Iluminada Locura, 7ª Parte

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

            La última orden de Togashi Satsu a Matsuo se repitió en la mente del joven ise zumi.

            “Llévate a Chieko de aquí, Matsuo, tan rápido como puedas. Fracasa, y Kokujin triunfa.”

            Togashi Matsuo abrió con una patada las puertas de Shiro Heichi y salió hacia el camino de montaña. Tamori Chieko colgaba desmayada en sus brazos, su cara pálida por la pérdida de sangre. La tierra a su alrededor estaba cubierta de cadáveres de los bakemono tatuados de Kokujin. Más allá, en el camino, podía oír gritos de dolor de bestias, y el chocar del acero. Se movió en silencio hacia los sonidos del combate, parando en la curva del paso para mirar.

            Allí, docenas de goblins tatuados y un puñado de hombres tatuados se agolpaban hacia el punto más estrecho del paso. Ante ellos estaba Mirumoto Rosanjin, sus dos espadas en alto, rajando a todo aquél que osase enfrentarse a él. En su tierra, Rosanjin era el gran maestre del dojo de la Montaña de Hierro. La habilidad con la espada que hoy mostraba hacía obvio que no era un título vacío. Aún ningún enemigo le había dañado seriamente, aunque si armadura estaba pintada con la sangre roja y negra de sus enemigos. Sus gritos de batalla eran retadores, pero Matsuo podía ver que los golpes del maestro de esgrima se estaban volviendo más lentos, su respiración más trabajosa. Muy pronto, el cuantioso número de enemigos doblegarían incluso a Rosanjin.

            Matsuo se detuvo un momento mientras consideraba ayudar a Rosanjin en su lucha. No. No podía. La vida de Chieko dependía de él, y su deber hacia su Señor Satsu era lo más importante. El tatuaje en el pecho de Matsuo tomó la forma de un ciempiés. Matsuo sintió fuerza y energía fluir por sus miembros. El mundo pareció ralentizarse. Corrió en dirección opuesta a Rosanjin, hacia las rugosas montañas. El camino era menos seguro, pero no se tendría que preocupar de correr por en medio de la horda de Kokujin, o de incluso ser golpeado accidentalmente por el propio Rosanjin en medio la furia de la batalla. Matsuo se detuvo al borde de un alto acantilado, buscando desesperadamente cualquier saliente o camino que pudiese coger.

            La tierra empezó a temblar violentamente bajo los pies de Matsuo. Cayó de rodillas para evitar perder el equilibrio y dejar caer a Chieko. Un sonoro retumbar resonó desde dentro de las montañas, seguido de un crujido increíblemente sonoro. Matsuo miró hacia atrás para ver el pico de la montaña tras Shiro Heichi romperse en dos. Una columna de energía negra irrumpió desde la tierra entre las dos mitades, estirándose hacia el cielo. Un húmedo y chirriante rugido resonó por las montañas.

            “¿Qué está pasando?” Susurró Matsuo, mirando confuso mientras pálidos y elásticos tentáculos empezaron a salir de la negra columna.

            “No tenemos mucho tiempo,” susurró Chieko. “Me tienes que sacar de aquí.” Matsuo la miró, sorprendido de que aún estuviese consciente. Sus ojos se habían vuelto a cerrar. Su cabeza se apoyó contra el pecho de Matsuo.

            La tierra volvió a temblar. Grietas empezaron a extenderse por la piedra bajo los pies de Matsuo. Un cercano saliente de roca era la superficie segura más cercana, pero el salto era más grande que cualquiera que hubiese intentado antes Matsuo. Con una rápida plegaria a las Fortunas, reunió fuerzas, y saltó hacia el vacío.

 

 

            Hitomi Hogai estaba tendido en la oscuridad y gemía. Su cabeza le dolía con violencia, y el dolor de su espalda era aún peor. Se apoyó sobre un brazo, y se limpió el polvo y los escombros de su pecho, y luego buscó a su alrededor alguna señal para saber donde estaba. El brillo de un ardiente fuego iluminaba las cavernas a su alrededor. Un borboteante rugido resonó desde algún sitio, muy por encima suyo. Hogai se asomó al borde del saliente donde había caído. El abismo caía una distancia imposible. Mucho más abajo, la sangre volcánica de la tierra fluía por un ardiente río. La nariz de Hogai ardía por el olor a azufre. Rápidamente se sentó hacia atrás en el saliente, cubriendo su nariz y su boca mientras buscaba a su alrededor una forma de salir de allí.

