Conocimiento Olvidado

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Tierras Cangrejo, hace siglos…

 

Kuni Nakanu entrecerró los ojos y acercó la lámpara, intentando localizar incluso los cambios más pequeños en la piel. El cuerpo había entrado en contacto con las Tierras Sombrías hacía casi doce horas. El cambio llegaría pronto, pero por el momento había poco peligro. Nakanu notó una pequeña decoloración alrededor de las heridas que habían matado a este campesino, y escribió una anotación en su pergamino más reciente. Parecía como si hubiese alguna variación en el tiempo en que la influencia de Jigoku, ese extraño poder que había empezado a llamar “Mancha”, para meterse dentro del cuerpo. Muchos factores parecían afectar el proceso, incluyendo la causa de la muerte, la gravedad de las heridas, y otras variables. Desde un punto de vista académico, era bastante fascinante. Era como si el mal fuese un elemento tangible, físico, como un líquido invisible y viscoso. Si uno no tenía precaución, se podía ahogar en el. Las ramificaciones de sus descubrimientos eran demasiado importantes como para ignorarlos. Si las Tierras Sombrías continuaban expandiéndose lentamente como hasta ahora, hacia tierras Hiruma y las tierras de su propia familia… era demasiado preocupante como para pensar en ello.

            Ahí. Los ojos de Nakanu se abrieron mucho. Un ligero movimiento en el brazo izquierdo del cadáver. Era algo que podría haber desechado como un espasmo de un cadáver asentándose ante la muerte ahora que el alma se había ido, pero la experiencia le había enseñado otra cosa a Nakanu. Satisfecho con los resultados de sus observaciones, enrolló el pergamino y lo dejó junto a los demás. Nakanu rápidamente cogió las cadenas de hierro que colgaban de las paredes de su taller y encadenó las piernas del cadáver. Cuando se despertase y pudiese moverse mejor, ya no sería una amenaza. Mientras cerraba el grillete izquierdo notó con satisfacción que la mano se había cerrado en un puño, por si misma.

            Acabdo esta asquerosa tarea, Nakanu se volvió al montón de pergaminos recientemente terminados. Puso los pergaminos cuidadosamente en un hueco que había en el suelo, cubriéndoles con una pesada piedra. El viejo shugenja dijo una pequeña oración mientras lo hacía, purificando la mancha que el tocar carne muerta había traído sobre su alma. El trabajo que estaba haciendo podría ser considerado por muchos asqueroso e incluso una blasfemia, pero los Cangrejo darían un buen uso a los descubrimientos de Nakanu. Su sensei, un hombre sabio y poco considerado, siempre había enseñado que para derrotar a un enemigo, primero hay que entenderle. Hasta ahora, los Cangrejo apenas entendían a sus enemigos, y eso le costaba la vida, todos los días, a valientes guerreros. Nakanu gratamente sufriría cualquier castigo por sus estudios, si así pudiese prevenir esas pérdidas.

            Nakanu miró por encima sus pergaminos más recientes, añadiendo un comentario aquí o un diagrama allí, para reflejar lo que hoy había examinado. Ya podía ver el shugenja apoyo a varias de sus teorías. Otras observaciones necesitarían más estudio antes de poder ser verificadas. Parecía que la Mancha no solo podía ensuciar a los vivos, si no que también podía crear una semblanza de vida donde no había tal. Las legiones de no-muertos a las que su clan se había enfrentado durante la Guerra Contra Fu Leng quizás no eran totalmente creaciones intencionadas del Kami Oscuro y sus seguidores – muchos podrían haberse levantado por si mismos.

            Hubo un ruido tras él, donde los más viejos sujetos de sus experimentos estaban encadenados hasta que pudiese determinar si podía hacer algo más con ellos. Miró casualmente por encima del hombro, más por enfado que por preocupación o curiosidad. Las bestias no tenían la destreza manual necesaria como para soltarse. Las cadenas eran de acero Kaiu, por lo que no temía que se escapasen.

