Consumido

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

Hace una década...

 

            Parecía algo impensable. Gaijin no habían entrado en Rokugan en cantidades importantes desde que fueron echados durante la Batalla del Ciervo Blanco y las subsiguientes series de escaramuzas navales. Pero ahora, invasores Yabanjin habían descendido de las montañas al norte de las tierras Fénix a atormentar las costas norteñas de Rokugan. El Emperador Toturi había mandado a su propia hija, la renombrada Toturi Tsudao, a liderar las Legiones Esmeralda contra ellos.

            La idea de mandar a un mimado aristócrata a hacer el trabajo de un verdadero guerrero asqueaba al joven Mirumoto Junnosuke. Había estado con la Legión desde hacía seis meses, y estaba convencido que toda la organización eran dirigidas exclusivamente por los miembros más débiles de la corte Imperial; era gentuza que Toturi no quería que llenasen sus salones durante las representaciones diplomáticas. Se había preguntado si la incompetencia era un pre-requisito para tener una graduación en la Legión.

            Mirando de reojo a su oficial al mando, Junnosuke se corrigió a si mismo. La incompetencia era definitivamente un requerimiento. El temblón y viejo Escorpión había, el solito, despejado cualquier noción que alguna vez hubiese tenido el joven Dragón sobre el llamado clan de los secretos.

            Kitagi y sus oficiales estaban sentados sobre sus poderosos caballos, mirando las colinas que les rodeaban. Tsudao había mandado a esta fuerza para que se pusiese en posición de flanquear, por si el grueso de los invasores intentaban alejarse de la costa, hacia el interior, hacia el centro de las tierras Fénix. Entre las fuerzas de Kitagi y el considerable ejercito Fénix reunido contra los invasores, parecía algo difícil. Lo que significaba que a Junnosuke le estaría negada la gloria del combate, una vez más.

            Un gruñido de su oficial al mando rompió la concentración del Dragón. El viejo había fijado su vista sobre una estrecha columna de humo en el horizonte. “Un pequeño fuego, es posible que un único edificio. Quizás el objetivo de un pequeño grupo de invasores, o uno de varios.” Kitagi se rascó la barbilla, pensativamente. Se volvió para mirar a los hombres reunidos al fondo de la colina, y sus ojos se pararon sobre Junnosuke. “¡Junnosuke! Coge una patrulla e investiga. Si hay invasores, pon fin a su miserable existencia.”

            Junnosuke estaba anonadado. Kitagi apenas le había dirigido la palabra en el pasado, y cuando lo había hecho, era normalmente con una hostilidad muy poco velada. Ser puesto al mando de un misión exploradora era bastante chocante. “¿Qué?” Soltó antes de poder refrenarse.

            Kitagi levantó una ceja. “¿Crees que no puedes con la tarea, pequeño Dragón?” Hubo risas desde algún sitio tras Junnosuke. “Mandaré a Kitsu Dejiko contigo. Si te encuentras paralizado de miedo, que la joven leona asuma el mando.” Ahora, había varios hombres riendo en las filas que estaban detrás de él. Junnosuke echaba pestes, crujiendo sus dientes, y permaneció en silencio. Miró hacia Dejiko, la joven guerrera León que se acababa de unir al grupo recientemente. Le miraba con descarada furia y aversión. Parecía que los comentarios de Kitagi tampoco la habían agradado.

            “Como ordenéis, Kitagi-sama,” Junnosuke se forzó a decir sin que se notara demasiada malicia. Se volvió a los hombres y señaló a la cuarta patrulla, hombres de su barraca a los que conocía y en quienes confiaba. Con una mirada de odio en dirección a Dejiko, espoleó hacia delante a su caballo, hacia la distante columna de humo.

 

 

            Después de dos días completos persiguiendo a los exploradores Yabanjin, Junnosuke estaba al borde de una furiosa rabia. Los demás hombres hacia tiempo que habían dejado de hablar, a no ser que se les hablase primero; simplemente, no merecía la pena arriesgarse a las explosiones de rabia de Junnosuke, para preguntar algo o para ofrecer sugerencias. Solo Dejiko tenía la temeridad de cuestionar sus decisiones o de ofrecer consejos disidentes, algo que hacia a cada momento. Era una locura.

