La Senda Oculta
por Shawn Carman & Rich Wulf
Traducción de Mori
Saiseki
Rosoku estaba sentado,
meditando profundamente, en contacto con las silenciosas voces que revoloteaban
a su alrededor. El viento, la tierra… todo estaba conectado. Los espíritus le
susurraban como un amigo perdido, y él les escuchaba. Era una cosa tan simple,
el escuchar, pero tanta gente lo encontraba imposible hacer. La mayoría estaban
demasiado ocupados pensando sobre lo que ellos pensaban que era importante que
no se daban cuenta de lo que era verdaderamente significativo. A veces se
preguntaba – ¿era lo que él podía sentir que los demás no podían, lo que él
imaginaba que era importante, también una ilusión? ¿Había algo más alto, algo
más grande? Debía haberlo. Todos los caminos simplemente llevaban a otro. Su
cara, aún lisa y sin marcar por su juventud, mostraba gran concentración. Un
gran cuervo negro le miraba pacientemente desde una rama al borde del jardín.
Hubo una
repentina sensación de caos, y todo se quedó en silencio. Rosoku abrió los
ojos, dándose cuenta de que había algo mal. Hubo un grito que vino desde fuera
del templo. El joven monje frunció aún más el ceño. Solo tenía tres alumnos,
todos almas que habían llegado al templo por accidente o por el destino. Habían
permanecido para estudiar con él, aunque no entendían quién era él. Recogiendo
sus túnicas y su bastón, salió del templo al frío aire de la montaña.
El cielo
al sur bullía con nubes que no había creado ningún kami. Una lluvia roja
diluviaba desde los cielos, empapando todo en un rancio mar rojo. Kyojitsu, su
alumno favorito, estaba tendido sobre la superficie de una roca, retorciéndose
de dolor mientras la sangre cubría su piel.
“¡Maestro!”
Gritó otro de los alumnos. “Maestro, ¿qué es esto?”
Rosoku
no tenía respuesta. Kyojitsu había sido encontrado entre las rocas a ten leguas
de allí, retorcido y roto y dejado por muerto por alguien desconocido. No
recordaba nada de su pasado, o decía no recordar. Esa semántica era importante
si alguien quería empezar una nueva senda. Ahora, parecía, el pasado había
resurgido.
“¡Muertos!”
Gritó el hombre. “¡Muertos! ¡Todos ellos! ¡Yo les maté! El capitán dijo que no
eran nada más que bárbaros, pero había viejos… niños… ¡No sentí nada!” Kyojitsu
saltó sobre las rocas hacia el templo, su cara una máscara de violencia y odio.
“¿Por qué salvaría tu padre un Imperio tan maldito?” Se lanzó sobre Rosoku, sus
manos retorcidas en garras de animal.
El joven
monje cogió la muñeca de Kyojitsu con su mano libre, bloqueó su embestida con
su bastón, y le apretó contra el suelo con un fácil movimiento. Kyojitsu
forcejeó, espumarajos en la boca. Rosoku soltó su bastón y presionó con dos
dedos el centro del pecho del hombre que chillaba. Su expresión se volvió vacía
y se calmó, luego cayó dormido.
“Traerle
dentro,” dijo simplemente Rosoku.
“Maestro,”
repitió el otro. “¿Qué está pasando?”
“No lo
sé,” confesó Rosoku, mirando la tormenta al sur con mayor preocupación.
•
El último guardia cayó
al suelo con un estruendo, su armadura ceremonial haciendo un crujido casi de
disculpa cuando golpeó el frío suelo de piedra. Media docena de sus camaradas
estaban diseminados por el suelo, aturdidos e intentándose poner en pie.
Algunos no se movían.
Un
samurai vestido con una brillante armadura naranja se interpuso entre el
pequeño desconocido y el Emperador. Su mano descansaba sobre el puño de su
katana, pero no la desenvainó. Solo miraba al hombre con curiosos e
inteligentes ojos.
“No deseo
hacerte daño,” dijo.
“Detén
tu mano, poderoso Shiba,” se rió el pequeño hombre. Era un sonido alegre y
sincero, vacío de cualquier burla. “Yo tampoco quiero hacerte daño, ni a tu
hermano. Ni siquiera a estos buenos y honorables hombres y mujeres que hay
aquí, aunque espero que aprendan la lección que les he dado.”
