Hermanos de Sangre, 1ª Parte

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

El Año 1165 por el Calendario Isawa

Sexto Año del Reinado del Recto Emperador, Toturi III

 

            Kuma se recostó débilmente contra la pared, jadeando. Su mano dio una débil palmada contra su costado, yendo a por una katana que no estaba allí. Sus ojos estaban muy abiertos y con la mirada perdida, buscando amenazas como si fuese un animal salvaje. Su vista se elevó para mirar al hombre que estaba de pie ante él. El hombre alisó con una mano su kimono sobre su oronda tripa, y sonrió pacientemente a Kuma.

            “No pasa nada, Kaiu-san,” dijo el hombre. “Descansa. Ahora estás a salvo.”

            “¿Seppun Saito?” Preguntó Kuma, sus ojos concentrándose algo al reconocer el hombre que tenía ante él. “¿Donde están los demás, Saito-san? ¿Qué ha sido de ellos? ¿Dónde está Genjiko? ¿Dónde está Sui?”

            El Seppun frunció el ceño un momento, mirando hacia un lado. “No te preocupes ahora por ellos, Kuma,” dijo suavemente. “Piensa en ti. Has pasado por una experiencia tremenda. Debes recuperar tus fuerzas.”

            El joven Cangrejo se encorvó hacia delante, poniéndose de rodillas, y respiró hondo. Se miró a sí mismo, como si se diese cuenta por primera vez que su armadura, antes perfecta, ahora estaba marcada por la batalla, y empapada de sangre. “Algo terrible ha pasado, Saito,” dijo en voz baja.

            “Creo que eso está claro,” dijo el Seppun frunciendo el ceño. “Yo estuve allí durante un tiempo, pero no todo el rato. Di me lo que recuerdas.”

            Los ojos de Kuma se clavaron en el suelo mientras que su frente se arrugaba al pensar. Después de un largo rato, un leve quejido se escapó de entre sus labios. Una lágrima le cayó por la mejilla, una lágrima que rápidamente se quitó. “Fracasé,” susurró. “Les fallé.”

            “Cuéntamelo,” contestó el Seppun. “Quizás aún podamos arreglar las cosas.”

            Kuma levantó la mirada con una expresión sombría. “No sé por donde empezar,” dijo.

            “Empieza por el principio,” contestó el Seppun. “¿No es esa la manera más fácil?”

            “El principio,” contestó Kuma con la mirada perdida. “Empezó con los bandidos…”

 

 

            “¡A la derecha!” Gritó Kuma, señalando con su katana hacia el flanco derecho de la banda de bandidos.

            Iuchi Katamari miró hacia atrás con una expresión de enfado, y continuo galopando hacia la derecha, sin cambiar de dirección. Sacó su nage-yari con un fácil movimiento mientras su caballo saltaba hacia los bandidos, la lanza atravesando el cuello del hombre más cercano sin pararse lo más mínimo. Saltó del caballo, sus ropas moradas ondeando en el viento mientras aterrizaba ágilmente y metía su lanza por el corazón de su siguiente enemigo.

Kuma estaba justo detrás de él, saltando de la silla de montar con su katana agarrada fuertemente con sus dos manos. Movió su espada de arriba a abajo, el mejor acero Kaiu atravesando al caballo más cercano, la silla y el jinete. Otro bandido galopó hacia Kuma, bajando su naginata hacia el pecho del Kaiu, mientras gritaba desafiante. Kuma miró hacia detrás haciendo una mueca, y mantuvo preparada su espada. Un estruendo resonó al surgir un puño de agua de la tierra, con un chillido lanzando al aire tanto al caballo como al jinete. Kuma miró hacia atrás, hacia Katamari. El Iuchi sostenía un pequeño amuleto con su mano libre. El brillo de la magia relucía en sus dedos y en sus ojos.

            “No estaba en peligro,” dijo Kuma en voz baja.

            “Aparentemente,” contestó secamente Katamari.

            “Gracias,” dijo más humildemente Kuma.

            Katamari miró en silencio a Kuma durante un momento, y luego asintió. “Deberíamos reunirnos con tu esposa. Solo tiene a ese inútil Seppun que la proteja.”

            Kuma se rió. “Saito es más competente de lo que crees, y Sui es mucho más capaz que nosotros dos juntos,” contestó Kuma. “Estamos perdidos si ella necesita nuestra ayuda.”

