Isla Entre la Niebla, 1ª Parte

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

            El último de los bandidos resbaló de la punta de la espada de Ikoma Otemi. La cara del bandido aldeano era una mascara de terror y sorpresa mientras caía sobre la polvorienta tierra. Otemi miró rápidamente a su alrededor, notando que sus compañeros habían despachado a sus oponentes con igual facilidad. Aunque el propio Señor Hayato seguía libre, su grupo de bandidos había sido derrotada. Solo un mar de armadura dorada estaba rodeando a Otemi, hermanos armadas levantando sus espadas saludando su victorioso liderazgo. Los ladrones que habían asolado sus tierras habían desaparecido, y el orden volvería a la casa Ikoma.

            “¡Mi señor!” Llegó una cercana voz.

            Otemi miró rápidamente, reconociendo la voz como la de su principal shugenja, Ikoma Tashiro. Preocupado por si uno de sus tenientes podía estar herido, corrió hasta el anciano sacerdote. No descubrió heridas, ni crisis, solo la mera curiosidad estaba presente en los rasgos del anciano.

            “Esto es increíble,” dijo el shugenja. Estaba de cuclillas en el suelo, sobre lo que parecía ser un trozo de retorcida madera, caído de una alforja de un caballo de un bandido muerto.

            Otemi arrugó su nariz enfadado, con la vaga certeza de que Tashiro se había vuelto loco. “¿Qué tienes aquí, anciano?” Preguntó ásperamente.

            “Parece ser un mapa,” contestó Tashiro, “y es uno que reconozco por el verano que pasé en las Provincias Yasuki, hace tiempo.”

            “Parece una isla,” dijo Otemi, mirando sobre el hombro del hombre. “No la reconozco.”

            “No está en ningún mapa,” dijo el anciano. “Solo se la conoce como la Isla en la Niebla. La leyenda cuenta que fue la guarida del famoso pirata, Yasuki Fumoki. Es una isla perdida que contiene innumerables tesoros.”

            “Un samurai no va en busca de riquezas,” contestó Otemi.

            “¿Gloria, entonces?” Replicó el shugenja. “¿Descubrimientos? ¿Es que la idea de encontrar algo perdido por tanto tiempo, que ningún otro ha podido encontrar, no te estimula?”

            Otemi frunció el ceño. “Los Ikoma tienen pocas habilidades para navegar,” contestó. “¿De que nos sirve a nosotros ese mapa?”

            “Poco, por ahora,” admitió el shugenja, “pero por la riqueza prometida por la leyenda de la Isla de la Niebla, seguro que podemos encontrar a alguien que nos lleve hasta allí. Nuestro señor Ikoma Sume-sama aprobaría tal campaña; el descubrimiento podría ser una gran beneficio para nuestro clan en los tiempos difíciles que se avecinan.”

            Otemi frunció el ceño, dudoso pero algo intrigado por las palabras del shugenja. Parecía que había en esto un aire de aventura que no debía ser ignorado.

            “Te escucho,” dijo cuidadosamente...

 

 

            “Esto es tremendamente fascinante.”

            Esas habían sido las únicas palabras que dirigió Ikoma Sume a Otemi después de estudiar el antiguo mapa. Eso había sido todo lo que su tío le había dicho, antes de salir corriendo para preparar un barco y una tripulación que llevase a Otemi en busca de la perdida Isla en la Niebla. Era lo único que necesitaba decirse. Sume era un historiador, un buscador de conocimiento perdido. “Fascinante” era una palabra peligrosa si provenía de un hombre así. “Fascinante” significaba que Sume estaba a punto de enfrascarse hasta las cejas para sacar al misterio de su escondite. Por supuesto, como Sume ya era demasiado viejo para ir a este tipo de aventuras, este deber recaería sobre los hombros de su sobrino, el estimado protector de Kyuden Ikoma.