“Quizás
fue estúpido echarte sin ofrecerte el poder escuchar tus palabras, pequeño
hombre,” dijo el Emperador. “¿Cómo te llamas, desconocido?”
“Soy
Shinsei,” contestó el pequeño hombre. “He venido a ofrecerte consejo.”
“¿Ofreces
al Hijo del Cielo consejo?” Contestó con frialdad Shiba. “¿Quién eres tú para
cuestionar su sabiduría?”
Shinsei
levantó sus cejas con curiosidad y sonrió. “No ofrezco sabiduría, solo consejo.
La sabiduría surge desde dentro.”
Los ojos
de Shiba se abrieron un poco.
“¿Y en
cuanto a quién soy?” Continuó Shinsei. “Solo soy un hombre.”
“Sin
querer ser ofender, Shinsei, ¿pero por qué debería tomar tu presencia aquí por
otra cosa que no sea arrogancia? Hay decenas de miles de hombres a mis
órdenes,” contestó el Emperador. “¿Por qué debería tratarte a ti de forma
diferente? ¿Qué puedes tu ofrecer que mis sabios no puedan?”
“Perspectiva,”
contestó Shinsei.
“No
tengo tiempo para adivinanzas,” dijo con irritación Hantei.
“Y es
por eso por lo que triunfará Fu Leng,” dijo Shinsei asintiendo con tristeza.
“Como tantas veces ha triunfado el mal. El mundo es mayor de lo que podemos
ver. Fu Leng lo entiende, y eso le hace fuerte.”
Tanto
Hantei como Shiba se quedaron en silencio durante un momento, y los ojos del
Emperador se entrecerraron peligrosamente. “¿Qué sabes de mi hermano?”
“Sé
mucho,” contestó Shinsei. “Sé que hay un equilibrio entre todas las cosas,
dictado por las leyes del Orden Celestial. Conozco los secretos del equilibrio
entre los elementos: aire, agua, fuego, tierra, y eso que hay entre ellos. Sé
que tu hermano, al que llamas Fu Leng aunque ese no es su verdadero nombre,
saca su fuerza de los asquerosos reinos de la corrupción y la muerte. Busca
consumirlo todo, igual que un perro rabiosos ataca todo lo que ve. Si no es
derrotado, el mundo mortal será rehecho a su imagen durante mil años de
oscuridad.”
“¿Cómo
puede ser detenido?” Preguntó Shiba.
“Entendiendo
la verdad, igual que él lo hace.”
Shiba y
Hantei se miraron el uno al otro, y luego al pequeño desconocido. “¿Y
compartirías esos secretos con nosotros? ¿A qué precio?”
“Mi
precio es alto,” dijo Shinsei en un tono solemne. “Quizás no queráis pagarlo.”
“Lo que
sea,” contestó Hantei. “Enséñame esos secretos. ¿Cual es tu precio?”
“Debéis
escuchar,” contestó Shinsei. “Debéis abrir vuestra mente a la verdad que os
traigo, y luego viene la parte más difícil. Debéis cambiar.”
El
Emperador señaló hacia el sur. “A cada momento que me retraso, cientos mueren
en mi nombre. Por ellos alegremente me enfrentaría a cualquier dificultad.
Hablemos, pequeño profeta. Quiero escuchar estas verdades de las que hablas.”
“Creo
que a mi también me gustaría escucharlas,” dijo Shiba, apartando su mano de la
espada.
Shinsei
sonrió.
•
Aunque era el hombre
más poderoso de todo Rokugan, Toturi III nunca parecía tener mucho tiempo para
sus asuntos personales. Había sabido que eso iba a ser así incluso antes de que
empezase a intentar conseguir el poder, el deber siempre había formado parte de
su existencia, pero las exigencias que había sobre su tiempo habían sobrepasado
incuso sus expectativas. Esta noche, por ejemplo, era muy tarde, y finalmente
había despachado a sus ayudantes. En tiempos más sencillos hubiese podido
hacerlo hacía algunas horas, y así hubiese podido disfrutar de una obra de
teatro o de alguna otra diversión. Pero estos desde luego que no eran tiempos
sencillos. Ahora, cuando buscaba diversión, siempre estaba estrictamente
planeada y organizada con anterioridad, normalmente una tenue fachada tras la
que había una maniobra política de algún cortesano. Toturi Naseru suspiró, y
volvió sus pensamientos hacia asuntos más importantes.
