La Guerra de la Rana Rica

Segunda Parte

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Toshi Ranbo, hace una semana

 

Ikoma Otemi iba andando por los pasillos de Kyuden Ikoma, sus pisadas resonando ligeramente en los grandes pasillos. Durante la mayor parte del día, el lugar era un lugar caótico, con mensajeros, escribas, y embajadores corriendo de un lado a otro, intentando estar enterados del menor cambio político. Era una locura. Otemi sacó de su obi el pergamino que había recibido hacía solo una hora y pasó los dedos por encima del sello que llevaba. Contenía órdenes del Campeón León – órdenes que le habían hecho sentirse aliviado al recibir.

            Otemi deslizó hacia un lado el panel de shoji y entró en sus habitaciones privadas. Dejó su wakizashi sobre le atril debajo de su katana, y luego fue a su escritorio y se sentó. Estaba escribiendo la segunda línea de la carta cuando una suave voz le interrumpió. “¿No me saludas, esposo?”

            La vos sorprendió a Otemi, y su pluma trazó una larga y negra línea sobre el papel. Hizo una mueca de rabia y dobló el papel, poniéndolo a un lado para tirarlo luego. “Perdóname, Yasuko-chan,” dijo suavemente, cogiendo una segunda hoja. “No me había dado cuenta de que estabas aquí. Pensabas que esta tarde estabas asistiendo a la representación de la nueva obra de teatro de Kakita Omai.”

            “Cambié de opinión,” dijo recatadamente Yasuko. Estaba recostada sobre un suave almohadón cerca de la ventana más grande de la habitación, dándole vueltas a una pequeña caja rompecabezas con sus delgados dedos. “Surgió algo,” dijo ella. Le miró, sus negros ojos mirándole con intensidad tras su transparente máscara de seda. “Es inusual encontrarte en casa a estas horas.”

            Otemi asintió. “Como has dicho, algo ha surgido. Te estaba escribiendo una carta para explicártelo. Me han ordenado viajar a la Ciudad de la Rana Rica y asumir el mando de las tropas que allí protegen le ciudad. Parece que Nimuro-sama está disgustado con la situación allí, y está quitando a varios oficiales sus mandos.”

            “O, dios.” Dijo Yasuko, suspirando con asombro. Puso a un lado la caja y se volvió hacia su esposo. “¿No va bien la guerra? Eso suena muy serio.”

            “La batalla está desde hace meses en un punto muerto,” dijo Otemi. “Incluso tras el deshielo invernal, la lucha se ha visto limitada a pequeñas escaramuzas durante todo el verano y el otoño. La llegada de los Dragón solo ha hecho que las cosas sean más complicadas.”

            “¿Cómo puede uno luchar contra un enemigo si no sabe si otro espera entre las sombras?” Terminó Yasuko.

            “Eso es solo el principio,” dijo Otemi. “Los Dragón van bajo el Estandarte Imperial. Está claro que Naseru no aprueba esta guerra.” Se quedó en silencio durante un largo rato. “¿No confía en que los León terminen adecuadamente este asunto? ¿Ya no somos su Mano Derecha?”

            “¿Quién puede saber porque el Emperador hace lo que hace?” Preguntó ella, y luego le miró con seriedad. “¿Y quiénes somos nosotros para dudar de él?”

            “No dudo del Emperador,” contestó Otemi, aunque no terminó la frase.

            “¿De Nimuro, entonces?” Preguntó Yasuko. “En los últimos meses se ha vuelto más errático.”

            Otemi frunció el ceño. “Está en su derecho,” contestó lacónicamente. “Es el León Dorado, señor de nuestro clan.” La miró. “¿Quién soy yo para dudar de él?”

            “Eres un héroe,” dijo ella, “y tu acabarás esta guerra, que él ha empezado.”

            Otemi miró hacia otro lado, incómodo. “¿Por qué estás sentada aquí sin una lámpara, Yasuko-chan?” Preguntó. “¿Algo va mal?”

            “Me encuentro algo mal,” confesó ella. “Por eso vine aquí. Sabes que me encuentro más cómoda entre las sombras.” Cogió la caja rompecabezas y volvió a jugar con ella.

