Iluminada Locura, 6ª Parte

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

Hace Cuatro Años…

 

            “Cuéntame un cuento,” dijo el extraño, sonriendo desde el otro lado de la pequeña hoguera.

            Haru se rió en alto, sorprendido por la extraña petición. El viejo ermitaño no había cuestionado la llegada del extraño. Tan dentro de las Montañas del Crepúsculo, tenía pocos visitantes. Por supuesto que esa era una de las razones por las que había venido aquí, para alejarse de los vicios de la sociedad, y meditar sobre la pureza de lo que hay más allá. Aún así, era bueno ver de cuando en cuando a otra persona, por lo que Haru había compartido de buena gana su fuego y su desayuno con el extraño.

Por la pinta del hombre, era un sohei, uno de los monjes guerreros del Templo de Osano-Wo. Su cuerpo estaba recubierto de pies a cabeza con gruesas vendas. Una hatijo de paja estaba en el suelo, que parecía que lo había dejado sin preocuparse, pero siempre lo tenía cerca de su mano, cuando podía haber sido fácilmente dejado en carro del sohei. Haru había visto antes esos hatijos. Muchos sohei los usaban para llevar armas a través de fronteras provinciales sin llamar la atención. La mayoría de magistrados no se preocuparían de registrar a hombres sagrados. Haru siempre había encontrado a los sohei la clase más rara de monjes – abrazaban la paz de Shinsei, pero disfrutaban con la violencia y el combate. La dicotomía les hacía difíciles de entender para la mayoría de la gente, y Haru no era una excepción.

“¿Estás intentando inventarte un cuento?” Preguntó el sohei. “¿O es que no me has oído?”

            “La verdad, estaba intentando ignorarte educadamente,”  dijo Haru, masticando un trozo de carne. “No soy un buen cuentista.”

            “Eres demasiado modesto,” contestó el extraño. “He visto a demasiados cuentistas profesionales que no dejan que una falta de talento les detenga.”

            “Es muy posible que eso sea así,” admitió Haru con algo de humor, “pero creo que mis historias no te interesarían. Llevo demasiado tiempo alejado del mundo. Mis cuentos son viejos y aburridos, y habitualmente duran demasiado.”

            “Conozco ese tipo de cuentos,” dijo el sohei. Se quedó en silencio durante un momento. A la luz del fuego, Haru se dio cuenta de que sus ojos tenían un extraño color dorado, como nunca antes había visto. Oscuros dibujos cruzaban los pequeños trozos de piel visible alrededor de sus ojos – cicatrices, o quizás tatuajes. “Si desease escuchar historias sobre Rokugan, estaría allí,” dijo el sohei. “Cuéntame una historia sobre estas montañas. He oído que están encantadas. Seguro que sabes algo.”

            Haru levantó una plateada ceja, y pensó un poco. “Es así,” dijo. “He oído decir que una terrible maldad nació aquí, el mayor de todos los demonios. También nació aquí, si es que una cosa así puede morir alguna vez.”

            “¿Has ‘oído decirlo’?” Preguntó el sohei. “¿Quién lo dijo?”

            “Shinsei,” contestó Haru.

            “Por supuesto,” dijo el sohei. “El Pequeño Maestro tenía que estar presente cuando fue herido mortalmente el Primer Oni.”

            Haru miró con temor al sohei. “No dije el nombre de la criatura. ¿Has oído hablar del Primer Oni?”

            El sohei se encogió de hombros. “Solo rumores. Solo lo suficiente como para que me picase la curiosidad. Cuéntame más. ”

            Haru miró con recelo al extraño. Algo en sus formas era verdaderamente perturbador. No le quitó el ojo al hombre mientras rellenaba su taza de una cercana bota, y luego prosiguió. “El Primer Oni era el más poderoso de todos los demonios,” dijo Haru. “Iba en la vanguardia del ejército del Kami Oscuro. Se decía que su poder era ilimitado. Podía alterar su forma cuando quería, volviéndose grande o pequeño, según fuese necesario. Su sangre corrompía la tierra allí donde cayese. Ningún arma podía dañarle, ningún guerrero podía vencerle, excepto uno bendecido con el poder de los Divinos Cielos.”

            “Que poderoso héroe debía de haber sido Shiba, para derrotarle,” dijo el extraño.

            “A costa de su propia vida,” contestó Haru. “Shiba y el Primer Oni se hirieron de muerte mutuamente. El demonio vino aquí, donde había nacido, para morir en las profundidades de la tierra.”

            “Pero los oni no están confinados en sus cuerpos,” dijo el sohei. “¿No tendría que haber vuelto su espíritu a Jigoku, para esperar una oportunidad de retornar a este mundo?”

            “Yo… no lo sé,” dijo Haru. La conversación estaba empezando a hacer que se sintiese incómodo.

            “En el monasterio, nos enseñaron que todos los oni deben coger los nombres de otros, o no pueden existir en este reino,” comentó el extraño. “¿A quién piensas que le tomó su nombre el Primer Oni?”

            Haru se encogió de hombros. “Nunca había pensado en eso,” contestó. “Sabes mucho sobre demonios para ser un sohei.”

            “Conoce el mal para que puedas luchar mejor contra él,” dijo el sohei con voz excitada. “¿Quieres oír mi teoría?”

            Haru gruño indiferente, sin querer alentar al raro extraño, pero sin querer arriesgarse a enfadarle.