            Frías y muertas manos cogieron sus piernas mientras se daba la vuelta. El nocivo olor de carne putrefacta llenó su nariz, y sintió dientes quebradizos y podridos rasgar la tela de su kimono a la altura de su pantorrilla. Nakanu gritó sorprendido y dio una fuerte patada. Su sandalia se enterró asquerosamente en la carne del cadáver que se arrastraba, pero consiguió alejarle. Hizo un pequeño movimiento hacia delante, una mano intentando coger a Nakanu. El shugenja dijo una palabra de poder, rodeándose con una guarda de energía flameante. Nakanu miró las cadenas y se dio cuenta horrorizado que aún estaban intactas. La criatura se había arrancado sus propias piernas de cuajo para escapar de las argollas.

            Nakanu intentó ignorar el helado dolor que se extendía desde el mordisco. Trozos de carne podrida colgaban de la boca de la bestia, y masticaba con la apatía de un buey. Sus vacíos y muertos ojos miraban impávidos a Nakanu. El ardor de su pierna era intenso, y Nakanu sintió un poco de pánico al considerar la probabilidad de que se convertiría en Manchado si no se la trataba. Mientras se arrodillaba para susurrar un hechizo de curación sobre su herida, el cuerpo sin piernas se arrastró hacia los demás muertos encadenados. Agarrando las argollas del más cercano, empezó a tirar de ellas. El otro cadáver se puso en pie, tirando también de sus cadenas, combinando su fuerza con la de su compañero para así arrancar sus cadenas. Nakanu invocó otro hechizo e hizo un gesto hacia la cosa no-muerta. Una cascada de fuego amarillo rodeó los dos cadáveres.

            Fue solo en el último momento cuando se dio cuenta de su error. Sin importarles el daño que el fuego les hacía, o el dolor que hubiese causado a una criatura viviente, los no-muertos, envueltos en llamas, fueron hacia Nakanu. Nakanu solo tuvo tiempo de hacer un ultimo hechizo antes de que las cadenas volasen por el aire, conectando con el cráneo del viejo shugenja con amarga finalidad.

            Nakanu siempre había temido que sus estudios se le pudiesen escapar de su control. Había temido este día, y había hecho planes. Todo el edificio tembló con la fuerza de una repentina explosión, rompiendo vasijas de arcilla y varios delicados instrumentos por toda la habitación. Nakanu cayó de rodillas bajo el peso de una viga, sangre fluyendo sobre sus ojos. Por entre la neblina que envolvía su mente, Nakanu vio que el derrumbamiento había liberado a los otros cadáveres que había encadenado a la pared. Posiblemente no escaparían antes de que el fuego consumiese su laboratorio. Al menos eso esperaba.

Su ultimo pensamiento, mientras los zombis se lanzaban sobre él, fue dar las gracias de que al menos su trabajo algún día se encontraría.

 

 

Un monasterio en las Montañas de la Espina del Mundo, el presente

 

Miya Shoin tosió al entrar en la caverna que era la biblioteca, apartando las telas de araña con una mano mientras intentaba escudriñar la oscuridad. Filas y filas de altas estanterías de madera se adentraban entre las sombras, cada una hasta arriba de pergaminos cubiertos de polvo. Aunque sabía que tenía ante él muchas horas de doloroso trabajo, catalogando y restaurando los pergaminos, no podía evitar sentir una atolondrada excitación ante el descubrimiento.

            “¿Cuanto tiempo lleva esto así, Yozo?” Preguntó, volviéndose hacia el monje de cabeza rapada que llevaba una antorcha.

            “Décadas, sama,” dijo Yozo en voz baja.

            “Porque esa tristeza, amigo mío, este es un descubrimiento fantástico,” contestó Shoin. “¡Piensa en la sabiduría que debe haber escondida en un lugar así!”

            Yozo inclinó un poco su cabeza. “Este sitio se escondió por una razón,” dijo. “Hace unas décadas, Yogo Junzo persiguió a la Hermandad en una loca búsqueda para destruir al descendiente de Shinsei. De paso, quemó nuestras bibliotecas, destruyendo nuestros conocimientos mientras asesinaba a nuestros hermanos. Muchos de los monjes que aquí había daban más valor a su sabiduría que a su vida, y mantuvieron escondidos sus secretos. Por ello, esta biblioteca sobrevivió a la Guerra de los Clanes. Los monjes que la cuidaban no fueron tan afortunados. Toda su secta murió, pero Junzo nunca encontró sus valiosos pergaminos. Para vos, esta es una biblioteca, Shoin-sama. Para mi orden… es una tumba.”

