El Último Oráculo


por
Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 



“Muy pronto, fue evidente que ni siquiera los Oráculos de la Luz podían enfrentarse a las Legiones del Emperador. ¡Los blasfemos adoradores de los Dragones Elementales se encontraron con la ira del Señor Oscuro!” –Miya Satoshi, Heraldo Imperial, 1131 por el Calendario Isawa, el Noveno Año del Glorioso Reinado de Hantei XXXIX




El cielo estaba ahora negro. Incluso durante el día, el humo proveniente de los diez mil fuegos que arrasaban la faz del Imperio casi tapaban la luz del sol. Isawa Kaede no podía recordar la última vez que verdaderamente había sentido el calor de la dama Amaterasu. Hacía no mucho tiempo, había ido a las tierras de la familia Moshi buscando cualquier ayuda que pudiesen ofrecer. Quizás con su sabiduría sobre la Dama Sol, Kaede podría contactar con el Dragón que compartía su alma. No había sentido desde hacía mucho tiempo la presencia del Dragón del Vacío, y temía que algo verdaderamente horrible hubiese ocurrido.


El horror de lo que se encontró en tierras Ciempiés era algo que aún seguía con ella. Con tanto horror y muerte en el mundo, Kaede a menudo se maravillaba de que aún no se había vuelto inmune ante el. Lloraba sobre el quemado y retorcido cuerpo de cada niño con el que se encontraba, y lamentaba la perdida de todos los que habían sido destruidos por el reinado de Leng. De todas formas, era mejor así. Si alguna vez perdía tanta humanidad como para que el asesinato indiscriminado no la afectase, quizás habría llegado el momento de dejar atrás el mundo de los mortales.


El mundo de los mortales. Mortales era la palabra apropiada, ya que los seres vivientes eran muy conscientes de su propia mortalidad en esta oscuro época. Siniestras e inhumanas criaturas registraban el Imperio, esclavizando o destruyendo a todos los que se les oponían. Solo al consentir el gobierno tiránico del despótico dios Fu Leng, podía cualquiera tener la esperanza de sobrevivir. E incluso entonces, la supervivencia consistía en esclavizarse de por vida al servicio del corrupto Emperador, mientras intentaban desesperadamente evitar el atraer la atención de las bestias asesinas que le servían.


Isawa Kaede detuvo su ensueño para darse cuenta de lo que la rodeaba. Ya no estaba en las vastas y ardientes llanuras del norte del Imperio, sino que se encontraba en los ennegrecidos picos de las Montañas del Crepúsculo. Antes, esas transiciones eran, para ella, normales. La esencia del Dragón del Vacío que impregnaba su ser, ocasionalmente la llevaba a sitios sin avisarla. Era uno de los pequeños precios que había que pagar por ser un Oráculo. Pero Kaede no había sentido la presencia del Dragón del Vacío desde hacía tanto tiempo que el repentino movimiento la sorprendió.


Fijándose en los picos de las montañas que tenía a su alrededor, Kaede rápidamente reconoció donde estaba. Esta sección en concreto de las Montañas del Crepúsculo fue una vez el hogar del pobre y condenado Clan del Jabalí. Pero más importante, el último vestigio que quedaba de la existencia del clan, una vieja torre de piedra, era el hogar de uno de su clase, Hiruma Osuno, el Oráculo de la Tierra.


Con una muy humana impaciencia, Kaede se movió por el Vacío, viajando instantáneamente al lugar de la Torre de la Parra, a la que su hermano llamaba su hogar. Su entusiasmo fue instantáneamente apagado al ver lo que tenía ante ella: la orgullosa torre era una humeante ruina, colapsada en un montón de piedra y madera que no tenía sentido. Luchando contra la desesperación, extendió sus sentidos para intentar buscar alguna señal de vida. Suspiró de alivio. Había algo ahí; era débil. Alguien aún vivía en las ruinas.


Kaede corrió por la colina hasta la base de la derruida torre, buscando con la mirada entre los restos algún movimiento o señal de vida. Hubo un ligero derrumbamiento de piedras hacia su derecha. Empezó a moverse en esa dirección, pero se paró cuando una gigantesca bestia se levantó de entre los escombros.


La criatura medía al menos dos metros y medio de alto, quizás más. Su piel estaba recubierta de gruesas escamas verdes y de furúnculos rojos que supuraban. Largas mandíbulas rodeaban su boca, y filas de tentáculos con pinchos llenaban su bajo vientre. Por su aspecto, bien podía haber derruido la torre el solito, pero debido a su gran tamaño, parecía que la bestia quedó atrapada en el escombro cuando la torre cayó. Parloteaba excitado e intentó coger a Kaede con una garra gigantesca. Mientras se acercaba, ella sintió otra emoción que durante largo tiempo había estado ausente de su mente.


