El Menor de Dos Males


por
Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki




“¡Todos se inclinarán y darán tributo al Emperador Fu Leng! ¡Por su única voluntad ha florecido el Imperio!” –Miya Satoshi, Heraldo Imperial, 1139 por el Calendario Isawa, el Décimo Séptimo Año del Glorioso Reinado de Hantei XXXIX



 

Kyobei era un hombre sencillo que nunca esperaba nada de la vida. De niño, había soñado en convertirse, de alguna forma, en samurai, quizás en un poderoso Hida. Mientras crecía, sus prioridades cambiaron. Empezó a desear casarse con una buena mujer, criar niños fuertes y agrandar la granja que heredaría de su padre. Era un buen y saludable sueño, y uno que estaba fácilmente a su alcance.


Entonces llegó el Día del Trueno, y todo cambió.


Hacía once años, cuando Kyobei era un joven de diecisiete años, todo el Imperio se había sumergido en la oscuridad. Incluso los elementos parecían regocijarse con el reinado del nuevo Emperador. El cielo era más oscuro, incluso a mediodía. Los inviernos eran más severos, y las ocasionales tormentas o terremotos que recordaba de su juventud se habían multiplicado por diez, tanto en frecuencia como en intensidad. Los sirvientes del Emperador eran igual de terroríficos. Los recaudadores de impuestos solían ir acompañados por espantosas bestias que si eran provocadas, aunque solo fuera un poco, se desmandarían por poblado, destruyendo todo a su paso. Si los pueblerinos se resistían, las Legiones de Obsidiana reaccionaban violentamente, impidiendo que se le pudiese hacer daño a las mascotas del Emperador.


Considerándolo todo, Kyobei diría que la vida era poco gratificante. No había sitio donde pudiese huir donde no llegase la influencia del Emperador. Había oído rumores de que había tierras más allá del mar, donde la corrupción de Fu Leng aún no se había extendido, pero esas tierras estaban tan distantes, que igual podrían estar en los Divinos Cielos, ya que Kyobei tenía las mismas posibilidades de alcanzar ese lejano reino.


De alguna manera, había sobrevivido. No solo sobrevivido, sino que se había convertido en el líder de una pequeña banda de supervivientes que se escondían en las montañas. La personalidad calmada y pensativa de Kyobei le convertían en un líder natural. Era él el que trataba con los infrecuentes representantes del Emperador que visitaban el apartado poblado.


Como con el que estaba hablando ahora mismo.


“¿Tienes tus impuestos?” Demandó el Magistrado de Obsidiana. A juzgar por su apariencia, pudo una vez ser un Grulla. Su pelo aún tenía mechones blancos; sus ojos eran azul hielo. Su katana estaba metida en su obi, de la forma tradicional de los duelistas, aunque quedaban pocos que aún practicaban esa forma del combate honorable. Kyobei se inclinó profundamente, apretando su frente contra el suelo. “¡Si, gran maestro!” Gritó en lo que esperaba que era el tono servil apropiado. “La temporada ha sido difícil, ¡pero hemos conseguido reunir los impuestos del Emperador! ¡Incluso hemos conseguido recaudar un recipiente más de arroz para demostrar la devoción que sentimos por nuestro señor y maestro! ¡Será un invierno difícil, y muchos pasarán hambre, pero es un pequeño precio para asegurarnos que él conoce la lealtad de la Aldea de las Tres Piedras!”


El recaudador de impuestos resopló. “¿Te crees que al Emperador le importa si pasáis hambre? ¡Él coge lo que quiere, y tu aplaudirás su misericordia!” Soltó una fuerte patada que le dio a Kyobei en el hombro. Aunque no era un golpe importante, Kyobei rodó por el suelo, gimiendo y chillando ante el recaudador. Una adecuada muestra de dolor siempre complacía a los Magistrados de Obsidiana.


