Incluso Hasta la Muerte, 3ª Parte

La Prueba del Campeón de Jade

 

por Rich Wulf y Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

           

 

Una turbia masa de oscuridad se extendió del gesto de Hakai, cruzando como un rayo por los salones de Kyuden Nio. Seppun Isei agarró a Hantei Naseru por detrás, quitando al Yunque de la trayectoria de la negra energía. Los dos Asahina, Sekawa y Kimita erigieron una pared de giratorios kami del aire para desviar las sombras. Shiba Yoma saltó hacia un lado, igual que bastantes de sus guardias Shiba. El resto no tuvo tanta suerte. Cuatro bushi Shiba, dos shugenja, y un trío de cortesanos que había seguido al grupo fueron destrozados por los rayos, gritando de dolor mientras su carne se pudría y se convertía en ceniza. Un instante más tarde solo quedaban marchitos esqueletos, seda marchita, y armadura oxidada.

            “¿Qué tipo de cosa de Jigoku es eso?” Gruñó Seppun Isei, levantándose con su katana cogida con ambas manos.

            “Soy la pesadilla del Fénix,” contestó Hakai. “Soy la muerte de la que no hay retorno. Soy el Onisu de la Destrucción, Hakai. Ven y enfréntate a mí, Campeón de Jade. Yo también soy shugenja, y tu no has contestado aún a mi reto.”

            Asahina Sekawa frunció el ceño.

            Hakai lentamente sacó un par de brillantes jitte de sus túnicas, mientras avanzaba sobre los supervivientes.

            “Los jitte celestiales de Tsubeko,” jadeó Shiba Yoma.

            “Ahora son míos,” rió Hakai. “Quitármelos si podéis. ¿Puede la magia de Campeón de Jade vencer a la muerte?” Hakai hizo otro gesto, mandando una onda de choque por el aire. El escudo de aire de Sekawa se rompió en mil pedazos, lanzando al joven shugenja pesadamente contra la pared.

            “No,” gritó enfadada Kimita, poniéndose delante de su hermano. “No tenemos por que aguantar esto.”

            “Entonces no lo aguantes.” Hakai se encogió de hombros y cortó el aire con un rápido gesto. Un profundo corte rasgó a Kimita del hombro a la cadera. Cayó en una fuente de brillante sangre. No tuvo tiempo de quitarse de en medio, ni de siquiera gritar.

            “¡Maldito!” Gritó Sekawa, concentrándose e invocando un rayo de energía verde para que golpease a la criatura. Hakai desvió el hechizo con un movimiento de los jitte celestiales. Cuatro bushi Fénix cargaron contra la bestia, gritando mientras levantaban sus armas para atacar. Hakai les ignoró. Mientras cada espada pasaba inofensivamente a través de su cuerpo, los bushi Fénix caían muertos, sus vidas arrancadas por el frío tacto de Hakai. Shiba Yoma se detuvo a dos metros del Onisu, su propia espada preparada para atacar.

            “¡Retroceder, Fénix!” Gritó Hantei Naseru. “No hay victoria aquí para nosotros. No podemos derrotar a esta criatura sin un plan.”

            Yoma asintió, retrocediendo lentamente. Hakai le miró lascivamente, riéndose tontamente bajo su aliento. Levantó una vez mas su mano, preparándose a lanzar otro hechizo.

            “No,” dijo una voz desde la puerta. Un hombre encapuchado entró por las puertas de Kyuden Nio, rotas túnicas azules volando al viento.

            “¿Otro?” Preguntó Hakai. “¿Tenéis todos tanta prisa por morir?”

            “He estado muerto treinta años,” contestó el hombre. Miró a Hakai con espeluznantes ojos azules y desenrolló un pergamino de su manga.

            “Tío,” jadeó Asahina Sekawa, levantando la vista del caído cuerpo de Kimita.

            “Te conozco,” dijo Hakai, estudiando cuidadosamente al hombre. “Fuiste manchado en Volturnum. Oíste la llamada del reino oscuro, pero intentaste rechazarla.”