Furia.

Apretando los dientes, Kaede se adelantó, e hizo un corto movimiento de acuchillar con su mano. Una herida abierta apareció en el cuerpo de la criatura, su grueso caparazón abriéndose tan fácilmente como el agua. Salió un chorro de fluido azul del cuerpo, como una fuente. La monstruosa bestia chilló de sorpresa y dolor, echándose hacia atrás por el estupor del golpe. Kaede no se paró, extendiendo su brazo y cercenando una y otra vez la esencia de la cosa, cortándola en cachitos. Mientras la destrozaba, los trozos de carne y hueso se convertían en nada por el poder del Vacío. En segundos, había reducido a la bestia a una memoria. Era como si nunca hubiese existido.


“Kaede...” llegó una débil voz desde los escombros.


Ella corrió hacia el lugar de donde salía la voz. Allí, yaciente entre los destrozados restos de la torre, estaba el roto y moribundo cuerpo de su homólogo, el Oráculo de la Tierra. Una mirada a su destrozado cuerpo la dijo que estaba muriendo. Ni siquiera un Oráculo podía sobrevivir las heridas que había aguantado. “No intentes hablar,” susurró ella. Se dio cuenta que nunca antes se había encontrado con este hombre, aunque sintió una inmediata afinidad con él.


“Debes escuchar,” gruñó. “Hay muy poco tiempo. Cuando vino la bestia, intenté invocar el poder del Dragón de la Tierra, y no pude.” Tosió violentamente, y era obvio que sangraba por dentro. “¿Lo has... lo has notado también?”


“Si,” admitió ella. “Los Dragones están distantes.”


“No, no distantes,” corrigió débilmente. “Nos han abandonado, Kaede. El reino mortal está perdido, y los Cielos han sellado sus puertas para evitar correr la misma suerte.” La única mano que le quedaba agarró a Kaede. “¿Lo puedes sentir?” Susurró. “¿Sientes como se van?”


Ella solo asintió, una única lágrima cayendo por su mejilla. “Estamos perdidos.”


“No,” volvió a decir, con sorprendente fuerza. Sus ojos ardían con súbita furia. “Los elementos nos han abandonado, pero aún hay una posibilidad. Mientras la humanidad aún exista, hay una posibilidad de victoria. Tu debes ser esa posibilidad, Kaede.”


“No entiendo,” protestó ella.


“Queda un Dragón,” dijo él. “El Dragón del Trueno. El Dragón del valor, protector de héroes. Mientras permanezca con nosotros, tenemos una oportunidad. Pero no puede actuar el solo contra Fu Leng. Debe tener un agente. Debe tener un Oráculo.” El moribundo Oráculo se desplomó contra las piedras, su fuerza desapareciendo rápidamente. “Tenía la esperanza de haberte podido ayudar, pero es demasiado tarde para eso. Eres la única que queda, Kaede. Eres el Oráculo del Trueno,” susurró.


El Oráculo no dijo nada más. Kaede tardó un momento en darse cuenta de que Hiruma Osuno había muerto.


Kaede entonces lloró, acariciando la mejilla del hombre muerto. El pensar que su carne estaba muerta no la importó en ese momento, ya que la carne era pura e incorrupta. El tocar a otro humano parecía tan poco importante cuando la amenaza de ser destrozado por un oni era una realidad diaria.


Una fría sensación pasó por el cuerpo y ser de Kaede, tan repentina y cruelmente que ella jadeó por la fuerza de la sensación. Sintió como el Vacío retrocedía de ella, tan repentinamente como el viento cambiaba de dirección. Por primera vez en décadas, no podía sentir el Vacío. En un instante, volvió a ser humana, despojada de su magia más poderosa. Se sintió tan indefensa como un recién nacido.


Antes de que pudiese reaccionar ante la repentina pérdida, una nueva sensación brotó dentro de ella, un floreciente fuego dentro de su alma, que la llenó de una confianza tal, como nunca había sentido. Repentinamente, percibía miles de humanos por todo Rokugan, cada uno luchando a su manera contra las fuerzas de Fu Leng, de la mejor forma que podían. Cada uno llevaba dentro de si los rescoldos que podían ser avivados hasta convertirse en un violento infierno. Y algunos ya poseían ese fuego.


Una voz resonó por su mente y alma, haciéndose eco en los escondrijos más profundos de su ser. “Incluso en la tormenta más oscura, el rayo alumbra el camino. Estoy contigo, Isawa Kaede,” dijo el Dragón del Trueno. “Ahora y para siempre. Sabes lo que debes hacer.”


Kaede lo sabía. Ella era la guardiana de los héroes, la protectora de la última oportunidad de la humanidad. Ella era la semilla que debía aguantar esta época oscura, hasta que las fuerzas de la oscuridad fueran desterradas, y los enemigos de la oscuridad volviesen al lugar que les correspondía. Debía aconsejar a los héroes que quedaban, y asegurarse de que la luz de la humanidad no se extinguiese para siempre.


