Legiones, 2ª Parte

 

por Shawn Carman y Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

El Año 1165 por el Calendario Isawa, Primavera

 

Akodo Ijiasu nunca había huido de una batalla. No empezaría hoy. Pero incluso el valiente joven señor podía ver que le superaban en número.

            Una vez, la Ciudad de la Rana Rica había sido parte del territorio Unicornio, aunque al ser nómadas, los Unicornio nunca habían certificado su posesión, dejando que la gobernase la familia ronin de los Kaeru. Cuando la familia Ikoma del Clan León absorbió a los Kaeru y se quedaron con la ciudad, muchos miembros de alto rango del Unicornio denunciaron sus actos en la Corte Imperial. Los intentos Unicornio para recuperar la propiedad de la ciudad fueron denegados; el Khan se había opuesto al Emperador Toturi III durante su intento de conseguir el trono, y el Emperador no perdonaba con facilidad. Su negativa a que el Khan gobernase Kaeru Toshi fue tanto una recompensa a los Ikoma por su apoyo, como un sutil recordatorio al Unicornio de lo que costaba ir en contra de la voluntad del Emperador.

            Pero al Khan no se le podía negar nada para siempre, ni siquiera por el Emperador. En los últimos años, guardas Akodo habían espiado a muchas partidas exploradores Unicornio infiltrándose en sus tierras. Invariablemente, estos exploradores se volvían hacia sus propias tierras en cuanto eran avistados, rápidamente dejando atrás a la caballería León. Matsu Nimuro había decidido no aguantar más las sutiles incursiones Unicornio. Era necesaria una demostración de fuerza. Ijiasu, antiguo vasallo del Shogun, fue enviado a Kaeru Toshi junto a una guardia de honor compuesta por los mejores jinetes del Clan León. Cuando avistasen al siguiente grupo de exploradores, los León no mostrarían misericordia alguna.

            Por su parte, Ijiasu anisaba por ponerse a prueba. Al revés que la mayoría de los Akodo, nunca había escuchado los susurros de sus ancestros guiándole. Siempre se había preguntado si su silencio era debido al deseo de estos para que alcanzase la grandeza por si mismo, o era la sentencia por un destino fracasado. Ijiasu juró que no fallaría ni a su Campeón ni a sus ancestros, y llevaría a sus tropas a la batalla contra el primer grupo de exploradores Unicornio que localizasen sus guardas.

            Fue una masacre, pero no en la forma que había esperado Ijiasu. Legiones de caballería Unicorn habían surgido de los bosques, superando en tres a uno a las tropas León. De alguna manera habían pasado por entre las patrullas León sin ser detectados. De alguna manera, habían sabido exactamente cuando y donde atacaría Ijiasu. Cuando Ijiasu vio el estandarte del propio Khan ondear orgulloso en el corazón del ejército Unicornio, supo que ese día no habría una victoria para el León.

            Pero Ijiasu nunca había huido de una batalla. No empezaría hoy. Haciendo señales para que la mayoría de sus fuerzas empezasen una ordenada retirada de vuelta a las murallas de la ciudad, lideró una carga al corazón de las fuerzas Unicornio. Podría morir, pero no sin matar al Khan por su traición. Akodo Tadenori lideraría sus fuerzas en su nombre, inspirando a las tropas supervivientes a que luchasen y vengasen su muerte.

            El estandarte del Khan aún estaba a cien metros cuando un Guardia Blanca derribó a Akodo Ijiasu de su silla. La lanza atravesó su cuerpo, destrozando su espina dorsal. No hubo dolor, solo un calor húmedo extendiéndose por su cuello y hombros mientras su cabeza golpeaba una roca. Tropas León pasaron junto a él, gritando de furia.

            El gran guerrero León yacía sobre la fría tierra y miraba a las delicadas nubes, los sonidos de la batalla atenuándose a cada momento. Al desvanecerse el mundo, Ijiasu se preguntó si este era el fracaso que habían visto sus ancestros.

 

 

Los Campos de Yomi, en la Eternidad

 

            Ijiasu estaba sentado donde había caído. Este lugar era igual que el campo de batalla donde se había enfrentado a los Unicornio, aunque también muy diferente. Ningún cadáver estaba esparcido por la llanura. Ningún guerrero victorioso reclamaba esta tierra como suya. Incluso el suelo, antes destrozado por furiosos cascos de caballo, había sido restaurado. Una neblina cubría todo, haciendo que el horizonte fuese brumoso e indistinto. Estaba vacío, perfecto. Ijiasu tenía la extraña sensación de que estaba viendo el campo de batalla como tenía que ser, en su estado más puro. Una sensación de paz le había subyugado desde que vio por primera vez estas tierras, una paz que rápidamente se destrozó.