            Asahina Tamako agitó levemente su cabeza. “Yo creo mi propio destino,” contestó. “No quiero el poder que ofreces.”

            “Me confundes con mi señor,” dijo Hakai. “Yo no recluto. Yo no hago tratos. Solo prometo una cosa.” El Onisu volvió a levantar su garras, brillando con oscuro poder.

            Tamako asintió sin comentarios, como aceptando la oferta del oni. Tenía el antiguo pergamino en una mano, y gritó palabras mágicas. Hakai sonrió ampliamente y contrarrestó con oscuridad. El aire se espesó con invocados kami y oscuros kansen. Relámpagos amarillos restañaban entre Tamako y Hakai. Los dos se movieron hacia el otro, las energías que palpitaban entre ellos incrementando de intensidad. Las túnicas rojo sangre de Hakai se batieron y rasgaron debido al ataque de Tamako, pero la criatura no fue dañada. Tamako cayó de rodillas casi inmediatamente. Su corazón ardía en su pecho. Tras él, Naseru, Sekawa, y los demás retrocedieron de Kyuden Nio. Les había ganado el tiempo que necesitaban para sobrevivir.

            Tamako sabía que no podía derrotar a esta criatura. Fuese lo que fuese, podía sentir su poder a través de la corrupción que les unía. Hakai era más que humano; solo poder humana no le podía derrotar. Tamako podía sentir la tentación dentro de él, el poder que se le había otorgado el día que fue herido en Volturnum. La oscuridad aún estaba ahí, ofreciendo su poder.

            Después de treinta años de lucha, Asahina Tamako descansó. Tomó de la oscuridad el poder que esperaba que le permitiese derrotar a Hakai.

            “Te lo dije, viejo,” susurró Hakai. “No hay tratos.”

            Hakai dio una palmada y liberó un rayo de atroz energía blanca desde las profundidades de su putrefacto ser, consumiendo a Asahina Tamako.

 

 

            Relatos del ataque se extendieron por Otosan Uchi como fuego por los campos en la cosecha. Kaneka ya había oído cuatro versiones diferentes de lo que estaba pasando en la Aldea del Eje Sur, ninguna de las cuales se las creía totalmente. De todo lo que estaba seguro es de que muchos bakemono estaban atacando el sitio del Campeonato de Jade. Nadie sabía como habían llegado las criaturas a la zona, o quién las estaba controlando.

            Era bastante enloquecedor tener que quedarse aquí, mientras sus hermanos León luchaban contra los Tsuno hacia el oeste. Las palabras de Ginawa, el viejo guerrero que había sido más un padre que su verdadero padre, le volvieron, las palabras que había dicho cuando Kaneka se había a entrar en guerra contra el Dragón. “Kaneka,” dijo el anciano. “Los León tienen muchas espadas. Tu espada matando a un Dragón no es diferente a cualquier otra. Tu espada, descansando en el saya del Emperador, es única. Cualquier samurai puede matar a los enemigos del León. Solo tu puedes ganar el trono.”

            Las palabras eran sabias, pero pesaban demasiado en su corazón. Esperar aquí parecía cobarde. Kaneka era un hombre de acción.

            El camino hacia e trono de su padre no sería fácil. Tenía mucho que aprender.

            “¡En formación!” Gritó a los reunidos guardias Imperiales, la mayoría de los cuales eran conocidos como soldados León. “¡Formar una división y prepararos para iniciar la marcha!” La mano de Kaneka fue hacia la empuñadura de su espada. Quizás saborear una batalla aclararía su mente, y quizás diese legitimidad a su reclamación del trono. Llegar al rescate de tantos altos miembros de los clanes seguramente incrementaría su reputación. Quizás lo suficiente como para rivalizar con–

            No. Esos pensamientos no eran dignos de él. Un samurai no luchaba por ganancia personal, sea cual fuese su fin. Un samurai luchaba por el bien del Imperio. Pero... Se volvió hacia Akodo Ijiasu, su lugarteniente. “¿Qué sabemos sobre los invitados al campeonato? ¿Han vuelto ya a salvo?”