            Un largo silencio pasó entre ellos.

            “¿Tenías intención de irte sin hablar conmigo?” Preguntó ella.

            La cara de Otemi enrojeció. “Es esencial que me vaya cuanto antes. Debo irme hoy mismo.”

            “Debemos,” le corrigió ella. “Debemos irnos hoy. Donde tu vayas, yo voy.”

            “No,” dijo inflexiblemente Otemi. “Debes permanecer aquí. Kaeru Toshi es demasiado peligroso.”

            Entonces Yasuko se giró para mirarle. Por una vez, su habitual expresión inescrutable era tan abierta y honesta como la de un niño. Había en sus ojos una expresión dolida. “Lo entiendo,” dijo ella en voz baja. “Sé lo que yo era antes.”

            Otemi se levantó y cruzó la habitación para arrodillarse junto a ella. “Esto no es una cuestión de desconfianza,” dijo en tono dulce. “Eres mi esposa, y nunca permitiría que te pasara algo. No podría cumplir con mis obligaciones si temiese por tu seguridad.”

            “Solo me siento segura a tu lado,” contestó ella, su voz extrañamente triste.

            Otemi empezó a decir algo más, luego se detuvo y asintió. “Haré que preparen tu caballo,” dijo. “Prepárate para partir en seguida.” Con eso, se levantó y abandonó la habitación, desapareciendo por el pasillo en dirección al establo.

 

 

Los campos alrededor de Kaeru Toshi, ayer

 

Entre los enemigos del León, pocas cosas inspiraban mayor temor que un Deathseeker. Esos guerreros León que han abandonado su nombre, abandonado su futuro, que no buscan más honor en esta vida que la que pueda traer la muerte en combate. Akodo Fumio era de los más temibles de los Deathseekers, y estaba muy acostumbrado a ver a los enemigos acobardarse, con terror ante su espada. Le satisfacía algo ver que estos Unicornio no tenían miedo.

            El guerrero Moto iba hacia Akodo Fumio como una tormenta, gritando algún tipo de grito de guerra gaijin con todas sus fuerzas, una cimitarra de ancha punta levantada para dar un golpe mortal. Una docena de posibilidades pasaron por la mente del León, justo como le había enseñado su sensei hacía tanto tiempo. Sabiendo que no podía evitar el ataque, Fumio cogió su no-dachi y corrió hacia el caballo atacante.

            Solo hubo el tiempo suficiente para que la sorpresa apareciese en la cara del Moto antes de que el golpe de Fumio atravesase caballo y jinete limpiamente. La cimitarra no alcanzó su objetivo, pero aún así dejó un largo y dentado corte en la parte superior del brazo izquierdo de Fumio. La muerte no evitó el momento del caballo, y el cadáver de la bestia chocó violentamente contra el León. El golpe hizo que de golpe todo el aire saliese de sus pulmones, y sintió como algo se rompía bajo las planchas lacadas de su armadura. El peso del caballo muerto le hizo caer al suelo, y ahí le inmovilizó.

            Fumio apenas se podía mover. Su brazo izquierdo le dolía insoportablemente, le era virtualmente inútil. Su no-dachi había caído lo suficientemente lejos como para que no pudiese llegar a el, y tenía su daisho apretado contra su pierna bajo el caballo. Intentó empujar el cadáver, pero el dolor hizo que se marease, amenazando con abrumarle y con caer inconsciente. Apretando los dientes contra el dolor, reunión todo lo que le quedaba de fuerzas y consiguió hacer que rodase hacia un lado el aún caliente animal, ignorando las involuntarias lágrimas de dolor que nublaron su visión.

            Jadeando de cansancio y débil por que le ardía el pecho y el brazo, Fumio consiguió ponerse en pie. La batalla se había quedado extrañamente en silencio, aunque aún había un gran clamor a su alrededor. El hosco Deathseeker miró a su alrededor, buscando otros León entre el caos. Gritó el nombre de Akodo, y nadie respondió a su grito.

            Un trío de soldados de infantería Unicornio se le acercaron, lanzas preparadas. Uno no mostraba emoción ni expresión alguna, claramente era un soldado veterano. Pero los otros dos se miraron entre si y sonrieron cruelmente, sus mentes sin duda llenas de imágenes de un moribundo León, empalado en sus lanzas.