            “¿Satsu?” Gritó Hogai. “¿Mitsu? ¿Estáis ahí?”

            “Estoy aquí,” contestó la voz de Togashi Satsu. El hijo de Hoshi estaba agachado en un pequeño nicho, unos metros por encima, en la pared de la fisura. Sus brazos estaban cruzados sobre sus hombros, sosteniendo una de las espadas de su abuelo en cada mano. Su cabeza estaba inclinada, como rezando o meditando.

            “¿Estáis herido, Satsu-sama?” Preguntó Hogai.

            “Estoy bien,” contestó Satsu. Su voz era más profunda de lo normal. Más fuerte. Sobre ellos, el borboteante rugido resonó otra vez.

            “¿Qué es ese ruido?” Preguntó Hogai. Se aferró contra la pared con una mano al temblar la montaña. “¡Parece un demonio!”

            “Un engendro del Primer Oni,” contestó Satsu.

            “¿Engendro?” Replicó Hogai.

            “Creía que antes fuiste un Cangrejo, Hogai,” dijo Satsu.

            “Solo mataba oni,” contestó Hogai. “Dejaba a los Kuni su estudio.”

            Satsu asintió. “Los Oni realmente no existen en el reino de los mortales,” explicó. “Solo pueden existir en los Reinos de los Espíritus más abstractos, como Tengoku y Jigoku. Aquellos que roban o les son dados el nombre de un habitante del reino de los mortales, pueden crear engendro, versiones menores de ellos mismos, para causar estragos en este reino. Este demonio lleva el nombre de Fu Leng. Su sangre es veneno. Su toque derrite carne y hueso. Es imparable.”

            “Entonces no hablemos más,” dijo Hogai. “¡Salgamos de esta fosa y ataquemos al demonio! ¡Que Kokujin suelte a todos los habitantes de Jigoku contra nosotros, no derrotará al Clan Dragón!” Hogai miró a su alrededor para encontrar una vía segura para salir escalando de la fosa, sin encontrarla.

            “No actúes impulsivamente, Hogai,” dijo Satsu, mirando hacia arriba. “Necesito una vida para reunir fuerzas. No nos podemos enfrentar al engendro del Primer Oni sin estar preparados. Incluso cuando estemos listos, será difícil.”

            Otro ensordecedor rugido hizo temblar la montaña. Hogai levantó la vista, y luego volvió a mirar a Satsu. “Si esa criatura solo es el engendro, odiaría ver al verdadero demonio.”

            Satsu agitó su cabeza. “El verdadero Primer Oni marcha con el ejército de Fu Leng contra las fuerzas del Cielo. No vendría hasta aquí aunque pudiese. Aún así, su engendro es lo suficientemente mortífero. Cuando Fu Leng fue desterrado hace once siglos, el Primer Oni estaba demasiado débil como para enviar a su engendro a este reino. Cada vez que lo intentaba, los Shakoki Dogu luchaban contra él. Durante más de mil años ha habido un equilibrio entre el demonio y los espíritus de estas montañas, impidiendo que ninguno triunfase sobre el otro. Ahora eso ha cambiado… Kokujin ha usado el Yunque de la Desesperación para darle al demonio un festín de sangre y muerte y ayudar a su resurrección.”

            “Kokujin está más loco de lo que imaginábamos,” dijo Hogai.

            “Este no es un acto de destrucción aleatorio,” dijo Satsu. “Creo que Kokujin ha hecho un trato con el Primer Oni. Una vez que haya entrado totalmente en nuestro mundo, el oni permitirá a Kokujin entrar en los Divinos Cielos.”

            “¡Donde los dioses y las Fortunas le matarán!” Dijo Hogai con un rugido.

            “No menosprecies a Kokujin,” contestó Satsu. “Tan loco como pueda estar, no actúa sin un plan. Era el destino de Kokujin, hace tiempo, el convertirse en el vehículo del poder de un dios. Quizás aún planea cumplir con su destino, pero en sus propios términos.”

            Hogai miró a Satsu con curiosidad. “¿Por qué no nos dijisteis todo esto antes, Satsu-sama?”

            Satsu miró hacia Hogai. Sus ojos ahora brillaban con una poderosa luz dorada. Sus tatuajes se movían y cambiaban por su cuerpo. “Por que antes no lo sabía,” contestó.

            “¿Qué os ha pasado, mi señor?” Preguntó Hogai, su voz llena de asombro.