            “Ya veo,” dijo con solemnidad Shoin. “No pretendía mostrarte ninguna falta de respeto.”

            Yozo asintió. “Los Miya siempre han sido buenos amigos de la Hermandad. Es por ello por lo que decidimos mostraros esto. Deseamos que cojáis lo que aquí encontréis, para llevarlo a las Bibliotecas Imperiales. Así el sacrificio que hicieron nuestros hermanos pueda aún beneficiar al Imperio.”

            “Haré todo lo que pueda,” dijo Shoin. “La Guerra de los Clanes y la Guerra Contra la Oscuridad destrozaron muchos de nuestros mejores archivos. Este es un precioso y raro regalo.”

            “Algunos de mis hermanos han empezado a catalogar estos pergaminos,” contestó Yozo. “Ya hemos encontrado esto.” El monje cogió un pergamino de la bolsa que tenía a su costado, y se lo ofreció a Shoin.

            Los ojos del Heraldo Imperial se abrieron mucho cuando vio el título que tenía el pergamino. “Esto no puede ser,” dijo. “Este libro no puede existir.”

            “Puede,” dijo el monje, “y existe. Cogedlo, por favor.”

            Shoin cogió el pergamino con mano temblorosa y lo desenrolló un poco, leyendo rápidamente su contenido. “Este es uno de los pergaminos de Nakanu,” dijo. “Sus investigaciones son el fundamento de todo el maho, la magia negra.”

            “Y también los cimientos de nuestros conocimientos sobre la Mancha de las Tierras Sombrías,” dijo Yozo dolorido. “Su contenido es preocupante si una pretende usarlo para el mal. Son, por supuesto, solo palabras.” Se encogió de hombros. “¿Es un martillo maligno porque puede ser usado para la violencia, cuando ese mismo martillo puede ser usado para construir un refugio para tu familia? ¿O es la violencia que hay dentro de nuestras almas el verdadero mal?”

            Shoin frunció el ceño. “Entiendo poco de lo que estoy leyendo, pero no soy un shugenja. ¿Alguno de tu orden fue capaz de entender el pergamino?” Shoin miró al monje.

            “No,” contestó Yozo. “Estamos seguros de que el pergamino es auténtico, pero nunca hemos sido capaces de descifrar su contenido. Parece ser que Nakanu poseía un conocimiento de la Mancha que pocos pueden entender, incluso entre los shugenja.”

            “Quizás los Kuni puedan comprenderlo,” musitó Shoin.

            “No, no podrían.”

            El heraldo estudió cuidadosamente al monje. “¿Por qué estás seguro?”

            El monje levantó las manos. “Hay un puñado de jubilados Kuni entre nosotros. Rehúsan examinar el pergamino. El nombre de Nakanu está maldito entre su antiguo clan. Rehúsan tocar sus escritos, aunque muchos de sus descubrimientos aún hoy en día mantienen a salvo a los ejércitos Cangrejo.”

            “Estúpida superstición,” contestó Shoin.

            “Quizás,” contestó Yozo, “pero estas mismas supersticiones también le dan a los Kuni su magia. No podemos cuestionar sus maneras.”

            Shoin suspiró y volvió a enrollar el pergamino. Debía haber sabido que un viaje a una biblioteca de la Hermandad no podría ser fácil y simple. “A pesar de todo,” dijo con cuidado, “los contenidos de este pergamino puede ser de gran ayuda para el Imperio, especialmente con los Portavoces de la Sangre atacándonos. Debe ser descifrado y estudiado tan rápido como sea posible.”

            Yozo no dijo nada, su fija mirada implicaba que todo esto lo conocía, y que era la razón por la que habían llamado a Shoin.

            “Si, bien,” dijo el heraldo, rápidamente irritándole la conversación, “encontraré un lugar adecuado para este pergamino.” Se inclinó profundamente. “Te doy las gracias, Yozo-san. Tu y tu orden siempre han sido amigos de los Miya.”