            El dolor que destrozaba el cuerpo de Fumio desapareció de repente, y se llenó de candente ira. Una vez, la ira le había consumido. Esa ira le llevó a la vergüenza, y el resultado de esa ira desatada fue lo que le llevó a los Deathseekers. Había luchado durante los últimos años contra esa ira, pero ahora la abrazó como a una amante largo tiempo olvidada.

            “¡Escoria bárbara!” Gruñó, gotas de saliva ensangrentada surgiendo de su boca. Levantó ambos brazos, levantando su no-dachi sobre su cabeza y sintiendo una nueva oleada de sangre surgir de la herida del brazo.

            “Loco,” susurró uno de los Unicornio.

            Deathseeker,” corrigió el veterano, dando un paso hacia atrás, y poniéndose detrás de los otros.

            “¡Mirar!” Gritó, haciendo que le mirasen aquellos que estaban cerca de él y que no estuviesen luchando contra un enemigo. “¡Miradme! ¡Mirad como muere un León!”

            Akodo Fumio se lanzó sobre los tres atacantes Unicornio con un grito que era pura furia animal. La sangre León y Unicornio se mezclaron en la hierba, lentamente envenenando la tierra.

 

 

Las provincias Ikoma

 

Detrás del frente León, muy dentro de las fuertemente defendidas provincias Ikoma, un viejo estaba sentado en silencio mirando al oeste, hacia las delgadas columnas de humo que se elevaban perezosamente en el cielo. La guerra no era nada nuevo para Ikoma Sume. Había vivido más tiempo que la mayoría de los hombres. Aquellos que habían sido sus camaradas de juventud ahora solo eran memorias. Ahora había vuelto la muerte al León. La muerte, pensó con una sonrisa, era el único viejo amigo al que no había sobrevivido.

            ¿Sería este horrible y ardiente campo de muerte su legado? Su señor y Campeón le había ordenado que llevase la Ciudad de la Rana Rica al ámbito del León, y él lo había hecho con su habitual don para la manipulación. Todo lo que había hecho había sido necesario, aunque sus métodos se adherían muy poco a las interpretaciones más estrictas del bushido.

            “¿Tío?”

La pensativa voz detrás suyo hizo que Sume saliese de sus tenebrosos pensamientos. Se volvió y miró a su sobrino con una cariñosa sonrisa que contradecía la cansada tristeza que tanto había dominado sus pensamientos durante los últimos meses. “Otemi,” dijo con tanto un poco de genuina alegría como de frío temor. “¿Entonces te estás preparando para irte?”

“Si, tío,” contestó el joven. “Las tropas se están reuniendo ahora mismo. Partimos en una hora.” Sume asintió, mesándose la barba pensativamente. Otemi frunció el ceño ante la expresión ausente del viejo. “¿Qué te preocupa, tío?”

“Apenas lo sé,” dijo el viejo agitando la cabeza. “Supongo que me preocupa la guerra.” Miró a Otemi. “Me preocupa pensar que te vas a la guerra, para ser totalmente honesto.”

Otemi pareció quedarse desconcertado por el comentario. “Soy un León,” contestó sin dudarlo. “Soy samurai. Es mi deber hacer la guerra contra los enemigos de mi señor.”

“Por supuesto,” dijo Sume, obviando el comentario. “Yo también, si no estuviese débil por la edad, cogería con gusto la espada y marcharía a la batalla. Es nuestra senda. Después de todo,” suspiró, “¿no es el Unicornio nuestro enemigo?”

Otemi miró a Sume con curiosidad. “Entonces, ¿por qué estás preocupado?”

Sume suspiró y se quedó en silencio durante un momento. “He vivido una larga vida, más larga de lo que me merecía,” dijo en voz baja. “Últimamente, pienso en las vidas de todos los jóvenes samuráis que han muerto en esta guerra. Nunca aprenderán de sus errores ni crecerán. Nunca se convertirán en un activo para su familia y su clan, madurando de ser un joven estúpido y descarado hasta el ocaso de la vida, cuando solo ahí se empieza a aprender lo que riendo creemos que es la verdadera sabiduría.” Dejó de hablar, volviendo a mirar hacia el oeste. “¿Debería sentir pesar porque han muerto tan jóvenes? ¿O quizás debiera dar gracias porque no han vivido para ver el mundo como yo lo hago?”

