Isla Entre la Niebla, Parte 4

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

            El mundo se había vuelto nebuloso y vago. Matsu Kenji encontraba dificultades para concentrarse en algo durante demasiado tiempo. Los detalles no querían resolverse. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? La última cosa que podía recordar era el vencer a un Nezumi que se llamaba a si mismo Capitán Fumoki-sama. Ahora la dolía la cabeza y ni siquiera podía saber donde estaba. De repente, Kenji reconoció a una figura que estaba cerca de ella. Era un hombre bajo y debilucho, con un enredado moño. Vestía con pantalones anchos y una camisola abierta, y sus ojos miraban furtivamente, de manera similar a la de los Nezumi. La hizo una breve reverencia. ¿Acababa de aparecer, o había estado siempre ahí?

            “Mis disculpas por el inconveniente, Matsu,” dijo. “Solo necesitaré tomarte prestada por poco tiempo.”

            “¿Qué está pasando?” Preguntó Kenji.

            “Mi nombre es Yasuki Fumoki,” contestó él. “Soy un espíritu inquieto, que murió dejando un deber incumplido. Estoy tomando prestado tu cuerpo para intentar cumplir mi destino.”

            Kenji gruñó, e intentó coger con una mano el cuello del hombre, pero falló. O había calculado mal la distancia, o él estaba, repentinamente, varios pies más allá de donde antes había estado. Este sitio era tan confuso.

            “Estás en Toshigoku, Matsu,” dijo Fumoki, limpiándose su chaleco con ambas manos, despreocupado ante la furia de Kenji. “El Reino de la Matanza, donde los espíritus que no cumplieron su destino, habitan para siempre. Este sitio está lleno de los fantasmas de samuráis sedientos de sangre, criminales muertos, y últimamente, espíritus más oscuros. Por favor, ten paciencia, e intenta no deambular por ahí. Como te he dicho, esto no debería llevar mucho tiempo.”

            “¿Intentas volver a luchar con el Orochi usando mi cuerpo?” Preguntó Kenji.

            Fumoki asintió. “Poseer a un mortal es la mejor forma,” contestó. “El Orochi aún está en el reino mortal, y yo estoy aquí. El Reino de la Matanza y el Reino de los Mortales están demasiado distantes el uno del otro; tengo dificultades para afectar el mundo de los mortales sin un cuerpo físico.”

            Kenji levantó una ceja. “Pareces bastante racional para un fantasma,” dijo. “Pensaba que los espíritus atormentados debían estar perdidos y confundidos.”
            Fumoki se encogió de hombros. “La mayoría lo está,” contestó. “Yo me entrené con los Kuni cuando era joven, por lo que sé bastante sobre los espíritus. He estado rechazándolo durante los dos o tres primeros siglos, pero finalmente me di cuenta de que estaba muerto.”

            “¿Pero no seguiste a Yomi?” Preguntó Kenji.

            “¿Como?” Preguntó Fumoki riendo. “Estoy destinado a matar al Rey Orochi. Era el único acto heroico que hubiese borrado mi vida de latrocinio y deshonor. No puedo entrar en el Reino de los Ancestros Benditos hasta que haya matado a esa bestia Manchada.”

            “¿Y como planeas hacerlo?” Preguntó Kenji, cruzándose de brazos. “Si has fallado durante cientos de años, ¿por qué será diferente esta vez?”

            “¡Tengo el cuerpo de una samurai!” Dijo Fumoki, como si eso lo explicase. “De acuerdo, no estoy totalmente acostumbrado a luchar en el cuerpo de una mujer, pero estoy seguro de que soy más fuerte ahora de lo nunca he sido.”

            “¿Y qué pasa con Ikoma Otemi?” Preguntó Kenji.
            “¿Tu amigo?” Preguntó Fumoki. “Dice que tiene un plan.” Fumoki rió amargamente. “Los planes nunca funcionan,” observó en tono pesimista.

            “¿Qué tipo de plan?” Preguntó Kenji.