La
Lluvia de Sangre había sido una debacle mayor de lo que posiblemente se diese
cuenta Iuchiban. El ritual había sido hecho para lanzar al Imperio al caos más
absoluto, llenando las calles de locos Manchados y convirtiendo grandes
extensiones de terreno en humeantes ruinas mientras hermano se volvía contra
hermano. Si el fin era debilitar al Imperio, el Portavoz de la Sangre había
fracasado. Los hijos e hijas de Rokugan eran más fuertes de lo que se había
imaginado el Portavoz de la Sangre, y su resistencia llenaba de orgullo a
Naseru. Los clanes se habían reunido bajo el estandarte del Emperador y habían
apartado de su lado a los corruptos que había entre ellos. Los clanes eran más
fuertes debido a la Lluvia, de sus filas habían salido los débiles y los
decadentes.
Aunque
muchos habían caído bajo la Lluvia y algunos ahora marchaban por voluntad
propia con el Portavoz de la Sangre, aquellos que quedaron se sintieron
galvanizados contra el enemigo. Cientos de miles habían perdido miembros de sus
amigos o de sus familias. Iuchiban era un enemigo distante e inatacable que
pocos entendían, pero los guerreros de Rokugan estaban deseosos de enfrentarse
contra él. El dolor y la pérdida que todos sentían necesitaba un objetivo,
exigía venganza. Quizás, pensó Naseru, ese era de hecho el objetivo de
Iuchiban. La ira pura era un instrumento del mal, y siempre había servido a los
Portavoces de la Sangre. No era un experto en asuntos de magia; esa era la
especialidad de su hermano Sezaru. Especular sin saber sobre esos asuntos no
servía para nada.
Pero era
obvio que en los meses que habían transcurrido desde la Lluvia la ira de
Rokugan estaba ahora empezando a diluir, a buscar otros objetivos. Escaramuzas
fronterizas entre los clanes eran cada vez más frecuentes, y la guerra cercana
a la Ciudad de la Rana Rica se había intensificado peligrosamente.
El
guardia Seppun que andaba por delante suyo se detuvo súbitamente, levantando
una mano para hacer una señal a los demás. El Emperador esperó en calma a ver
que estaba a punto de ocurrir. Mientras los Seppun se movían para crear una barrera
delante suyo, vio a un hombre con una pesada capa de viaje de pie en el pasillo
cerca de la entrada a sus habitaciones privadas. Un negro cuervo estaba posado
en su hombro.
“Saludos,
Emperador de Rokugan,” dijo el hombre en tono respetuoso. Se inclinó, pero solo
un poco.
El líder
de los Seppun no dijo nada, simplemente desenvainó su espada y avanzó sobre el
intruso. El desconocido miró con curiosidad al guardia desde las profundidades
de su sombría capucha.
“Espera,”
dijo Naseru, extendiendo una mano. “¿Cómo te llamas, forastero?”
“Soy
Rosoku,” dijo el hombre.
“Vuestra
Majestad, si este hombre desea una audiencia con vos, hay formas de hacerlo,”
dijo el Seppun, sin envainar su espada, pero deteniéndose ante la orden del
Emperador. “Ha invadido las Habitaciones Imperiales sin permiso. Solo hay un
castigo.”
“Si este
hombre es quién dice ser, atacarle solo servirá para repetir la historia
inútilmente,” dijo el Emperador. “No quiero que mis guardias se hagan daño ni
deshonrarles ordenándoles a atacar a uno al que debemos tanto… si eres quién
dices ser.”
“No
busco violencia, Justo Emperador,” dijo Rosoku, “pero debo moverme con cautela.
No podía mostrarme para pedir una cita.”
“Por
supuesto,” contestó Naseru, pasando por entre sus guardias. “Conozco tu nombre.
Mi padre me habló una vez de ti, para que pudiese estar preparado por si
volvieras. Pero te hago una pregunta, para que demuestres que eres quién dices
ser.”