“Nunca te había oído hablar así, tío,” dijo Otemi. “Me preocupa. ¿Estás bien?”

“Estoy bien, aunque viejo y estúpido.” Contestó Sume. “Nunca tuve tiempo para tener una familia propia. Es el único deber que mi lealtad nunca permitió. Eres lo más cercano que tengo a un hijo, Otemi, y aunque si cayeses en batalla sentiría un gran orgullo por tus logros, sentiría mayor alivio si volvieses a salvo. No me gustaría verte morir en esta guerra que yo he creado.”

Otemi bajó la cabeza, no estaba acostumbrado a estas muestras de emoción. “Tengo toda la intención de volver, tío, pero no puedo prometerte nada. Nadie conoce su destino.”

“Por supuesto,” contestó Sume. “Y basta de estas cosas. Llevarás gran honor y gloria a los Ikoma, de esto no tengo ninguna duda.”

“Gracias,” dijo Otemi con una rápida reverencia. “Debo pedirte un favor.”

“Solo dilo y será tuyo,” dijo el viejo sonriendo.

La cara del joven oficial extrañamente no mostraba emoción alguna mientras consideraba como decirlo. “Yasuko insiste en acompañarme a Kaeru Toshi,” dijo finalmente. “Preferiría que permaneciese aquí, donde está a salvo, pero es obstinada.” Se detuvo un momento y frunció el ceño. “Últimamente se está comportando de una manera extraña. Yo… me preocupa.”

“Yo debo permanecer aquí, Otemi-san,” dijo Sume.

“Sé que tienes espías en Kaeru Toshi,” dijo Otemi, mirando intensamente a su tío. “Te ruego que les pidas que protejan a mi esposa.”

“Un esposo obediente,” observó Sume, levantando una ceja, “aunque no cariñoso.”

Otemi frunció aún más el ceño. “El matrimonio es un deber como cualquier otro,” dijo algo lacónicamente. “He cumplido con mis obligaciones hacia los Ikoma y el León.”

“Así es.” Sume se inclinó. “Buena fortuna en el campo de batalla, sobrino. Que tus enemigos encuentren el honor en su derrota.”

Otemi le devolvió la reverencia y se fue, dejando una vez más solo a Sume. Este se volvió hacia el lejano humo que había en el oeste, su mente rápidamente ocupándose de otros asuntos.

 

 

El campamento León junto a Kaeru Toshi, hoy

 

Una nube de polvo envolvió el campamento cuando Otemi y su alto mando dirigieron sus monturas hacia el anillo de tiendas de campaña que avistaban la ciudad. Saltó de su caballo y se limpió el espeso polvo de la cara con su mano, cuidadosamente inspeccionando los recursos que, en breves instantes, quedarían bajo su mando. El campamento parecía albergar al menos a quinientos hombres, con al menos otros tantos de patrulla en todo momento. Una fuerza pequeña para patrullar una ciudad tan grande. Sin duda el grueso de las fuerzas León estaban desplegadas al norte y al sur, fortaleciendo el frente León de los constantes avances Unicornio y de las molestas incursiones Dragón. Probablemente también habría un buen número dentro de la propia ciudad, reforzando la guardia de los Kaeru y defendiéndola contra cualquier Unicornio que consiguiese penetrar sus defensas. La ciudad había cambiado de manos varias veces en el transcurso del conflicto, pero los León la tenían en su poder desde hacía seis semanas. Otemi no tenía intención alguna de que esa posesión acabase.

            Ikoma Otemi-sama,” dijo un samurai, haciéndole una profunda reverencia. “Nos honra mucho recibiros.”

            “El honor es mío,” le contestó Otemi. “¿Eres Hasaku?”

            “No, sama,” contestó el hombre. “Yo soy su hatamoto. Él os espera en la tienda de mando. Si queréis seguirme, por favor.”