 

 

            “¿Tambores?” Dijo Fumoki, mirando de forma dubitativa a los grandes tambores-ollas que los Nezumi subían por el costado del barco. “¿Es ese tu plan? Vas a tocar los tambores al Orochi.” La cara robada del pirata estaba serena, incrédula y sin prestarle importancia.
            “Ya hemos discutido esto, Capitán,” dijo Ikoma Otemi, volviéndose para mirar a la samurai-ko poseída. “Como saben los del poblado, los tambores tienen un cierto efecto sobre los espíritus. Si tocamos los tambores mientras navegamos para enfrentarnos al Orochi--”
            “No pasará nada,” interrumpió Fumoki. “Ya se ha intentado. Se tocaron los tambores. El Rey Orochi me mató de todas formas. Estás gastando tu energía.”

            “Tus Nezumi son músicos experimentados, pero no tienen técnica,” contestó simplemente Otemi. “Me enseñó el arte del taiko el mejor omoidasu León. Nuestros tambores no solo sirven para mandar mensajes en medio del campo de batalla, sino también para fortalecer nuestros lazos espirituales con nuestros ancestros, erradicando las influencias malignas.”

            “¿Y tus tambores dañarán al Orochi?” Preguntó Fumoki, dudándolo.

            Otemi titubeó un momento. “Creo que hay una muy buena oportunidad--”

            “Pero no estás seguro,” terminó Fumoki, mirando al Ikoma de arriba a abajo.

            Otemi aclaró su garganta. “Con todos mis respetos, no necesito estar seguro. Tengo un buen presentimiento sobre mi plan. Mi tío me ha enseñado en respetar a mi intuición, y hasta ahora, ese consejo--”

            “¿Estás suponiendo?” Dijo Fumoki, incrédulo. “¿Arriesgas tu vida por un presentimiento?”
            “Grandes batallas se han ganado solo por la fuerza del instinto León,” dijo Otemi. “¿Nunca has confiado en tu instinto, Capitán Fumoki?”

            “Por supuesto,” dijo Fumoki con una sonrisa irónica. “Mi instinto me dijo que saltase dentro de la boca de una serpiente.”

            “Curioso,” contestó Otemi. “¿Por qué hiciste una cosa así? No pretendo ofenderte, pero no me pareces que seas alguien especialmente abnegado. ¿Creíste que tenías una oportunidad contra el Orochi?”

            “Sabía que tenía una oportunidad,” dijo fieramente Fumoki. “Tenía una espada Kaiu, bendecida por los mejores shugenja Kuni. Tenía un plan... y ese era el problema. Los planes nunca funcionan.”

            “Sabes que no puedes ganar, ¿pero a pesar de ello luchas?” Preguntó Otemi.

            “Si,” dijo Fumoki. “¿No es ese el camino del samurai?” Fumoki se levantó, y limpió las manos de Kenji en su kimono. “Hacer lo que dice,” ordenó a los Nezumi. “Escuchar sus órdenes como si fuesen las mías.” Sin otra palabra, cruzó la cubierta.

            Otemi se volvió para ver a tres Nezumi que se habían detenido en el acto de levantar un tambor-olla sobre la barandilla del barco. Le miraban con franca sospecha.

            “¿Qué?” Demandó Otemi. “El plan funcionará. Ahora, asegurar esos tambores para que podamos zarpar.”

 

 

            La mar se volvió oscura, bastante rápidamente, después que el Sin Muerte dejase la pequeña ensenada. La tripulación temblaba mientras miraban hacia la popa del barco. Su isla ya había desaparecido en las omnipresentes nieblas. Fumoki y Otemi estaban cerca de proa, mirando con cuidado las olas, esperando alguna señal de que habían entrado en el Mar de la Sombra. El barco se zarandeó, y rápidamente Otemi se agarró a la barandilla. Todavía no se sentía muy seguro sobre cubierta; estaría mucho más feliz cuando se hubiese acabado esta aventura, y pudiese volver a tierra seca.

            “¿Por qué no vuelves a tus tambores y te preparas?” Dijo Fumoki.

