El Legado de un Héroe

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

            Yoritomo Komori andaba tranquilamente por los ensombrecidos pasillos. Antiguas líneas de preocupación arrugaban su cara mientras se concentraba en el camino a seguir. Pocos hombres eran invitados a entrar en estas regiones del palacio; la mayoría lo hubiese considerado un honor. Komori había vivido tanto, visto demasiado como para que le engañase tal arrogancia. Fuese lo que fuese lo que tenía ante él solo le traería problemas. En tiempos como estos, la última cosa que un hombre necesitaba eran más problemas.

            Komori se detuvo ante las puertas. Un par de amenazantes guardias en doradas armaduras le miraron con mal disimulada sospecha, ninguno haciéndose a un lado. Komori levantó los brazos hacia los lados y se dio la vuelta lentamente, permitiéndoles ver que no llevaba armas. Uno asintió hacia la bolsa de pergaminos que colgaba de su hombro y frunció el ceño.

            “Me dijeron que sería necesario que hiciese magia,” dijo Komori en un tono tranquilo, nada amenazador. “No puedo hacer mi magia sin mis pergaminos. No temáis, todo lo que hay en esta bolsa ha sido examinado y verificado por la Guardia Oculta de que no sería peligroso.” Komori levantó la bolsa para que pudiesen ver la gruesa cinta negra y el sello de cera que mantenía cerrada la bolsa, marcado con el símbolo de la familia Seppun.

            Los guardias se apartaron, deslizando las puertas para que Komori pudiese entrar. La habitación era pequeña, sin decorar. Una pequeña y muy usada mesa de escritorio estaba en el centro de la habitación. Un samisen estaba apoyado sobre un rincón. Grandes ventanas abrían toda una pared a la brisa nocturna, mostrando una impresionante vista de la ciudad. Toshi Ranbo wo Shien Shite Reigisaho – la Ciudad de la Violencia Tras la Cortesía. Komori no se podía imaginar un nombre más cierto para la Ciudad Imperial, especialmente en estos últimos días. La corte se había disgregado en facciones que discutían brutalmente, cada una con una fuerte opinión sobre como el Imperio debía ocuparse de los conflictos en Kaeru Toshi, con los ataques de los Portavoces de la Sangre, con las crecientes tensiones entre su propio clan y el Fénix, o con otras mil disputas menores que eran tremendamente importantes para alguien.

            Junto a la ventana estaba el hombre que estaba en el centro de todo, el hombre cuyo deber era unir todo lo que eternamente intentaba separarse. Komori no pudo evitar notar lo joven que parecía, lo inseguro. Pero cuando se volvió hacia Komori, la repentina visión de juventud e incertidumbre habían desaparecido, reemplazados por la firme resolución que le había hecho al Yunque ganarse su apodo.

            Yoritomo Komori se inclinó profundamente ante el Emperador de Rokugan, tanto como le permitieron sus viejos huesos.

            “Levanta, Komori-san,” dijo el Emperador con voz cansada. “Me alegra que hayas contestado con tanta rapidez a mi mensajero.”

            “Cuando el Emperador llama, no hay otra opción que la rapidez,” contestó Komori. Aunque ya había visitado Toshi Ranbo en el pasado y había conocido antes al Emperador, esta era la primera vez que había hablado con él. Komori había hecho y visto mucho en su vida; pocas cosas parecían impresionarle en su vejez. Pero aunque el Emperador era unos centímetros más bajo y parecía distraído por la vista de la ventana, Komori no podía evitar sentirse algo intimidado. “¿En que puedo servir a Vuestra Majestad?”

            “He oído muchas historias sobre ti, Komori-san,” dijo el Emperador, los brazos cruzados a su espalda mientras estudiaba su ciudad. “Muchos rumores, muchas leyendas. Pero incluso un Emperador puede tener dificultades en separar la realidad de la ficción. ¿Me pregunto cuanto de lo que he oído sobre ti es cierto?”

            “Si me decís lo que ha escuchado Vuestra Majestad,” contestó Komori, “os contaré toda la verdad sobre ello.”

            El Emperador se giró para mirar a Komori durante un momento, enfocando su penetrante ojo sobre él. Los ojos de Komori ya miraban hacia un lado; sabía que no podía faltarle el respeto a un Emperador mirándole a los ojos.