            Otemi asintió. Ordenó a sus oficiales a que contasen las provisiones y que se preparasen a recibir las raciones que sus fuerzas habían traído con ellos, distribuyéndolas como fuese necesario, y luego siguió al hatamoto hacia la tienda de campaña más grande que estaba en el centro del campamento. El hombre se inclinó por segunda vez, Otemi solo le respondió asintiendo y entró en la tienda.

            La tienda de mando era como muchas otras que había visto antes. Mapas cubrían la mayoría de las mesas que allí había, adornados con pequeños marcadores de piedra que representaban diferentes tipos de unidades y composiciones. Esta había sido la forma de hacer las cosas en el León desde hacía mil años. Probablemente continuaría así durante los próximos mil.

            El único ocupante de la tienda se levantó de su escritorio, donde estaba acabando un pergamino, enrollándolo con fuerza mientras cruzaba la distancia que les separaba y luego se inclinó profundamente. Otemi notó el Crisantemo Imperial blasonado sobre su armadura. “Otemi-sama,” dijo enérgicamente. “He preparado todo para que asumáis el mando.”

            “Gracias, Hasaku-san.” Otemi devolvió la reverencia y le ofreció un pergamino sellado que llevaba el sello del Campeón León. “Esta es la orden oficial que te releva del mando.” Se detuvo. “No me alegro de esto. Sé que la situación es difícil, y no dudo que tu administración de este puesto de mando ha sido hábil y capaz, Hasaku-san.”

            El hombre más mayor sonrió sarcásticamente y abrió la boca para contestar lacónicamente, pero se detuvo. Su arrugada cara se suavizó. “Arigato,” dijo con sinceridad, “pero me temo que Nimuro-sama no está de acuerdo. Creo que está tremendamente disgustado, aunque no sé que más podría haber hecho con los recursos que él me ha dado.”

            Otemi puso una mueca de dolor. No se sentía cómodo hablando del comportamiento de Nimuro en estos últimos tiempos, y temía saber hacia donde se dirigiría la conversación. “¿Quién lo puede saber?” Preguntó.

            Hasaku asintió. Miró el pergamino. “Entonces, ¿puedo suponer que vuestras órdenes incluyen la autorización a que aceptéis mi seppuku?”

            Otemi miró fijamente a los ojos de Hasaku. “Así es,” dijo.

            Una expresión de alivio apareció en la cara de Hasaku. “Con vuestro permiso, comandante, prepararé las cosas para que la ceremonia sea al amanecer.”

            Otemi exhaló profundamente. “Con pesar, tienes mi permiso.”

            “¿Pesar?” Hasaku parecía genuinamente sorprendido. “¿Por qué decís eso, comandante? El pesar es algo peligroso para un samurai.”

            “Estamos en guerra,” contestó Otemi. “Eres un hábil soldado y oficial. Preferiría tenerte entre mis fuerzas. No es mi lugar cuestionar el edicto de Nimuro, pero de todas formas quisiera que lo supieses.”

            “Por supuesto,” contestó Hasaku. Señaló a una cercana mesa. “Voy a hacer los preparativos, pero he juntado todas las órdenes que he recibido de Nimuro-sama durante todo este conflicto para que las podáis revisar.” Hasaku frunció aún más el ceño. “Si me permitís atreverme, comandante, sugiero que las reviséis con mucho cuidado, para no cometer errores.” Hasaku se giró y se incline para salir de la tienda de campaña.

            “Espera,” dijo Otemi. Vio la serena expresión que había en la cara del hombre más mayor y sintió un tremendo respeto por la facilidad con la que llevaba sus cargas y se enfrentaba a su destino. “Me gustaría ofrecerte mis servicios como segundo, si así lo deseas.”

            Los ojos de Hasaku se abrieron un poco, y luego se inclinó mucho más de lo que lo había hecho antes. “Me sentiría muy honrado, Otemi-sama.”

            Otemi asintió, y el otro hombre se fue a prepararse para su muerte.

 

 

Era ya por la noche cuando Otemi se tomó un breve descanso en su investigación. Los archivos de Hasaku eran impecables, y sus notas sobre las escaramuzas que habían tenido lugar hasta ahora eran tan detalladas como todo lo que había leído Otemi en los archivos Ikoma. Sin duda el hombre tenía sus fallos, o Nimuro no le habría relevado del puesto, pero la falta de atención a los detalles no estaba entre esas faltas.