“¡Patético!” Exclamó el Manchado Grulla, claramente asqueado. Gesticuló a dos de los samurai no-muertos que le acompañaban, mandándoles a recoger los impuestos del poblado. Entonces, un gesto de concentración cruzó la cara del magistrado, como si hubiese recordado algo. Kyobei gimió cuando el recaudador se giró con una expresión de enfado. “Escúchame, escoria,” gruñó el corrupto samurai. “He oído informaciones sobre escondidos campos de arroz en las colinas. El ashura que fue mandado a investigar no ha regresado. Si hay algo en las colinas, especialmente algo que sea capaz de destruir a uno de los Elegidos del Emperador, te vendría bien decírnoslo. Tengo unos amigos que tiene bastante talento para sacar información, aunque es perturbador mirarlo. . .”


Kyobei parecía al mismo tiempo aterrorizado y confundido. “¡No entiendo, señor! ¿Campos escondidos? ¿Queréis decir recubiertos por algo? ¡Tenemos muy poca tela! ¡Nunca desafiaríamos al Emperador! ¡Qué es un ‘ashora’?”


La expresión de asco del recaudador volvió, esta vez aún más vehementemente. Golpeó a Kyobei en la cara, ensangrentado su nariz y tirándole al suelo. “¡Eres más que inútil!” Rugió. “¡No merece la pena malgastar el tiempo que se emplearía en destruir todo este pueblo!” Saltando encima de su onikage, el recaudador se alejó galopando, seguido por sus asistentes y el carro que llevaba sus impuestos.

 

Kyobei esperó hasta que el grupo había desaparecido tras las lejanas colinas antes de ponerse rápidamente en pie. Se limpió despreocupadamente la sangre de su nariz, y sonrió severamente por el éxito de su engaño. Las criaturas que Fu Leng mandaba eran totalmente incapaces de reconocer que un simple campesino les podía engañar. Era una táctica peligrosa, pero una que pagaba bien cuando salía.


“Bien hecho, Kyobei de la Aldea de las Tres Piedras,” llegó inesperadamente la voz de una mujer. “Pocos tienen la fortaleza mental para resistir a los temidos agentes de Fu Leng.”


El campesino se giró rápidamente en círculo, buscando la fuente de la voz. No había nada que pudiese ver en ninguna dirección. Su mano fue al cuchillo que estaba cosido en la espalda de su camisa. Si había sido descubierto, tendría que ganar, para el poblado, cuanto tiempo pudiese. Sería muy poco. “¿Quién habla?” Gritó. “¡Muéstrate!”


“Eres verdaderamente increíble,” volvió a decir la voz. Allí, en medio del campo, había una mujer con túnicas naranjas. Un momento no había nada. Al siguiente, ella estaba allí, de pie. Un pequeño, extrañamente sereno, niño estaba a su lado, sus ojos oscuros fijos sobre Kyobei.


“¿Quién eres?” Demandó Kyobei.


“Soy el Oráculo del Trueno, guardián de los héroes,” contestó la mujer. “Y he venido por ti, Kyobei de la Aldea de las Tres Piedras.”



“¿Toturi?” Preguntó Kyobei mientras iba de arriba a abajo por su pequeña casa de una sola habitación. “¿El León Negro? ¿Aún lucha contra el Emperador? ¡Creía que hacía mucho tiempo que estaba muerto!” Kyobei estaba mareado, como un niño que acababa de saber que a pesar de todo, habría un festival por la mañana.


Isawa Kaede sonrió una sonrisa de complicidad. “Muchos creen que Toturi está muerto. Es en beneficio del Emperador, el mantener la existencia en secreto, de aquellos que luchan contra su gobierno. Puede inspirar a otros a rebelarse.” Ella le miró penetrantemente. “Otros como tu.”


“No soy un héroe, Kaede-sama,” dijo amargamente Kyobei.


“Lideras a esta gente,” dijo ella, señalando a la aldea. El niño seguía mirando fijamente, en silencio.