            “La sabiduría es solo una semilla, y hay que ser cauteloso al plantarla,” dijo el monje crípticamente. “¿Con quién compartiréis la vuestra?”

            “Con el Campeón Esmeralda,” dijo sin dudarlo Shoin. “Creo que tiene agentes por aquí que nos pueden ayudar en este asunto.”

 

 

Las Provincias Moto

 

Shoin esperaba pacientemente en la pequeña sala de audiencias. La oficina principal del magistrada era pequeña, pero extravagantemente decorada y era obvio que estaba muy bien equipada. Los Unicornio siempre estaban deseando mostrar sus riquezas, aunque Shoin sabía por los miembros de más edad de su familia que cuando Shinjo había gobernado el clan, los Unicornio habían tenido algo de gusto en cuanto a la decoración. La mayoría consideraba que el estilo Moto era casi vulgar por su ostentación, aunque a él le parecían bastante fascinantes muchos de los adornos gaijin.

            La puerta que daba a las habitaciones posteriores se abrió, y un joven samurai entró. Sus ropajes eran de buena calidad, aunque no tenían de la poco práctica extravagancia de las de los cortesanos. Sonrió ampliamente a Shoin y se inclinó profundamente. “Bienvenido, Miya Shoin-sama. Siento que hayáis tenido que esperar.”

            “Vine sin anunciar mi llegada,” dijo Shoin, devolviendo la reverencia. “No pretendía pedirte a ti o a tus camaradas que dejasen sus obligaciones por mi culpa.”

            “A pesar de todo,” continuo el joven, “no quisiera ser maleducado con un invitado. Soy Moto Najmudin, magistrada al servicio del Campeón Esmeralda. ¿Deseabais hablar conmigo?”

            “Si,” contestó Shoin, incapaz de no mostrar sorpresa en su voz. “Lo siento, pensé que quizás eras un asistente o un yoriki.”

            “Es verdad que no parezco un Moto,” dijo Najmudin, su sonrisa haciéndose más grande. “¡Como les gusta decir a mis amigos! ¿O ha sido mi edad? Eso también lo escucho a menudo.”

            “Ambas,” admitió el heraldo. “He oído mucho de tus éxitos. Supongo que te imagine de mayor edad.”

            “Sin duda, varias cosas de las que habéis oído son exageraciones,” explicó Najmudin. “En cuanto a lo demás… he sido bastante afortunado.”

            “Eres muy modesto,” insistió Shoin. “Pero es tu valentía durante la Lluvia de Sangre y lo que ocurrió después, lo que me ha traído hasta aquí.”

            La expresión del magistrado se volvió displicente ante la mención de la Lluvia.

            “He oído que tu y tus colegas lucharon junto a Matsu Hitomi y los Fénix en la Ciudad del Recuerdo,” dijo Shoin. “¿Es eso cierto?”

            “Lo es,” confirmó Najmudin. “Ella fue un rayo de esperanza en lo que fue un día oscuro y sin esperanza.”

            “También he oído,” continuo Shoin, “que después de la batalla descubristes documentos que identificaban a varios Portavoces de la Sangre por todo el Imperio. Muchos fueron juzgados y ejecutados por lo que allí encontrasteis.”

            Najmudin asintió. “Eso también es correcto.”

            “Y tu y tus colegas Jiyuna, Fusako, y Takenao habéis sido ascendidos para investigar todo lo concerniente a los Portavoces de la Sangre, y sus actividades dentro de los confines de las tierras de los clanes de cada uno. Cada uno informa directamente a Hachi o a uno de sus magistrados de mayor rango.” Miró expectante al Unicornio.

            “Parcialmente correcto,” ofreció Najmudin. “Con todos mis respetos, ¿pero cual es el sentido de esto? ¿Qué interés tiene nuestro trabajo para el Heraldo Imperial?”

            Shoin hizo un gesto, obviando el comentario. “No deseo hacerte perder el tiempo, Najmudin-san. Pero tu y tus aliados se han convertido muy rápidamente en importantes personajes en la lucha del Imperio contra los Portavoces de la Sangre, lo que significa que eres la persona ideal para usar esto.” Sacó un gran pergamino de su obi. “¿Has oído hablar de Kuni Nakanu?”