            “He oído que tu nombre proviene de una antigua historia del folklore,” dijo. “Hay una raza de espíritus murciélago con un nombre similar, los koumori. Habitan en las profanidades de los bosques y las junglas, y son unos guardianes benevolentes, haciendo huir a los gaki y a otros espíritus malignos. Se dice que Kaimetsu-Uo llegó a un acuerdo con ellos, matando a un mortífero mal que les cazaba en las Islas de las Especies y la Seda. A cambio, los koumori enseñaron a Kaimetsu-Uo y a sus seguidores como poder vivir en las islas, y así el destino del Clan Mantis nació de verdad.”

            “Esa historia es cierta,” dijo Komori. “Los koumori aún protegen a los Mantis, aunque se esconden para no ser vistos.”

            “¿Has visto tu a estas criaturas?” Preguntó el Emperador.

            “Mi padre era uno de ellos,” contestó Komori.

            El Emperador volvió a estudiar a Komori, buscando algún signo de humor o engaño en sus palabras. No encontró ninguno. “Esperaba oír que tu familia tenía un poco de sangre de espíritus,” contestó, “pero confieso que no sabía que eras medio-espíritu.”

            “Nadie vivo los sabe excepto mi padre, y él ha vuelto a Chikushudo,” contestó Komori, “pero yo os prometí la verdad.”

            “No te culpo por ocultarlo,” contestó el Emperador. “Algunas cosas no las pueden comprender las personas normales. Pocos podrían entender que los koumori pudiesen ser tan extraños pero tan benevolentes. La mayoría de los que tienen sangre de espíritus encuentran poca simpatía de los demás hombres, especialmente tras la caída de la Puerta del Olvido.”

            El Emperador se quedó en silencio durante un largo rato. El padre del Emperador había pasado por la Puerta del Olvido, un ancestro que volvió desde los dorados campos de Yomi. El propio Emperador era medio-espíritu. Komori se preguntó por la conexión. Seguro que el Justo Emperador no le había hecho llamar hasta aquí porque se sentía solo. El viejo shugenja mantuvo cerrada su boca y esperó pacientemente; o el Emperador le revelaría sus intenciones, o no lo haría. Él no era quién para juzgar.

            “La Puerta del Olvido,” dijo el Emperador con voz hueca. “Un portal entre la tierra de los vivos y la de los muertos. Ahora está cerrada, pero aún permanecen las heridas que causó al Imperio cuando se abrió. Si nunca se hubiese abierto, el heredero al Trono de Acero hubiese sido obvio.”

            “Pero vuestro hermano, el Shogun, sería ahora el Emperador,” contestó Komori, “y tanto vos como vuestros hermanos nunca hubieseis nacido.”

            “¿Y eso sería un destino tan cruel?” Preguntó el Emperador con una amarga sonrisa. “Mi hermana se sacrificó para derrotar a Daigotsu, y los Unicornio informan que Daigotsu no está muerto. Mi hermano es un espíritu atormentado, azotado por el poder de su propia magia. ¿Desharía mi propio nacimiento para que los eventos que lo rodearon nunca hubiesen ocurrido? ¿Erradicar la Guerra de los Espíritus y los incontables miles que murieron para nada? Mi trono descansa sobre una montaña de caídos. Yo prospero como Emperador sobre una montaña de muertos. Mi vida nunca fue mía desde el principio; ¿cómo podría dudar de que el renunciar a ella hubiese convertido al Imperio en un lugar mejor?”

            “No quisiera ofenderos, Vuestra Majestad,” contestó Komori, su tono algo confundido, “pero no puedo evitar darme cuenta de que, al vivir en un templo, a menudo escucho a los monjes jóvenes enfrascarse en esas oscuras especulaciones. Hay un consejo que les doy cuando eso ocurre. Os lo ofrecería ahora, pero por favor entender que no deseo insultaros.”

            “¿Cuál es el consejo?” Exigió el Emperador.

            “Volved a fregar los suelos,” contestó Komori, su expresión aún cuidadosamente neutral.

            El Emperador parpadeó, mirando sorprendido a Komori durante varios largos segundos. Se rió, apenas audiblemente. “Bien dicho,” contestó, “y hay muchos suelos en este Imperio que necesitan urgentemente ser fregados. Pero me temo que aún necesito más consejos.”

            “Os ofreceré todos los consejos que pueda,” dijo Komori, volviéndose a inclinar.