            Katamari solo se encogió de hombros, ojos entrecerrándose mientras vigilaba el frondoso bosque, buscando más bandidos. Cangrejo y Unicornio estaban espalda contra espalda durante un largo instante, ambos escuchando por si oían alguna señal del enemigo.

            Un agudo grito resonó por entre los árboles. Kuma miró hacia allí dando un respingo, la mirada de Katamari fue más fría y concentrada.

            “¿Sui?” Preguntó Kuma, preocupado.

            “Sui no gritaría,” contestó Katamari. “Pero sea quién sea, necesita nuestra ayuda.”

            Los dos magistrados volvieron a subir a sus caballos y galoparon, adentrándose en el bosque, corriendo directamente hacia los gritos. Katamari sacó otro amuleto de entre su obi mientras cabalgaban, preparándose para otro hechizo. Kuma envainó su katana y cogió su arco de la silla de montar, colocando una flecha mientras dirigía al caballo con sus rodillas. Llegaron a un claro, y se encontraron con media docena de bandidos alrededor de una mujer vestida con harapos naranjas, manchados de sangre.

            “¡Rendios en el nombre del Campeón Esmeralda!” Rugió Katamari.

Agarró su amuleto y apuntó con su puño al grupo. Los dos bandidos más cercanos cayeron de rodillas, al llenar sus pulmones kamis de agua. Kuma soltó la flecha, cargándose a un tercero con su disparo. Soltó el arco y se deslizó de su silla de montar, una espada Kaiu apareciendo en su mano. Un bandido corrió gritando hacia él con su espada en alto. Kuma hizo una mueca, burlándose, y golpeó la espada, rompiendo en dos la penosa arma, y haciendo lo mismo con el que la blandía. Katamari atacó sin desmontar, su inmenso caballo Unicornio aplastando fácilmente a otro bandido. El ultimo miró a los dos magistrados con terror y se escondió tras la mujer, poniendo su espada junto a su cuello. Katamari frunció el ceño desde su caballo, y Kuma dudó, manos apretándose sobre su espada.

La cautiva solo les miró fijamente y sin temor. La expresión de miedo y desesperación del bandido se transformó lentamente en una de confusión y dolor. Cayó hacia atrás, una mancha de sangre extendiéndose por su abdomen. La mujer se levantó, limpió su pequeña daga en un trozo de seda, y la volvió a meter en su obi. Miró a los dos hombres con una sonrisa de alivio.

“Os doy las gracias, magistrados,” dijo ella. “Había demasiados para haberme podido encargar yo sola de ellos.”

“Solo cumplimos nuestro deber,” contestó Kuma, inclinándose por la cintura. De un golpe seco limpió su espada de sangre y la devolvió a su saya.

“¿Qué hacéis sola tan dentro de este bosque?” Preguntó Katamari, mirando a la mujer con preocupación.

“Katamari, no seas maleducado,” dijo Kuma. “Esta mujer está herida. Invoca a los espíritus y cúrala.”

            “No necesito cura,” contestó la mujer, poniéndose en pie. “Esta sangre no es mía. Estos no han sido los primeros bandidos con los que me he encontrado en estos bosques.”

            Katamari levantó una respetuosa ceja, valorándola. “¿Eres samurai?” Preguntó.

            La mujer no dijo nada, solo mostró sus manos. Había un ojo abierto tatuado en cada palma de sus manos.

            “Inquisidora,” dijo Kuma, algo asombrado.

            Ella sonrió un poco. “Me llamo Asako Genjiko,” dijo, inclinándose ante ambos hombres. “¿Por vuestro grito de batalla puedo suponer que sois Magistrados Esmeralda?”

            “Asignados al poblado de Kakita Bogu,” dijo Katamari con apenas oculta aversión. “Llevamos meses intentando coger a este grupo de bandidos.”

            “Entonces espero que hayáis traído ayuda,” contestó Genjiko en tono serio. “Os enfrentáis a más que a unos meros bandidos.”

            “¿Qué quieres decir?” Preguntó con urgencia Kuma.

            “Estos bandidos son parte de una banda mayor, agentes de un tsukai que he seguido hasta aquí desde tierras Fénix. Mis dos leales yojimbo cayeron cuando nos enfrentamos a ellos sin estar preparados. Me mantuvieron prisionera durante tres días, quizás esperando conseguir un rescate de los Asako. Hasta hoy no he podido escaparme.”

            “¿Dónde está el resto?” Preguntó urgentemente Katamari.

            “En unas cuevas de un cañón que hay un poco más al sur,” empezó ella.