“Alguien les tiene que liderar,” Kyobei se encogió de hombros.


“Y tu asumiste la responsabilidad,” dijo ella con firmeza. “La mayoría no lo harían. Fue tu alma la que me atrajo hasta aquí. El fuego del coraje humano no puede ser fácilmente aplastado por la fuerza, pero puede ser lentamente extinguido por la opresión. Aquellos pocos cuyo espíritu aún arde brillantemente, como el tuyo, son la única esperanza de la humanidad contra el Oscuro Emperador.”


“Por favor, Kaede-sama,” dijo Kyobei, “¿qué queréis de mi? No soy un héroe.”


“No todos los héroes luchan con una espada,” dijo ella.


“¿Qué esconde, madre?” Preguntó el pequeño niño que estaba junto a Kaede. Era la primera vez que había hablado en desde que Kaede había aparecido, hacía varias horas. Su voz y mirada eran espeluznantemente intensas para un niño de tres años. Su pelo era de un blanco brillante, con mechones negros en las sienes.


“En silencio, Ichiro-kun,” le reprendió Kaede. “Kyobei nos dirá todo lo que necesitemos saber”


El campesino se levantó y cruzó la habitación, jugueteando sin prisa sus herramientas de cultivo. “Aunque los campos de nuestras aldeas parecen bastante enfermos,” empezó, “la verdad es que son bastante productivos. Los canastos adicionales que di hoy al recolector fueron recogidos en la aldea, como varios otros canastos. No será un invierno difícil para nosotros. Todo lo contrario.”


Kaede arrugó la frente. “Eso es bastante impresionante,” dijo con cautela.


“No siempre fue así,” continuó Kyobei. “Después de que el Oscuro Emperador ascendiese al trono, estuvimos al borde de la inanición durante un periodo muy largo de tiempo. Muchos murieron, incluidos mi mujer y mi hijo pequeño.” Se detuvo durante unos momentos, luchando con el recuerdo. “Hace unos años, se me acercó un hombre que decía que nos podía ayudar, y que al mismo tiempo, nos permitiría ayudar en la lucha contra Fu Leng. De buen grado acepté, y no me arrepiento de la decisión, aunque temo que no tenga como objetivo principal salvaguardar al aldea.”


“¿De qué estás hablando?” Demandó Kaede. “¿Quién es ese hombre?”


“Quizás sería mejor si yo contestase tu pregunta, Kaede-sama,” llegó una voz nueva desde la puerta de la choza. “De cualquier modo, me gustaría usar esta oportunidad para presentarme.”


Kaede se volvió para mirar al recién llegado, un hombre alto y delgado, vestido con sueltos ropajes negros. Una más cara de porcelana pintada con símbolos rojos cubría su cara. Largo pelo blanco, como el de Ichiro caía libremente sobre sus hombros, sus dedos tamborileaban en un gesto contemplativo. Kaede se puso en pie de inmediato, haciendo un gesto hacia su hijo. Ichiro fue inmediatamente envuelto en un reluciente capullo de aire. El niño aceptó el efecto tranquilamente.


“Daigotsu,” siseó Kaede. “El Oscuro Maestro del Vacío.”


“Un vez, quizás,” respondió clamadamente Daigotsu. “He abandonado ese falso título, como he abandonado al falso padre al que una vez serví.”


“¡No te creo!” Dijo Kaede, invocando su increíble poder para destruir la abominación que tenía ante ella. “¡Puedo sentir la Mancha dentro de ti!”


“Lo siento,” contestó Daigotsu, dándose la vuelta y volviéndose a mirar hacia la puerta. “No tenía conocimiento de que la campaña de tu amante contra Fu Leng estuviese tan bien organizada, que os pudieses permitir el lujo de rechazar a aquellos que deseasen ser vuestros aliados. Claramente, estaba mal informado.”


“Detente, Daigotsu,” gruñó ella.