            Lo que llevó a Ikoma Otemi adonde se encontraba ahora – sobre un kobune con vías de agua surcando un mar en medio de una tormenta. El joven bushi estaba arrodillado cerca de la baranda, quejándose molesto. Gruñendo de dolor, se asomó sobre la barandilla y volvió a vomitar. El arroz y el pescado que había comido antes, hacía tiempo que se habían ido, pero su estómago parecía no estar convencido de que no tenía nada mas que ofrecer. Otemi se restregó la cara con ambas manos absolutamente desesperado, mirando hacia arriba justo para ver a Matsu Kenji, la samurai-ko asignada a acompañarle en esta misión. Otemi rápidamente se puso en pie y se inclinó, tan bien como se podía hacer en esta movida cubierta.

            “¿Mareado?” Rió Matsu Kenji mientras se le acercaba. “Eso pasará, Ikoma-sama. O simplemente te morirás, y así acabarás con el sufrimiento.” Otra ola zarandeó al pequeño barco. La alta y atlética mujer se cruzó de brazos entre las mangas de su kimono y respiró profundamente el aire marino, su equilibrio imperturbable.

            Otemi miró con suspicacia a la mujer. Kenji estaba segura y confiada, parecía que no le afectaba el bamboleo del barco, ni le importaban las oscuras nubes que tenían encima. “Me siento bien,” dijo con resolución.

            “Mientes tan mal como un Akodo.” Se rió ella. “Te veo fatal.”

            Otemi se encogió de hombros.

            “¿Hay algún problema, Ikoma-sama?” Preguntó ella.

            “¿Qué es lo que no es un problema?” Dijo él. “¡Mi tío nos ha mandado a nuestra perdición!”

            “¿Perdición?” Dijo ella con curiosidad. “Es un día precioso.”

            Otemi la miró como si estuviera loca. “Los samurai no deben cruzar el mar,” dijo. “No tengo armadura. A mis armas no puedo llegar fácilmente.” Gesticuló hacia el daisho en su cinturón. Las espadas estaban envueltas en una gruesa tela impregnada de aceite para protegerlas del orín. “¿Como se supone que me puedo proteger?”

            Kenji le miró un instante. “¿Esperas un ataque de un pez? La armadura es más un peligro que una ayuda aquí afuera, y yo preferiría que el alma de mi abuelo no se herrumbrase debido a la sal pulverizada.” Señaló con la cabeza a su propio daisho, protegido de forma similar y atado a su espalda. “Seguro que eso no es todo lo que te preocupa, Ikoma-sama.”

            “Llámame Otemi,” contestó, fastidiado por el formalismo.

            “Otemi-sama,” asintió ella.

            “Eres una Taisa del Orgullo León,” dijo él. “Yo guardo pergaminos. No soy tu señor. ‘Otemi’ está bien.”

            “Eres el sobrino de un daimyo León,” contestó ella. “Eres un hombre importante.”

            “¿Soy importante?” Se rió.

            “Debes de serlo,” dijo ella, “después de todo, yo soy importante y me han hecho perder el tiempo mandándome contigo en esta misión, Otemi-sama.” Sonrió un poco, quitándole hierro a sus palabras. “Ahora, ya te lo he preguntado. ¿Hay alguna otra cosa que te preocupe?”

            Otemi suspiró, mesándose con una mano su moño y mirando al agua. “De alguna manera,” dijo. “Es que me encuentro desamparado aquí, y no me gusta esa sensación. Me siento... superfluo.”

            “Lo eres,” dijo ella riendo. “Los marineros aldeanos son los que están haciendo todo el trabajo.”

            La miró rápidamente, irritado.

            “Solo es la verdad,” dijo ella. “Han vivido su vida entera en el mar. Nosotros no hacemos mas que aumentar la carga y estar en medio.”

            Otemi se encogió de hombros, mientras seguía mirando al mar.

            “Pero no es eso,” dijo ella. “Hay algo más.”
            “Eres muy persistente,” dijo él, volviendo a mirarla.

