina.

            “Si,” dijo Noritoshi con voz distante. “Nos prepararemos. Fu Leng no encontrará a la Grulla una presa fácil.” El daimyo Kakita se alejó andando lentamente colina abajo. Su hermano le miró con preocupación, y le siguió con rapidez.

            “¿Estará bien?” Preguntó Miyako.

            “El hijo de Noritoshi nació anoche, mientras las puertas del castillo estaban cerradas,” dijo Hachi. “La maldición Kakita. El hijo del Maestro de los Kenshinzen nunca tocará el acero.”

            “O,” dijo en voz baja Miyako. “Eso es terrible.”

            “No lo sé,” dijo Hachi. “Algunos días pienso que hay peores sinos que el de nunca ser un guerrero.” El Campeón Esmeralda se inclinó ante ambos, y se marchó, bajando la colina para hablar con los generales Grulla.

            “¿Y qué ha sido de Dairya?” Preguntó Miyako. “¿Pudo su espíritu dejar el Imperio cuando destruí la cosa que llevaba Megumi?”

            “Si podía,” dijo Tokei, “pero no lo hizo.”

            Miyako miró a Tokei sin entenderlo.

            “Debes comprender, Miyako,” dijo Tokei. “Dairya siempre fue un hombre obstinado. Después de treinta años sirviendo como un peón de la maldad, no es del tipo de espíritus que volvería humildemente a Yomi. Quiere quedarse. Quiere luchar.”

            “¿Entonces aún está aquí?” Preguntó Miyako. “¿Qué puede hacer un espíritu para luchar contra las Tierras Sombrías?”

            “Bueno, esta es una Academia de duelistas, ¿no es así?” Preguntó Tokei, volviendo a mirar hacia el castillo. “Quizás busque un alumno…”

            Con eso, el Gran Maestro de los Elementos se volvió y fue colina abajo. Miyako se montó en su pony y le siguió.