            El instinto movió a Ijiasu en ese momento; tenía en la mano su espada cuando un grupo de ocho samuráis coronaron la colina con las lanzas en ristre. Se agachó ante el ataque del primer lancero, levantando su espada y dándole un tajo desde la cadera al hombro. Se giró con la inercia del golpe, arrancando la lanza del hombre muerto de sus manos y después de dio la vuelta para parar tres ataques más. Clavó la lanza en el corazón de un cuarto hombre mientras una afilada punta le rasgó el abdomen.

            Ijiasu soltó la lanza y le dio un fuerte puñetazo en la cara a su atacante, consiguiendo que el hombre trastabillase hacia atrás. Un golpe de su katana, sujetada por ambas manos, le mató e hizo que cayese sobre otros dos atacantes. Se giró y mató a otro, retrocediendo mientras adoptaba una posición defensiva mientras sus enemigos se recuperaban.

            Ijiasu solo vio una mirada asesina en sus ojos. Al principio creyó que eran Escorpión por el color rojo sangre de su armadura, pero no llevaban símbolos de clan ni de familia y ninguno llevaba máscara alguna. El rojo no era el esmalte de un herrero, sino la mancha de sangre verdadera. Sus ojos brillaban con una hambrienta luz irreal, apretados los dientes con ira. Mientras los enemigos se medían, Ijiasu se dio cuenta de que los cuerpos de los tres caídos samurai habían desaparecido en la neblina. Una memoria, largo tiempo olvidada, clamaba su atención, pero en el fragor de la inminente batalla no podía recordarla. Mientras les miraba, más guerreros ensangrentados surgieron de entre la niebla. Una docena, y luego más, más de los que podría derrotar Ijiasu.

            Esta batalla no podía ser ganada, pero Ijiasu nunca había huido de una batalla.

            “¡Por la gloria del León!” Gritó.

            Ante su sorpresa, escuchó como su grito era repetido. Donde antes había una espada, ahora había dos. Un guerrero de armadura dorada estaba junto a Ijiasu, brillando con el fulgor del sol. Ijiasu creyó reconocer su cara, pero no… era demasiado joven.

            Era un León. Eso era todo lo que necesitaba saber Ijiasu.

            Espalda contra espalda, lucharon contra el enemigo.

 

 

El Año 1109 por el Calendario Isawa, Invierno

 

El líder de los devotos cayó al suelo de piedra, la vida arrancada de su cuerpo por un rayo de jade cauterizante. La batalla finalmente acabada, Kuni Yori descansó pesadamente contra el muro de piedra de la inmensa caverna. Se tocó la herida que tenía en el costado, aún sangrando por culpa del cuchillo del devoto. El maquillaje blanco que cubría su cara ahora estaba manchado por sudor, mugre, y sangre. Fue arrastrándose hasta el cuerpo de su caído yojimbo.

            Su mano libre se detuvo antes de coger el pergamino de curación. Una agria mirada de derrota oscureció los rasgos del joven shugenja. Sacó un pergamino diferente mientras se arrodillaba junto al cuerpo, recitando las bendiciones que harían que el alma de su hermano mayor llegase a salvo a los campos de Yomi.

            Cuando la oración acabó, Yori levantó la vista para observar la carnicería. Los cadáveres de guerreros y shugenjas Cangrejo muertos estaban desparramados por toda la subterránea caverna. Símbolos de ocultismo estaban garabateados por las piedras, símbolos retorcidos que parecían moverse al Yori mirarlos. Con el corazón pesaroso, Yori se puso en pie y fue hasta el altar. El líder de los devotos yacía ahí, su cuerpo aún humeando por el poder de la magia de Yori, su cara retorcida por una mueca de ira.

            “Padre,” susurró Yori. “¿Por qué?”

            EL hombre muerto agarraba una máscara de porcelana con ambas manos, una cosa grande y abultada, demasiado grande como para que la pudiese llevar un ser humano. Estaba pintada con un estilo pomposo, labios carmesí formando un beso. Yori se arrodilló para mirarla de cerca. Fue a por ella inconscientemente, sintiendo el poder que había dentro de ella. ¿Sería esto lo que hizo que su padre traicionase a su clan? ¿Sería esto lo que le hizo matar a su propio hijo y a los demás que intentaron detenerle?