            “Los koumori son, si creo lo que de ellos dice mi hermano, a menudo llamados pastores de fantasmas,” continuó el Emperador. “Cuando un hambriento fantasma se convierte en un peligro para si mismo y para los vivos, lo llevan hacia donde no pueda causar daño. Cuando un espíritu inocente se pierde después de muerto, los koumori lo guían a donde debe ir. Son los señores de los caminos espirituales, custodios de los muertos que han perdido el camino. Sezaru también dice que los fantasmas a menudo se lo agradecen a los koumori. A veces les hacen regalos, objetos de poder que fueron importantes para ellos en vida. Cuando los espíritus murciélago se sienten amenazados, pueden llamar a los muertos para que les den consejo y protección. ¿Es eso verdad?”

            “Lo es,” contestó Komori.

            “Entonces solo tengo una leyenda más para que tu me la confirmes,” dijo el Emperador. “Durante la Guerra Contra la Oscuridad, cuando eras un hombre joven, se dice que dominabas poderes mágicos mucho mayores que los de los demás shugenjas Mantis. Una leyenda dice que invocaste un ejército de samuráis fantasmas para que defendiesen Kyuden Gotei de los servidores de la Sombra. ¿Es también cierta esta historia?”

            Esta vez, Komori solo asintió. “Sospecho que sé lo que me vais a preguntar, Vuestra Majestad,” dijo con voz austera.

            “¿Si?” Contestó el Emperador.

            “Deseáis saber si mi padre me enseñó la magia koumori,” contestó Komori. “Deseáis saber si puedo hacer volver los espíritus de los muertos a este reino.”

            “¿Puedes?” Preguntó con determinación el Emperador.

            “Puedo,” contestó Komori, “pero recomiendo no hacerlo. Los fantasmas de los muertos nunca permanecen durante mucho tiempo – no pertenecen a este lugar. Esos encuentros con los vivos invariablemente solo causan más dolor y pérdida.”

            “Pero se puede hacer,” dijo el Emperador.

            Komori miró al Emperador durante un largo instante. “Si,” dijo. “Los Kitsu también están versados en hablar con los espíritus. Ellos fácilmente pueden…”

            “No deseo un intérprete,” dijo Naseru. “Debo hacer las preguntas directamente. ¿Se puede hacer?”

            Komori asintió. “Se puede hacer. Un espíritu puede volver si aún tiene una conexión emocional con este reino, quizás algo inacabado que cree importante. Pero eso no es todo; también debe haber una conexión física, algún objeto que les perteneció y que tenga para ellos un extraordinario valor sentimental o quizás un gran poder mágico.”

            “Harás esto para mi,” dijo el Emperador.

            El tono de su voz dejaba muy claro que sus palabras no eran una petición.

 

 

            Toturi Naseru, también conocido como Toturi III, el Justo Emperador, ahora estaba sentado en su habitación, solo. Tañía aburrido las cuerdas de su samisen, cerrado su único ojo mientras escuchaba como la embriagadora música se deslizaba por los pasillos del palacio. Naseru era un músico de talento, aunque practicaba muy poco. Era uno de sus mayores pesares; las exigencias de su puesto eran demasiado grandes como para que pudiese hacer las cosas que le gustaban. Algunos días parecía que de verdad no existía Naseru, solo el Emperador, solo las obligaciones en las que se había convertido su vida.

            El hechizo se había completado. Komori había hecho su trabajo y ahora esperaba en una habitación cercana. Si la magia funcionaba, las palabras no podían ser escuchadas por extraños. Si el hechizo no funcionaba, entonces el pesar sería solo suyo. Si el hechizo no funcionase no se sentiría muy sorprendido. Naseru siempre se había mantenido a los demás a cierta distancia, incluso entre su propia familia. Su necesidad era grande, pero quizás incluso eso no sería suficiente. Un alma como la que quería invocar sería necesaria en algún otro lugar, ella nunca eludiría cualquier responsabilidad, nunca tendría dificultades en encontrar una forma de ser útil.

            Naseru miró la dorada daga que descansaba sobre el escritorio que tenía a su lado. Suspiró en silencio y volvió a su música. La magia no había funcionado. El espíritu no había venido.

            Naseru,” dijo una suave voz tras él.

            Miró a la nebulosa figura que ahora flotaba cerca de la ventana. Su forma era indistinta, imposible de discernir, pero los ojos eran inequívocos.

            “Has venido,” dijo Naseru, su voz espesa por la emoción.

            “Apenas te reconozco,” llegó la respuesta, teñida con algo de diversión. “Me parece que las ropas del Emperador te van bien.”

            “Me temo que no tan bien como esperaba,” dijo Naseru. “Tengo muchos enemigos.”

            “¿De verdad te creíste alguna vez que sería de otra forma?”

            “Tu no tendrías tantos,” dijo él. “Te sentaste en el trono, y te amaban.”