            “Estaré bien,” dijo bruscamente Otemi.

            “Eres un marinero torpe. No quiero que te caigas por la borda,” contestó Fumoki.

            “No lo haré,” dijo Otemi.

            “Me has estado siguiendo como un perro, León,” dijo Fumoki. “¿No tienes algo mejor que hacer?”

            “has robado el cuerpo de mi amiga, pirata,” dijo Otemi en lo que esperaba que fuese un tono intimidatorio. No le ayudaba nada el que el cuerpo de Kenji siguiese siendo mucho más alto que él. “No te quiero dejar solo con su cuerpo.”

            Fumoki miró a Otemi por unos instantes, y luego rió fuertemente. “¿De eso va?” Dijo. “Escucha, León, he estado muerto durante siglos. Cualquier deseo que tenía de ese estilo murió con mi carne mortal, hace mucho tiempo. Tu Kenji no tiene nada que temer, a no ser, claro, que yo consiga que la maten. Pero de otro modo, soy un invitado bastante bien educado.”

            “Que así sea,” dijo Otemi. “Conozco a unos cuantos Kitsu. Si intentas cualquier cosa, ellos te encontrarán.”

            Fumoki asintió. “Vale. Ahora que hemos dejado de pelearnos por culpa de tu amada, quizás puedas volver a tus tambores, y hacer que empiecen los Nezumi.”

            La cara de Otemi se volvió de un color rojo oscuro. “Kenji no es--”

            Un repentino estruendo resonó desde el agua, el sonido de dientes sobre metal. Un marinero Nezumi se asomó por la borda del barco y chilló ruidosamente. “¡Marea de Cráneos!” Gritó. “¡Mar de Sombra aquí!”

            “Dejarles roer el casco del Sin Muerte,” rió Fumoki. “¡Dejarles que echen un hechizo de locura sobre nosotros con bocas llenas de jade! Ve ahora, León. Ve a tus tambores. Si todo va bien, muy pronto tendrás de vuelta a Kenji. ¡Sino, arreglaremos esto en Toshigoku!”

            Otemi miró a los ojos a Fumoki, asintió, y salió corriendo hacia la popa del barco. Seis grandes tambores habían sido fijados con clavos a la cubierta del Sin Muerte, cada uno manejado por un Nezumi. Otemi reconoció a K’Chee entre los tamborileros, el guerrero que le había encontrado primero, cuando apareció en la orilla. Habían empezado a aporrear aleatóriamente los tambores, deseando alejar a los gaki. Otemi dio un grito para silenciarlos, y luego asumió su posición ante el tambor central. “Ahora,” les gritó. “¡Seguirme!”

            Otemi empezó a tocar lentamente, estableciendo un lento pero acompasado ritmo. Los Nezumi le miraron con curiosidad durante unos instantes, y luego copiaron sus movimientos. El ritmo no era tan puro o practicado como el de un verdadero cuadro de tamborileros León, pero con suerte sería suficiente. Otemi gradualmente incrementó el ritmo, añadiendo más variedad y modulaciones al ritmo. Los Nezumi continuaron su propio ritmo, estableciendo un firme ritmo de fondo al poderoso toque de Otemi. Gritos de terror resonaron alrededor del barco, al retroceder la marea de cráneos ante el sonido de los tambores. Enseguida, su parloteo se alejó, y solo el omnipresente rugido del Mar de la Sombra sonaba como contrapunto a los tambores.

            A proa del barco, Fumoki se volvió hacia Otemi. Por un momento, algo cambió en la mirada del pirata; de alguna manera, se suavizó. Otemi se dio cuenta que ya no miraba a los ojos de Fumoki, sino a los de Kenji. Ella sonrió un poco y asintió, como si dijese adiós, y luego sus ojos se endurecieron una vez más, y ella volvió ser, una vez más, el capitán pirata.