            “Pienso que el Primer Oni llevaba el verdadero nombre de Fu Leng,” dijo el extraño, “el nombre que ningún mortal puede saber. Por eso es por lo que solo se le llama el ‘Primer Oni,’ ya que su verdadero nombre no puede ser dicho. Por eso era tan poderoso, ya que su poder emanaba del poder sin barreras de Fu Leng. Por eso nunca ha vuelto al reino de los mortales, porque su señor también está atado más allá de este reino.” El sohei se volvía más excitado al meterse en el tema, gesticulando con énfasis mientras hablaba.

            “Entonces tenemos suerte de que Fu Leng esté muerto, y que nunca pueda volver,” dijo Haru con una risa nerviosa. “¿No te parece que hace demasiado calor para esta época del año, o soy solo yo? Creo que nos va tocar un invierno duro.”

            “De todas las lecciones que Fu Leng nos ha enseñado, recuerda esta,” pensó en voz alta el sohei. “La muerte no es eterna.”

            “Esa frase no me es familiar,” dijo, intentando que no apareciese una aterrorizada tartamudez en su voz. “¿Quién lo dijo?”

            “Un incomprendido poeta Cangrejo,” contestó el sohei, mirando a su alrededor con una expresión pensativa. “Un hombre adelantado a su tiempo. Un hombre que entendía demasiado, y se le castigó por ello. Hubiese visto el potencial de un sitio como este. Un sitio que ha visto el nacimiento y la muerte de dioses. Que se pudra.”

            Haru dejó su cuenco cerca del fuego. De repente, ya no tenía hambre.

El sohei pareció darse cuenta del cambio de humor de Haru. Suspirando, se levantó y recogió su hatillo de paja. “Te he hecho perder demasiado tiempo. Debería seguir mi camino. Mi intención es hacer mi hogar en las ruinas de Shiro Heichi. Visítame ahí, si quieres.” El hatijo se movió en su hombro; dentro, Haru se imaginó ver como se reflejaba la luz de la hoguera en la tsuba de una katana. ¿Por qué tendría un monje una katana?

            “Las montañas son peligrosas en la oscuridad,” le avisó Haru, sin saber porque intentaba mantener a salvo a este tipo siniestro.

            “N temo la oscuridad,” contestó el sohei, tirando su hatijo dentro de su carro. Haru pudo oír como chocaba contra algo grande y metálico. Con una última inclinación respetuosa, el sohei se volvió y alejó por el sendero de la montaña.

            Haru esperó hasta que el hombre se había ido, y empezó a reunir sus pobres posesiones tan rápidamente como podía. Después de todo, quizás la sociedad no era una cosa tan mala.

 

 

            Mirumoto Rosanjin miró como caía la pared de piedra en asombrado silencio. Rocas y polvo rodaba sobre la ciudad muerta del Clan Jabalí, tragándose castillos enteros, en olas de tierra hambrienta. Los goblins tatuados de Kokujin, y sus kikage zumi huían aterrorizados ante el ataque. Shugenja tatuados flotaban en el aire, intentando en vano calmar a los furiosos kami de la tierra con su magia.

            “Jianzhen,” dijo Rosanjin al silencioso espíritu que estaba junto a él. “Si durante todo este tiempo podíais hacer que las montañas cayesen sobre Kokujin, ¿por qué habéis esperado hasta ahora?”

            La cara de la shugenja Jabalí era gris y solemne. “Porque no servirá para nada,” dijo ella. “Kokujin trabaja en las cuevas que hay debajo, donde no podemos llegar. Usa la corrupción del Primer Oni para protegerse. Podríamos tirar montañas sobre él, y sobreviviría. Al final, todo esto solo servirá para molestarle y distraerle... y para destruir mi hogar ancestral.”

            “Pero tu gente no puede volver al reino mortal,” dijo Rosanjin.

            Jianzhen miró amargamente al Dragón. “¿Por lo que yo debería abandonar toda esperanza?” Dijo con un gruñido.

            “Detente,” ordenó secamente Kaelung, sin preocuparse de mirar hacia atrás, mientras estudiaba el caos de más abajo. “La Jabalí nos ha dado una oportunidad de hacerlo. Debemos actuar mientras los servidores de Kokujin están desorganizados, o no hacer nada.”

            “Kaelung tiene razón,” comentó Togashi Mitsu. “Kokujin es un oponente inteligente. Si le damos tiempo, hará que este caos se vuelva a su favor. Debemos atacar ahora, permanecer unidos, y movernos directamente a la ciudadela Jabalí. Desde allí, podremos dirigirnos hacia las cuevas, como Jianzhen nos ha dicho.”

            “No enterraremos Shiro Heichi,” dijo Jianzhen. “Dirigiros directamente hacia el Castillo, y estaréis a salvo.”

            “Cuestiono la lógica de dirigirnos hacia una avalancha, especialmente con este criminal,” dijo Rosanjin, asintiendo hacia Kaelung.

            “Entonces quédate aquí con el fantasma, Mirumoto,” contestó Kaelung. “No te echaremos de menos.”

Con eso, Kaelung saltó desde su saliente, aterrizando ágilmente en el camino que había mucho más abajo. Mitsu y Matsuo solo estaban un paso detrás, ambos moviéndose rápidamente sobre las piedras. Rosanjin descendió tras ellos, gruñendo frustrado, mientras miraba como los ise zumi rápidamente se alejaban. Los tres tenían el beneficio de los tatuajes mágicos que aumentaban su velocidad y reflejos. Rosanjin solo tenía su habilidad natural y entrenamiento. Matsuo miró hacia atrás cuando se dio cuenta de que el samurai se había quedado atrás, pero Rosanjin solo grito a Matsuo que siguiese corriendo.