            Ese pensamiento hizo que Otemi volviese a fruncir profundamente el ceño. El archivo de las órdenes recibidas de Nimuro era algo errático. Parecía que el Campeón León había dramáticamente cambiado de opinión sobre la batalla unos pocos meses después de que empezase, ordenando a Hasaku que alterase radicalmente la posición y el despliegue de sus tropas, a pesar de los informes de la inteligencia de Hasaku que urgían tomar medidas en el sentido contrario. Los cambios habían sido hechos en momentos críticos, y los Unicornio habían castigado al León sin misericordia por su debilidad. Esa misma debilidad que Nimuro denunciaba en Hasaku parecía surgir directamente por el cambio de órdenes del Campeón, algo que preocupaba profundamente al nuevo comandante. Había pensado en traer ante él a Hasaku para hablar del tema, pero sabía sin preguntarlo que el anterior comandante no hablaría en contra de su Campeón, sin importarle cuales habían sido sus órdenes. Entregarle esos documentos a Otemi era todo lo que le permitía su honor.

            Un crujido en la entrada de la tienda de campaña le llamó la atención a Otemi. Ahí estaba un samurai, esperando ser dado la venia. Al ver que Otemi le miraba, el hombre, que estaba lleno de cicatrices de guerra, se inclinó profundamente. “¿Me habéis hecho llamar, Otemi-sama?”

            “Así es,” contestó Otemi, su expresión volviéndose grave. “¿Eres Korin, sobrino de Ikoma Fujimaro, gunso en los ejércitos León?”

            “Lo soy,” contestó el hombre.

            “Entonces fue a ti a quién mi tío encargó descubrir el traidor que hay entre nosotros,” dijo enérgicamente Otemi. “Es tu deber sacar al descubierto al responsable de pasar información a nuestros enemigos, ¿no es verdad? ¿Un deber que llevas intentando cumplir desde hace varios meses?”

            “Así es,” contestó simplemente Korin.

            “¿Y qué has descubierto?” Preguntó Otemi.

            Hubo una pausa durante un momento, como si Korin estuviese pensando en algo especialmente profundo. “No sabría decirlo, comandante.”

            “Entonces no sabes nada,” contestó Otemi. Cogió un pergamino y se lo mostró a Korin. “Este informe dice que solo en los últimos tres días hemos perdido al menos cuatro patrullas ante los Unicornio y sus aliados Escorpión. Cuatro patrullas, Korin. ¿Pesa sobre tu conciencia el que estos hombres murieron porque fuiste incapaz de cumplir con tu deber y descubrir al traidor que tenemos entre nosotros?”

            “Así es,” contestó Korin. Su expresión no mostraba emoción ni reacción alguna ante las palabras de Otemi.

            “¿Eso es todo lo que tienes que decir?” Preguntó incrédulo Otemi. “¿No tienes nada más que decirme? ¿No me aseguras que tu tarea está casi acabada?”

            “No, mi señor,” contestó el soldado. Se detuvo un breve instante. “¿Conocíais específicamente ese movimiento de tropas, comandante? ¿Antes de vuestra llegada, quiero decir?”

            La cara de Otemi instantáneamente perdió toda expresión, y su voz, que se había estado elevando, adoptó un frío tono. “¿Estás sugiriendo que yo estoy involucrado en este espionaje, Korin-san? ¿Es eso lo que quieres decir?”

            “Nunca,” contestó al momento el otro. Solo había sinceridad en su voz. “No creo que seáis capaz de tal engaño, comandante. Vuestro honor está fuera de toda duda.”

            “Halagos,” dijo Otemi con repugnancia. “Mi tío te valora mucho, Korin-san, pero no he encontrado nada que justifique esa confianza.” Tiró un pergamino al otro hombre, quién lo cogió. “Te relevo de tus obligaciones. Cuando llegue el alba, no quiero encontrarte en este campamento. Encontraré a otro que sea más capaz de completar la tarea que se te había encomendado.”