            Antes de que Otemi pudiese responder, el agua ante la proa del barco explotó. Una enorme cabeza de reptil salió a la superficie, sobre un cuello tan largo y ancho como tres robles. La carne colgaba de la cabeza y el cuello en putrefactos trozos, exponiendo al aire grandes trozos de hueso. Los ojos de la criatura ardían enfermizamente con un color amarillo verdosos, fijos sobre la poseída samurai-ko a proa del Sin Muerte. Dejó escapar un rugido salvaje, el apestoso olor de su aliento haciendo que muchos de la tripulación tosieran y resollasen. Fumoki no parecía afectado, sacando la espada de Matsu Kenji de su saya. La bestia se encorvó, como una inmensa serpiente preparándose a atacar. No parecía un fantasma, era más una increíblemente grande criatura no-muerta.

            Otemi redobló sus esfuerzos, tocando más alto y más fuerte que antes. Los Nezumi hicieron lo que pudieron para seguirle, su falta de habilidad suplementada por sus grandes deseos de vivir. El Orochi rugió, la luz de sus ojos parpadeando mientras el ritmo se incrementaba.

            “Funciona,” susurró Otemi.

            Eso fue todo lo que pudo susurrar antes de que el Rey Orochi se lanzase sobre cubierta hacia los tambores.

            La tripulación del Sin Muerte chilló y gritó mientras salía saltando del camino de la bestia. Su ancho cuerpo chocaba a lo largo del Sin Muerte, rompiendo la barandilla y rajando la cubierta. Otemi esquivó hacia un lado, justo cuando la gran cabeza de la criatura destrozó el sitio donde había estado de pie. Tres de los tamborileros Nezumi desaparecieron en las fauces de la bestia. Los tambores se rompieron estruendosamente. No podía ver a K’Chee por ningún lado. Otemi sacó desesperadamente su espada. Un fiero grito rasgó el aire al saltar de repente Matsu Kenji sobre la cabeza de la bestia, poniéndose a horcajadas sobre su cuello y golpeando salvajemente con su espada. La criatura se levantó hacia atrás, algo rígida y torpemente, con más de la mitad de su cuerpo extendido ahora sobre el koutetsukan. Al Orochi no le dañaba ni asustaban los tambores – solo le enfurecían.

            “Los planes nunca funcionan,” las palabras de Fumoki resonaron en su cabeza.

            Otemi miró alrededor suyo, intentando pensar en una nueva táctica. Vio el cuerpo de la serpiente extendido por todo el largo barco. Vio a docenas de supervivientes marineros Nezumi de pie mirando a la bestia, sorprendidos de aún estar vivos. El Sin Muerte había sufrido una gran cantidad de daño superficial, pero no se estaba hundiendo. El Orochi luchaba por arrastrarse de vuelta al mar, su carne muerta y huesos al aire enredándose en los aparejos y escombros. La mente de Otemi funcionó deprisa. A veces, los mejores planes eran los más sencillos.

            “¡Atacar!” Gritó Otemi, desenvainando su espada y apuntando a la serpiente.

            Los Nezumi gritaron al unísono, levantando cachiporras, cuchillos, y armas, y saltando hacia los anchos y expuestos costados del largo cuello del Orochi. Golpearon a la criatura con una furia nacida del instinto de supervivencia. Otemi se unió a ellos, rodeando la cabeza de la criatura y dando tajos a su cuello indefenso con su katana. Carne podrida y huesos rotos volaban libremente. Otemi cortó una y otra vez. Gruesas tiras de carne y hueso cayeron, pero la criatura parecía inmutable. Otemi sentía como si estuviese talando el tronco de un grueso árbol.

            El Orochi bramó enfurecido. De repente, su grueso cuerpo se separó de Otemi, rodando sobre cubierta. Varios Nezumi saltaron, alejándose del grueso cuerpo, pero muchos más desaparecieron bajo el con un repugnante crujido. Fumoki se mantenía fuertemente asido a la cabeza de la criatura, aunque la espada de Matsu Kenji no parecía estar haciendo mucho daño.