            “Conozco esas cuevas,” rugió Katamari. “Por allí se dirigía Sui.” Espoleó a su caballo y desapareció entre los árboles.

            Kuma miró hacia Katamari, frunciendo el ceño irritado, y luego se subió en su caballo. Extendió una mano hacia Genjiko. “Puedes compartir mi silla de montar,” dijo. “Tu magia nos ayudará contra lo que nos enfrentemos.”

            Sin decir palabra, Genjiko aceptó la mano de Kuma, colocándose suavemente en la silla tras él. El Cangrejo salió galopando, metiéndose entre el espeso bosque tan rápidamente como podía.

            “Eres un hábil jinete,” comentó ella.

            “Aprendí de mi madrastra,” contestó él, ojos fijos en el desigual camino que tenía ante él.

            “¿La madre de Katamari?” Contestó Genjiko.

            Kuma se rió. “Pocos se imaginan que somos hermanos tan rápido,” dijo.

            “Lucháis como hermanos,” dijo ella, “entre vosotros y contra el enemigo.”

            Kuma volvió a reír. “Algunos días pienso que Yakamo lo mandó para probar mi paciencia.”

            “¿Y quién es Sui?” Preguntó ella.

            “Mi esposa, y una magistrada también,” dijo Kuma.

            “¿Mandas a tu esposa sola a luchar contra los bandidos?” Preguntó Genjiko.

            “Mi esposa fue entrenada en las Tumbas Kitsu,” contestó Kuma. “Se puede proteger a sí misma, y tiene a Seppun Saito para defenderla.”

            “¿Un magistrado Seppun?” Preguntó Genjiko. “¿Qué hace un Seppun en Kakita Bogu?”

            “Que extraño,” contestó Kuma. “A menudo Saito me hace la misma pregunta.”

 

 

            Para cuando Kuma cogió al caballo más veloz de Katamari, la batalla ya había empezado. Katamari se movía al borde del viento, nage-yari girando en una mano mientras iba de un bandido al siguiente. Seppun Saito le seguía como podía, el obeso Seppun jadeando inconfortablemente mientras golpeaba al enemigo con su espada.

En el centro del campo de batalla, como una roca inmóvil entre el movido océano, estaba Sui. Kuma se quedó otra vez asombrado de los bella que era su esposa cuando hacía magia. Ella mantenía sus manos en su costado, girando entre una fantasmagórica neblina. Sus ojos relucían dorados, llenos del poder de sus ancestros. Aquél bandido que se la acercaba demasiado, retrocedía gritando al enfocar ella su magia hacia él, aplastando el alma de cada hombre bajo el peso de su propio deshonor.

Al tirar de las riendas de su caballo para que se detuviese, Kuma se dio cuenta de que Genjiko ya no estaba sobre la silla de montar. Sintió una ola de calor pasar rápidamente por encima suyo, y levantó la vista para ver a Genjiko flotar con alas de fuego. Las alas quemaban todo lo que tocaban, mientras ella volaba sobre los bandidos, bañando con sus largas plumas cada hombre, y dejando cáscaras calcinadas tras ella.

“¡Rendios!” Ella rugió con una voz sobrehumana. “¡Someteros a la Justicia del Emperador!”

            Los bandidos empezaron a huir ante los magistrados, dejando caer sus armas y dirigiéndose a ponerse a salvo en el bosque. Un hombre simplemente dejó caer su lanza, extendió sus manos, y pidió clemencia. Genjiko aterrizó ante él, su llameante aura desapareciendo, y le agarró del cuello con una mano.

            “¿Donde está?” Le preguntó. “¿Donde está tu señor?”

            El hombre solo la miró y se ahogaba sin poder hacer nada, sus ojos saltones por el terror.

            “¿Donde está al que servís?” Volvió a preguntar. Ella extendió su otra mano, mostrando la palma de su mano. El ojo abierto empezó a arder con una pálida luz blanca. El bandido gimió al empezar a caerle por el rabillo de un ojo un delgado hilo de sangre.

            “De una manera u otra, hoy tu alma vuela libre,” siseó Genjiko. “Tu eliges cuanto dolor la acompaña. Dime lo que quiero saber.”

            Katamari detuvo su caballo junto a Genjiko, mirando a la Inquisidora con expresión dulce. Saito miró a su alrededor, confundido, obviamente incómodo con la tortura a la que ella sometía al hombre. Kuma se adelantó y empezó a decir algo, pero se cayó al oír una sola y palabra en voz baja.

