Comienzos
por ?
Traducción de Mori Saiseki
“La Muerte nos llega
a todos. Lo mejor que podemos hacer es reírnos en su cara.” – Kihei
Mirumoto
Temoru estaba en el centro del escarpado paso montañoso, sosteniendo su katana
baja, hacia un lado. La cara del samurai Dragón estaba deformada por un mal
gesto. El yaciente sol refulgía en su armadura, que una vez fue dorada, ahora
manchada con sangre y vísceras. Tres de los bárbaros estaban muertos alrededor
suyo en la polvorienta tierra, bobos que habían despreciado el poder de la
técnica Mirumoto. Una docena más se agolpaban en un círculo alrededor de
Temoru. Llevaban mal acabadas armaduras, cuero apestoso sacado de la carne de
bestias. Blandían toscas espadas curvas, pálidas imitaciones de la katana de un
samurai.
“¿Creéis que solo con vuestro número podéis derrotar a un samurai?” Dijo Temoru
en voz baja. “Ya veremos. ¿Quién será el primero?” Se giró en un amplio
círculo, apuntando con su katana a cada uno de ellos. Los bandidos Yobanjin se
miraron entre si desconcertados. Unos cuantos dieron varios pasos hacia atrás.
Sus anchas caras estaban ahora llenas de miedo.
“¡Impostores!” Gruñó Temoru. “Vuestro anciano me prometió la llave para
derrotar al Último Deseo de Isawa. ¿Es así como mantienen su palabra los
Yobanjin?”
“No,” dijo uno de ellos con un Rokugani de acento áspero. “Así es como
sobrevivimos.” Era más pequeño que los otros, pero su cara era más perspicaz.
Metiendo la mano en los dobleces de su gruesa túnica de piel, sacó un extraño
mecanismo mecánico y lo apuntó hacia Temoru. Una puntiaguda flecha sobresalía
del borde. El dedo del hombre se cerró sobre una especie de gatillo.
“¿Alguna vez habías visto una ballesta, Dragón?” Preguntó el hombre, apuntando
al samurai.
Temoru se abrió de piernas, dando pequeños saltos como un acróbata. “Si planeas
dispararme,” dijo en voz baja, “no falles.”
“No sabes el peligro que vas a dejar caer sobre tu gente, Dragón,” dijo el
Yobanjin. “No te das cuenta el tipo de poder contra el que os enfrentáis.”
El rostro de Temoru se oscureció, incluso más que antes. “Shiba Aikune usa el
Último Deseo de Isawa contra mi gente como una arma de increíble poder. Los
ejércitos del Clan Dragón yacen en ruinas. Solo la magia combinada de nuestros
shugenja nos protege de la ira de Aikune, y nuestro poder se debilita. Mientras
tanto, los Dragón se mueren de hambre, escondidos tras sus murallas. Nos
estamos debilitando, y los Fénix se vuelven más fuertes mientras Aikune
comparte el poder del Deseo con sus seguidores. Los Fénix antes fueron
compasivos, pero ahora ya no tienen compasión en sus corazones. El Deseo les ha
cambiado. Cuando finalmente Aikune domine su poder, mi gente desaparecerá.”
“Una historia impresionante,” contestó el Yobanjin. “¿Por qué debería
importarnos? ¿Por qué deberíamos invitar al poder de Aikune a que nos
consumiese a nosotros también?”
“Vuestro anciano dijo que sabía algo sobre el origen del Deseo,” Temoru
replicó, exhausto e irritado. “Sabiendo como fue creado, quizás nuestros
shugenja podrían destruirlo.”
“¿Destruirlo?” Rió el Yobanjin. “Lo más seguro es que los
Dragón crearan su Último Deseo. Vosotros los Rokugani sois unos bobos cortos de
miras. No se os puede confiar esa sabiduría.”
“¿Qué no se puede confiar en mi?” Temoru levantó una ceja. “Vosotros intentasteis
matarme.”
“¿Intentasteis?” El Yobanjin agitó un poco su cabeza. “Lo
conseguimos.” Apretó el gatillo con un sonido metálico. Temoru se agachó con
reflejos, aunque dudaba que pudiese esquivar una flecha en tan corto espacio.
Un repentino viento surgió alrededor del ballestero, su fuerza tan grande que
el misil salió disparado salvajemente hacia un lado. Se clavó fuertemente en el
pecho de otro Yobanjin, que lo miró sorprendido antes de caer al suelo.
Temoru miró desde donde estaba agachado. Sintió un cosquilleo en la parte de
atrás de su cráneo, un espesor de los elementos que antes no había estado ahí.