            El cuerpo del Orochi empezó a rodar de vuelta hacia Otemi. Los Nezumi alrededor suyo saltaron hacia arriba, cogiéndose en lo que quedaba del aparejo o subiendo gracias a sus garras por el mástil. Otemi meramente miró alrededor suyo; no tenía donde ir, excepto al mar. Miró otra vez al inmenso cuerpo de la serpiente que se cernía sobre él y vio las grandes rajas que él había cortado en su carne rodando hacia él. Con una súbita inspiración, Otemi desenvainó su wakizashi y atacó agitando ambas espadas.

            Un instante más tarde, el cuerpo del Orochi golpeó contra él. Todo estaba oscuro y húmedo, lleno del olor a salmuera del agua de mar, y del hedor a carne podrida. Otemi se había metido por la herida abierta que antes había cortado, y ahora estaba dentro de la garganta del Orochi. Era estrecha, inconfortable, y asqueroso, pero estaba vivo. Otemi lo encontró irónico – toda su vida se habían mofado sutilmente de su altura, pero si Otemi hubiese sido un hombre más alto, se podría haber roto el cuello o destrozado sus piernas cuando el Orochi rodó sobre él. Otemi tropezó al cabecear y arrastrarse la criatura. Apenas podía ver, no podía saber lo que pasaba fuera, y había perdido el agujero que había usado para entrar. Su piel ardía un poco, debido a los fluidos ácidos de la criatura. Rápidamente encontró sus dos espadas, las envainó, y miró alrededor suyo. A su derecha, en la lejanía, vio un brillo de luz.

            Después de un instante de duda, Otemi decidió que las cosas no se podían poner peor y fue hacia la luz. Anduvo a gatas, metiendo sus dedos en la carne de la criatura para mantener el equilibrio. Parecía como si estuviese escalando directamente hacia arriba. ¿Se había vuelto a erguir la criatura sobre cubierta? Otemi apartó ese pensamiento de su cabeza y siguió escalando, ignorando el ardor en sus ojos, el hedor, y el horror general de su situación. Aunque solo fuese eso, quizás sobreviviría esto y tendría una historia que contar que a lo mejor sorprendería a su tío. Otemi se rió de este pensamiento y siguió avanzando, empujándose a través de la carne de la criatura, yendo hacia el brillo de luz. Esperaba, deseaba, que fuese lo que creía que era. Si no era, entonces no quedaba ninguna esperanza.

            Otemi sintió una bocanada de aire pasar al lado suyo, al bramar otra vez el monstruo. Se agarró a un trozo de carne muerta, y esperó a que pasase el momento. Algo grande y flácido cayó cerca de él, chillando débilmente. Un Nezumi moribundo, tragado por el Orochi. Otemi lo ignoró y siguió hacia delante, hacia la luz. Por lo menos, ahora estaba seguro que iba en dirección de la boca de la cosa. De repente, los músculos de la garganta del Orochi se agarrotaron y se cerraron alrededor de Otemi. El joven samurai sacó diestramente su tanto y de varios rápidos movimientos cortó la carne que le sujetaba. Otra bocanada de aire pasó, al rugir y moverse de un lado para otro la bestia. Otemi siguió escalando hacia el resplandor, ahora casi a su alcance. Un gran temblor agitó las interioridades de la criatura. Otemi oyó el sonido de la madera al romperse y el del metal al doblarse. En la distancia, Fumoki gritaba desafiante.

            Otemi volvió a seguir, y sintió frío acero en sus manos. Había llegado a la luz – el débilmente brillante metal de la espada de Yasuki Fumoki, tragado hacía muchos años por el Orochi, ahora alojado en la garganta de la bestia no-muerta. La seda del mango se había podrido hacía mucho tiempo, dejando solo la desnuda espiga de la espada, inscrita orgullosamente con el kanji de un armero Kaiu, muerto hacía mucho tiempo. Otemi la cogió con ambas manos y tiró. El metal se clavaba en la palma de su mano, pero no conseguía liberarla. La espada estaba alojada demasiado profundamente en el hueso.