            Justo entonces, Rosanjin sintió un cosquilleo en la base del cráneo. No era infrecuente entre los Dragón que aquellos que no tenían el don de la magia, que poseyesen alguna conciencia del mundo de los espíritus. En los bushi, este talento estaba enfocado hacia la habilidad de detectar cuando se estaba usando magia. Rosanjin miró rápidamente hacia arriba, y vio a dos de los shugenja tatuados flotar hacia los ise zumi. Ambos estaban cantando, brazos levantados hacia el cielo, mientras oscuras nubes se reunían sobre ellos. Rosanjin sacó su arco en un rápido movimiento, y disparó dos flechas, golpeando a cada hombre en el cuello. Continuó corriendo, ignorando los cuerpos que cayeron a tierra a ambos lados del camino.

            Mitsu, Matsuo, y Kaelung ya habían entrado en el castillo. Un alto kikage zumi se había dado cuenta de su entrada, y estaba ondeando un dai tsuchi, mientras intentaba reunir a los desorganizados goblins para dar caza a los intrusos. Rosanjin dejó caer el arco, y se tiró sobre el hombre, desenvainando ambas espadas en el aire, y golpeando con ellas en un vicioso corte cruzado. Los gritos del kikage zumi terminaron en un breve y angustioso chillido, al cortarle Rosanjin en cuatro trozos. Rosanjin rodó, y terminó agachado ante las puertas de Shiro Heichi. Miró a su alrededor, y vio docenas de ojos inhumanos fijos en sus espadas gemelas. Los bakemono de Kokujin ahora pasaban de los muros de piedra que caían alrededor de ellos. No les quedaba nada, salvo su odio hacia este arrogante Dragón.

            Los pensamientos de Rosanjin volvieron hacia su entrenamiento. En situaciones como esta, muy superado en número, solo había una cosa que podía hacer un guerrero. Fanfarronear, y esperar que saliese bien.

            “¡Soy Mirumoto Rosanjin, hijo de Mirumoto Yuyake, Señor de la Montaña de Hierro!” Gritó descaradamente, sin siquiera estar seguro de sí los goblins le entendían. “¡Derroté a Shiba Tejin en la Batalla de la Garganta del Viento! ¡Estuve junto a Tamori Shaitung en la batalla de Nieve y Fuego! ¡Estas espadas llevan la marca de Togashi Nyoko y en once siglos, nunca han conocido la derrota!” Adoptó una postura Niten, wakizashi baja y paralela al suelo, katana en alto por encima de un hombro. “Las únicas puertas que vosotros pasaréis hoy son las puertas de Jigoku.”

            Los goblins de Kokujin no retrocedieron, pero ahora la duda brillaba en sus ojos.

            Eso era todo lo que Rosanjin necesitaba.

            Atacaron, y Rosanjin soltó un triunfante grito de batalla.

 

 

            El sonido de la batalla resonó por los pasillos cercanos a la mazmorra. El suelo tembló, mientras las montañas de encima se movían y temblaban. Aún encadenado a la pared, Togashi Satsu se preguntó que estaba pasando encima de ellos. ¿Podían estar de alguna manera involucrados Matsuo y los demás, o era que su situación estaba empeorando?

Durante todo eso, Kokujin continuó golpeando sin parar el ensangrentado yunque. Su cara, antes retorcida con una sonrisa maníaca, ahora era solemne e inexpresiva. Satsu podía ver ahora que Kokujin estaba murmurando algo en voz baja, una y otra vez, con cada golpe de su martillo. Al pie del yunque, Tamori Chieko estaba sobre un charco de sangre. Su pecho aún se movía al respirar, de alguna forma aferrándose a la vida, a pesar de la tortura que el malvado hombre tatuador la habían inflingido.

            “No pareces tan confiado como antes, Kokujin,” dijo Hitomi Hogai con un bajo gruñido. Tiró violentamente de sus cadenas, haciendo que Kokujin levantase la vista. Inmediatamente, volvió a enfrascarse en su trabajo, su labio retorcido en una mueca.

            “Hoy morirás, Kokujin,” añadió Hogai, volviendo a tirar de sus cadenas.

            “No, Hogai,” dijo Kokujin con voz clara. “Hoy no moriré. Eso al menos me ha sido prometido.”

            “¿Por quién?” Preguntó Satsu.

            “Por tu abuelo,” dijo Kokujin con una amarga risa. “Cuando me nombró su heredero.”

            “Verdaderamente, estás loco,” susurró Satsu.

            “La verdad es verdad, y no se puede cambiar,” dijo Kokujin, levantando su katana para volver a estudiarla a la luz del foso de llamas. “Soy un tamashii, heredero del Campeón Dragón. Es por eso por lo que Mitsu temía enfrentarse a mi. Es por eso por lo que Hitomi buscó mi ayuda. ¿Quién mejor para saber como aguantar el peso del poder divino que Kokujin?”

            “¿Qué es un tamashii?” Preguntó Hogai, mirando a Satsu. “¿De qué está hablando?”