            “Soy Matsu,” dijo ella, como si eso explicase todo. “¿Estás preocupado por la misión?”

            “Supongo,” dijo Otemi. “Mi tío ha depositado una gran fe en mí, confiándome el éxito de esta misión. Me pregunto si seré capaz de tener éxito yo solo.”

            “No estás solo,” dijo ella. “Yo estoy contigo.”

            “Dije que ‘nosotros’ estábamos solos, no que ‘yo’ lo estuviese“ dijo él. “Ninguno de los dos somos inexpertos en la guerra, pero solo estamos nosotros dos. Me pregunto que nos encontraremos ahí fuera.” Otemi señaló al mar abierto. “Solo me pregunto si hago tanto como debería hacer.”

            Kenji se encogió de hombros. “No dejaría que eso te preocupase, Otemi-sama,” dijo ella. “Tengo el presentimiento de que una vez que encontremos la isla, tendrás mas que suficientes problemas entre tus manos.” Ligeramente, se agachó cerca de la baja barandilla, inclinándose, y mirando hacía el profundo mar. 

            Otemi la miró durante un tiempo. Su largo cabello se movía en ondas en la brisa marina. Sus ojos parecían tan oscuros e inescrutables como el agua, y su cara tan serena. “¿Como puedes estar tan calmada, Kenji-san?” Preguntó Otemi un rato después. “Ni siquiera vemos tierra.”

            “Eso es una buena cosa,” dijo ella. “Viene una tormenta. Si estuviésemos cerca de tierra, la tormenta nos hundiría.”

            “Ah,” dijo Otemi. Esa afirmación no parecía calmarle los nervios. Metió sus pulgares detrás de su obi y paseó nerviosamente por cubierta, intentando de la mejor manera posible no entorpecer a los afanados marineros. “¿Por lo que veo, este no es tu primer viaje oceánico?” La preguntó después de unos momentos.

            “Tu tío dijo que eras perspicaz,” dijo ella con una pequeña sonrisa. “Mi padre fue un Mantis. Encontró a mi madre hace veinte años, cuando los Matsu intentaron forjar una alianza con los Tsuruchi.”

            “Cogió el nombre de tu madre,” dijo Otemi.

            “Por supuesto. Ella era Matsu,” dijo, como si fuese obvio. “Aunque mi padre era un hombre orgulloso, no discutió. La alianza era demasiado importante, y la quería de verdad. Él adoptó su nombre, con la condición de que su primer vástago adoptase el de él.” Sonrió. “Imagina su sorpresa cuando descubrió que su primer hijo era una niña.”

            “Eso lo explica,” dijo Otemi. “Cuando oí que un tal ‘Matsu Kenji’ iba a ser mi consejero, esperaba a un hombre.”

            “¿Defraudado?” Preguntó ella, mirándole de repente.

            “En absoluto,” dijo él.

            “¿De verdad?” Dijo Kenji, un brillo de diversión en sus ojos. “Había asumido que ese shock era lo que te había llevado a estar enfermo, porque es obvio que un samurai de la noble casa Ikoma, nunca dejaría que algo tan sin importancia como el océano, le perturbase el estómago.”

            “Obviamente,” dijo Otemi riendo, sentándose en cubierta su lado, pero con mucha menos agilidad que ella. De repente, se encontró mucho mejor, animado por el alegre espíritu de Kenji. “Mi tío me dijo que conocías las leyendas sobre Yasuki Fumoki, el hombre cuya isla buscamos ahora.”

            Kenji asintió. “Mi padre me contaba historias de Fumoki en noches oscuras cuando era pequeña, antes de que me fuera a unirme al Orgullo. Nunca pensé que hubiese nada de verdad en ellas, las historias de piratas siempre están llenas de exageraciones. Las historias sobre Fumoki son más fantásticas que las demás. Cuentan que mandó a cien barcos Grulla al fondo del mar.”