            “No.”

            “Kuni Nakanu fue de los primeros shugenja que estudió los extraños fenómenos que ocurren en las Tierras Sombrías – extraños fenómenos atmosféricos, cosechas raquíticas, animales transformados, alta incidencia de locura e infecciones en aquellos que se han aventurado demasiado cerca de los dominios de Fu Leng,” explicó Shoin. “Fue el estudioso que primero descubrió la Mancha de las Tierras Sombrías. De hecho, fue el que la nombró, para describir la enfermiza palidez que a menudo ocurre en aquellos que la tienen. También hizo experimentos para ver como afectaba a los muertos, y anotó muchos de los pasos físicos que llevaban a la Mancha. Algunos tienen la teoría que sus trabajos pueden contener los secretos de como limpiar la Mancha.”

            “¿Es eso posible?” Preguntó Najmudin. “¿Y como no lo saben los Cangrejo?”

            “Nakanu estaba loco,” contestó Shoin. “Cuando murió, sus creaciones corrieron libres por tierras Cangrejo, matando a muchos. Los Cangrejo confiscaron sus últimos estudios y los sellaron, para que no se usasen para crear un mal aún mayor. Luego fueron robados por servidores de Iuchiban, y se creían perdidos.” Volvió a levantar el pergamino. “Hasta ahora. Incluso si es falsa la creencia de que los trabajos de Nakanu puedan curar la Mancha, se sabe que Iuchiban usó estos escritos para convertirse en lo que es. Quizás las debilidades del Portavoz de la Sangre esté dentro de este pergamino.”

            Najmudin asintió lentamente, pensando en todo lo que acaba de escuchar. “¿Qué deseáis de mi, Shoin-sama?”

            Shoin frunció el ceño. “Un escriba ya ha hecho una copia y la he introducido en los archivos Miya, pero su contenido es muy confuso. Ninguno de los Miya tiene la experiencia necesaria con maho y cosas parecidas como para entender todos los detalles.”

            “¿Habéis consultado a los Cangrejo?”

            “Hasta ahora no,” admitió Shoin. “Como he dicho antes, Nakanu es un asunto extremadamente delicado entre los Cangrejo. Te he traído el original esperando que alguien entre los Magistrados Esmeralda o Jade pueda descifrarlo.”

            “Haré lo que pueda por encontrar a esa persona, Shoin-sama,” contestó Najmudin.

            Shoin sonrió débilmente. “Gracias por tu ayuda, Najmudin-san.”

            El magistrada cogió el pergamino. “Haré que hagan copias y que se las entreguen a Asahina Sekawa, así como a mis compañeros en Shiro Iuchi. Se puede confiar en ellos con estos secretos, y quizás sepan algo.” Se detuvo a pensar por un momento.

            “Solo pido que seas cauto, Najmudin-san,” advirtió Shoin. “Iuchiban es un enemigo muy peligroso. Esta puede ser nuestra única oportunidad de saber como consiguió su poder.”

            Najmudin se inclinó levemente. “No caerán en manos del Portavoz de la Sangre,” contestó.

 

 

El borde norte del Shinomen Mori

 

La Dama Luna hacía que el gran bosque al sur tuviese un aspecto fantasmagórico. Mirándolo ahora, Moto Latomu podía creer en todas las historias de fantasmas que se habían contado jamás sobre el bosque, historias fáciles de desechar durante el día. Se movió inquieto sobre su silla de montar y miró al hombre que le había acompañado hasta allí. “¿Estás seguro de que vendrá el que me puede ayudar?” Preguntó.

            “Si,” dijo el monje.

            Latomu agitó su cabeza, irritado. “¿Cómo puedes estar seguro?”

            Yozo confrontó la mirada del Unicornio con la suya, tranquila y fija. “¿Es eso importante?”