            Ijiasu agitó su cabeza. “¡La mayoría ha escapado, Kaneka-sama! Algunos permanecen cerca del terreno del torneo. Shiba Yoma, Asahina Sekawa, Yasuki Hachi...”

            Kaneka le cortó. “¿Donde está Naseru?”

            “Se le sigue echando en falta, mi señor.”

            Kaneka se rascó pensativamente su barbilla. “¿Quedan suficientes samurai, con experiencia de combate, para mandar las fuerzas en la propia ciudad?” Preguntó Kaneka.

            “A decir verdad, no, señor,” contestó Ijiasu. “La mayoría de las Legiones acompañaron a Tsudao. Solo queda un puñado de Leones y de Seppun, y la mayoría de los oficiales Seppun están en Kyuden Nio.”

            “No se puede permitir a la Horda entrar en la Ciudad Imperial,” dijo Kaneka enérgicamente. “Vosotros, seguidme a la muralla sur. Nos enfrentaremos ahí al enemigo.”

            “¿Y qué pasa con Kyuden Nio, Kaneka-sama?” Preguntó Ijiasu.

            “Mi medio-hermano Naseru se enorgullece de su ilimitada fuerza y auto-suficiencia,” contestó Kaneka. “Si fuésemos en su ayuda, lo tomaría como un gran insulto. Asumiré que todos vosotros conocéis la suerte que cae sobre aquellos que incurren en su desaprobación.”

            Solo el silencio le contestó. Kaneka asintió severamente. “Entonces cumpliremos con nuestro deber, proteger Otosan Uchi, y permitiremos a todos aquellos apostados en la Aldea del Eje Sur que cumplan también con su deber. ¡A la puerta sur!”

            Mientras los guardias le seguían, Kaneka terminó para si mismo la frase: “Y Naseru a las puertas de Jigoku.”

            Le asombraba lo fácilmente que podía dejar a un lado la moralidad cuando se trataba del bienestar de Hantei Naseru.

            Tenía tanto que aprender.

 

 

            Hantei Naseru estaba en el patio, fuera del castillo, junto a una línea de shugenja de todos los clanes, incluyendo un puñado de Seppun y de sacerdotes de clanes menores. El castillo aún retumbaba y humeaba por el duelo que continuaba dentro de el.

            Con profunda trepidación en su voz, Naseru dio la orden.

            “Destruir Kyuden Nio,” ordenó, apuntando a Kyuden Nio. “¡Que caiga el castillo sobre Hakai!”

            Isawa Minoru miró horrorizado al Yunque. “Kyuden Nio se ha erguido durante siglos,” masculló conmocionado. “Seguramente no tengamos que–”

            “¡No tenemos que dejarlo en manos de las Tierras Sombrías!” Soltó Naseru. “Soltar vuestros fuegos y derruir Kyuden Nio sobre la cabeza de la bestia.”

            “Puede haber supervivientes dentro–”

            Naseru abofeteó al hombre. “¡Dale a esa cosa una oportunidad de escapar, y no habrá supervivientes!” Gritó.

            “Haz lo que dice,” asintió Yasuki Hachi. Los shugenja Cangrejo y Dragón ya habían empezado a invocar.

            Asahina Sekawa miró al tendido cuerpo de su hermana. Apenas podía creer que estaba muerta. No había habido palabras de despedida, ni últimas bendiciones, Hakai les había negado incluso eso. Sekawa se levantó de donde estaba arrodillado, y empezó a invocar junto a los otros, su cara con una severa expresión. En seguida, los reticentes se unieron a su oración. Docenas de samurai estaban preparados en el patio, mirando hacia el castillo con inquietud al cesar los sonidos de combate dentro de el.