            “Mentiras,” dijo Satsu, mirando aún hacia Kokujin, sin poder creerle. “Todo es mentira.”
            “Eso es lo que siempre he odiado del Clan Dragón,” dijo Kokujin suspirando. “Os mentís incluso a vosotros mismos. Envueltos en tantos secretos, ¿no es extraño que tengas tantas dificultades para alcanzar todo tu potencial, Satsu? He dominado el poder de dos dioses. En mi, la corrupción de Fu Leng y la iluminación de Togashi encuentran su equilibrio. Soy mi propio señor, dispuesto a elevarme a un nivel de poder que no puedes empezar a entender. Ni siquiera te puedes liberar de tus cadenas. Que triste.”

            “Encuentro triste que te llevase tantos años forjar dos espadas,” ladró Hogai.

            “Creo que muy pronto te darás cuenta de que he estado ocupado en otras cosas,” contestó Kokujin. “He matado a muchos Dragones desde que encontré el Yunque, y está claro que me llevó algún tiempo dominar el arte de forjar armas. Forjé diez Espadas de la Vergüenza, cada una nacida de las almas de héroes que pudieron ser. Le di unas cuantas a mi amigo Daigotsu. Él hará que caigan en manos de gente apropiada.”

            “¡Hablas demasiado Kokujin!” rugió Hogai, volviendo a tirar de sus cadenas. “Cuando los otros te buscaban, ¿les aburriste hasta matarlos, como ahora?”

            “Tu honestidad me avergüenza, Hogai,” dijo Kokujin. “Tienes razón. Las palabras no prueban nada. Es el momento de la acción. He terminado.” Kokujin estudió la siniestra katana negra que había forjado con una sonrisa de satisfacción. Levantó el wakizashi igual, de donde estaba, y fue hasta la parte delantera del yunque. Puso sus manos en una postura parecida a la Niten, y miró hacia Chieko. “Dos espadas, forjadas con la divina sangre de incontables Togashi y la negra sangre de las Montañas del Crepúsculo. Llevó el Cielo y el Infierno en mis manos. Ahora dime el nombre, y nuestro pacto quedará sellado.”

            “No puede hablar, loco,” dijo Satsu. “Se muere.”

            “No le estoy hablando a Chieko, primito,” dijo Kokujin, mirando aún al Yunque de la Desesperación. “Te siento. Me puedes oír. Uno más, y el pacto quedará sellado… Dime ahora el nombre.”

            Satsu se dio cuenta de lo que Kokujin había estado susurrando mientras forjaba la espada. “Dime el nombre…” Una y otra vez. “Dime el nombre…”

“Dime el nombre,” susurró Kokujin. Puso la hoja del wakizashi contra el cuello de Chieko.

            “¡NO!” Gritó Satsu. El joven Dragón sintió una subida de poder creciendo en su pecho. Kokujin trastabilló hacia atrás, como si le hubiese golpeado alguien. Miró hacia Satsu, los ojos abiertos, sorprendido. Satsu gritó al correr el dolor por su cuerpo. Se quedó colgando, desvanecido, de sus cadenas.

“Excelente,” dijo Kokujin, una muestra de respeto en sus ojos. “Empiezas a dominar el poder de tu abuelo. Sorprendente, pero no imprevisto. Como mis espadas, las cadenas que te atan fueron forjadas usando el acero corrupto de estas minas. Si lo intentases otra vez, es posible que no tengan tanta piedad.” Fue hacia Chieko, la katana levantada. “Aunque lo puedes intentar.”

            Tras él, las puertas de la mazmorra se abrieron de golpe. Tres monjes tatuados entraron corriendo en la cámara. El más grande lanzó su ono hacia Kokujin. El hacha se clavó fuertemente en la espalda de oscuro hombre tatuado. Kokujin gruñó de dolor, se quedó de rodillas, y luego cayó de bruces contra el suelo de piedra.

 “Eso ha sido rápido,” dijo Togashi Matsuo, mirando incrédulamente hacia Kokujin. “Creía que Kokujin lucharía algo más.”

            “¡Mitsu! ¡Matsuo!” Exclamó Satsu al reconocer a sus rescatadores. “¡Chieko está malherida!”

            Matsuo asintió y corrió hacia el yunque, pero Mitsu le agarró del brazo. Matsuo le miró confundido. El viejo monje tatuado agitó en silencio su cabeza, sus ojos fijos sobre el caído cuerpo de Kokujin.

            “Eso no es suficiente para matarle, chico,” dijo Kaelung, avisándole. “Intentaba quitarle uno de sus brazos.”

Las oscuras sombras de la mazmorra empezaron a moverse y retorcerse alrededor de los tres hombres, congelándose en seis figuras de los tatuados hombres de Kokujin. Estos eran diferentes de los demás. Parecían más fuertes, más confiados. Matsuo boqueó al reconocer a su líder. Era Kobai, el hombre al que había visto matar Rosanjin hacía solo unos días.

Kokujin echó la mano hacia atrás, cogió el mango del hacha de Kaelung y la arrancó de su espalda, brotando una fuente de negro líquido. Se pudo en pie, sangre cayendo por su barbilla, y tiró el hacha hacia un lado. Cuando fue a por sus espadas, la abierta herida de su espalda empezó a curarse. “¿Qué es lo que siempre te he dicho, Kobai?” Preguntó Kokujin.

            “Nunca asumas que el enemigo está muerto,” contestó Kobai. “Hasta que hayas devorado su corazón.”

            “¿Son estos los últimos?” Preguntó Kokujin.

            “Excepto por el Mirumoto que hay arriba, y por el monje que huyó,” contestó Kobai. “También trajeron un fantasma con ellos, pero ella no puede entrar.”