            Korin se inclinó. “Si ese es vuestro deseo, comandante.”

            “Lo es,” dijo con firmeza Otemi. “Vete ahora mismo. Tengo muchas cosas que hacer antes de mañana.”

 

 

La ceremonia del seppuku de Ikoma Hasaku transcurrió sin incidentes. El hombre murió honorablemente, sin que surgiese sonido alguno de sus labios mientras hacía los tres cortes. Al final, Otemi le quitó la cabeza para no ver sufrir en silencio al hombre. Como segundo de Hasaku, ese era su derecho. Cuando la ceremonia concluyó, Otemi ofreció una oración por el alma del muerto, y luego envió a unos hombres a investigar si Ikoma Korin aún estaba en el campamento. No estaba.

            Era mediodía cuando Otemi entró por primera vez en la Ciudad de la Rana Rica. Su yojimbo personal había acompañado a Yasuko a la ciudad cuando llegaron, y había buscado un alojamiento seguro. Realísticamente, no creía que ella estuviese en ningún serio peligro. Aunque los Unicornio volviesen a tomar la ciudad, todo indicaba que tenían una alianza con los Escorpión, quienes no permitirían que uno de ellos fuese asesinado. Y a pesar de su enemistad, los Unicornio no eran los bárbaros que muchos creían que eran. No matarían a una mujer desarmada debido al clan al que pertenecía.

            Y si lo hicieran, entonces ninguna fuerza de este mundo les salvaría.

            Había poca fanfarria en la ciudad. El daño producido por el fuego y las continuas luchas era bastante extenso. Nadie le miró a Otemi a los ojos, pero nadie se inclinó tampoco cuando él pasó. Los que habitaban en la ciudad estaban casi rotos por la experiencia, amargados y odiando a todos los responsables de la guerra. Para muchos que habían vivido en esta ciudad durante años sin reconocer el gobierno de ningún clan, los León eran los responsables de esta situación. Otemi se preguntó si él hubiese pensado de otra manera si hubiese experimentado lo mismo.

            El lugar de reunión era exactamente como se lo había descrito su tío: totalmente anodino. No había indicación alguna de que el lugar tuviese ninguna importancia, pero Sume le había asegurado que era aquí donde se tomaban las decisiones de la ciudad. Poniendo un gesto de asco al pensar que tenía que entrar, Otemi se armó de valor y entró por la puerta.

            Ikoma Otemi-sama.” Había dos hombres en la habitación, uno mayor que Otemi, y otro más joven. Reconoció al mayor al instante, un hombre ajado con los agudos ojos de un halcón. “Es un honor teneros en nuestra ciudad,” dijo Kaeru Tomaru con una profunda reverencia.

            “Siento que sea necesario,” contestó Otemi asintiendo. “Bajo circunstancias ideales, serías libre de mantener tu ciudad como quisieras, y yo estaría en otro lugar.”

            El hombre más joven frunció el ceño ante las palabras de Otemi, pero Tomaru solo sonrió. “Desde luego, eso sería preferible, ¿verdad?” Sin pararse para que el comandante pensase en lo que acababa de decir, Tomaru señaló al hombre más joven. “Dejadem que os presente a mi hijo y heredero, Kaeru Meiji.”

            “No he venido para cosas agradables, aunque me honra conocerte, Meiji-san,” dijo Otemi. “Hay un asunto muy grave que debo discutir con vosotros.”

            “Por supuesto.” Tomaru señaló hacia una baja mesa. Los tres hombres se sentaron, y Tomaru sirvió te. Otemi lo rechazó, pero los dos vasallos si bebieron. “¿Cómo podemos servir al León?” Preguntó finalmente Tomaru.

            “Alguien está pasando información sobre los movimientos de tropas León a nuestros enemigos. Los esfuerzos para localizar a este espía entre las filas León no han sacado nada a la luz. Me veo forzado a considerar que hay un traidor entre vosotros, aquí en la ciudad.”

            Los ojos de Meiji se entrecerraron. “Ningún Kaeru pondría en peligro nuestra ciudad,” dijo enfadado.