            Hakai apareció por las puertas Kyuden Nio. Una garra goteaba sangre negra y vísceras.

            “¡Ahora!” Gritó Sekawa.

            En el futuro, incluso los shugenja participantes en el hechizo que destruyó Kyuden Nio se verían con dificultades para describir lo que pasó. La tierra tembló, el aire se retorció, fuego y hielo irrumpieron espontáneamente, y un vacío devorador de todo se derramó, todo al mismo tiempo. Un momento, el gran castillo estaba donde siempre había estado. Al siguiente, fue totalmente consumido por una explosión de proporciones gigantescas. Muchos de los samurai que estaban cerca de la estructura salieron volando. La mayoría de los shugenja cayeron exhaustos.

            Asahina Sekawa fue el primero en ponerse en pie. Yasuki Hachi el segundo. Durante un rato, todo estaba en silencio, excepto el crepitar del fuego y los distantes sonidos de escombros cayendo a la tierra.

            Hakai se levantó de entre los escombros, un brazo colgando inerte, un profundo agujero a lo largo de un lado de su cara.

            “¿Grulla, era eso para terminar conmigo?” Gruñó la criatura, dando un paso hacia delante y mirando furioso al Campeón de Jade. “Te unirás con tu tío y a tu hermana en Jigoku.”

            “No era un ataque, demonio,” dijo Sekawa en voz baja. “Era un foco.”

            Truenos crepitaron en el cielo, anunciando un rayo que corrió hacia el Onisu. Hakai se deslizo por las sombras hacia un lado y rápidamente miró al cielo, miedo evidente por primera vez en sus rasgos. Una figura con túnicas negras flotaba sobre las ruinas de Kyuden Nio, envuelta en fuego verde y negras sombras. Truenos rugieron por segunda vez.

            “El Gran Maestro,” siseó Hakai.

            “Vete de aquí, Onisu,” gritó Naka Tokei, su voz llenando el cielo y la tierra. “A no ser que estés preparado para poner a prueba los límites de tu inmortalidad.”

            “¿Nos puedes derrotar a todos?” Preguntó Sekawa, preparándose a unir su magia al inmenso poder del Gran Maestro.

            “¿Quién dice que no he ganado ya?” Contestó Hakai, acariciando los jitte celestiales metidos bajo su cinturón. “Pronto visitaré las almas de tu tío y de tu hermana. Te esperaremos allí, Campeón de Jade.”

            Otro rayo crepitó hacia Hakai, pero el demonio ya se había ido.

 

 

 

            Las Tierras Sombrías se esparcían en todas direcciones. Tan lejos de la Muralla del Carpintero, parecía como si el toque del Señor Oscuro se extendiese por todo el mundo. A los ojos de la mayoría de Rokugani, los Dientes de la Serpiente era un lugar desolado y pavoroso. Para Hakai, era su hogar. El Onisu se recostó contra un saliente de afilada obsidiana y cerró sus ojos. Permitió a los oscuros poderes de este lugar que le cubriesen, curando sus heridas, llevándose su cansancio.

            “¿Ahora lo ves?” Dijo una voz muy dentro de la conciencia de Hakai.

            “¿Señor?” Susurró Hakai. “¿Estabais conmigo todo el tiempo?”

            “Siempre estoy contigo,” contestó Daigotsu. “Tus hermanos. Tus hermanas. Todos sois parte de mi, igual que los bakemono son parte de Omoni. ¿Ahora te das cuenta por qué actuamos como actuamos? ¿Ves por qué debemos ser cuidadosos de no mostrar demasiado pronto nuestra verdadera fuerza? Los Grandes Clanes dejaron a un lado sus insignificantes discusiones y se aliaron contra ti. Aunque eran débiles, eran muchos, y eso fue suficiente. Siempre ha sido así.”

            “Les podía haber destruido, sino hubiese sido por Naka Tokei,” contestó Hakai.