            “Si todo tu clan habla tanto, mujer,” había dicho en un momento, “no es de extrañar que los León obtengan tantas victorias. Yo me rendiría antes que soportar ni un momento más tu incesante parloteo.” Uno de los hombres rió, y Dejiko miró a ambos con apenas contenido odio. Hay que decir a su favor, que no dijo nada, respetando la orden de Junnosuke, aunque no le respetase.

            Al tercer día, Junnosuke sabía que estaban cerca. Habían visto la polvareda de los caballos de los invasores una o dos veces. Parecía que sus presas sabían que les estaban siguiendo. Cerca de mediodía, la patrulla llegó a un lugar donde el camino se dividía, con una rama llevando a un valle, y la otra desapareciendo en las montañas del norte. Junnosuke deliberó unos momentos antes de elegir el valle.

            “Junnosuke-sama,” protestó Dejiko, la respetuosa forma de dirigirse sonando forzada. “¿No crees que los invasores intentarían sacar ventaja del terreno más alto? Creo que han ido hacia las montañas.”

            El oficial Dragón solo rió. “¿Enfrentarnos contra un desconocido enemigo en un territorio desconocido? ¿Después de haber sido perseguidos durante tres días? No lo creo, Kitsu.” Se volvió para señalar hacia el valle. “No, hay una aldea en ese valle. Van hacia allí para refrescarse antes de intentar hacernos una emboscada.” La miró como si esperase un protesta, pero Dejiko solo se dio la vuelta, su atención absorbida por el informe de un joven explorador Escorpión.

            “Ahora,” gruñó Junnosuke, “enseñemos a estos demonios gaijin lo que significa enfrentarse a la Legión.” Con un gran grito, espoleó a su caballo hacia la aldea, sus hombres siguiéndole.

 

 

            Los invasores no habían sido encontrados dentro de la aldea. Muy enfurecido, Junnosuke volvió su ira contra los aldeanos.

            “¡No, Mirumoto-sama, no hemos visto a nadie!” El jefe de la aldea parecía al borde del pánico, su cara blanca de terror cuando levantó la vista del suelo. “¡Nosotros... nosotros nunca deshonraríamos a nuestra señora Shiba Tsukune tratando a asquerosos gaijin!” Por toda la aldea, la misma mirada aterrorizada estaba en la cara de cada aldeano que osaba asomarse ante los hombres de Junnosuke.

            El joven Dragón se encontró roto ante dos posibles caminos y acciones. Cabía la posibilidad de que los aldeanos estuvieran diciendo la verdad. Los invasores podrían haber rodeado la aldea, o incluso haber dejado pasar la patrulla por su lado, para luego volver por donde habían venido. La patrulla de Junnosuke se había movido tan rápidamente por el valle, que había una posibilidad, aunque remota, de que habían pasado cerca de su presa.

            Pero los aldeanos podían estar mintiendo. Los aldeanos eran estúpidos y supersticiosos, especialmente en tierras Fénix. Podían ser fácilmente intimidados por los temidos Yabanjin, quizás tanto como para cometer el imperdonable pecado de mentir a un miembro de las Legiones Imperiales. Temor por su vida y hogar podía llevar a justificar cualquier acto, incluso a la traición.

            Junnosuke se limpió la boca con el dorso de su mano. Estaba exhausto, habiendo dormido solo unas pocas horas en los últimos tres días. Había un constante zumbido en su cabeza, y un tinte rojo había empezado a nublar su vista. Necesitaba descansar y dormir, y lo necesitaba pronto. ¿Cómo podía tomar una decisión así en este estado? ¿Cómo podía arriesgarse a descansar en esta aldea que podía ser una guarida de las tropas enemigas?

            En ese instante, Junnosuke supo lo que tenía que hacer.

            Saltando de su caballo, profirió un gran grito y apartó al jefe de la aldea con una patada de su bota acorazada. “¡Corre, viejo!” Gritó. “¡Corre y dile a las demás aldeas lo que pasa cuando os ponéis del lado de los bárbaros, en contra de las Legiones Imperiales! ¡Diles que pueden morir como héroes luchando contra los invasores, o ser ejecutados como los cobardes que sois!” Mientras el grueso hombre salía corriendo del enfadado Dragón, Junnosuke se volvió a sus hombres.

            “Los Yabanjin están aquí,” dijo estridentemente. “Destruir la aldea. Quemarlo todo. No dejéis nada.” Con otro gran grito, Junnosuke se volvió y atacó la fila de los ashigaru que habían estado mirando la confrontación con el jefe.