Le habían entrenado para reconocer esa sensación. . .
“Magia,” susurró el Dragón. Miró alrededor suyo para encontrar la fuente del
hechizo. En el espeso terreno montañoso, un shugenja podía estar escondido en
cualquier parte. Los Yobanjin también miraron alrededor suyo, sorprendidos por
el repentino ataque.
Temoru no sabía si el hechicero era amigo o enemigo, pero no quería dejar pasar
esta ventaja. El Dragón se lanzó contra el Yobanjin más cercano, gritando un
reto y levantando su katana por encima de su cabeza. El Yobanjin gritó
desafiante, golpeando a Temoru con su ancha y curvada espada. Temoru giró su
espada y cortó horizontalmente. Saltaron chispas, y la katana del Dragón cortó
la cruda arma Yobanjin un centímetro por encima de la empuñadura. El bárbaro
miró a su inútil acero, sorprendido. Temoru giró su espada y volvió a cortar,
rebanando al hombre desde el hombro a la cadera.
Dos bárbaros más le atacaron, gritando furiosos en su extraña lengua. Temoru se
agachó bajo el torpe ataque de primer guerrero y le secciono las piernas.
Preparó su espada para atacar al segundo un instante tarde; el bárbaro golpeó a
Temoru en el mentón con un garrote recubierto de hierro. La visión del Dragón
se empañó, y dio un paso hacia atrás. La katana cayó de sus manos.
Viendo a su enemigo desarmado, tres bárbaros más cargaron gritando sobre
Temoru. Sacando el tanto de su cinturón, se lo lanzó desesperadamente al
primero, clavándoselo en la garganta. El siguiente era inmenso, el que le había
golpeado con el garrote. Esta vez, Temoru se hizo a un lado, evitando el
salvaje golpe del hombre. Cogiendo al Yobanjin por el brazo, Temoru giró hacia
atrás y permitió que el peso y la inercia de su atacante le lanzase en
volandas, cayendo sobre su aliado. Temoru se puso en pie, sangre goteando por
la comisura de sus labios.
Los Yobanjin rodeaban a Mirumoto Temoru, mirándole con miedo. Por dos veces
habían intentado matar al samurai y habían fallado. Incluso herido, no parecía
dispuesto a rendirse.
“¡Matarle!” Gritó el líder,
recargando su ballesta.
Temoru volvió a sentir el familiar picor de la magia al reunirse, en la base de
su cráneo.
Una repentina explosión resonó en el cielo y un rayo de fuego blanco puro se
extendió desde las nubes, incinerando al líder Yobanjin. El olor a carne
quemada y una nube de cenizas permanecía donde antes el ballestero había
estado.
El resto de los bárbaros huyó hacia las montañas, dejando atrás al mortífero
samurai y a su aliado invisible. Temoru mantuvo su postura hasta que el ultimo
de ellos se había ido. Finalmente, relajó sus hombros y se dio un masaje en su
dolorido mentón. Tocándose sus dientes, se quejó al encontrar que uno se movía
debido al ataque del bárbaro. Poniendo un gesto de dolor, Temoru encontró su
espada, limpió la sangre de su hoja con un trozo de papel de arroz, y la
devolvió a su saya. Con un profundo y exhausto suspiro, se sentó sobre una
piedra grande, cerró sus ojos, y esperó.
Tras varios minutos, una voz finalmente le interrumpió.
“¿Qué estás haciendo?”
Meditando, Temoru dijo, “Esperando que aparecieses.”
El samurai abrió sus ojos. Una chica bajita vestida con sucias túnicas marrones
estaba ante él, su pelo recogido hacia atrás en un basto moño. Su cara y su
pelo estaban sucios, pero la bolsa de pergaminos que llevaba a su cintura
estaba bien cuidada e inmaculadamente limpia.
“Tu eres la shugenja,” dijo Temoru, levantándose e inclinándose ante la chica.
“Soy Mirumoto Temoru. Si eres mi amiga, te agradezco que salieras en mi ayuda.
Si eres mi enemiga, solo te pido que hagas que tenga una muerte rápida. Ha sido
un día difícil y estoy muy cansado.”
Ella se rió. “Entonces supongo que me puedes llamar amiga,” contestó, “ya que
no deseo matarte, Dragón. Me llaman Zokusei.”
“¿Zokusei?” Preguntó Temoru, sus ojos entrecerrándose un poco. “¿De qué clan?”
“No sirvo a ningún clan,” contestó ella. “Ando sola.”