            “Bien,” dijo Kokujin, señalando hacia Mitsu con su espada. “Traedme sus corazones.”

 

 

Hace Nueve Años…

 

            Kokujin estaba agachado sobre un montón de ladrillos, cerca del borde del sitio donde un día habría un gran templo. Dio vueltas y vueltas a un trozo de descolorido jade entre sus dedos. Un vez, había sido una insignia de un Cazador de Brujas. Ahora era solo un juguete. “Tu plan es impresionante, Daigotsu,” dijo el hombre tatuado.

            Daigotsu miró sobre su hombro hacia Kokujin, brazos cruzados plácidamente sobre su amplia túnica. Una sonrisa maliciosa apareció en la cara del atractivo hombre. “¿Crees que soy demasiado ambicioso, Kokujin-san?” Preguntó. El yojimbo de Daigotsu, Kyoden estaba en silencio al lado del futuro Señor Oscuro, en su armadura de ébano.

            La frente de Kokujin se arrugó. “No creo que exista demasiada ambición,” contestó. “Cada vez que creo entender la naturaleza del universo, esa naturaleza cambia. Una vez pensé que Togashi era inmortal, pero murió. Una vez creí que Hitomi era una chica estúpida que llevaría a su clan a la destrucción. Ahora gobierna los Cielos. Hace un año, tú eras un peón en manos de los Portavoces de la Sangre. Ahora intentas gobernar las Tierras Sombrías.” Kokujin miró a su alrededor, a las docenas de samurai Manchados y campesinos que hacían su trabajo, dándose prisa en construir la Ciudad de los Perdidos de Daigotsu.

            “Pretendo mucho más que eso,” dijo suavemente Daigotsu. “He estudiado la magia Tsuno. Todos los Reinos de los Espíritus son uno. Todo lo que necesito es encontrar los pasadizos adecuados, y Fu Leng será devuelto al sitio que le pertenece en el corazón de Jigoku. Incluso podríamos mandarle a los Divinos Cielos si quisiéramos.” Daigotsu rió. “Imagínatelo. Imagínate la cara de la Dama Hitomi cuando vea al Kami Oscuro ante sus puertas. ¿Crees que le invitaría a tomar el té?”

            Kokujin frunció el ceño, pensativo. “Me gustaría estar ahí para verlo,” dijo. “¿Crees que es posible? ¿Podría yo entrar en los Divinos Cielos?”

            Daigotsu se encogió de hombros. “Todo es posible, Kokujin-san,” dijo. “Personalmente, no deseo ir. Soy mortal. Mi sitio está aquí.”

            “Yo soy inmortal,” dijo Kokujin. “No tengo un sitio.”

“Ya,” dijo Daigotsu con una paciente sonrisa. “¿Has decidido si permanecerás en la ciudad, mi amigo?”

            “Creo que no,” dijo Kokujin. “Nuestras aventuras han sido divertidas, Daigotsu-san, pero tengo cosas que hacer en Rokugan.”

“Por supuesto,” contestó Daigotsu. “No te estoy pidiendo, amigo mío. Sé que tiene tus propios planes, y mientras no entren en conflicto con los míos, te deseo suerte. Siempre serás bienvenido en la Ciudad de los Perdidos.”

            “Muchas gracias,” dijo Kokujin. “Este sitio parece bastante interesante.”

            Un grasiento hombre pequeño se adelantó de las hordas de Perdidos, y habló en voz baja a Daigotsu durante unos minutos. Kokujin le reconoció, era Omoni, la miserable pequeña criatura que se había escapado del campamento de Portavoces de la Sangre junto a Daigotsu y Kyoden. Era un extraño y pequeño hombre, que poseía una extraña habilidad para alterar la carne de criaturas Manchadas. Usaba sus habilidades para crear terribles bestias que sirviesen los deseos de Daigotsu, pero con la misma frecuencia, los usaba para divertirse, tullendo o matando onis menores o goblins. Omoni era una criatura mezquina, perturbada y patética. Le gustaba a Kokujin.

Mientras Daigotsu y Kyoden se alejaron para supervisar la construcción de otra parte de la ciudad, Omoni se acercó encorvadamente a Kokujin. “No necesitas eso,” dijo Omoni, mirando sospechosamente al trozo de jade en la mano del hombre tatuado. “Mientras sirvas lealmente a Daigotsu, no debes temer la locura de la Mancha. Deja que te consuma, amigo. ¡Renace en su gloria!”

            “Quizás en otro momento,” dijo Kokujin. “Mientras tanto, cuéntame sobre estos nuevos bakemono que has creado.”

            Omoni sonrió satisfecho, enseñando una boca llena de afilados dientes. Nunca estaba tan contento como cuando alguien le pedía hablar sobre su arte.

 

 

            El tatuaje de Matsuo cambió, para convertirse en la forma del dragón de escarcha, largos anillos girando sobre su pecho y brazos. Cogiendo aliento, soltó una nube de viento helado hacia los dos hombres tatuados más cercanos. Cada uno saltó en una dirección diferente, evadiendo fácilmente el ataque de Matsuo. Uno cayó cerca, agachado; Kaelung soltó una salvaje torta a la cara del hombre, que le mandó trastabillando hacia atrás, solo para fundirse en las sombras.