            “Mi hijo no es especialmente diplomático,” dijo rápidamente Tomaru, “pero a pesar de eso está en lo cierto. No hay traidores entre los Kaeru. He sospechado algo así desde hace bastante tiempo, y he vigilado de cerca a mis agentes. A nadie a quien confíe información estratégica se le ha permitido salir desde hace meses de la ciudad.”

            “Encuentro que tus palabras me alivian muy poco,” dijo Otemi lacónicamente. “Los movimientos que se han visto comprometidos están siendo cambiados. Te dejaré tu ciudad, pero si hay más evidencia de que nuestra seguridad se ha visto comprometida, te quitaré el control sin dudarlo.” Otemi se levantó y se dirigió a la puerta. “Comprende que esto es lo mejor para el León y también para los Kaeru. Vuestros intereses no tienen importancia comparados a los de dos familias.”

            Tomaru y Meiji se quedaron sentados en silencio durante varios minutos tras la marcha de Otemi. Tomaru acabó su taza de te, mirando cuidadosamente a su hijo mientras lo hacía. “Aprenderás a controlar tu lengua alrededor de los León,” dijo finalmente. “Nuestra alianza ha sido bastante fortuita. No dejaré que la destruyas con tus arranques sin sentido.”

            “¿Fortuita?” Preguntó Meiji. “Tu y yo tenemos definiciones muy distintas de lo que es la buena fortuna, padre. ¿Y qué importa lo que piense de mí el León? Tú no confías en mí. ¿Por qué debería hacerlo él?”

            Tomaru suspiró. “Eres mi heredero, Meiji, y debes reconocer que el respaldo de los Ikoma nos ha permitido hacer más acuerdos comerciales que nunca antes en la historia de esta ciudad,” contestó Tomaru. “Los Kaeru tienen mayor influencia que cualquier otra familia ronin en todo Rokugan.”

            “¿Ronin? La palabra es vasallo, padre.” Meiji agitó con asco su cabeza. “Ya no somos ronin. Somos algo peor que ronin, ya que no tenemos la libertad de los ronin. Somos los perros falderos del León, nada más. Si yo fuese daimyo, hubiese elegido más sabiamente a nuestros aliados.”

            Los ojos de Tomaru se entrecerraron. “Te olvidas quién eres, presuntuoso advenedizo. Tus palabras bordean la traición. La traición no será tolerada, ni siquiera la de mi propio hijo. Fácilmente podría nombrar heredero a otro, y quizás lo tendría que haber hecho antes.”

            Meiji resopló y golpeó con su taza la mesa. “Hecho antes,” dijo con una amarga risa. “Que irónica selección de palabras, padre, ya que ahora soy el daimyo Kaeru.”

            La cara de Tomaru parecía una mascara de indignación. “¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera?” Preguntó. “Te veré… veré…” se calló, y se rasgó la garganta con la mano. Su cara palideció al lentamente darse cuenta de la verdadera situación.

            “Lo siento, padre,” dijo Meiji encogiéndose de hombros. “Ha llegado el momento de que haya un cambio, y tu simplemente no eres capaz de hacer lo que hay que hacer.” Miró impasible a su padre. “Me aseguraron que no sentirías casi ningún dolor.”

            Tomaru intentó hablar, pero no le surgieron palabras. Intentó arañar a su hijo, pero Meiji le apartó tranquilamente la mano. Fue a por su espada, pero Meiji tranquilamente empujó a su padre con una mano, hacienda que cayese del almohadón y empezó a temblar en el suelo. El joven vio impasible como su padre moría en el suelo, mientras bebía su te. Cuando Tomaru dejó de hacer otra cosa que respirar superficialmente, dejó caer de golpe la taza al suelo.

            “¡Guardias!” Gritó Meiji. “¡Guardias!”

            Tres guerreros Machi-Kanshisha entraron corriendo en la habitación, con sus habituales tubos de acero preparados. “¡Llamar a un herbolario!” Ordenó Meiji. “¡Mi padre ha sido envenenado! ¡Buscar por la ciudad saboteadores Escorpión!”

            Los guardias salieron corriendo de la casa de te, y Meiji se quedó sentado viendo como moría su padre mientras esperaba una ayuda que sabía que llegaría demasiado tarde.