“Eres ronin,” dijo Temoru con un sutil movimiento de cabeza.
Zokusei bajó sus ojos. “No te importunaré más, Mirumoto-sama.”
“Espera,” dijo Temoru, levantando una mano. “Tu pasado solo te concierne a ti.
No me incumbe el sendero que te convirtió en un lobo solitario. Te debo mi
vida, Zokusei-chan.”
Zokusei se detuvo, mirando hacia la quemada mancha negruzca que antes había
sido el ballestero. “Habría deseado no quitarle la vida a ese hombre,” dijo.
“Quería que la galerna les hubiese asustado. Satoshi no estará contento.”
“¿Satoshi?” Dijo Temoru. “¿Quién es Satoshi?”
“Es mi sensei,” contestó ella. “Me mandó para que te ayudara.”
“¿Satoshi?” Rió Temoru. “He oído hablar de él. Un sacerdote vagabundo. Un
estafador y un ladrón. Los Magistrados Esmeraldas le han estado buscando. ¿Por
qué querría ayudarme un criminal así?”
“Porque necesitas ayuda,” dijo Zokusei, su tono algo irritado. Señaló al
ensangrentado lugar de la batalla. “Muerte y carnicería te persiguen, Mirumoto
Temoru, y no se acabará. Has decidido enfrentarte al poder del Último Deseo de
Isawa.”
“¿Qué sabes del Deseo?” Preguntó Temoru, su amigable comportamiento rápidamente
evaporándose, reemplazado con una inflexible determinación.
“Solo se lo que hemos visto,” dijo Zokusei, mirando al samurai a los ojos.
“Satoshi y yo estábamos ahí la primera vez que Aikune desató su poder.
Atendimos los campos de los muertos y de los moribundos cuando él se fue. Vimos
a los Hijos del Último Deseo, espíritus del caos y de la muerte, danzando por
el cielo a las órdenes del Fénix.”
“Shiba Aikune,” siseó Temoru. “Su alma se ha perdido a la maldad.”
“No,” contestó Zokusei. “El Último Deseo no es malvado, solo es poder. Aikune y
el Clan Fénix son tan víctimas como tu clan. Si no se puede encontrar una forma
de controlar el poder del Deseo, el Fénix sufrirá aún más que el Dragón.”
“Lo dudo,” dijo Temoru.
“Los espíritus no mienten,” contestó Zokusei. “Nos dijeron que el Último Deseo
lo dejó inacabado su creador. Ahora busca completarse. Podría convertirse en
una poderosa fuerza para el bien, o en un aún mayor instrumento de maldad.
Ahora mismo, Satoshi está investigando como se creó el Deseo, arriesgándose
mucho. Hasta ahora, solo hemos encontrado unas pocas pistas. Por eso te
buscamos, Dragón. Sabemos que tu también quieres desenmarañar el misterio del
Último Deseo. Nos queremos aliar contigo.”
“¿Como supisteis de mi misión?” Preguntó Temoru, su tono incisivo.
“Satoshi tiene amigos entre el Dragón,” contestó ella. “Ayudó a Tamori Chieko
curando la erupción de la plaga el año pasado en el poblado de Nanashi Mura.”
“Chieko,” rió Temoru. “¿Por qué no estaré sorprendido? Si, es verdad. El Señor
Mirumoto Uso les ha encargado una forma de derrotar al Último Deseo antes de
que la muralla que rodea el Altar del Ki-Rin caiga. Para serte sincero,
agradecería la ayuda.”
“Entonces contesta esta pregunta,” dijo Zokusei. “¿Qué esperabas encontrar
aquí? ¿Qué pista te trajo a tierras Yobanjin?”
Temoru metió la mano en el inro que colgaba de su cinturón y sacó una pequeña
estatua de jade. “Esto,” dijo, levantándola hacía la luz que desaparecía, “y
seis otras como ella. El jade es de un tipo especial que solo se encuentra en
estas montañas.” Le dio la estatua a Zokusei. “Mira el símbolo que está junto a
la fecha.”
Los ojos de Zokusei se abrieron de par en par. “La talló el propio Isawa.”
“Casi al mismo tiempo que se creó el Último Deseo,” contestó Temoru. “Creo que
Isawa creó el Último Deseo en algún lugar de estas montañas. Si vamos a
encontrar una forma de destruirlo – o quizás completarlo como tu dijiste – creo
que lo encontraremos aquí.”
“¿Y si no?” Contestó Zokusei.
“Entonces roguemos para que tu amigo Satoshi encuentre algo más útil,” contestó
Temoru.
Continuará. . .