            Kokujin Kobai se tiró sobre Mitsu, dedos extendidos en afiladas garras. Mitsu esquivó hacia un lado, aunque su atacante dibujó una delgada línea roja en su brazo derecho. Mitsu se giró y le dio una rápida patada al torso de Kobai. Kobai rió, y se disolvió entre las sombras al pasar la pierna de Mitsu a través de él.

            Mientras tanto, Kokujin ignoró a los intrusos. Prestó su atención a Chieko. “Dime el nombre,” repetía una y otra vez.

            “Kokujin les ha dado el poder de la luna creciente,” gritó Kaelung.

“¡Hay demasiadas sombras!” Gritó Mitsu. Vomitó una nube de ardiente llama, momentáneamente erradicando las sombras, y haciendo que, temporalmente, los servidores de Kokujin retrocediesen.    

            “¡Luchar más cerca de la luz!” Contestó Kaelung. Pasó al lado de los sombríos hombres tatuados, hacia el borde del foso de fuego. Al seguirle, sus figuras se volvieron más substanciales. Una apareció, y golpeó la espalda de Kaelung con un ancho cuchillo. Kaelung se giró y esquivó el golpe, y llevó al hombre a la luz por el cuello. Con un húmedo chasquido, tiró el cadáver al foso de fuego. Mitsu aterrizó junto a Kaelung con una ágil voltereta. Soltó otra llamarada al aterrizar, consumiendo al atacante que le había seguido.

De repente, Matsuo se dio cuenta que los cuatro que quedaban no querían acercarse a Mitsu y Kaelung a la luz, rodeándole. El tatuaje de su pecho tomo la forma de un águila; Matsuo saltó sobre las cabezas de sus enemigos, cerrándose en una ágil voltereta, y poniéndose de pie al borde del foso de llamas. Los ojos del joven ise zumi se abrieron mucho al ver que el agujero no era un poco profundo foso lleno de combustible. Era un hueco sin fondo, hirviendo con furia volcánica. Matsuo rápidamente dio dos pasos hacia atrás, se volvió, y se encontró justo ante Kokujin.

            Los ojos de Kokujin se cerraron un poco. “Dime el nombre,” repitió, apuntando su katana al pecho de Matsuo.

            Matsuo sintió como su pie rozaba algo metálico. Buscando cualquier arma, rápidamente cogió lo que fuese. Para su sorpresa, se encontró sujetando un par de espadas doradas. Las espadas no pesaban en sus manos; el acero zumbaba y vibraba como si estuviese vivo.

            El Daisho de Togashi.

            “Chico, ¿has usado alguna vez unas espadas?” Preguntó Kokujin, burlándose de Matsuo.

            Matsuo frunció el ceño y atacó a Kokujin, blandiendo las espadas salvajemente. Perezosamente, Kokujin se hizo a un lado, y golpeó con su wakizashi, dejando una profunda herida en la mejilla izquierda de Matsuo. Levantó su katana en un golpe salvaje que hubiese partido en dos al chico por el torso, sino hubiese zancadilleado Kaelung a Matsuo por detrás. El sohei dio una patada a Matsuo en el estómago, haciendo que rodase por el suelo.

            “¡No te puedes enfrentar a Kokujin, Matsuo!” Rugió Kaelung, cogiendo su hacha del suelo. “¡Déjamelo a mi!” Kaelung saltó hacia Kokujin con su hacha.

            “Me adulas,” contestó Kokujin, cogiendo la pesada hacha entre sus cruzadas espadas. “¿Quién eres?”

            Matsuo se puso de rodillas, gimiendo, limpiándose la sangre de sus ojos con su antebrazo. Se apoyó pesadamente sobre la katana de Togashi, apenas dándose cuenta de que estaba usando uno de los más preciados nemuranai de su clan como bastón. La punta de su espada se hundió un centímetro en el suelo de piedra, haciendo que recobrase el sentido.

            “¡Estate atento, chico!” Gritó Hitomi Hogai, haciendo sonar sus cadenas. “¡Más problemas!”

            Matsuo levantó la vista rápidamente. Kokujin Kobai salió de las sombras, largas garras goteando con la sangre de Mitsu. Matsuo se recostó contra la pared, y levantó la katana de Togashi.

            “Suelta la espada antes de que tu incompetencia nos insulte a los dos,” dijo Kobai suspirando.

            “La puedo usar bastante bien,” dijo Matsuo. “Mira.” Con eso, Matsuo se volvió y cortó las cadenas de Hogai de un solo golpe.

            “¡Si!” Gritó el loco Hitomi. Los ojos de Kobai se abrieron aterrorizados, pero antes de que pudiese fundirse con las sombras, Hogai le había cogido por los hombros con su ancha mano, y le había lanzado de cabeza a la pared. Kobai gruñó y cayó inconsciente.

            “¡Libera al Señor Satsu, Matsuo!” Gruñó Hogai mientras iba hacia Kokujin. El gran guerrero corrió por la mazmorra, girando alrededor de sus muñecas las rotas cadenas.

            Matsuo corrió hacia Satsu. Usando su wakizashi, cortó las cadenas que sujetaban las muñecas de Satsu. “¡Venid, Satsu-sama!” Dijo Matsuo. “¡Debemos derrotar a Kokujin!” Ofreció a Satsu el dorado daisho.

            Con una resuelta expresión, Satsu aceptó las doradas espadas.

            En el momento en el que sus manos tocaron las empuñaduras, se derrumbó.

 

 

            El alma de Togashi Satsu flotaba en las intemporales profundidades del vacío.

