Por el Trono

 

por Ree Soesbee

 

Traducción de Mori Saiseki




El palacio estaba oscuro, y lámparas parpadeaban en los pasillos como si estuviesen temerosas de arrojar su luz.


Había pasado mucho tiempo desde que el sol se había elevado sobre sus estandartes dorados y verdes, demasiado tiempo desde que se había erradicado la sombra de la noche. Las pisadas de Toshiken resonaron vacías mientras dabas vueltas por el pasillo, mandando hacia atrás a sus guardias, como le habían pedido.


Toturi le llamaba, y el Campeón Esmeralda obedecía su orden.


El salón del trono estaba oscuro, sombras sobrenaturales bailando en cada rincón. Nada brillaba aquí, ninguna lámpara parpadeaba excepto la tenue luz del Trono de Jade, y las pequeñas velas que descansaban en soportes sobre las altas vigas que sostenían el techo. La habitación estaba vacía... vacía excepto por un hombre. En su trono, su cabeza inclinada con oscuros pensamientos, el Emperador espera.


Tres pasos, y una rápida reverencia, y Toshiken se arrodilló ante el oscuro Señor en su trono de jade. “Vuestro deseo, señor.” Su voz parecía demasiado alta, no atenuada por los susurros de cortesanos, y el aletear de abanicos. La corte se había ido, liberada de la política del día. Estaban solos. Toturi rodaba una bola de acero tan grande como un puño de un hombre de un lado a otro, sonriendo ante su suavidad.


“Noche, Toshiken-san,” el Emperador sonrió levemente. “La noche ha llegado.”


“Hai, Toturi-sama. Noche. Es la hora de descansar. Vuestros guardias...”


“Ningún guardia.” La mano de Toturi se movió lentamente. “Ningún guardia, Campeón Esmeralda. Deseo hablar solo contigo.”


“Como deseéis, Señor.”


Toturi se recostó en su trono, pasando sus manos sobre los esculpidos leones que abrían sus fauces bajo los brazos del trono. “Los cortesanos, murmuran. Murmuran... y murmuran, y hablan. Tu, Toshiken. Eres un hombre de acción. Dime... cuéntame sobre estos Mantis, y su guerra.”


“¿Los...?” Toshiken tropezó con las palabras, sorprendido. “Si, Toturi-sama. Los Mantis luchan en la tierras Asako. Toman la tierra con ejércitos, pero no matan. Traen comida de sus islas, dando de comer a los hambrientos campesinos mientras se apoderan de la tierra. Lo hacen los hombres de Yoritomo... porque los heimin se están muriendo. Los Fénix no tiene los suficientes samuráis como para ocuparse de sus posesiones.”


“¿Y los Fénix?” Preguntó Toturi en voz baja.


“Luchan por las tierras que han sido suyas desde hace más de mil años, mi señor. Es su deber – aunque no tienen los hombres suficientes como para defender los palacios, continuarán luchando. Una palabra suya, mi señor, acabaría con esto. Si queréis...”


“Basta Toshiken,” interrumpió el Emperador. “Yoshi... me contó otra historia sobre esta guerra. Una que cuenta como los Mantis son unos carniceros, saqueando y destrozando a los Asako. Arruinando la tierra. ¿Debo creerte a ti, o a él? Uno me dice la verdad, y el otro miente. Uno debe morir y uno debe vivir. Pero tú eres un samurai. Morirás con honor, y eso no me traerá el silencio. Estoy tan cansado de las discusiones...” Toturi frunció el ceño. “Detendrás todas las habladurías. Todos los murmullos, todos los chismes – me están hartando. No quiero que me lo recuerden más. Son como niños; sus voces no son mas que susurros en la oscuridad, cuando la noche ha caído. No descansarán, no dormirán. No me dejarán en... silencio.”


“Los niños no dejarán de susurrar...” Esto ultimo fue dicho en voz baja, casi tapado por el tintineo de la bola plateada. “¿Tienes familia, Toshiken-sama?”


“Hai... un hijo, y una hija.” Ishiko tenía cinco años, su hermano siete. Eran la luz del mundo de Toshiken.


“¿Te susurran mientras duermes?”


Frió recorrió la espalda de Toshiken. “Si, Señor.”


“Los cortesanos me ruegan que detenga esta guerra, como niños, protestando.” La bola de acero iba despreocupadamente de una mano a la otra mientras hablaba Toturi. “Pues la detendré. No dejaré que nadie hable de ella. Los niños deben morir. ¿Me entiendes?”


“Hai, Toturi-sama.”


“Ahora,” el Emperador se inclinó hacia delante en el trono, nivelando sus ojos con los de su Campeón. “¿Los niños de quién morirán, Toshiken? ¿Los tuyos… o los míos?”


La bola plateada rodó al borde de los dedos del Emperador, cayendo lentamente al suelo. Cuando aterrizó sobre el duro suelo del salón del trono Imperial, se rompió en cien pedazos plateados; su brillo perdido en la oscuridad de las sombras que rodeaban al trono.



Sangre manchaba el patio, se extendía en olas escarlatas por los pasillos del palacio, desparramaba en gotas por los paneles de shoji de habitaciones que pertenecían a la Corte Imperial. Cuando terminó, Toshiken volvió a entrar en el salón del trono del Emperador.


“Están... en silencio, mi señor.” Aunque luchaba por controlarla, la orgullosa voz de Toshiken temblaba con pesar y dolor. “No habrá más susurros.”


“Si, Toshiken. Ahora habrá silencio. Te doy las gracias por traerme el silencio. Ahora te ayudaré. Deja que te muestre mi gratitud.” Arrodillándose al otro lado del trono de Toturi había dos pequeñas formas vestidas en el marrón y dorado de los Seppun. Sus kimonos eran demasiado grandes para ellos, sus pequeñas manos metidas muy dentro de sus voluminosas mangas.


“¿Ishiko? ¿Sajiro?”
Toshiken fue hacia sus hijos y abrió sus brazos. Cuando le miraron, sus caras sin rasgos eran tan lisas como el cristal.