            “Lo sé,” dijo Daigotsu. “Ha escapado de su prisión y vuelto a este mundo de la carne, pero incluso la presencia de Tokei no fue la razón por la que fracasaste. Nuestros enemigos siempre encuentran un modo. Si no hubiese sido por Tokei, hubiese sido otro. Miedo y caos son armas útiles, pero al final, no pueden derrotar a los samurai. Esas cosas solo fortalecen su resolución. Es por ello por lo que hemos fracasado tantas veces en el pasado. No es nuestro camino. Reserva el miedo y el caos para cuando ya hayamos ganado, para desmoralizar a aquellos que aún no han empezado a luchar.”

            Hakai asintió lentamente. “Ahora lo veo,” contestó. “¿Como los podemos derrotar, mi señor?”

            “De la forma en que ellos siempre nos han derrotado,” contestó Daigotsu. “Unidos, prosperamos. Aprendiendo, nos volvemos más fuertes. Aunque tu misión fracasó, sirvió a un propósito. Rokugan cree que somos la misma horda desorganizada que siempre hemos sido, golpeando al azar a cualquier cosa que nos amenace. Tu ataque les dará consuelo en sus prejuicios, y les dejará débiles contra nuestra verdadera naturaleza. ¿Qué harás con las armas que has robado?”
            Hakai sacó las robadas jitte celestiales de sus túnicas, sopesándolas en cada mano. El Onisu las dejó caer al suelo. “No importan,” dijo Hakai. “No necesito estas armas. Solo importa que nuestros enemigos no las tengan. Solo importa que estúpidos héroes vengan a las oscuras tierras para recuperarlas. Esos estúpidos al final se nos unirán, ya sea de buena gana o como instrumentos confundidos. Eso, al final, es más valioso que cualquier arma.” El Onisu se levantó y se alejó andando, echando polvo encima de los abandonados jitte mientras se adentraba más en las Tierras Sombrías.

            La aprobación de Daigotsu resonó en lo que pasaba por el alma de Hakai.

 

 

            Hace solo unos días, las habitaciones de Asahina Tamako le habían parecido frías. Ahora, los cuartos secretos de la torre del anciano señor le parecían ni calientes ni frías. Solo vacías.

            Sekawa estaba quieto en el centro de la habitación. Su cara también estaba vacía. Cualquiera que le hubiese mirado podía haber creído que estaba muerto. En su mano sostenía un pequeño netsuke. Era un diseño simple, un brillante sol que estaba diseñado para fijarse a su obi. Había sido un regalo de su padre en su gempukku, un símbolo del juramento de la familia Asahina a la paz y al entendimiento, en vez de al conflicto y a la muerte.

            El joven shugenja estaba sentado pesadamente sobre el suelo, agarrando su cabeza entre sus manos. ¿Cómo se podía ella haber ido? Nada tenía sentido. Finalmente comprendió su sueño. Era el Campeón de Jade, con el poder de ayudar a traer la paz al Imperio. El coste había sido demasiado grande. Kimita y Tamako, ambos se habían ido. Si, él tenía su premio. Ahora era todo lo que tenía. El Campeón de Jade miró al netsuke, acurrucado en la palma de su mano. Todo lo que le habían enseñado sobre el pacifismo estaba representado en esta pequeña joya.

            Cerró su mano en un puño, aplastando el pequeño amuleto. Los rotos trozos le cortaban profundamente su carne, pero ignoró el dolor. “Hakai,” susurró. “Reclamaré aquello que me has arrebatado. Te enseñaré lo que significa morir. Por mi tío. Por Kimita. Por el Imperio. Incluso hasta la muerte.”

            Sekawa se puso en pie, limpiando su mano en su haori verde brillante, indiferente a la raya de sangre que manchaba el manto del Campeón de Jade. Abandonó el Templo del Sol de la Mañana sin mirar hacia atrás. En la habitación de su tío, solo quedaban rotos fragmentos de cerámica, los rotos fragmentos de la vida de Asahina Sekawa.