            “Mi abuelo está con nosotros,” contestó Satsu, o pareció hacerlo. Tan pronto como habló, las palabras abandonaron la mente de Hogai, dejando solo impresiones de lo que había sido dicho. “Su sabiduría y su poder se eleven y disminuyen según las necesidades, pero pocas veces ha sido nuestra necesidad mayor.” Satsu se arrodilló y cerró sus ojos en profunda concentración. “Quiero que lleves algo a Togashi Mitsu,” dijo.

“Hai,” dijo Hogai. “¿Qué es–” Hogai terminó la pregunta con un grito de asombro al salir al vacío Satsu. Hogai intentó gritar para avisarle, pero cuando vio lo que pasó, las palabras se helaron en su garganta.

 

 

            El Primer Oni era totalmente distinto a cualquier cosa que Mitsu hubiese visto, y para un hombre que había visto y hecho tanto como Togashi Mitsu eso era bastante asombroso. Su cuerpo se cambiaba y transformaba a cada momento, carne líquida agitándose y hirviendo hacia nuevas formas, al parecer aleatoriamente. Un instante era una masa de ondulantes tentáculos y una carnosa cabeza con una corona de ojos sobre pequeños pistilos. Al momento siguiente adoptaba la forma de un enorme gigante de piel gris, largos cuernos enroscándose desde sus sienes. El demonio se levantó lentamente, trabajosamente, desde la siniestra columna negra de energía que le había dado el ser. La criatura rugió con dolor e ira, como si el proceso de entrar en el reino mortal le dañase.

            La aparición de la criatura había roto la montaña en dos, y destrozado la mazmorra donde los guerreros Dragón se habían enfrentado a Kokujin. Ahora quedaba una única plataforma de piedra de la mazmorra de Shiro Heichi. Kokujin estaba en el centro, sobre el Yunque de la Desesperación, negras espadas sujetas en cada puño. Mitsu estaba a un lado, mirando hacia el demonio, impresionado. Kaelung estaba detrás de Mitsu, hacha agarrada en ambas manos mientras miraba a Kokujin con temor.

            La enormemente grotesca cabeza del Primer Oni se volvió para mirar a los tres hombres tatuados. Un solo ojo se despegó de su ensangrentada frente, mirando a los hombres. Su iris de color verdoso se enfocó sobre Kokujin.

            “¡Ataca!” Gritó Kokujin, apuntando sus espadas hacia Mitsu y Kaelung.

            El ojo de la criatura se volvió hacia Mitsu y Kaelung. Un gran furúnculo le salió en el cuello, vomitando un larguilucho brazo que terminaba en una mano con garras. Mitsu dio una voltereta hacia un lado al golpear hacia ellos la mano. Kaelung saltó bajo el brazo, tirándose justo cuando la palma de la mano golpeó la piedra. Un sonoro siseo resonó cuando el demonio dejó su mano sobre la plataforma. Cuando levantó su apéndice, quedó detrás la huella de una mano sobre tierra y piedra derretida.

            “Por los Truenos,” maldijo Mitsu, poniéndose en pie y mirando al demonio con pavor. “Kaelung, ¿como luchamos contra una cosa así?”

            “¡Hablando no!” Le devolvió Kaelung, golpeando ciegamente la mano del demonio con su hacha cuando esta se levantaba. El filo del hacha se rompió contra su elástica piel. Una amplia boca, llena de dientes, se abrió en el torso del demonio cerca de donde desaparecía en el portal, y una negra y húmeda lengua batió con furia hacia Kaelung. El sohei levantó su hacha para desviar el golpe; el tentáculo rompió el mango en dos. La mano del demonio volvió a dirigirse hacia Kaelung, garras muy abiertas.

            “¡No!” Gritó Kokujin al demonio, haciendo que la mano se detuviese a un metro de Kaelung. “No mates a ese. Solo haz que no luche más.”

            Kaelung intentó hacerse a un lado, pero fue demasiado lento. La mano del demonio se cerró y golpeó con el dorso a Kaelung, tirando al sohei de la plataforma. Kaelung cayó al abismo maldiciendo con furia. Giró la mitad de su hacha que tenía filo con un solo y poderoso golpe mientras caía, enterrando el hacha en la piedra, y deteniendo su caída.

            “¡Kaelung!” Gritó Mitsu, mirando hacia el sohei.

            “¡Encuentra una forma de detener al maldito demonio!” Le gritó Kaelung.

            Mitsu asintió. Se volvió para enfrentarse a Kokujin, puños preparados en una posición de Kaze-do.