“Pregunta.”
“¿Cuales
fueron las tres últimas palabras que tu padre le dijo al último Hantei?”
Preguntó Naseru. “Encuentro que las dramatizaciones de las obras de teatro
invariablemente le citan incorrectamente.”
Rosoku
sonrió, y el cuervo que estaba sobre su hombro ladeó su cabeza para poder mirar
mejor al Emperador. “Tu eres mortal.”
Naseru
se volvió a sus guardias. “Dejadnos.”
•
Otosan Uchi, el Segundo
Día del Trueno
El hombre una vez
conocido como Akodo Toturi, el llamado León Negro, como un reflejo quitó la
sangre de su espada y la envainó sin pensar. El cuerpo que había en el suelo se
enfriaba con rapidez cuando repentinamente ardió y empezó a desmoronarse como
si hubiese experimentado semanas de descomposición en los pocos momentos desde
su muerte. La cabeza que había estado unida al cuerpo ahora estaba al otro lado
de la habitación, pero Toturi no podía mirarla.
Un
callado sollozo era el único sonido que había en al sala. Bayushi Kachiko
sostenía el moribundo cuerpo de su amigo Doji Hoturi. Toturi ansiaba despedirse
de su amigo, pero las palabras entre el Grulla y la Escorpión eran privadas, y
no quería entrometerse. Volvería a oír la voz de Hoturi en las salas de los
ancestros, donde aquellos que habían venido antes le habían ofrecido sus
consejos durante toda su vida.
Hida
Yakamo logró ponerse en pie, riendo triunfante mientras se desembarazaba de las
cadenas que el Kami Oscuro había invocado. Otaku Kamoko estaba arrodillada en
silencio junto al caído cuerpo de Isawa Tadaka. Mirumoto Hitomi ya se había
ido, igual que el cadáver de Togashi Yokuni.
“Bien
hecho, Toturi,” le susurró el Ronin Encapuchado, de pie al borde de las
sombras. “Lo habéis conseguido. Se ha decidido el destino de la humanidad por
los próximos mil años.”
“Deberías
estar junto a nosotros,” dijo Toturi. “Ven con nosotros a anunciar nuestra
victoria. Es tan logro nuestro como tuyo.”
“No,”
contestó la voz. “Ese no es mi destino. Debo alejarme del Imperio, para
proteger mi línea sucesoria hasta el próximo Día del Trueno. Es nuestro sino,
aconsejar a vuestros descendientes igual que mi ancestro guió a los vuestros.”
Toturi
asintió. “Te deseo lo mejor, amigo mío.” Dudó por un momento. “Ahora que has
cumplido tu destino, ¿qué será de ti?”
“Descansaré.”
La voz sonaba llena de alivio y cansancio. “Y volveré a empezar mi trabajo.”
“¿Tu
trabajo?” Toturi frunció el ceño. “Creía que este era tu destino.”
El Ronin
Encapuchado se rió. “¿Crees que el universo nos da un solo destino a cada uno
de nosotros?” Preguntó. “No seas tonto, Toturi. Hay más cosas que hacer. Muy
pronto sabrás eso mejor que los demás.” El omnipresente cuervo sobre el hombro
del ronin graznó con júbilo.
Toturi
frunció el ceño, no estando seguro de si le gustaba el tono del extraño
hombrecillo.
“¿Te
volveremos a ver?” Preguntó Toturi.
“Si,”
contestó, adentrándose en las sombras. “Mi familia ha encontrado que era muy
importante mantener informados de nuestra existencia a los que son como tu.”
“¿Cómo
yo?” Preguntó Toturi. “¿Qué quieres decir?”
El Ronin
Encapuchado ya no estaba.
•
“Entonces eres
Shinsei,” dijo Naseru, estudiando cuidadosamente a Rosoku que estaba al otro
lado de la vacía amplitud de sus habitaciones privadas.
“Si y
no,” dijo el forastero. “Soy su descendiente. Yo no soy más Shinsei de lo que
vos sois Akodo, Matsu, o Isawa, aunque la sangre de esos tres héroes corre por
vuestras venas. Si yo soy Shinsei es solo de la misma manera en que todos los
ríos son el mismo.”