            “Detente,” dijo Sui. Ella se puso tras el bandido y miró hacia Genjiko, sus dorados ojos llenos de tristeza y preocupación.

            Genjiko le hizo una mueca burlona a Sui. “Él desafía la ley del Emperador,” dijo ella. “Tengo el derecho a impartir justicia.”

            “La justicia sin compasión no tiene sentido,” contestó Sui. Puso una mano sobre el hombro del bandido y pronunció una palabra mágica. Los ojos del hombre se pusieron en blanco y suspiró, su cuerpo cayendo sin fuerzas ante Sui.

            Genjiko parpadeó sorprendida. “Le has matado,” susurró. “¡No hemos aprendido nada!”

            Sui solo sonrió, sus ojos fijos en algo que solo ella podía ver. “Su espíritu me habla ahora,” contestó ella. “Se arrepiente de sus crímenes, como tantos hacen cuando se enfrentan a la eternidad. Me promete decirme lo que queremos saber, siempre que rece por su alma.”

            “Ya veo,” contestó Genjiko, metiendo sus brazos dentro de sus mangas. “Entonces pregúntale que ha sido del que lideraba su banda.”

            “Va y viene,” contestó Sui con voz distante. “Ha encontrado y entregado la cuarta máscara a su señor.”

            “Eso no puede ser,” dijo Genjiko, su voz quebrándose. “Por todas las Fortunas, dime que el espíritu no ha dicho esas palabras.”

            Desapareció el brillo en los ojos de Sui, mostrando los extraños ojos naranjas de un Kitsu. Sus hombros se hundieron, y frunció el ceño con tristeza a Genjiko. “Lo siento, pero los espíritus no me mienten,” dijo ella. “Lo que se ha dicho es la verdad, la que él sabía.”

            “Entonces tenemos poco tiempo,” susurró Genjiko. “Debemos actuar rápidamente, o el Imperio se ahogará en un océano de sangre.”

            Saito se rió nervioso. “¿Por qué sois los Fénix siempre tan melodramáticos?” Preguntó.

            “¿Por qué sois los Seppun siempre tan idiotas?” Dijo Genjiko, mirándole con desdeño.

            Saito frunció el ceño, su mano moviéndose como un reflejo hacia su espada. Algo en la mirada de Genjiko hizo que su mano se apartase de la espada.

            “Saito, Genjiko, por favor,” dijo Kuma, poniéndose entre los dos. “Luchando entre nosotros no sirve para nada.” Se volvió hacia la Inquisidora. “Genjiko, explícate, por favor. ¿Qué está pasando? Dijiste que estos bandidos trabajaban para un maho tsukai.”

            “No solo un tsukai, sino un Portavoz de la Sangre,” contestó ella con voz fría. “Al servicio de Mohai.”

            El nombre dejó silencio tras su estela durante varios largos segundos. Fue Katamari el que primero habló, inclinándose hacia delante sobre su silla, mientras se mesaba la barba al pensar. “Mohai,” repitió. “¿El asesino que asoló el Imperio durante la Guerra Contra la Oscuridad?”

            “Eso no fue nada,” contestó Genjiko. “Cuatro máscaras sellan la Tumba de Iuchiban, y ahora Mohai las posee todas. Sin duda ahora va a soltar al Sin Corazón sobre el Imperio por tercera vez.”

            “Entonces debemos detenerle,” contestó simplemente Katamari.

            “¿Detenerle?” Preguntó Genjiko, mirando incrédula a Katamari. “Es Mohai. Ese hombre destroza ejércitos con un movimiento de su mano.”

            “Entonces que tu ejército empiece con nosotros,” contestó Kuma.

 

 

            “Fuimos estúpidos,” susurró Kuma, acurrucándose en una esquina de la habitación. “Ese día nos condenamos, Saito.”

            El Seppun miró a Kuma con una expresión paciente y en calma. “No estoy tan seguro,” dijo Saito. “Considerándolo todo, las cosas no han ido tan mal. Cálmate. Reponte. Esos fueron días oscuros, está claro, pero una vez que te repongas, creo que el dolor no será tan grande.”

            “Quizás…” dijo Kuma, aún mirando fijamente hacia delante con expresión aturdida. “Quizás solo necesite recordar.”

            “Cuéntame más, Kuma-san,” dijo el Seppun. “Dime como encontramos la Tumba de Iuchiban…”

 

Continuará…