            Kokujin solo sonrió, poniendo la hoja de su katana sobre sus hombros. Tras él, el engendro del Primer Oni se retorció y giró. “Mitsu,” dijo Kokujin, señalando a Mitsu con su wakizashi. “A eso no lo puedes matar.”

            El demonio chilló y extendió una docena de afiladas garras hacia Mitsu. Mitsu saltó, tosiendo una nube de llamas mientras lo hacía, para intentar quemar los apéndices del demonio. Dio una voltereta hacia atrás, lejos del borde de la plataforma, agarrándose al borde con una mano mientras los apéndices del oni le pasaban por encima. Mitsu se incorporó con un brazo y miró a la sonriente cara de Kokujin. Las garras en forma de garfios del Primer Oni, sus afilados apéndices, y sus pistilos de ojos le rodeaban por todos lados, todos ellos moviéndose inexorablemente hacia Mitsu.

            “Por las Fortunas,” susurró Mitsu.

            “Las Fortunas no están escuchando, Togashi Mitsu,” le contestó la burlona voz de Kokujin. “Mientras hablamos, los ejércitos de Jigoku entablan la guerra contra las Fortunas. ¿Cómo pueden los ejércitos del cielo salvar a unos cuantos patéticos mortales, cuando no pueden ni siquiera guardar sus propias fronteras? Se ha acabado la época de los viejos dioses. Se ha acabado la época del Imperio. Ahora dime donde se ha llevado tu amigo a Tamori Chieko.”

            “¿Chieko?” Dijo Mitsu, burlándose del oscuro hombre tatuado mientras se incorporaba desde el borde de la plataforma. “¿Qué te importa?”

            “¡Dime, Mitsu!” Rugió Kokujin. “Si no lo haces, el Primer Oni te echará a un reino de tanto dolor que necesitarás siete vidas para soportarlo todo. Pero si me ayudas, seré misericordioso. Pronto me convertiré en un dios. No me puedes decir que no deseas estar otra vez junto a un dios.” Kokujin le hizo una mueca burlona a Mitsu.

            “Nunca,” dijo Mitsu, volviendo a adoptar una postura de Kaze-do.

Kokujin suspiró. “No hay razón para tanta obstinación,” dijo, agitando su wakizashi, irritado. “Nuestra lucha ha acabado, Mitsu. Togashi no quiso detenerme. Hitomi no pudo detenerme. Hoshi pasó, y Satsu es demasiado débil. He ganado. El Clan Dragón ha sido derrotado.”

            “Ya le has oído, Kokujin,” dijo una profunda voz tras Mitsu. Dijo ‘Nunca.’

            Kokujin levantó la vista, más allá de Mitsu, y su cara palideció. Incluso los inquietos apéndices del Primer Oni se retrajeron por un momento al brillar una luz dorada por el cráter. Mitsu miró hacia atrás, sobre su hombro, con cuidado para no perder a Kokujin de vista. Flotando en el aire tras él había un delgado dragón en forma de serpiente, bañado por doradas llamas. Sus ojos le eran familiares.

            “¡Satsu!” Exclamó Mitsu.

            “Dices que el poder del cielo no puede ayudar a los mortales,” rugió desafiante Satsu. “¿Estás ahora tan seguro, Kokujin?” Con eso, el dragón echo hacia atrás su cabeza y respiró una columna de pura llama blanca. El fuego envolvió a los agitados apéndices del Primer Oni, haciendo que el demonio gritase de dolor. Las garras en forma de ganchos, los tentáculos llenos de espinas, y carnosos brazos, todos fueron hacia la nueva amenaza, pero Satsu se alejó tan rápidamente como pez en el agua. Su fuego apenas hacia más que quemar la piel del Primer Oni, pero la extraña sensación de dolor era una ofensa que no podía ignorar.

            “¡Lucha, Mitsu!” Rugió Satsu, volando mientras esquivaba por el aire. “Retendré al demonio cuanto pueda.”

            “¡Demonio idiota!” Gritó Kokujin, alejándose temeroso de Mitsu. “¡Ignora a Satsu! ¡Es un truco Dragón!”

            El Primer Oni no obedeció la orden de Kokujin, concentrándose en la brillante serpiente y en el doloroso fuego celestial que escupía una y otra vez. La montaña tembló al enfurecerse el Primer Oni. Llamaradas surgieron del abismo. El cielo resonó con rojos relámpagos. La montaña empezó a fracturarse y caer a su alrededor, aunque la plataforma donde Kokujin y Mitsu estaban permaneció intacta.