Y sabía por donde debía empezar.

 



En el segundo Día del Trueno, el Imperio Esmeralda de Rokugan cayó al oscuro poder de Fu Leng. Los más grandes héroes del Imperio reunieron sus fuerzas para matar al Oscuro Emperador. Fallaron. Riendo, el oscuro dios invocó a demonios conocidos como Ashura desde los hoyos más profundos de Jigoku. Estos descendieron sobre las fuerzas de Rokugan como langostas, destruyendo todo lo que tocaban.


Kaede sabía cuando fue a salvar a los héroes de Rokugan que ella había desafiado las reglas que gobernaban a los Oráculos de la Luz. Normalmente, un acto así hubiese tenido consecuencias terribles, pero con el Imperio ya consumido por el caos, ella deseaba que apenas se notase. Ahora, al estar frente al líder de esos héroes, tres años después, supo que había tomado la decisión correcta.


Akodo Toturi había cambiado muy poco, pero las líneas de su cara eran más profundas, y la mirada de sus ojos hablaba de un cansancio que ningún hombre debería soportar. Pero para ella, su espíritu brillaba tanto como el sol. Las llamas de su alma ardían tan brillantemente, que parecía un milagro que su carne pudiese contenerlas.


“Me alegro de volverte a ver, Kaede-san,” dijo Toturi, una ligera sonrisa en sus labios. “Había pensado que quizás te habíamos perdido.”


“Estuve perdida,” contestó ella, “pero no en el sentido que dices. Y ahora tengo un nuevo propósito. Tu eres la llave de mi búsqueda.”


Toturi agitó su cabeza. Sus oscuros ojos eran como el acero. “No es el momento de acertijos, Kaede. ¿Has venido a ayudarnos o no?”


“He venido a ayudarte, Toturi. Pero, no en la forma que crees. Has estado, durante los dos últimos años, liderando a tu ejército por las montañas de la frontera oeste de Rokugan, cogiendo provisiones donde podías, y golpeando a los enemigos que estaban disponibles. Es una pobre existencia, una indigna de un hombre como tu.”


“No tengo nada,” siseó Toturi. “Si ataco con lo que tengo, lo único que consigo es una muerte violenta para mi y para mis hombres. Terminaremos sirviendo a Fu Leng como abominaciones no-muertas, como Hoturi y Kamoko, o como un esclavo bajo su influencia como Kachiko. Ese destino no es mejor que el rendirse, y el rendirse no es aceptable.”


“Te he traído todo lo que necesitarás para luchar,” dijo Kaede.


Toturi frunció el ceño. “¿Armas?”


Kaede sonrió. “Si, mas o menos.” Señaló hacia la entrada de la destartalada tienda de campaña de Toturi. La abertura gualdrapeó, como si la hubiese movido un fuerte viento, y entraron dos personas.


El primero era, con mucho, el más grande. Tan ancho como dos hombres, con un puño brillando pálidamente con la luminiscencia de jade sobrenatural, el poderoso guerrero dejó un tetsubo tan largo como todo el cuerpo de un hombre normal. El segundo era pequeño y muy delgado. Su armadura estaba ennegrecida por el hollín y la grasa. Su cara estaba tapada por un mempo de hierro.


“Toturi,” rugió el primer hombre. “¿Aún vivo, neh?”


“Hida Yakamo,” Toturi se había levantado de su asiento. Una sonrisa apareció lentamente por su curtidos rasgos. “¡Creía que estabas muerto, amigo!”


“¡Ba!” rugió Yakamo. “¿No pensabas que Fu Leng me podía parar, verdad?”


“Y tu,” Toturi se volvió hacia el segundo hombre. “Me resultas familiar...”


“Supongo que parezco muy distinto.”


“¡Daidoji Uji!” Exclamó Toturi. “Creía que no había más Grullas.”


“Tenías razón,” susurró Uji. “Mi clan está muerto. Solo vivo para matar a Doji Hoturi.”


“No me lo puedo creer,” dijo Toturi dejándose caer en su asiento. “Creía que estabais todos muertos.”


“Hay muchas llamas que aún arden en Rokugan,” contestó Kaede. “Debemos reunir las llamas, si queremos sobrevivir este invierno. La Grulla y el Fénix están muertos, los Cangrejo casi. Los Naga están siendo exterminados. Los Dragón han desaparecido. Los Unicornio han huido y los León y Escorpión sirven a Fu Leng de buena gana.”


Hubo silencio en la tienda durante un momento. Luego Yakamo rió.


“¡Me gustan los retos!” Exclamó. “¿Cuando empezamos?”