 

 

Una semana más tarde...

 

            El cuarto donde había sido dejado parecía infinitamente más pequeño que su antiguo barracón. Junnosuke daba vueltas enfurecido, casi subiéndose por las paredes de frustración. Los oficiales que discutían su situación le habían dejado aquí para que esperase su decisión. No estaba retenido contra su voluntas, por supuesto, pero sería un gran deshonor salir de la habitación donde le habían dejado.

            ¿Cómo había pasado esto? Había completado la tarea que le habían asignado de una manera que no dejaba lugar a la duda. ¿Y aún así se enfrentaba a un castigo? ¡Era un ultraje! Seguro que era la pequeña puta Leona. De alguna manera, había convencido a Kitagi para que se volviese en su contra. Quizás había seducido al viejo...

            La entelequia del Dragón fue roto por el sonido enérgico del shoji al abrirse. Yogo Kitagi entró fácilmente en la habitación, y cerró la puerta tras él. A pesar de que su cara estaba cubierta por una máscara, sus ojos sonreían. No era una sonrisa amable.

            “Junnosuke-san,” dijo suavemente el viejo Escorpión, su voz llena de fingido pesar. “Estamos metidos en un buen aprieto.” Kitagi anduvo por el borde de la pequeña oficina, sus ojos siempre fijos en Junnosuke. “Tenemos el testimonio jurado de tres testigos que dicen que lideraste un ataque sobre una aldea, sin que hubiese indicación alguna de que los invasores que buscabas estuviesen siquiera allí.”

            “Estaban allí,” gruñó el joven soldado. “Atacamos cuando aún no estaban preparados. Les arrinconamos en el Templo del Jurojin.”

            “Que procediste a quemar,” Kitagi asintió, mirándole fijamente. “Bueno, está claro que no podemos estar seguros de que tu testimonio sea de fiar, ¿verdad? Aquellos que nos podían sacar de dudas están ahora muertos, gracias a tu ejemplar liderazgo.”

            “Pero las armas gaijin, sus armaduras,” dijo Junnosuke. “Seguro que eso es prueba suficiente...”

            “El grupo de exploradores de Dejiko no encontró mas que huesos,” dijo Kitagi, acercándose mucho, sus ojos ya no sonreían. “Has terminado, Junnosuke. Cuando yo haya acabado, será el ronin más deshonrado que haya visto jamás este Imperio.” El Escorpión se echó hacia atrás, obviamente disfrutando. Junnosuke levantó despacio su cabeza y miró a los ojos de su superior.

            “No mentiría,” dijo roncamente Junnosuke. “Mi testimonio es mi vida...”

            “Y eso me importa igual de poco,” dijo Kitagi con una sonrisa engreída.

            Junnosuke se detuvo unos momentos. “Tengo el pergamino,” dijo finalmente.

            El efecto de sus palabras fue impresionante. Los ojos de Kitagi se entrecerraron brevemente, como confundido por las palabras de joven. Luego se abrieron repentinamente, en reconocimiento. Se incorporó torpemente, tirando al suelo una delicada estatuilla de la mesita que estaba tras él, donde se rompió. “A, si,” continuó Junnosuke. “Creo que sabes del pergamino del que hablo. El que te quitó mi sensei hace algunos años.” Ahora le tocaba a él acercarse. “En el que ordenabas el asesinato del hijo de Moto Gaheris. Había instruido al asesino para que destruyese el pergamino, claro, pero mi sensei nunca le dio la oportunidad. Por el respeto a la alianza entre Escorpión y Dragón, mi sensei nunca reveló la verdad, pero yo no tengo ese amor por tu clan. Dime Kitagi, ¿Moto Chagatai es compasivo?”

            “Yo... yo no... “ balbuceó Kitagi, “yo no sé de lo que...

            “Ahórrame tus mentiras, estúpido,” dijo Junnosuke con una mirada de asco. “Sinceramente espero que los demás miembros de tu clan sean mejores en el engaño que tu. Sino, las cacareadas historias sobre los Escorpión son poco más que cuentos de niños. Verdaderamente, una pena.” Junnosuke miró al suelo. Movió su pie para aplastar la cabeza de la destrozada figurita. “Fue quizás la decisión más sabia que mi sensei hizo jamás, que permaneciese en secreto el pergamino. Te tuvo metido en su puño durante décadas.” Sonrió. “Y ahora en el mío.”