            “¡Mitsu!” Gritó Hitomi Hogai, trepando por el borde de la plataforma.

            “¡Hogai, ayuda a Kaelung!” Mitsu le gritó, esquivando hacia un lado justo cuando las espadas de Kokujin cortaron el aire donde acababa de estar.

            “¡Hai!” Gritó Hogai, corriendo hacia donde Kaelung aún colgaba de la pared. “¡O!” Se detuvo un momento, y sacó algo de su obi. “¡Mitsu, coge estos!” Hogai tiró algo, y luego saltó de la plataforma hacia Kaelung.

            Mitsu esquivó otro ataque de Kokujin y cogió lo que Hogai acababa de tirarle. Rodó, se giró, y se puso en pie para enfrentarse a Kokujin blandiendo el dorado daisho de Togashi.

            Los ojos de Kokujin se entrecerraron al enfrentarse a Mitsu. Sobre ellos, el Primer Oni luchaba contra Satsu, que había adoptado la forma de un llameante dragón. Debajo de ellos, la tierra escupía piedras derretidas en furiosa ira. Alrededor de ellos no había nada excepto el vacío. Kokujin levantó sus espadas de ébano y se enfrentó a Mitsu en una postura de daisho.

            “Perfecto,” dijo el loco hombre tatuado con una siniestra sonrisa.

 

 

            “¡Jianzhen!” Gritó Matsuo desde el pico de una montaña que rápidamente se desmoronaba. “Jianzhen, ¿donde estás?”

            Matsuo miró hacia abajo con temor. Las montañas alrededor de Shiro Heichi estaban rápidamente derrumbándose. Por un momento, casi le parecía como si los terremotos le perseguían, cazándole en su loca carrera hacia la salvación. Ahora, la tierra era algo más estable, aunque podía ver al demonio desde aquí. Continuaba sacando mas y mas de su masa a través del negro portal, llenando el cielo con su asqueroso cuerpo. Un lustroso y flameante dragón surcaba el aire a su alrededor, esquivando los violentos golpes del demonio, y atrayendo su ira. Matsuo se preguntó de donde había llegado el dragón, pero no lo cuestionó. Cualquier aliado era bienvenido.

            “¡Jianzhen!” Volvió a gritar, su voz resonando por las montañas. Cuando ella apareció, las montañas dejaron de temblar alrededor suyo.

            “Estoy aquí, Dragón,” dijo Jianzhen, apareciendo de la nada frunciendo el ceño. Su cara estaba pálida y desolada.

            “Jianzhen, debes ayudarme,” le pidió Matsuo, cayendo de rodillas, y dejando a Chieko suavemente en el suelo. “Está malherida. ¡Tu magia la puede salvar!”

            “¿Ayudarte?” Dijo Jianzhen, incrédula. Sus manos se transformaron en puños. “¿Qué han hecho tus amigos en Shiro Heichi?” Demandó ella. “¡No habéis destruido el Yunque de la Desesperación como prometisteis, y ahora el Primer Oni ha vuelto a conseguir un asidero en este reino! ¡Nos habéis condenado a todos, Matsuo! ¿Por qué debería ayudarte? ¿Por qué debería ayudar a esta chica?”

            “No debo morir,” susurró Chieko. “No debo morir…”

Jianzhen miró a Chieko, y sus ojos negros se abrieron mucho. Miró hacia Matsuo incrédula. “¿Qué le ha pasado a esta chica? Hay una profunda herida en su alma, como si parte del alma hubiese sido cortada.”

            “Estuvo encadenada al Yunque de la Desesperación,” dijo Matsuo. “Kokujin usó su sangre para forjar sus espadas.”

            “Por lo que su alma es ahora parte de su oscura creación,” dijo Jianzhen. “Un cruel destino, pero poco hay que yo pueda hacer. El Yunque de la Desesperación está alimentado por el poder del propio Primer Oni. No hay magia que pueda curar eso.”

            “Ninguna magia que tu tengas,” contestó Matsuo, “¿pero y la de los Shakoki Dogu? Se han enfrentado a ese demonio durante siglos. ¿No salvaron a tu clan de un destino similar?”

            “No sabes lo que pides, Matsuo-san,” dijo Jianzhen, su cara seria. “Mi clan vive una muerte andante. Mejor que la matases, y dejar que pasase hasta Yomi. Si viene conmigo, media alma permanecerá perdida en las espadas de Kokujin, y la otra media deambulará por las sombras con mi clan.”