            “Me está gustando este hombre,” dijo Otemi.

            “Y a mí,” dijo ella. “Siempre fue uno de mis personajes favoritos. Las historias cuentan que su tripulación podían saltar diez ken-an desde un barco a otro en una tormenta. Las historias cuentan que su barco – el Deathless – podía correr más que el más rápido sengokobune del daimyo Mantis. Las historias dicen que ningún magistrado, ni samurai podía capturarlo, que murió saltando a la garganta del Rey de los Orochi, la espada brillando mientras la enterraba en su boca. Murió hace cuatrocientos años.”

            “¿Orochi?” Preguntó con curiosidad Otemi.

            “Una serpiente marina,” Kenji le miró sorprendida. “¿Es qué no lees?”

            “Prefiero la historia militar a las leyendas,” dijo Otemi, levantándose para ver mejor el horizonte. Le había parecido, por un momento, ver algo en la niebla.

            “A mí me gustan ambas,” dijo ella, su boca levantada en una sonrisa forzada. Kenji jugó con una pequeña hoja, doblándola para hacer un silbato. Otemi la miró en silencio, estudiando su cara y su cuerpo. Kenji nunca sería una belleza de la corte – su piel estaba oscurecida por el sol, sus manos con callos producidos por entrenar con espada. Aún así, Otemi vio una cierta gracia que no pudo si no admirar. Si era algo parecida a su madre, no era de extrañar que su padre hubiese perdido su nombre. Ella le miró, ojos negros con curiosidad ante su atención. Otemi miró rápidamente hacia otro lado, volviendo a mirar al sol.

            “¿Otemi-sama?” Dijo Kenji, levantándose y acercándose a él. 

            “¿Si?” Preguntó, mirándola. Le desconcertaba que ella fuese mucho más alta que él. Él miró en sus oscuros ojos, tan inescrutables como antes. La nave se movió, y dieron un traspiés. Las manos de Kenji agarraron rápidamente a Otemi, una por la cintura, la otra en su brazo. Él extendió una mano para estabilizarse, y se encontró con sus dos manos asiéndola por la cintura. Normalmente, los samurai evitan el contacto físico innecesario. Con la excitación del viaje, el súbito ímpetu y la libertad de la aventura que iban a tener, a ninguno de los dos pareció importarle.

            “Dime, Otemi-sama,” dijo Kenji, sonriendo un poco mientras le miraba. “¿Son todos los hombres Ikoma tan bajos?”

            “Por supuesto,” dijo él. “La Señora Sol nos hizo rápidos y poderosos.” Otemi estaba sorprendido que el comentario hubiese salido de sus labios. En la distancia, podía oír un repicar constante, sin duda uno de los aldeanos trabajando en alguna vía de agua en el eternamente resquebrajado barco.

            “¿De verdad?” Preguntó ella. “¿Quizás me puedas enseñar en algún momento a qué te refieres?”

            “Sería un honor, Kenji-san,” dijo él. “Ahora dime: son todas las mujeres Matsu tan corteses? Había oído que el Orgullo León consideraba a los hombres criaturas irracionales, necios.”

            “Los hombres son criaturas irracionales, necios,” dijo ella, acercándose más. Su dorado kimono resbaló de un hombro, descubriendo su lisa y pálida piel, “pero tienen sus usos, si se les entrena adecuadamente.” Un pesado retumbar resonó en la distancia, como un largo trueno. Ni Otemi ni Kenji lo encontraron lo suficientemente importante como para distraerles.

            “¿Entrenado?” Rió Otemi. Su cuerpo era caliente y suave bajo su kimono. Él sentía vértigo, estaba algo confundido. El olor de ella era intoxicante. “¿Como se entrena a un León?” Preguntó él.
            “¿Quieres qué te enseñe?” Preguntó ella. Sus labios, carnosos y rojos como la sangre brillante, rozaron los suyos. Eran dulces y calientes.