            “Quizás. Quizás mis enemigos meramente se escondieron mejor. ¿Por qué me has invocado, Naseru? ¿Deseas mis consejos?”

            “No,” dijo Naseru. “Deseo tu perdón.”

            “¿Mi perdón?”

            “Como te he dicho, tengo muchos enemigos,” contestó Naseru. “Son hombres desesperados, que harán acciones desesperadas. Temo que mis acciones tengan que ser igual de desesperadas, y me temo que mi pueblo no lo entenderá. Te pido a ti perdón porque no se lo puedo pedir a ellos. No puedo mostrar debilidad.” Naseru se quedó en silencio, aún tañendo las cuerdas del samisen. “Pero dentro de las ropas de este Emperador aún late el corazón de Toturi Naseru. No soy un monstruo, aunque debo convertirme en uno. Llevo dentro el legado de un héroe, pero para protegerlo me tengo que convertir en un villano. ¿Me puedes perdonar?”

            “No eres un monstruo, Naseru, y tu no eres un villano aunque creo que disfrutas viéndote así. Siempre he sabido que aunque la eficiencia gobierna tu mente, el honor gobierna tu corazón.”

            Naseru sonrió un poco. “Gracias por decirlo, pero mi pregunta sigue en pie. Perdóname o aléjame de tu vista. En cualquier caso, tengo que conocer tu veredicto antes de que empiece esta guerra.”

            “Te perdono, Naseru,” dijo el espíritu. Flotó sobre él, extendiendo una mano hacia Naseru. Etéreas yemas de sus dedos rozaron su frente y un escalofrío recorrió su cuerpo. Durante un breve instante, por primera vez en muchos y largos años, Toturi Naseru sintió algo de paz y bienestar.

            Entonces el espíritu desapareció.

            “Gracias,” dijo, limpiándose las lágrimas de su cara. “Gracias, Tsudao.”

 

 

            Yoritomo Ukyo miraba a Komori totalmente sorprendido. Miró a Kalani, pero su contramaestre solo se encogió de hombros. Volvió a mirar al shugenja, apuntando con un dedo al extraño símbolo que tenía en el pecho, el símbolo de un murciélago.

            “¿Qué es eso, Komori-sama?” Preguntó.

            “Una justa recompensa por servicios prestados,” contestó Komori, siguiendo a Ukyo y a Kalani de vuelta hacia los muelles y al velero que les esperaba.

            “¿Un anagrama de familia?” Preguntó Ukyo. “¿El Emperador te ha recompensado con una familia por hacer unos cuantos hechizos? La Dama Kumiko estará muy contenta.”

            “Más que eso,” contestó Komori.

            Ukyo y Kalani se miraron el uno al otro. “¿Más?” Preguntó Kalani. “¿Cómo puedes tener una recompensa mayor que un anagrama de familia, viejo?”

            “Vigila tu lengua, Kalani-san,” dijo Komori con una sonrisita. “Estás hablando con el Campeón del Clan Murciélago.”

            “Increíble,” dijo Ukyo. “¿Un Clan Menor? ¿Así de fácil? Creía que eso solo lo hacían los Emperadores tras muchas décadas.”

            “Los Emperadores tienen la virtud de hacer excepciones,” dijo Komori.

            Kumiko estará encantada,” dijo Kalani, aunque su tono era sombrío y pensativo, en vez de alegre. “Un nuevo Clan Menor aliado significa un gran prestigio para nuestro clan.”

            “Supongo,” contestó Komori. Aunque la verdad era que lo ponía en duda. Conocía bien las alianzas en las que últimamente estaba metida Kumiko. Las escondía bien, pero no escondía nada de Komori. La había aconsejado no hacer esas alianzas. Sentía que Toturi III era demasiado listo, demasiado poderoso como para convertirlo en un enemigo. Pero ahora Komori estaba aquí, consejero de la Hija de las Tormentas, invitado en la Ciudad Imperial. Había visto al Emperador en un momento de debilidad. Le habían recompensado por su ayuda y su discreción, recompensado mucho más de lo que podía soñar un samurai ser recompensado.

            Si Naseru sospechaba lo más mínimo de las alianzas de Kumiko, ¿se habría mostrado así? ¿Hubiese recompensado a un hombre que servía a una futura enemiga? ¿Era esto parte de un juego mayor? ¿Conocía Kumiko la verdad? Komori se volvió y miró una última vez hacia el Palacio Imperial. Se imaginó que podía sentir los ojos del Justo Emperador sobre él.

            Dudaba de que su imaginación fuese incorrecta.