            “Abuelo,” susurró Satsu, aunque en su corazón no estaba seguro si escucharía una contestación.

            “Estoy aquí,” contestó una voz profunda, resonando con la sabiduría de la eternidad.

            Satsu no dijo nada durante un momento.

            “¿Estás sorprendido?” Contestó Togashi. “¿No te han dicho que cuando recuperases mis espadas, mi sabiduría también sería tuya?”

            “Debo confesar que me resultaron difíciles de creer esas historias,” contestó Satsu. “¿Como puede estar la sabiduría dentro del acero?”

            “No puede,” dijo Togashi. “Las espadas son solo un símbolo. Era la prueba que tenías que soportar para recuperarlas la que te ha traído la sabiduría. Todo ha pasado como debía ser.”

            “No entiendo, abuelo,” dijo Satsu. “No veo sabiduría aquí, solo fracaso. He llevado a mis seguidores a su muerte o a algo peor. ¿Todo ha sido en mi beneficio? ¿Cómo puedo aceptar eso? Su sangre está en mis manos. Ningún poder vale eso, ni sabiduría, nada.”

            “¿Qué gran maldad podría ocurrir si ignoras su sacrificio?” Contestó Togashi.

            “No lo puedo aceptar,” dijo Satsu. “No aceptaré que era el destino de Chieko ser torturada. No puedo creer que después de una vida de servicio, era el destino de Akuai que su alma fuese consumida por un oscuro artefacto.”

            “Aquellos a los que amas morirán. Esto no se puede cambiar,” dijo Togashi. “Recae sobre ti el asegurarte que sus muertes no son en vano.”

            “¿Como?” Preguntó Satsu. “No soy un líder como lo fuiste tú. No puedo ver el futuro, como tu hacías.”

            Togashi rió. “Nunca vi el futuro, Satsu. No en la forma que tú quieres decir. Solo vi pautas en el pasado que se convertían en inevitables conclusiones, reflexionadas durante incontables años de experiencia. El único destino que no podía predecir era el mío propio. Es imposible para cualquier criatura, mortal o inmortal, ver claramente su propio destino.”

            “¿Es por eso por lo que tan pocas veces bajabas de tu montaña?” Preguntó Satsu. “Porque cada vez que interferías, el futuro se volvía el tuyo propio.”

            “Bastante sagaz para un chico que dice no tener sabidurías,” dijo Togashi.

            “La única sabiduría que he obtenido es que nunca podré liderar el Clan Dragón,” dijo Satsu. “No soy el hombre que tú fuiste.”

            “Eres todo lo que yo fui, y más,” dijo Togashi. “Somos uno.”

            Satsu frunció el ceño. “¿Qué quieres decir, abuelo?”
            “Después del Día del Trueno, tu padre se convirtió en el mayor enemigo de Hitomi,” dijo Togashi. “¿No te pareció raro que llevó al Dragón de vuelta a su lado? Fuiste tú el que cambió todo esto, Satsu. El día que naciste, tu madre hubiese muerto, igual que tú. Yo llevé a Hitomi al lado de tu madre. Todo lo que quedaba de mi alma, esperando dentro de Hitomi, pasó a renacer dentro de ti. Adquiriste la fuerza para sobrevivir, fuerza que compartiste con tu madre. Ese es tu poder, Satsu. El poder de alterar el destino.”

            “¿Entonces no soy real?” Preguntó Satsu. “¿Solo soy una sombra tuya?”

            “No he dicho eso,” contestó Togashi. “Eres Satsu, hijo de Hoshi. Somos dos seres, pero seguimos viviendo en un alma. Somos ambos mortales e inmortales, ambos divinos y humanos. He vivido en las esquinas de tu alma, paseado por tus memorias, pasado por tus sueños. Eres un hombre sabio y noble, Satsu. Llevas honor a mi nombre. Eres mi verdadero heredero.”

            “Pero no puedo blandir el poder de los dioses, como antes tú lo hacías,” dijo Satsu.

            “Pides demasiado,” contestó Togashi. “Tu poder refleja el mío, y mi poder aumentaba y disminuía según la necesidad.”

            “Creo que la situación es horrible, abuelo,” dijo Satsu. “Pero no siento poder.”

            “No,” contestó Togashi. “Aún no has visto algo horroroso. Espera.”
            “¿Qué está a punto de pasar?” Preguntó urgentemente Satsu. “¿Cual es el plan de Kokujin?”

            “¿No está claro?” Contestó Togashi. “Pretende convertirse en un dios.”

 

 

            Kokujin se apartó de Kaelung, lanzó su wakizashi al aire, cogió una de las cadenas giratorias de Hogai, y tiró fuerte. El gran guerrero Hitomi trastabilló y cayó contra Kaelung, pronunciando una maldición, mandando a los dos al suelo. Kokujin cogió su wakizashi y la envainó bajo su obi.

            Cuando miró hacia arriba, vio a Togashi Mitsu esperándole, de pie sobre los cuerpos caídos de los dos últimos servidores de Kokujin. Tenía el martillo de herrero de Kokujin con ambas manos, preparado para el combate.

            “Mitsu,” dijo Kokujin, sujetando su espada de ébano sobre su cadera.

            “Esto dura demasiado,” dijo Mitsu, girando alrededor del tatuado loco.