Una
irónica sonrisa apareció en el rostro de Naseru. “Hablas como Shinsei. Entonces
eres bastante igual.”
“Quizás,”
dijo Rosoku.
“Tus
consejos salvaron al Imperio, y a un nivel más personal, le salvaron la vida a
mi padre,” dijo con seriedad Naseru. “Yo honro las deudas de mi familia,
profeta. Di lo que necesitas, y será tuyo.”
“Yo no
necesito nada,” contestó el profeta. “Sois vos quién necesita de mi ayuda.”
Naseru
no dijo nada durante un momento, sopesando lo que implicaba esa frase. “Sé que
tu familia permanece escondida por una razón,” dijo. “Sé que cada mil años
llega un desafío entre los ideales representados por los Divinos Cielos y los
que representa Jigoku, un Día del Trueno, un desafío que determina el destino
del reino mortal. Sé que tu familia tiene la sabiduría para guiarnos a través
de ese desafío. ¿Es una amenaza tan grande la presencia de Iuchiban que te
arriesgas a salir de tu soledad?”
“En
parte,” dijo Rosoku.
“¿Qué
quieres decir?” Preguntó Naseru.
“Solo
que somos muy parecidos, poderoso Emperador,” dijo. “Ambos estamos obligados a
cumplir las promesas que hicimos a nuestros padres. Mi padre llegó a amar al
Imperio durante el tiempo que estuvo aquí. Vio los eventos desde lejos, y le
entristeció la Guerra Contra la Oscuridad, la Guerra de los Espíritus, y la
destrucción de Otosan Uchi por parte de Daigotsu. Siempre pensó que si no se
hubiese retirado del Imperio las cosas no hubiesen sido tan terribles como
fueron.”
Naseru
frunció el ceño. “No quiero menospreciarte a ti ni a tu padre,” dijo, “¿pero
qué podríais haber hecho que no hicimos nosotros? ¿De verdad crees que el
descendiente de Shinsei podía haber hecho algo para impedir las tragedias de
las que hablas? ¿No crees que su presencia hubiese invitado inevitables ataques
por parte de las Tierras Sombrías y que eso negase cualquier bien que podría
haber causado?”
Rosoku
se encogió de hombros. “Ponte en el lugar de mi padre,” dijo. “Piensa que – tu
destino es guiar al Imperio hacia su salvación a través de la sabiduría.
Entonces, cuando hayas hechos eso, debes apartarte a un lado. ¿Podrías hacerlo?
¿Podrías ver el dolor y la miseria que han consumido a este Imperio y no sentir
que tienes que hacer algo? Era
su obligación mantener el secreto de su existencia, pero ese deber no fue
fácil. Cuando murió mi padre, me hizo prometerle que los consejos de la familia
de Shinsei no desaparecerían del Imperio.”
“No
puedo permitirlo,” dijo Naseru. “El Imperio necesitará otro Shinsei cuando
llegue otro Día del Trueno. No puedo permitir que te pongas en peligro al
aparecer en público.”
“Ni yo,”
dijo Rosoku. “Pero el gran secreto de Shinsei siempre ha sido que el valor de
su sabiduría no se refleja en él, sino en la grandeza que inspira en otros.
Tengo un plan.”
“Te
escucho,” dijo Naseru.
“Durante
generaciones mi familia ha reunido nuestras enseñanzas, seis libros que
contienen los escritos de los descendientes de Shinsei,” dijo Rosoku. “Propongo
una serie de retos, pruebas que determinarán quienes son los más iluminados de
tus seguidores. Cuando encuentres al que triunfe en esas pruebas, encontrarás
al que te puede aconsejar como solo Shinsei pudo.”
“¿Pero
no se mofaría esa alma iluminada de participar en esos retos tan mundanos?” Preguntó
Naseru.
“Quizás,”
dijo Rosoku, “pero en Rokugan todos los hombres tienen que rendirse cuentas entre
si, y todos te tienen que dar cuentas a ti. Al que buscas muy posiblemente
sirve a un samurai que ansía el honor y el prestigio que da completar un reto
puesto por el propio descendiente de Shinsei, especialmente si lo anuncia el
propio Emperador.”
“Empiezo
a ver las posibilidades,” dijo Naseru. “Cuéntame más…”