A la
Luz del Fuego
por Rob Vaux
Traducción de Mori Saiseki
El roto hombre estaba tendido ante la lumbre, mirando las sombras danzar en la
pared. Una gran espada estaba a su lado, una que su torcido brazo ya no podía
levantar. Una armadura estaba cerca de la entrada, una que su roto cuerpo ya no
podía llevar. Miró a ambos con ojos borrosos por las cicatrices, el fuego
revelando la furia y la amargura en su interior. Un sonido procedente de la
boca de la cueva rompió su concentración. Su cabeza se giró despacio, su
respiración siseando por el esfuerzo.
“¿Yakamo?” La pregunta no tenía
aprensión.
“Soy yo, padre,” Hida Yakamo habló mientras se acercaba al fuego y se
arrodillaba ante el viejo. Su armadura estaba pulida y brillaba, entera donde
la del viejo estaba rota. La garra metálica al final de su mano crujió un poco
al flexionarla de un lado a otro.
“¿Qué sabes de nuestras fuerzas en la ciudad Imperial?” Preguntó el viejo,
incorporándose.
“Desperdigadas, pero en su mayor parte intactas. Una especie de escaramuza se
ha entablado entre los defensores León, lo que nos ha permitido reagrupar en
paz.”
“¿Tu hermana?”
“O-Ushi está cohesionando el ejército, pero dudo en dejarla al mando durante
mucho tiempo. Con los Hirumas forzando para que luchemos, podemos perder todo
en un ataque suicida al palacio.”
Los ojos del viejo se cerraron con fuerza ante el dolor imaginario que arrugó
su frente.
“¿Y qué pasa con el palacio, Yakamo? ¿Qué hay de esa… criatura que me atacó?”
La cara de Yakamo mostró una sonrisa cruel.
“Lo siento, padre, no intenté entrar y preguntar. Pero, hay parientes que no
son tan perspicaces como yo. Han entrado en Otosan Uchi y jurado fidelidad al
Emperador.”
“¿Quién?”
“Amoro... Yori... unos cuantos más. Se proclaman la voz del clan ahora que tú y
yo hemos muerto.”
El viejo suspiró, moviendo su cuerpo hacia el fuego. Se quedó sentado en
silencio, pensativamente. Yakamo estaba incómodo arrodillado. Finalmente,
después de unos minutos, volvió a hablar.
“Yokuni estuvo aquí.”
El viejo se movió, la sorpresa clara en su cara.
“¿Cuando?”
“Mientras dormías. Nos trajo algo…”
Yakamo desenvolvió el objeto, que había estado escondido tras la armadura del
viejo. A primera vista, parecía un guantelete, forjado de un opaco metal verde.
Al llevarlo Yakamo cerca de la lumbre, empezó a brillar suavemente, iluminando
los congelados dedos como si fueran velas.
“¡La Mano de Jade!” Susurró el viejo.
“'Debes de quitarte los viejos grilletes antes de forjar unos nuevos,' me dijo
Yokuni. Al menos creo que eso es lo que me dijo.”
La garra chasqueó un poco al ponerla a la luz, comparando los dos apéndices
como un mercader preciando mercancías.
“Esta garra… el 'regalo' que me dio Yori. ¿Era de un oni, verdad?”
El viejo asintió solemnemente.
“La criatura que lleva tu nombre necesitaba un vínculo contigo. Le dimos tu
mano, y a cambio…” señaló el miembro del samurai.
“A
veces puedo sentir al oni,” contestó Yakamo. “Donde está, que es lo que hace.
Susurra cosas en mis sueños, cosas que nunca puedo recordar cuando despierto.
Me altera, padre.”
En un movimiento rápido, el samurai agarró su miembro metálico y tiró de el con
fuerza. El acero chilló como un animal herido al ser liberado, y Yakamo lo tiró
al suelo de la cueva con obvia aversión. La garra saltó y se movió como si
estuviese viva. En el muñón de la muñeca, donde el metal se encontraba con la
carne, un extraño tentáculo negro se movía de un lado a otro, arena pegándose a
sus viscosos costados. El apéndice continuó moviéndose unos minutos más, sus
movimientos cada vez más lentos y más entrecortados, hasta que finalmente se
paró.
Yakamo se puso en pie, erguido, y colocó la Mano de Jade en el lugar que antes
había ocupado la garra. Con un brillante flash, se conectó a su amputado antebrazo,
zarcillos de piedra fusionándose con músculos y venas. La mano brillaba más, y
mientras miraba el viejo, Yakamo pareció llenarse de fuerza y poder. La Mano se
movía tan fluidamente como la carne, sus dígitos descongelados para siempre por
el contacto con el samurai. Yakamo flexionó sus dedos y se volvió hacia el
viejo.