            “Es posible que no te lo creas, pero estoy de acuerdo,” contestó Kokujin. “Después de cuarenta años deambulando por este reino, apenas he aprendido algo. He visto a niños maleducados ascender a la divinidad, mientras que yo no he cambiado. He visto al Imperio aclamar a débiles como tú como salvadores, cuando siempre has sido una marioneta. Eso pronto cambiará. Todo lo que necesito es un alma más. ¿Tu alma? ¿La de Chieko? No importa.” Kokujin miró a su alrededor. “¡Ahora dime el maldito nombre y habré terminado!”

            “Dices que no has cambiado, pero estás equivocado,” dijo Mitsu. “Estás incluso más loco.”

            Kokujin se tiró sobre Mitsu con su sombría espada. La espada golpeó el martillo de acero con una lluvia de chispas. Kokujin rió impaciente, y enterró una rodilla en el estómago de Mitsu. Mitsu soltó su mano izquierda del martillo, y golpeó con fuerza el mentón de Kokujin. Kaelung se levantó y golpeó por detrás a Kokujin. Kokujin se agachó, y rodó hacia un lado, dejando que el hacha errase por milímetros la cara de Mitsu.

            “¡Cuidado!” Gruñó Mitsu.

            “Lo siento,” dijo Kaelung sin sinceridad, mientras buscaba a Kokujin.

“¡Ahora o nunca, demonio!” Gritó Kokujin, retrocediendo ante Mitsu y Kaelung y mirando hacia Hogai mientras este se levantaba. “¡En un momento tendré que huir de estos estúpidos, y tu oportunidad se habrá perdido! ¡Aún hay tiempo! ¡Dime el nombre y nuestro pacto estará completo!”

Un sombrío susurró pasó por los túneles bajo Shiro Heichi, y una voz sobrenatural pronunció una sola palabra. Más tarde, nadie podría verdaderamente recordar lo que había sido pronunciado – nadie excepto Kokujin. El oscuro hombre tatuado chilló encantado, y fue hacia el Yunque de la Desesperación, levantando su katana para dar a Chieko un golpe mortal.

            Chieko había desaparecido.

            Togashi Satsu estaba al otro lado del yunque, sujetando el daisho de Togashi en una postura Niten. Una amarga sonrisa estaba pintada en su cara.

            “Matsuo ha escapado con la que ibas a sacrificar,” dijo Satsu. “Nuestros shugenja la curarán, igual que ella lo hizo con Hoshi Wayan.

            “¡Kokujin-sama!” Dijo Kobai, cojeando hacia su señor, y mirando con odio hacia Satsu. “Aún les puedo alcanzar. Puedo moverme entre las sombras, y traerla de vuelta.”

            “No, Kobai-san,” dijo Kokujin, mirando furioso a Satsu. Mitsu, Kaelung, y Hogai fueron hacia Kokujin en un amplio círculo. “Mi primito tiene razón. Chieko se ha perdido para nosotros.”

“Has perdido, Kokujin,” dijo Satsu. “Suelta esas malditas espadas y es posible que aún nos mostremos piadosos contigo.”

            “O no,” añadió Kaelung.

            “No he perdido,” dijo Kokujin. Con un rápido movimiento, cogió a Kobai por el cuello, y le tiró sobre el Yunque de la Desesperación. Levantando en alto su negra katana, Kokujin la insertó en el pecho de Kobai. Kobai chilló por última vez, mientras su sangre se derramaba sobre el Manchado acero.

            Un ensordecedor estruendo, más sonora que cien truenos, resonó por las Montañas del Crepúsculo. Un brillante fuego estalló sobre Kokujin, cegándole por un momento. El suelo tembló alocadamente bajo sus pies. Con una risa loca, se dio cuenta de que el fuego sobre él era la luz del sol. La montaña se había partido en dos. Shiro Heichi se había roto en dos. Piedras rotas y escombros cayeron sobre ellos. El suelo se abrió, alejando a Satsu de Kokujin. Hogai gritó aterrorizado al desaparecer en la oscuridad parte del suelo donde estaba de pie. El oscuro hombre tatuado ahora estaba sobre una larga columna de piedra, junto al Yunque de la Desesperación, espadas levantadas, triunfante. Con un gran salto, Mitsu y Kaelung aterrizaron a ambos lados de su isla, preparados para atacar. A Kokujin ya no le importaba.

            “¡Kokujin!” Gritó Kaelung. “¿Qué en Jigoku has hecho?”

            “¿Jigoku?” Preguntó Kokujin, mirando hacia el sohei. “Jigoku es exactamente lo que he hecho.”

            Un quebradizo siseo cortó el aire junto a ellos. Un gran portal negro se abrió, desde las profundidades de la sima hasta el cielo. El olor podrido de rancia carne les envolvió. Gotas de oscuro líquido corporal se derramaron, y cayeron hacia el cielo. Un húmedo y burbujeante rugido surgió de las profundidades del portal. Un liso y rojo tentáculo apareció en el portal y se enrolló alrededor del borde. Su piel llena de ampollas, se retorcía como una membrana estirada sobre incontables pequeñas criaturas al tensarse el órgano, arrastrando una carnosa cabeza del tamaño de un pequeño castillo desde la oscuridad. Su boca sin labios estaba abierta, goteando pus y bilis alrededor de desiguales colmillos. Docenas de carnosos soportes de ojos se movían en su cuero cabelludo, mirando las pequeñas figuras que tenía debajo, con un extraño aire de indiferencia.

            “Togashi Mitsu,” dijo Kokujin con voz excitada. “Te presento al Primer Oni.”