            Otemi frunció el ceño, puso firmemente sus pies contra la pared contraria de la garganta de la criatura, y empujó en vez de tirar. El metal volvió a cortar profundamente sus manos; ignoró el dolor. Después de varios segundos, sintió que algo cedía. Otro rugido agitó el cuerpo del Orochi y Otemi cayó, soltando la espada y deslizándose garganta abajo. Rápidamente desenvainó su wakizashi y lo enterró en la garganta de la criatura, deteniéndose. Su cuerpo colgaba ahora libremente; era obvio que la criatura estaba totalmente erguida, y le quería tragar. Otemi miró hacia arriba y vio la luz de la espada de Fumoki a seis metros de altura, totalmente fuera de su alcance.

            Con un gesto de determinación, Otemi blandió su tanto con su otra mano, lo levantó, y lo clavó también en la carne de la criatura. Agarrándose al arma, desenterró el wakizashi, y lo clavó más arriba del tanto. El Orochi volvió a rugir, moviéndose de un lado para otro, furioso. Otemi simplemente siguió mirando fijamente a la espada de Fumoki, y continuó lentamente escalando hacia arriba, usando espada y cuchillo como instrumentos de escalada. Durante un doloroso minuto, Otemi continuó escalando hacia arriba. Muy pronto, la espada de Fumoki estaba una vez más a su alcance. Otemi rápidamente liberó su wakizashi y lo envainó, sujetándose solo con su tanto, y agarró la espada de Fumoki. Su mano se cerró sobre el mango justo cuando el Orochi rugió y se golpeó otra vez contra la cubierta. La mano de Otemi se soltó del mango del tanto y volvió a escurrirse hasta las profundidades de la garganta de la bestia, maldiciendo sonoramente.

            Para su sorpresa, cayó fuertemente sobre su hombro en una cubierta de madera. La brillante espada de Fumoki aún estaba en su mano, goteando fluidos internos negros. Mirando hacia arriba, Otemi vio el largo cuerpo del Orochi enroscándose muy por encima de la cubierta, sus ojos ardiendo rojos de rabia. Otemi se dio cuenta de que mientras caía, la espada de Fumoki había rajado la carne y los huesos del monstruo como si fueran de seda. Una raja de nueve metros de largo aleteaba a lo largo de su cuello, por la cual Otemi había caído sobre cubierta. Matsu Kenji estaba cerca, un gran moratón en un lado de su cara. Sus espadas habían desaparecido, pero ella aún parecía desafiante.

            “ME HAS HECHO DAÑO, PEQUEÑO LEÓN,” bramó el Orochi, su voz ahora áspera e incomprensible por culpa del terrible daño hecho a su garganta. Se echó hacia atrás y volvió a lanzarse sobre el barco.

            Kenji rodó al lado de Otemi, cogiendo la espada de Yasuki Fumoki de su mano y golpeando justo cuando el Orochi atacó. Un estruendoso golpe resonó cuando la bestia chocó con la cubierta, su cabeza rompiéndose en dos como un hueso de la suerte y cayendo a ambos lados de Kenji y Otemi. La bestia yacía muerta y flácido al borde de la cubierta durante un largo instante. La luz de sus ojos tembló y se apagó. Con un fuerte quejido de acero sobre madera, el Orochi muerto se deslizó por la borda, y se metió en el mar, arrastrado a las profundidades por el peso de su propia cola.

            Matsu Kenji echó su cara hacia atrás con un grito de dolor. Un brillante fulgor bañaba su cuerpo, y luego se apartó de ella. La silueta de un hombre delgado vestido con ropajes amplios era visible en el aire cerca de ella, una amarga y defraudada expresión retorciendo su cara, mientras miraba con desprecio al desaparecido cuerpo del Orochi. Un momento después desapareció. Mientras se desvanecía, las aguas se calmaron. La agitada neblina se alejaron, y luego se desvanecieron completamente.

            En la distancia, la isla era visible.

            Otemi gritó un fiero grito de triunfo, que fue repetido instantáneamente por la superviviente tripulación Nezumi. K’Chee colgaba desde los aparejos por su cola, blandiendo un gran diente roto del Orochi con ambas manos, su souvenir de la batalla. Kenji se volvió, y cogió a Otemi por la muñeca, poniéndole una vez más en pie.