            Otemi abrió su boca para besarla. Un poco de lluvia enfrió un lado de su cara. Rayos crujían en el cielo, deslumbrando a Otemi, rompiendo la neblina que le había poseído.

            Kenji empujó a Otemi, haciendo que cayera fuertemente sobre la espalda. Un instante después, el pesado mástil del barco cayó sobre cubierta, donde él había estado de píe hasta un momento antes, rompiéndose en una lluvia de astillas.

            “¡Por las Fortunas!” Maldijo Kenji, mirando a su alrededor atónito. En ese instante entre su beso y el mástil cayendo, el mundo había cambiado. El cielo era negro como el betún. El barco se movía muchísimo, mientras diluviaba alrededor suyo. El sonido del trueno, gritos, y un extraño estertor, parecido a mil martillos, llenaban el aire. Un relámpago iluminó a un aldeano con un ancho destral de pié ante el caído mástil, riendo maniacamente. Dos aldeanos más estaban tendidos sobre cubierta, los miembros mutilados, la ropa manchada de sangre, más muestras de la obra del loco. 

            “¿Qué está pasando?” Demandó Kenji.

            El hombre miró a Kenji, como si se diera cuenta de ella por primera vez. Contestó levantando su destral y atacando, riendo con gozo vicioso mientras su arma cruzaba el aire. Kenji intentó desesperadamente coger su katana, aún atadas fuertemente a su espalda.  El hombre, chillando, levantó muy alto su arma, preparándose para partir en dos el cráneo de ella. Se detuvo, sorprendido, al incrustarse en su frente con un borbotón de sangre, el cuchillo lanzado por Otemi. El marinero cayó a cubierta, muerto.

            “Gracias,” dijo Kenji.

            Otemi asintió. “¿Qué está pasando?” Gritó a través del diluvio.

            El resto de la cubierta era un caos. Una docena de marineros se peleaban, golpeándose con armas improvisadas. Tres más estaban en posición fetal, quejándose y llorando como niños. Otra bailaba a proa, quitándose la ropa y lanzándola ceremoniosamente al mar. Un ruidoso chapoteo resonó al caer un marinero por la borda. A los demás pareció no importarles, si es que podían oír el chapoteo sobre el terrible repique.

            “¿De donde viene ese ruido?” Gritó Otemi.

            “No, por el Señor Yakamo,” maldijo Kenji, tirándose a la barandilla. Otemi la intentó sujetar, seguro de que intentaba saltar por la borda, pero ella simplemente cayó de rodillas cerca de la barandilla, mirando hacia la parte de atrás del barco. Otemi también miró hacia allí.

            Al principio, parecía como si una nube de espuma blanca irrumpía desde la parte trasera del kobune. Al mirar Otemi a través de la pesada lluvia, lo vio más claramente. Un enjambre de cráneos flotando, oscilantes, seguía la estela del barco, mordiendo el casco con sus dientes.

            “Marea de cráneos,” Kenji gritó a Otemi. “El sonido de su parloteo trae la locura.”

            “¿Qué hacemos?” Contestó Otemi.

            “Sin shugenja?” Preguntó ella. “Moriremos. ¡Devorarán el barco, después nos devorarán a nosotros, y después nos unimos con ellos en el Reino de los Fantasmas Hambrientos!” Un aldeano pasó corriendo, gritando alocadamente, o quizás riendo. Chocó contra el agua con un chapoteo, desapareciendo en el enjambre de esqueletos. La espuma del agua se volvió roja.

            “¿Siempre flotan?” Preguntó Otemi, mirando cuidadosamente los cráneos, luchando contra los deseos que el insano parloteo hacía surgir en el fondo de su mente.

            “Por lo que yo se,” contestó ella.

            Otemi asintió, y luego desapareció bajo cubierta.