            El viejo agitó su cabeza, incrédulo. “Estaba seguro que el maldito pergamino había muerto junto a Mirumoto Reikan.” Miró con curiosidad a Junnosuke. “¿Por qué no lo has usado antes de ahora? Está claro que eres un hombre ambicioso. ¿Por qué no usarlo para subir en el escalafón de la Legión?”

            Una efímera mirada de desprecio pasó por la cara de Junnosuke. “No lo necesitaba. Tu puesto hubiese sido mío en pocos meses, como mucho en un año. No necesito algo tan burdo como el chantaje, cuando mis propios talentos son los que son.” Junnosuke enseñó sus dientes, en frustración. “Pero no había imaginado que tus tropas escondiesen las armas y armaduras Yabanjin después de que yo abandonase la aldea, o que usarías a Kitsu Dejiko como tu peón, demorando su llegada hasta que pudiesen ver que los Yabanjin eran ‘solo campesinos.’ Te otorgo al menos eso, la trampa estaba bien planeada. Con mi testimonio contrario a lo que Dejiko creyó ver, seguro que Tsudao-sama se pondría del lado de una León – un miembro del clan de su propio padre – antes que del mío. Tu has hecho tu movimiento. Ahora yo he hecho el mío.”

            “¿Qué quieres?” Siseó Kitagi.

            “¡Qué rápido negocias!” Junnosuke claramente disfrutaba de su poder sobre el viejo comandante. “Si hubieses dejado las cosas como estaban, Kitagi, todo estaría igual. Pero no, tenías que intentar destruir mi carrera, como destruiste a mi sensei. Es muy simple. Incluso tu no tendrías que preguntarlo. Quiero seguir en la Legión.”

            Kitagi agitó su cabeza. “Eso es imposible. Demasiadas personas saben que pasó algo en la aldea. Si te quedas, harán preguntas. Eventualmente, alguien vendrá buscando la verdad. ¿Has olvidado quién es nuestro comandante? La hija del Emperador parecería una estúpida por este escándalo. Acabase como acabase, los dos acabaríamos muertos.”

            Rechinando sus dientes, Junnosuke golpeó con su puño la pared. La Legión había sido su sueño desde la infancia. Perderlo por algo tan simple como el hacer correctamente su trabajo era impensable. “Si me echan por mis pecados,” susurró roncamente, “también saldrás tu, viejo.”

            “No hay forma de que te quedes,” dijo Kitagi. Viendo la ira bullir dentro de Junnosuke, añadió rápidamente, “pero podemos controlar las circunstancias de tu salida para evitarte la deshonra. Permitirte volver a tu clan como un venerado veterano de la Legión Esmeralda, en vez de...” Kitagi se permitió una pequeña sonrisa, “... un paria caído en desgracia.”

            Junnosuke estaba paralizado. Que estuviese discutiendo las circunstancias por las que volvería a las montañas del Clan Dragón... apenas parecía real. “Simplemente les podrías decir que los kami se me aparecieron, y me pidieron que volviese a los deberes de mi hogar,” se oyó decir en la lejanía. “Esos simplones meditabundos siempre dicen cosas como esa.”

            “Quizás una enfermedad en tu familia,” empezó Kitagi.

            Junnosuke le cortó con una ronca risa. “¿Un pariente enfermo? ¿Es eso lo mejor que puedes hacer? Por las Fortunas, me asombra como pudiste conseguir un puesto de este calibre.” Agitó su cabeza con incredulidad.

            Yogo Kitagi se había quedado muy quieto y en silencio. Una fría y mortal ira era claramente visible en su mirada llena de odio. “Te aseguro, Mirumoto Junnosuke,” dijo en voz baja, “soy muy capaz de ocuparme de esos detalles. Prepárate y di adiós a tus camaradas, si es que alguien como tu puede llamar a alguien camarada. Lo prepararé todo. Estate listo para partir por la mañana.” Sin otra palabra, el hombre mayor deslizó silenciosamente por los paneles de shoji, y desapareció, dejando a Junnosuke melancólico.

 

 

            Cuatro días más tarde, Junnosuke se encontró con un mensajero que le venía a buscar en su camino hacia las tierras Dragón. Parecía que su madre se había puesto muy mal de repente, y había muerto en el monasterio donde había vivido estos últimos años. Los monjes no tenían explicación para su repentina muerte.

            De alguna manera, Junnosuke no estaba sorprendido en lo más mínimo.