“No me puedes dañar, Oráculo,” dijo sobre su hombro. “Un Oráculo de la Luz solo puede usar sus poderes para la defensa, y yo no te he hecho ningún daño. Afortunadamente para mi, ya que pareces ciega al hecho de que sin mi, esta aldea hubiese sido arrasada por el ashura del Señor Oscuro. Esas asquerosas cosas no mueren fácilmente, te lo aseguro.”


Ante esas palabras, Kaede titubeó. Duda y sospecha luchaban en sus ojos. El poder del Dragón del Trueno era grande, pero no la daba acceso a las mentes de los demás, como antes podía gracias al Dragón del Vacío. Solo podía ver el coraje para luchar contra el mal, y por mucho que la costase admitirlo, veía un gran coraje en Daigotsu.


“¿Me voy o me quedo?” Preguntó Daigotsu. “La elección es tuya, Kaede-chan.”


“Basta,” dijo ella finalmente, bajando su mano, y dejando que la energía reunida se disipase. “Oiré lo que tengas que decir. Pero no hagas nada estúpido, o descubrirás que incluso en el Imperio de Fu Leng, hay que temer a los Oráculos.”


“Por supuesto,” respondió, inclinándose un poco mientras se volvía a mirarla. “Incluso si mis intenciones fuesen hostiles, te doy mi palabra que nunca te dañaría en presencia de tu hijo.” Señaló a Ichiro. “Ningún niño debería ver jamás a su madre morir.”


“Habla rápido, Daigotsu; mi paciencia no es infinita,” dijo Kaede.


Daigotsu asintió. “Seré breve.” Atravesó la habitación, y se sentó ante la pequeña mesa en el centro de la choza. “Fu Leng me traicionó, y veré como paga por ello. Eso es todo.”


Kaede agitó su cabeza. “Eso suena demasiado simple.”


El hombre alto se encogió de hombros. “El odio no es complicado. Fu Leng y sus lacayos del Consejo Oscuro creían que los Portavoces de la Sangre estaban en su contra. Creían que espías Portavoz de la Sangre estaban entrando en palacio. Por ello, exterminaron a todo el culto.”


“¿Por qué te importan los Portavoces de la Sangre?” Preguntó Kaede.


“Por que mi amante, Shahai, era una de ellos,” dijo Daigotsu, mirándola fijamente. “Ella era todo mi mundo, y ahora ya no está. Dime, Oráculo, ¿qué harías si el Señor Oscuro te arrebatase a Toturi?”


Kaede no dijo nada.


“Exacto,” dijo Daigotsu. “Y ahora ves porque lucho. No me importa esta gente. No me importa Toturi. No me importas tu. Solo deseo hacer sufrir al Señor Oscuro.”


“¿Tu solo?” Preguntó Kaede. “Lo veo difícil, incluso para alguien como tu.”


“Tengo socios,” contestó Daigotsu. “He reconstruido a los Portavoces de la Sangre. Hay muchos que tiene un don para el maho pero una fuerte aversión al régimen actual. Mi poder es grande; le puedo dar a otros la fuerza de la Mancha sin la autorización de Fu Leng. Y con aliados como Kyobei,” señaló al campesino, “estamos reuniendo los recursos que necesitamos para montar una ofensiva. Desafortunadamente, carecemos de las tropas para ser una sería amenaza.” Miró a Kaede. “Si damos crédito a los rumores, Toturi tiene tropas más que suficientes, pero no tiene suministros. ¿Es eso correcto?”


Kaede aguantó la mirada de Daigotsu durante un largo rato. Parecieron horas. El concepto de aliarse con un Maestro Oscuro y sus Portavoces de la Sangre era tan extraño, que Kaede apenas se lo podía imaginar. Pero les permitiría tener una oportunidad mucho mayor de conseguir su objetivo. Al final, ella se sentó junto a él en la mesa.


“Quizás podamos llegar a un arreglo,” dijo ella.