            Chieko se sentó. Sus ojos estaban lúcidos a pesar del dolor. “Pero con los Shakoki Dogu, permaneceré libre,” dijo. “Quizás si soy un poco libre, puedo llevar algo de paz a las almas totalmente atrapadas en las espadas de Kokujin… Quizás un día puedan ser libres.”

            “Muy bien,” dijo Heichi Jianzhen. Diminutas figuras de piedra aparecieron de la tierra y las rocas a su alrededor, como si siempre hubiesen estado allí. Matsuo miró a Chieko por última vez.

            “Lo has hecho bien, Matsuo,” susurró ella. “Ahora puede aún haber esperanza…”

            “¿Para las almas en las espadas de Kokujin?” Preguntó él.

            “Si,” dijo Chieko. “Y para el alma que las maneja...”

Fue entonces cuando Matsuo se dio cuenta de que una de las figures de piedra le miraba a él directamente, como irritado por su presencia. Matsuo hizo una reverencia a las criaturas y se alejó, dejando a los sirvientes de los Shakoki Dogu hacer su trabajo.

 

 

            Togashi Mitsu tenía una reputación por su lengua vivaz y un extraño sentido del humor, incluso en los momentos peores. Kokujin igual, pocas veces dejaba pasar una pelea sin dejar de incordiar y burlarse de su oponente. Ahora, cuando los dos hombres tatuados se enfrentaban entre si, ninguno dijo una palabra.

            Espadas doradas y de ébano resonaban las unas contra las otras, haciendo caer chispas al vacío. Ojos oscuros fijos con odio implacable. Cada golpe era una combinación perfecta de fuerza y habilidad, pero todos eran evitados o desviados por el otro. Kokujin y Mitsu, los dos tamashii más poderosos eran completamente iguales.

            Al continuar la batalla, la furia del Primer Oni creció. El hinchado cuerpo de la criatura ahora tapaba el cielo. Satsu continuaba revoloteando alrededor suyo, aunque el creciente demonio le dejaba menos espacio para maniobrar cada vez. Las montañas seguían temblando y cayendo alrededor de ellos. Mitsu se preguntó si eso era debido al oni o a la ira de los Shakoki Dogu, los espíritus de la tierra que habían mantenido al demonio a ralla durante tantos siglos.

            Mitsu esquivó la katana de Kokujin, y levantó sus espadas para desviar un golpe del wakizashi del loco. De repente, Kokujin gritó de dolor y rodó hacia atrás. Una brillante ralla de sangre cayó por el brazo de Kokujin. La destrozada hacha de Kaelung estaba ahora a los pies de Mitsu. Mitsu levantó la vista para ver a Kaelung y a Hogai sobre un saliente que se desmoronaba rápidamente. Kaelung le gritó algo a Mitsu, pero no pudo escuchar sobre el caos que había a su alrededor.

            Fue entonces cuando Mitsu se dio cuenta de que las fuerzas que habían destrozado el castillo y habían partido Shiro Heichi en dos, aún no había tocado la plataforma donde luchaban Kokujin y él. Era una columna perfecta de sólida piedra en medio del caos. Era imposible. Y ahí, en el centro de la plataforma, estaba el Yunque de la Desesperación.

            Kokujin le hizo una mueca burlona a Mitsu, la herida de su brazo curándose ya. Una mirada de preocupación cruzó su cara. “¿Qué planeas, Mitsu?” Preguntó Kokujin. “Sea lo que sea, ¡déjalo y lucha contra mi!”

            Mitsu no le escuchaba. Kokujin solo estaba perdiendo el tiempo; estaba claro. Mitsu envainó el daisho de Togashi y pasó corriendo cerca de Kokujin. De un fuerte impulso, levantó el Yunque de la Desesperación sobre su cabeza, y corrió hacia el borde de la plataforma.

            “¡No!” Rugió Kokujin, tirándose hacia Mitsu con sus espadas levantadas.

            Mitsu le esquivó hacia un lado, mientras el wakizashi de Kokujin hizo una larga y profunda herida en su espalda. Giró con una complicada maniobra de molinillo, golpeando a Kokujin en el pecho con el lado puntiagudo del Yunque. El oscuro hombre tatuado chilló de dolor al continuar el yunque arrastrándole hacia delante, más allá del borde y tirándole a las profundidades del abismo. Mitsu se puso de rodillas, mirando por encima del borde para ver donde había caído Kokujin.

            Entonces, otro fuerte terremoto hizo temblar las montañas. Y la imposible columna que había sostenido el Yunque de la Desesperación quedó destrozada como una brizna en un huracán.