            Se detuvo, sus dedos a pocos centímetros de la superficie de porcelana. Sintió algo extraño, algo más que el obvio poder oscuro que corría por este nemuranai. Sintió un trozo de oscuridad, un aura invisible que giraba alrededor de la máscara. Alguien había puesto una poderosa maldición sobre la máscara, con la intención de castigar brutalmente a los enemigos que pusieran sus manos sobre ella. Yori dijo unas simples palabras mágicas, haciendo que la guarda brillase con luz mística.

            Los ojos de Yori se abrieron mucho al admirar la obvia destreza que había tras el emplazamiento de la guarda. Simples hechizos habían sido hilados juntos en una manera que nunca antes había visto, protecciones innocuas unidas para crear un hechizo que arrancarían el alma de un hombre de su cuerpo en un instante. Después de estudiarlo durante unos momentos, encontró la raíz de la guarda. Susurró una palabra, y la reluciente barrera se desvaneció. Vio como desaparecía la magia, no sin algo de pesar por no poder con más detalle un trabajo tan hábil. Cogió la máscara con manos temblorosas, arrancándola de las manos de su padre muerto. Yori sintió un torrente de poder prohibido al coger el nemuranai, de algo que llevaba largo tiempo enterrado y olvidado.

            “Increíble,” dijo una áspera voz.

            Yori levantó la vista, sorprendido. Un hombre grande ahora estaba de pie tras el altar de piedra, mirando penetrantemente al joven Cangrejo. Llevaba un negro kimono de seda, bordado con horribles imágenes de grullas destrozándose entre si mientras volaban. Sostenía en alto un grueso martillo, preparado para atacar a Yori, pero la mirada en sus pálidos ojos azules solo era de curiosidad.

Yori rápidamente gritó un hechizo, disparando un rayo de energía de jade al extraño. Este lo apartó con un descuidado ademán mientras seguía mirando intensamente a Yori.

            “Esa era una de mis guardas más fuertes,” dijo el hombre. “No solo la detectaste, sino que la quitaste con facilidad. Quizás fui al Kuni equivocado a pedirle ayuda.”

            “Tu,” contestó Yori en voz baja. “¿Eres el responsable de esto? ¡Mi hermano, mi padre, todos estos hombres, todos muertos!”

            “Tu padre se destruyó a si mismo, Yori,” dijo el hombre. “El poder que le ofrecí habría hecho que los Kuni fuesen los más grandes entre todas las familias shugenja. Fue su arrogancia y tus sospechas lo que le llevó a la muerte, a la muerte de tu hermano, y a la muerte de todos estos hombres.” Señaló despreocupadamente al caído Cangrejo.

            “Los Kuni moriríamos antes de inclinarse ante los lacayos de Fu Leng,” dijo Yori, escupiendo a los pies del hombre.

            El desconocido levantó una ceja totalmente blanca y después agitó su cabeza con tristeza. “No lo entiendes,” dijo. “El poder que yo tengo nace del corazón de Jigoku, pero no me controla. Entiendo eso que solo los Kuni, de entre todas las familias, entienden. Las Tierras Sombrías nunca pueden ser derrotadas… pero si se puede hacer que se arrodillen. Pensaba que tu padre estaba de acuerdo conmigo… pero al final fue débil, y la oscuridad le conquistó.”

            “¿Quién eres?” Preguntó Yori.

            “Soy Yajinden,” contestó el hombre.

            “Conozco ese hombre,” dijo Yori, una fría sensación extendiéndose por su cuerpo. “Eres el lugarteniente de Iuchiban, el creador de las Bloodswords.”

            “¿No te sorprende que esté vivo?” Preguntó.

            “Me han enseñado a esperar cosas así de las Tierras Sombrías,” contestó Yori. Yajinden dio un paso hacia él, pero Yori levantó defensivamente la máscara. “No pretendas ser el benefactor de mi padre. ¡No te acerques más, o destruiré esta maldita cosa!”

            “No puede ser destruida,” dijo Yajinden, aunque no se acercó más. Bajó el martillo, dejándolo de golpe en el suelo. “Fue creada demasiado bien. Hay tres otras como esa, cada una creada para atar el alma de mi señor Iuchiban a su prisión. Solo es un ejemplo del poder que ofrecí a tu padre. Tú también lo ansías. Vi tus ojos mientras desenredabas mi maldición.”