            “No,” Latomu frunció el ceño, “supongo que no.” Metió la mano en su alforja, como había hecho cada pocos minutes desde que dejó las tierras Moto, confirmando que ahí seguía el pergamino. Le habían ordenado llevar una copia del pergamino desde Mizu Mura a un viejo estudioso Iuchi en el sur. Latomu lo había hecho, cumpliendo con su deber sin hacer preguntas. Lo que había hecho después casi seguro que le costaría la vida si alguna vez se supiese: había hecho una copia para si mismo.

            Si Najmudin o, que las Fortunas le ayudasen, Chagatai descubriesen lo que había hecho, Latomu sería ejecutado bajo la sospecha de practicar maho. Pero la verdad es que odiaba sobre todas las cosas ese negro arte. Solo había hecho una copia esperando encontrar una forma de usarlo contra Iuchiban, usarlo como un arma y hacer que el Portavoz de la Sangre sufriese lo que él había sufrido durante la Lluvia de Sangre.

            No por primera vez, Latomu miró al monje y se preguntó que le había traído hasta aquí. Conocía a Yozo desde pequeño, el viejo monje había cuidado el templo que había junto a su aldea. ¿Pero cómo había sabido el monje lo que llevaba? ¿Y cómo se habían encontrado, como por casualidad? Y quizás lo más importante, por qué le ayudaba el monje en esta potencial traición.

            La expresión de Yozo no cambió, pero miró repentinamente a Latomu. “Nada de eso es importante, Latomu,” dijo, contestando los pensamientos del Moto. “Hacemos lo que tenemos que hacer.”

            Latomu recordó la Lluvia de Sangre. Recordó la imagen de su esposa, bañada en sangre y gritando obscenidades mientras asesinaba a su único hijo. Recordó como la golpeaba con su espada. Recordó desear que la lluvia se llevase también su alma, para que alguien más le matase a su vez… pero nadie lo hizo.

            Hubo un ligero sonido deslizante que llegó desde el borde del bosque, y un hombre apareció entre las sombras. “¿Quién está ahí?” Dijo en voz alta, su voz extrañamente ronca.

            Latomu saltó de su caballo, su mano sobre el puño de su arma. “Estoy aquí,” contestó. “Soy Latomu, de la Guardia Blanca.”

            “¿Un Unicornio?” La voz repentinamente llena de ira y desprecio. “¿Qué traición es esta?” El hombre cogió una flecha y la puso en su arco, adelantándose y apuntando al pecho de Latomu. Mientras se movía, la luz de la luna le reveló, mostrando la enjuta y amarilla piel y las manchas negras que cubrían su cara. Aunque parecía débil y asolado por las enfermedades, se movía con velocidad y confianza sobrenatural.

            “¡Uno de los Perdidos!” Siseó Latomu, desenvainando su cimitarra en un instante. La flecha silbó en el aire nocturno, pero la consiguió desviarla con la guarda de su espada. Latomu gruñó un grito de batalla y corrió hacia el samurai Manchado. Su enemigo respondió dejando a un lado su arco y desenvainando una katana de acero negro.

            “Si, por supuesto,” la voz de Yozo resonó sobre el fragor de la batalla. “Destruiros. Iuchiban prosperará gracias a vuestra mutua destrucción.”

            Latomu se detuvo al instante, respirando rápida y entrecortadamente. El samurai Perdido también se detuvo, entrecerrando sus ojos amarillos. No dejaron de mirarse.

            “Yozo, explica que hace este Moto aquí,” exigió el samurai Perdido.

            “Cada uno de vosotros desea que Iuchiban sea destruido. Moto Latomu, echas la culpa al Portavoz de la Sangre por la muerte de tu familia, y con razón. Daigotsu Meguro, tu deseas la destrucción de Iuchiban para que tu señor pueda recuperar su legítimo trono en la Ciudad de los Perdidos.”

            Los dos combatientes se miraron cuidadosamente, el odio que había en sus ojos solo había disminuido un poco. “¿Qué tiene esto que ver con Iuchiban?” Preguntó Meguro.

            Yozo señaló al Unicornio. “Latomu lleva una copia de los escritos de Nakanu, en los que Iuchiban aprendió los secretos del maho. Quizás se encuentre una debilidad suya en la información que hay ahí dentro.”

            “Entonces le mataré y me lo llevaré,” gruñó Meguro.

            “Inténtalo,” contestó Latomu, lista su cimitarra.