            “Enhorabuena, Kenji--” dijo Otemi, pero fue rápidamente interrumpido, al presionar sus labios Kenji sobre los de él.

            Unos instantes más tarde ella se separó, frunciendo el ceño con repugnancia. “¿De qué estás recubierto?” Preguntó ella.

            “No estoy seguro de que lo quiera saber,” contestó Otemi, mirando hacia su sucio y roto kimono. Miró hacia Kenji con una repentina sonrisa. “¿Ha desaparecido el Capitán?” La preguntó.

            “Eso parece,” dijo ella, devolviéndole la sonrisa. “Os pido disculpas por mi atrevimiento, Otemi-sama. Es que es estupendo volver a estar... aquí otra vez.”

            “No son necesarias las disculpas,” dijo Otemi.

            “¡El Capitán se ha ido!” Gritó Kenji triunfante, levantando muy alto la brillante espada Kaiu. “¿Lo celebramos?” Ella levantó una ceja.

            “No creía que a las Orgullo León les gustase las celebraciones,” dijo él.

            “Solo cuando saboreamos la victoria,” dijo enigmáticamente ella.

            “Entonces creo que esto reúne los requisitos,” asintió Otemi. Rápidamente fue hacia la cubierta de popa del Sin Muerte, donde el timón estaba sin timonel. “Pero primero, creo que deberíamos volver a la isla y coger el tesoro que es tuyo por derecho, ya que fuiste tu la que derrotó al Capitán.”

            “¿Tesoro?” Preguntó Kenji, de pie, señalando hacia el timón. El rápidamente la dejó el puesto, cediéndoselo debido a su mayor experiencia. “Empiezas a hablar como un pirata, Otemi.”

            Otemi se encogió de hombros. “Si no volvemos con el tesoro de Fumoki, temo que mi tío nunca crea mi historia. En dieciséis años, no he visto ni una sola vez que él se encontrase con algo que no hubiese visto antes. Para sorprenderle una sola vez con todo esto, creo que merecería la pena que nos mancásemos las manos con riquezas.”

            Kenji continuó maniobrando el barco durante varios minutos. Otemi se entretuvo limpiando la porquería de su cara y cuerpo como mejor pudo, con un cubo de agua marina que había cogido desde la borda. Cuando terminó, se dio cuenta de que Kenji estaba reclinada sobre el timón, mirando al mar hacia donde había caído el Orochi. Su expresión era de preocupación.

            “¿Kenji?” Preguntó Otemi. “¿Hay algo mal?”
            “La cara de Fumoki,” contestó ella. “Mientras se desvanecía, la vi. Después de cientos de años, había derrotado a su enemigo, pero no había alegría en sus ojos. No había júbilo.” Miró a Otemi. “Solo había amargura.”

            “¿Sientes lástima por él?” Preguntó Otemi, volviéndose a poner su empapado kimono sobre sus hombros. “¿Después de que robase tu cuerpo?”
            “Supongo que no,” dijo Kenji. “Solo hace que me pregunte. Cuando hayamos terminado, y nuestras batallas hayan acabado, ¿tendremos alguna sensación de triunfo? O como el capitán, ¿solo nos desvaneceremos?”

            Otemi se quedó en silencio. Miró a Kenji, la guapa samurai-ko que, por pura suerte, había sido su acompañante. Cuando volviese a tierras León, ella sería enviada a otro puesto. Era bastante seguro que no se volviesen a ver.

            “Creo,” dijo Otemi lentamente. “Que no es el momento de filosofar. Ya habrá suficiente tiempo de hacerlo cuando nos unamos al Capitán Fumoki-sama en Yomi. Como has dicho, este es el momento de celebrarlo.” Puso una mano sobre la de ella.

            Kenji asintió en silencio, mientras gobernaba al poderoso Sin Muerte de vuelta hacia la Isla Entre la Niebla.