            Yori miró confundido la máscara. “No lo entiendo,” dijo. “La prisión de Iuchiban fue construida por los Cangrejo, fortificada con trampas Escorpión y magia Fénix. ¿Por qué contendrían sus llaves esta magia negra?”

            “Quizás porque los que construyeron su prisión no eran tan hábiles para sentir la verdad como tu lo eres,” contestó Yajinden, “o quizás lo percibían tanto como tu pero no se hicieron preguntas siempre que el Portavoz de la Sangre permaneciese encerrado. La victoria es la victoria, ¿no es verdad? ¿Quién mejor para crear la prisión de Iuchiban que su lugarteniente? ¿No te parece extraño que las historias nunca hablen de mi derrota durante la segunda venida de Iuchiban?”

            “No,” dijo Yori, agitando su cabeza mientras volvía a mirar a Yajinden. “Los Cangrejo no te hubiesen permitido ayudarles, no después de que tu señor casi destruyese su Imperio.”

            “Los hombres desesperados toman decisiones desesperadas cuando es necesario,” contestó Yajinden. “No todos los Cangrejo sabían quién yo era, solo los suficientes. El honor es una cosa buena, Yori, pero son los hombres innobles que hacen lo que hay que hacer los que a menudo salvan el Imperio.”

            “¿Entonces te crees un héroe?” Yori se burló, incrédulo.

            “Soy un artista,” contestó Yajinden. “Es tan simple como eso. El bien y el mal, el honor y el deshonor, esas cosas no me conciernen, solo la creación. No podía seguir creando como yo deseaba, encadenado como estaba a Iuchiban. Me hizo servirle lealmente, y lo hice. Aunque pude haber dado a sus enemigos la forma de destruirle, en vez de eso les convencí de que no podía ser destruido. Cree una prisión que incluso sus mayores enemigos nunca podrían penetrar. Permanecerá dentro, a salvo de todos los que le amenazan, durante toda la eternidad.” Yajinden volvió a mirar la máscara. “Mientras los sellos estén bien guardados. Tu padre traicionó mi confianza, Yori. Este ritual que interrumpiste era un ritual de búsqueda. Habría buscado mis otras máscaras y soltado a mi señor. Tu padre no detectó la maldición que yo puse dentro de la máscara, una maldición que destruiría a cualquiera que buscase traicionarme.” Yajinden le dio la espalda a Yori, mirando la carnicería que llenaba la cueva. “Y así encontramos como se cumplió la maldición. Entérate de lo que les pasa a los que me desafían, Yori. Ve la verdad en los ojos muertos de tu padre.”

            “¿Por qué me cuentas estas cosas?” Preguntó Yori. “¿Por qué me tendría que creer todo esto?”

            Yajinden se encogió de hombros. “He vivido durante mucho tiempo, Yori. Me he vuelto un experto en estimar la valía de los demás. Tu padre era un hombre mezquino, pero tu… tu estás destinado a hacer algo grande.”

            “¿Qué quieres?” Preguntó Yori.

            “Lo mismo que ofrecí a tu padre,” dijo Yajinden. “La oportunidad de enseñarte.”

            “¿Enseñarme?” Preguntó Yori, con temor e intrigado al mismo tiempo.

            Yajinden asintió. “Todo lo que quieras aprender. Si guardas esta máscara, me aseguraré de que seas un digno guardián.”

            “No me convertiré en un Portavoz de la Sangre,” escupió Yori. “Antes morir.”

            Yajinden frunció el ceño. “No te he pedido eso, y no sabía que los Kuni temiesen tanto el conocimiento. ¿No es vuestro deber aprender de la oscuridad para luchar con más efectividad contra ella?”

            Yori frunció el ceño.

            “Sopesa lo que ofrezco, Yori,” dijo Yajinden en un turbador tono dulce. “Permíteme enseñarte todo lo que quieras aprender o te quitaré esa máscara, y quizás te mate intentándolo. La muerte de tu padre no significará nada. Ya te he demostrado que no puedes matarme, Yori. ¿Te hará daño aprender de mi?”

            “¿Por qué yo?” Preguntó Yori. “¿No tienes suficientes Portavoces de la Sangre que quisieran aprender de ti?”

            “Sus almas ya se han prometido a mi señor,” dijo Yajinden. “Cuando él vuelva, tendrán que obedecerle como yo lo hago. Pero tú… tú eres libre... y eres curioso, como yo lo fui. Somos parecidos, tú y yo.”