Togashi Mitsu cayó hacia las profundidades de la tierra.

 

 

 

            “¡Mitsu!” Gritó Hogai al ver como la plataforma donde estaba disolverse.

            “¡Deja de abrir la boca y corre, bruto!” Gritó Kaelung, dándole una patada a Hogai en el costado. 

            Hogai agitó su cabeza y se puso en pie, siguiendo a Kaelung, mientras el sohei rápidamente escaló por la mellada cara del acantilado. Las montañas habían empezado a temblar aún más violentamente, con llamaradas de fuego y piedra fundida saliendo del abismo a cada momento. Durante mil años, el Primer Oni y los Shakoki Dogu se habían enfrentado en estas montañas, en perfecto equilibrio. Los rituales de Kokujin sobre el Yunque de la Desesperación habían roto ese equilibrio, impidiendo a los Shakoki Dogu entrar en esa parte de las montañas.

            Ahora el Yunque había desaparecido, y los viejos espíritus de la montaña habían vuelto para vengarse de forma terrible. Espiras de pura roca surgieron de la tierra, creciendo hacia el cielo, y clavándose en el hinchado cuerpo del Primer Oni. Venenosos fluidos salieron de las heridas de la criatura, dejando profundos surcos en la piedra que había debajo suyo. Volcanes surgían de la baldía tierra como réplica, rociando al engendro del demonio con tierra fundida. Dentados rayos cayeron hacia el suelo, removiendo las montañas por orden del demonio. Dos antiguos y poderosos espíritus habían elegido las Montañas del Crepúsculo como su campo de batalla, y todo lo que podía hacer cualquier mortal era huir o morir en la lucha.

            Kaelung y Hogai salieron del enorme cráter que ahora estaba donde antes había estado Shiro Heichi. Las piedras estaban llenas de los restos de los bakemono tatuados de Kokujin y de los corruptos ise zumi. Otro violento temblor corrió por las montañas cuando empezaron a correr, haciendo que Hogai tropezase y cayese hacia delante en la grava.

“Maldita sea, Hitomi,” gruñó Kaelung, yendo hacia atrás y tirando de Hogai de un brazo para ayudarle a ponerse en pie. “Creía que eras de por aquí.”

            “Lo soy,” dijo Hogai, “¡pero cuando vivía aquí, las montañas no se movían tanto!”

            Kaelung frunció el ceño y volvió a correr. Hogai se puso detrás suyo, mirando a su alrededor para buscar alguna señal de que había otros supervivientes. Casi tropezó con Kaelung cuando el sohei se detuvo, una mano levantada, avisando del peligro.

            “¿Has oído eso?” Dijo Kaelung, sus ojos entrecerrándose.

            Hogai abrió su boca para contestar, pero entonces, se oyó cerca otro débil grito. Kaelung corrió hacia el borde de una profunda fisura y miró hacia abajo. Una lenta mueca burlona se extendió por su cara.

            “¿Qué pasa?” Preguntó Hogai. “¿Uno de los seguidores de Kokujin?”

            “No,” contestó Kaelung. “Peor.”

            Hogai se asomó al borde de la fisura. Mirumoto Rosanjin estaba en un saliente debajo de ellos, un saliente que se estrechaba a cada momento.

            “¡Rosanjin-sama!” Gritó Hogai. Miró hacia Kaelung. “Debemos salvarle.”

            Kaelung rió. “¿En serio?”

“¡Hogai, no le escuches!” Gritó Rosanjin desde abajo. “¡Ese hombre es un criminal!”

Hogai frunció el ceño a Kaelung y se volvió hacia la fisura. Se inclinó sobre el borde tanto como se atrevió, y extendió una mano hacia Rosanjin. El maestro espadachín casi cogió la mano de Hogai antes de que el saliente bajo sus pies se desmoronase, haciendo que cayese varios metros hacia dentro del foso. Hogai miró hacia Kaelung, desperado. Antes de que pudiese pedir ayuda, el sohei ya se estaba moviendo. Cogiendo uno de los antebrazos de Hogai, Kaelung saltó dentro del foso, y extendió su mano hacia Rosanjin. El bushi miró a Kaelung con temor. La roca bajo los pies de Rosanjin continuo rompiéndose. El maestro espadachín se deslizó unos cuantos centímetros más.

            “¡Trágate tu orgullo, Rosanjin! ¡Esta no es una forma de que muera un samurai!” Soltó Kaelung. “¡Coge mi mano!”