            “¡Otemi-sama!” Gritó Kenji, segura de que él había perdido la cabeza. Se mordió el labio furiosa y maldijo, y luego volvió a mirar a la espumosa masa blanca. Sacó su wakizashi de su aceitosa envoltura. No dejaría que estos demonios la matasen...

            “¡Ponte esto!” Gritó Otemi, golpeándola de repente en su hombro. Sostenía la pechera de acero de la armadura de ella, sacada del almacén bajo cubierta. Él llevaba su propia pechera y casco, chapuceramente atado sobre su kimono. Ella le miró, segura de que estaba loco, pero sus ojos estaban limpios. “El acero hará que te hundas,” explicó. “Cuenta hasta veinte, y luego corta las correas. Nada hacia la superficie; el barco se habrá movido hacia delante.”

            “Esto no va a funcionar,” dijo ella secamente. “Nos ahogaremos.”

            “Que así sea,” dijo él, subiéndose a la barandilla. “¡Mejor eso a que te devoren el alma!”

            Kenji lo consideró, y luego ató rápidamente su pechera. Juntos, los dos Leones se quedaron sobre la barandilla de la sentenciada kobune. Se miraron a los ojos mientras se preparaban para saltar. En el mismo instante, se cogieron de la mano y saltaron al batido mar. Otemi susurró una corta plegaria a Suitengu, la Fortuna del Mar, y se preguntó si en algo ayudaría.

            La oscuridad les consumió.

 

 

            Otemi se despertó con la boca llena de sal. Sus ojos ardían. Se sentía como su hubiese estado la noche siendo apaleado, arrastrado por un campo de espinos, y dejado en agua salada. La parte el agua salada, al menos, era correcta. Abrió sus ojos para encontrase tumbado al borde de una playa, cubierto de cortes y raspaduras, pero, de alguna manera, aún vivo.

            El joven León se sentó dolorido, quitando su largo pelo de sus ojos mientras miraba alrededor suyo. El sol estaba en el cénit, y la arena estaba llena de trozos de madera. En una cercana playa, se sorprendió de ver su daisho, brillando en el sol. Suspiró de alivio. Más contento estaba al ver a Matsu Kenji, magullada y despeinada pero también muy viva. La joven Matsu estaba sentada en una roca grande, las manos sujetando su rodilla, con una expresión de preocupación. 

            “Otemi-sama,” dijo.

            “Kenji-san, te encuentras--” es hasta donde llegó antes de que su visión se aclarara. Vio veinte enormes criaturas parecidas a las ratas de pie al borde del bosque. Todas llevaban toscas lanzas o hachas arrojadizas. Todas miraban directamente a Ikoma Otemi.

            “Anda-anda,” dijo la más cercana, una lustrosa criatura negra, más alta que Kenji. Agitó amenazante su lanza. “Dorado-bushi-oro ya vivo. Ahora anda-anda como quedamos, ¿si?”
            “¿Nezumi?” Susurró Otemi asombrado. “¿Kenji-san, donde estamos?”

            “La Isla de la Niebla,” contestó ella. “La isla de Fumoki.”

            “¡Anda-anda!” ordenó otra vez el Nezumi. “Hora-hora llegó de ver al Capitán Fumoki-sama.”

            “¿Fumoki-sama?” Dijo Otemi sorprendido. “¿Yasuki Fumoki está vivo?”
            “¿Vivo?” Preguntó el Nezumi. “¡Por supuesto Capitán Fumoki-sama vivo! ¡Vivo mucho-mucho tiempo! ¡Vivo siempre! Ahora anda-anda, dorado-bushi-oro, o tu no seguirás vivo mucho más.”

            Ikoma Otemi se puso en pie con dificultad, parando solo para meter sus espadas bajo su cinturón. A los Nezumi parecía no importarles. Se puso en línea al lado de Matsu Kenji mientras los Nezumi les llevaban hacia la jungla.

            “Tremendamente fascinante.” Las palabras del viejo Sume resonaron en la mente de Otemi.