            “¿Por lo que deseas que sea tu arma contra tu señor?” Preguntó Yori, ojos entrecerrándose.

            Yajinden sonrió un poco. “Nunca desearía hacerle daño a mi señor,” dijo mecánicamente. “Solo deseo enseñar. ¿Lo que hagas con esos conocimientos es cosa tuya.”

            “Por supuesto,” dijo Yori. Su mano apretó la fría máscara de porcelana. A pesar de su recelo, ya podía ver como se formaban las posibilidades.

 

 

Los Campos de Yomi, en la Eternidad

 

            “¿Qué es lo último que recuerdas?” Preguntó ansioso Goemon.

            Ijiasu miró desconcertado a Matsu Goemon. Recordaba que este hombre había sido un oficial en sus ejércitos, un viejo veterano de la Guerra de los Clanes, de la Guerra Contra la Oscuridad, y de la Guerra de los Espíritus. Ahora era joven, alto y fuerte, y su cara brillaba con un divino resplandor. Decía ser la Fortuna de los Héroes. Ijiasu le parecía difícil de creer, pero no conseguía dudarlo de verdad. Goemon era un verdadero León. Aunque su cara era diferente, Ijiasu reconoció el estilo de luchar del veterano héroe. Un hombre podía mentir, pero su espada no. Ijiasu creyó que Goemon era quién decía ser.

            “Recuerdo luchar contra los Unicornio,” dijo Ijiasu. “Luego estaba aquí, donde me encontraste. ¿Dices que llevo muerto casi un año?”

            Goemon asintió con gravedad.

            “¿Dónde he estado?”

            “Confieso que no lo sé,” contestó Goemon, “y no eres tu solo. Hay muchos otros como tú, desplazados tras la muerte, depositados en lugares donde no deberían estar o que se han desvanecido en la nada. Ahora empiezan a volver, y a encontrar el camino hacia la Legión.”

            “¿Legión?” Contestó Ijiasu. “¿Qué Legión?”

            “La Legión de los Muertos,” dijo Goemon. “En el mundo de los vivos, el Portavoz de la Sangre Iuchiban ha vuelto. Con una desconocida magia ha encadenado a un ejército de inquietos muertos a su voluntad.”

            “Bah,” contestó Ijiasu. “Que lleve a sus vacilantes hordas contra el León. Ya hemos derrotado otras veces a cosas como él.”

            “No hablo de los cadáveres andantes a los que tantas veces nos hemos enfrentado,” contestó Goemon, “aunque Iuchiban si tiene a tropas como esas entre sus servidores. Hablo de los espíritus de los caídos, fantasmas de aquellos que murieron avergonzados o deshonradamente, una Legión de Sangre. No sabemos con que fin reúne a estos espíritus. Los héroes vivos de Rokugan no pueden luchar contra esa maldad. El Emperador Toturi me ha encargado reunir a una legión de héroes para luchar contra esa maldad. Algunos se sienten llamados a unirse a mí. Algunos, como tú, tengo que encontrarlos yo.”

            “¿Una guerra entre las almas de los muertos?” Preguntó Ijiasu. “Apenas puedo concebir una cosa así. ¿Qué desea esta Legión de la Sangre? ¿Qué pretende?”

            “No lo sé,” contestó Goemon, “aunque algunos de los más sabios entre nosotros tiene sus teorías.”

            Ijiasu miró al suelo, donde los cuerpos de los samuráis manchados de sangre habían caído. Su mano apretó la herida que tenía en el costado, un dolor muy real para un hombre que debería estar muerto. “¿Qué pasará con aquellos que perezcan en esta batalla?” Preguntó. “¿Puede un espíritu morir?”

            “No lo sé,” admitió Goemon. “Ya muchos de los de mi legión han caído en escaramuzas como esta. Desaparecen, como estos lo han hecho.”

            “Ofrecéis muchas incertidumbres, Goemon-sama,” contestó Ijiasu.

            “En ese aspecto las tierras de los muertos son muy parecidas a las tierras de los vivos,” dijo irónicamente Goemon.

            “Por lo que me pedís que entre en batalla por un Imperio que ya no es el mío,” preguntó Ijiasu. “Si venciese, nadie vivo sabrá que esta batalla se libró. Y si fracaso, el olvido es la única certeza.”

            Goemon asintió. “No te sientas obligado a ayudarnos,” contestó. “Solo haz lo que te dicte tu honor.”

            “¿Dónde empezamos, Goemon-sama?” Preguntó Ijiasu con una amarga sonrisa.