            “¿Tiene Daigotsu los recursos para atacar frontalmente a Iuchiban?” Preguntó con calma Yozo. “¿Tiene el Imperio los conocimientos necesarios para comprender lo que contiene este pergamino?”

            “Alguien lo entenderá,” dijo con obstinación Latomu. “Algún erudito entre los Fénix, o entre los Cangrejo, o entre los Magistrados de Jade.”

            Yozo suspiró. “¿Y tu tienes el tiempo necesario para encontrar algo así antes de que ocurra otra tragedia como la Lluvia de Sangre? Sabes que los seguidores de Daigotsu tiene los conocimientos que tu necesitas.”

            “El Señor Oscuro mató al Emperador,” rugió Latomu. “Son traidores al propio Orden Celestial. No nos ayudará.”

            “¿Te haces llamar samurai?” se mofó Meguro. “Es tu Emperador Toturi el que no respetaba el Orden. ¡Mató a nuestro dios!”

            “Iuchiban haría que vuestras dos dinastías, Toturi y Daigotsu, quedaran arrasadas,” contestó Yozo. “Cada uno de vosotros desearíais que vuestro propio señor gobernase sobre todos los reinos mortales y espirituales, pero el Portavoz de la Sangre destruiría todo. ¿Dejaréis que vuestro orgullo consuma Rokugan y las Tierras Sombrías?”

            “¿Cómo puedo confiar en que esta abominación vuelva y me diga lo que ha aprendido?” Preguntó Latomu.

            “¿Por qué debería confiar en que lo que ofrece este cobarde es genuino?” Respondió Meguro.

            “Ambos solo tenéis mi palabra,” contestó el monje. “Ambos habéis servido bien a vuestros señores. Si veis a un enemigo, si veis a un traidor, lo veis en mi.”

            Latomu no podía odiar al viejo monje. Asintió y bajó un poco su espada. Lentamente sacó el pergamino de su cinturón y lo sopesó durante un momento en su mano. Finalmente, respiró hondo y se lo tiró a Meguro. “Si traicionas mi confianza, te encontraré,” gruñó. “No importará lo profundo que te escondas en las Tierras Sombrías.”

            Los ojos de Meguro se entrecerraron. “Mi palabra es mi compromiso,” contestó con una reverencia. “Ya veremos si puedes cumplir con tu parte de este acuerdo, ‘samurai.’” Meguro retrocedió entre las sombras, mirando todo el tiempo a Latomu.

            Latomu no dijo nada más a Meguro. Se volvió hacia el monje, su boca abierta para hacerle una pregunta.

            Pero Yozo se había ido.

 

 

En Algún Otro Lugar

 

Por entre las espesas neblinas que separaban los varios reinos de los espíritus, Yozo vio como los dos hombres se alejaban. Asintió lentamente. Todo iba como el deseaba; aunque los dos guerreros tenía rezones para destruirse entre sí, habían establecido algo de confianza entre ellos sin negar lo que eran. Después de todo, quizás había esperanza.

            Un brillo verdoso apareció a su izquierda, y apareció otra figura. “Yozo,” dijo amargamente el hombre. “¿Qué has hecho?”

            “He hecho lo que había que hacer, Omen,” contestó Yozo. “He dado tanto a Daigotsu como al Imperio información que puede llevar a la destrucción de Iuchiban. Debe recuperarse el equilibrio.”

            “¿Por qué Daigotsu?” Exigió Omen. “¡Soltó a Fu Leng para que fuese a los Cielos! ¡Pertrechas a nuestros enemigos para que se puedan enfrentar a nosotros!”

            La forma de Yozo empezó a fundirse y cambiar, adoptando la de un sinuoso dragón. “Daigotsu, a pesar de toda la oscuridad que hay en su alma, es parte de la Orden Celestial, igual que un depredador tiene su sitio en la naturaleza. Ese poder se puede usar contra Iuchiban, si se tiene cautela.”

            “¿Cautela?” Dijo con frialdad Omen. “Estás loco, Fortuna. Nos destruirás a todos.”

            “Quizás,” musitó Yozo. “O quizás solo yo pueda salvarnos.”