“Estoy preparado para expiar los pecados de nuestra familia.”
“Excelente,” contestó el viejo. “Encuentra a Toturi. Ofrécele una tregua a
cambio de nuestra ayuda en la batalla, y dile que debemos poner nuestras
diferencias a un lado. Que tu hermana contacte con los Unicornio y que vea si
alguno de ellos se nos puede unir. El tiempo de las desunión se ha acabado.”
Yakamo asintió. “Ordenaré que un regimiento te lleve al puesto de mando, padre.”
“No te preocupes. Voy contigo.”
El samurai se sobresaltó.
“Tienes razón, Yakamo,” continuó el viejo. “Nuestro Clan ha cometido pecados
que demandan ser corregidos. Cuando te vayas, prepararé el ritual y me haré el
seppuku como penitencia.”
“¿Aquí? ¿Solo?”
“Es apropiado que lo haga así. Como daimyo, la vergüenza del Cangrejo recae
sobre mis hombros. Mi sangre borrará esa vergüenza y devolverá el honor a
nuestras fuerzas.”
Los ojos de Yakamo se entrecerraron mientras miraba fijamente al viejo. “Si
viviese tanto como las mismas estrellas,” dijo por fin, “nunca pensé que vería
a mi padre sucumbir a esa cobardía.”
El viejo siseó a través de dientes rotos. “Te atreves a acusarme…”
“¡Me atrevo a acusarte de volver la espalda a tus fallos! Dejamos a esa cosa
ahí, sentada en el Trono. ¡Nuestras acciones la ayudaron a colocarse ahí! ¿He
mencionado que Yori ha sido visto dentro de palacio? ¿He mencionado que Amoro –
tu sobrino, padre – lidera una legión de las tropas del Emperador mientras su
carne se pudre en sus huesos? Ese tres veces maldito oni al que diste mi nombre
ha proclamado públicamente el apoyo del Cangrejo al Emperador, que nuestro
ejército en campaña está compuesto por traidores. Nuestro Clan nada en esta
maldad, una maldad que nosotros mismos liberamos. Y ahora nos abandonarías para
cumplir con tu propio y egoísta honor.”
El viejo se estaba enfadando. “¡El Bushido exige que expíe mi error!”
“¡A
las Tierras Sombrías con el bushido! ¡El bushido es un rompecabezas que la
criatura en el trono ha torcido en su favor! El campeón León ya ha caído en el.
No puedo permitir que tu hagas lo mismo. ¡Hazte el seppuku aquí, ahora, en este
pequeño y húmedo agujero, y le estarás dando la victoria, padre!”
La cara del viejo se desencajo, su voz poco más que un susurro.
“¡Pero el coste! Sukune…”
“¡Sukune fue un sacrificio en el altar de nuestra vanidad! ¡Su muerte no
significa nada si no aprendemos de ella! No te arrojes a la pira como le
echaste a él.”
Yakamo se quedó en silencio, mirando a su padre al otro lado del fuego.
“¡Eres el daimyo del Clan Cangrejo, el Gran Oso, el Defensor del Imperio!
Trazaste mil maneras diferentes de tomar la ciudad. Cada resultado posible,
cada concebible vuelta, cada colina y loma en ese campo de batalla, entiendes
como la palma de tu mano. No hay nadie en todo Rokugan que conozca las llanuras
de Otosan Uchi tan bien como tú.” Se acercó, la Mano de Jade cerrándose en un
puño.
“Lo que sea esa criatura, no se nos puede enfrentar en una batalla abierta – no
si estás con nosotros. Has sido lo suficientemente fuerte para conducirnos al
umbral de la victoria. ¿Eres lo suficientemente fuerte como para llevarnos más
allá? ¿Puedes enfrentarte a tu deshonra, y cargar con esta pesada carga?”
El viejo miró a su hijo sin parpadear, con una mirada que taladraba el espacio.
Finalmente, asintió.
“Hai. Por el Clan y por el Imperio, yo... viviré con mi vergüenza.”
“Bien. Entonces ha acabado el tiempo de hablar.”
Yakamo se levantó y levantó su tetsubo sobre su hombro. La Mano de Jade relucía
con un brillo propio, la luz de la lumbre amortiguándose por su presencia.
“Hemos cometido un terrible error. Ha llegado el momento de corregirlo.”