            Rosanjin hizo una mueca, y aceptó la mano de Kaelung. Con un poderoso grito, Hogai arrastró a los dos hombres del foso hacia el camino que era un poco más estable. Rosanjin metió sus espadas en su cinturón, y miró sospechosamente a Kaelung. El maestro espadachín y el sohei se miraron fijamente durante un largo momento, y entonces Rosanjin se relajó.

            “Te he juzgado mal, Kaelung,” dijo lentamente Rosanjin.

            “La verdad es que no,” contestó Kaelung. Golpeó a Rosanjin en la cara con el roto mango de su hacha. El maestro espadachín voló hacia atrás varios metros, y cayó inmóvil.

            Hogai miró a Kaelung asombrado. “¿Por qué has hecho eso?” Preguntó.

            “Eres fuerte, Hitomi Hogai,” contestó Kaelung, “pero dudo que me puedas seguir mientras llevas a alguien del tamaño de Rosanjin. Buena suerte, Hitomi-san. Quizás nos volvamos a encontrar.” El tatuaje de un negro ciempiés se enrolló por el cuello de Kaelung, y Kaelung desapareció.

            Hogai irritado dijo algo en voz baja, se puso a Rosanjin sobre un hombro, y siguió corriendo.

 

 

            El sol se había puesto, llenando el horizonte con esa extraña media-luz que le daban a las montañas su nombre. Humo aún salía del cráter que antes había sido Shiro Heichi. Inmensas espiras de piedra aún sobresalían de la tierra, clavándose en el hinchado cuerpo del engendro del Primer Oni. Después de horas de combate contra los Shakoki Dogu, el negro portal se había cerrado por fin, dejando los restos hinchados del demonio colgando en el aire. El Primer Oni había abandonado su intento de entrar en el reino mortal, por ahora. Satsu no había sido visto desde que había adoptado la forma del dragón, y entrado en combate con el demonio. Todo estaba extrañamente en silencio.

            En el pico de una montaña no lejos del cráter estaban Matsuo, Hogai, y Rosanjin. Habían visto el campo de batalla en afligido silencio desde su escapatoria. Finalmente, Rosanjin puso voz a las palabras que ninguno de ellos querían oír.

            “Quizás estén muertos.”

            “No puedo creer eso,” dijo Matsuo.

            “Por supuesto que no puedes,” contestó Rosanjin. “Es el deber de un Togashi ver lo que no puede ser visto, creer en lo imposible. Es el deber de un Mirumoto llevarte de vuelta a la realidad cando estás equivocado.”

            “Pero no recuerdas, Rosanjin,” dijo una profunda voz. “La razón de que los Togashi crean en lo imposible es porque lo imposible pasa con más frecuencia de lo que piensas.” Togashi Satsu subió por el borde de la montaña, delante de ellos. Era humano otra vez. Su cuerpo estaba cubierto por un fino polvo gris, pero estaba sano y salvo. Sus ojos aún brillaban de un color dorado, pero su luz era ahora más débil.

            “¡Satsu-sama!” Exclamó Hogai, cayendo en una profunda reverencia. “Me alegra veros vivo.”

            Matsuo y Rosanjin también se inclinaron. La cara de Rosanjin se oscureció, avergonzado mientras miraba a Satsu. “Mi señor, os pido perdón por dudar de vos,” dijo, su voz profunda.

            “Tu, como todos nosotros, has demostrado tu valía, Mirumoto Rosanjin,” contestó Satsu, mirando hacia el humeante cráter. “No hay necesidad de pedir perdón.”

            “Señor Satsu, ¿qué le ha pasado a Kokujin?” Preguntó Matsuo. “¿Puede haber sobrevivido?”

            Satsu miró hacia Matsuo, su cara triste. “El que preguntes esa cuestión es una respuesta en si misma,” dijo. “Por ahora, es suficiente que sus locos planes hayan sido rotos.”

            “¿Y que hay de Togashi Mitsu?” Preguntó Hogai.

            “¿Mitsu?” Contestó Satsu. “Es una leyenda entre leyendas. Si hoy ha muerto, ha muerto como un héroe. Si no lo ha hecho, ¿entonces quién puede decir cuando le volveremos a ver? Incluso con la ayuda de Togashi, no puedo decirlo con seguridad.” Satsu enderezó el dorado daisho que tenía a su cintura, y bajó por el escarpado camino de montaña, una enigmática sonrisa pintada en su cara.

Los cuatro empezaron el largo viaje de vuelta a las tierras del Clan Dragón.