Luchar Por El Mañana, Décima Parte
por
Rich
Wulf
Traducción de Mori Saiseki
Toturi
Tsudao lideraba el ataque. Alrededor suyo marchaban las legiones de soldados de
arcilla, andando con pena por la extensión sin fin de las Tierras Sombrías. Las
rutas de las que habían informado los exploradores de Kaneka habían sido
buenas, y ocasionalmente ella veía fugazmente ojos brillantes o una larga cola
de roedor entre las sombras. Los Cangrejo habían enviado a sus aliados, los
Nezumi, para que les guardasen. Aunque era difícil que pudiesen contar con el
apoyo de los Ratlings cuando la batalla se volviese dura – ella creía que las
criaturas tenían la tendencia de preocuparse primero por su propia seguridad –
daba las gracias por tener unos aliados en los que apoyarse.
La
Espada miró hacia el grasiento cielo gris, una mueca de malestar en su cara.
Aunque estas tierras baldías y yermas estaban bañadas por una turbadora media
luz, no había señales del sol. Que horrible sería, pensó, el morir en un sitio
así.
Casi pudo
oír la voz de su padre regañándola. “Si eso es lo que temes, Tsudao-chan, no te
mueras.” Una pequeña sonrisa cruzó sus labios, y ella siguió cabalgando.
Los
otros Vientos cabalgaban junto a ella, cada uno perdido en sus pensamientos. Se
preguntó que sería de ellos en la batalla venidera. La última vez que se había
enfrentado a Daigotsu, ella podía haber muerto fácilmente. Quizás esta vez ella
o uno de sus hermanos no volvería. Todo era incierto, y aún no conocía la
totalidad de la amenaza a la que se iban a enfrentar.
Tsudao
hizo que su caballa se detuviese y miró el camino con una expresión de
curiosidad. Un alto Ratling, más alto que ninguno que hubiese visto antes,
estaba en el camino ante ellos. Se apoyaba sobre un pesado bastón decorado con
huesos y plumas. Muchos amuletos de metal brillante y de piedras colgaban de su
pelo, y les miraba con agudos y brillantes ojos.
“Omen-sama
dijo que vendríais,” dijo el Ratling, su Rokugani extraordinariamente claro y
preciso. “Cuatro Vientos ahora fluyen juntos, siempre cazando el Mañana.”
“Estamos
preparados para luchar, si eso es lo que quieres decir,” dijo Tsudao, haciendo
que su caballo se adelantase.
“Bien,”
dijo Te’tik’kir, pasando una zarpa sobre sus largos bigotes. “Bien-bien-bien.
Porque preparados o no, Cuatro Vientos, la lucha viene a vosotros. ¿Veis?”
Tsudao llegó al cerro donde había aparecido el Ratling y
miró al valle que había más allá. Una pequeña exclamación se escapó de sus
labios cuando vio la inmensa ciudad que se extendía ante ellos, la imposiblemente
alta torre que había en su centro, los miles y miles de samurai con armaduras
de ébano que les esperaban.
“Si,”
susurró Tsudao, una mano agarrando el amuleto del sol que colgaba de su cuello.
“Es el momento de luchar.”
•
Naseru se movió incómodo
en su armadura. No había usado estos avíos desde que se entrenaba para bushi
con su padre, y lo que era seguro es que no los había echado de menos. Las
planchas colgaban de la manera más extraña y molestaban en los sitios más
irritantes. Aún así, se daba cuenta claramente de que el dolor sería mucho más
grande si dejase de llevar la armadura.
Cuando
llegó junto a Tsudao y vio la ciudad allí abajo, su expresión no cambió. La
ciudad era muy parecida a como era cuando el emisario de Daigotsu se le había
acercado con su propuesta de alianza. Solo eran diferentes las filas de tropas
listas para el combate que ahora rodeaban la ciudad, y eso no le sorprendía
nada.
“Nos
sobrepasan mucho en número,” dijo Tsudao, mirando con preocupación a su
hermano.
“No lo
creo,” contestó Naseru. “Cuatro a uno, a nuestro favor.”
“Creo
que has contado mal, Naseru,” dijo Kaneka, moviendo su caballo junto al del
Yunque. El Shogun fruncía el ceño severamente mientras contaba en su cabeza las
fuerzas que se les oponían.
“¿Si?”
Contestó Naseru. “¿Madre también nos envió a derrotar a todos esos soldados?
Pensaba que solo pretendíamos derrotar al Señor Oscuro. Creo que todo lo que
tenemos que hacer es asegurarnos de que su ejército esté lo suficientemente
distraído por las tropas que el Campeón de Jade nos ha dado. Luego, entre mi
hermana y tu seguro que encontraréis una debilidad en su defensa que podamos
usar para correr a través de ellos e invadir el templo. No tenemos que derrotar
a su ejército, solo a su señor.”
“Cuando
se den cuenta de lo que hemos hecho, no tendremos escapatoria,” contestó
Kaneka.
“Escapar
solo era una opción, no una certeza,” contestó Naseru. “Debemos derrotar a
nuestro enemigo. Eso es lo único que importa.”
“Despiadado
como siempre, Naseru,” dijo Sezaru asintiendo respetuosamente. El shugenja sacó
su mascara de porcelana de su cinturón, poniéndolo cuidadosamente sobre su cara
y atando los lazos mientras se preparaba para la batalla. “Aunque debo confesar
que nunca te tomé del tipo que se auto-sacrificase. Impresionante.”
“Entonces
esperemos tener suerte, hermano,” dijo Naseru riendo. “Sigo prefiriendo
sobrevivir.”
•
Los soldados de arcilla
atacaron desde el norte, atrayendo el grueso de la ira del ejército de los
Perdidos. Los Cuatro Vientos fueron a la ciudad desde el sur, pero no pasó
mucho tiempo antes de que las reservas de Daigotsu se dieran cuenta del engaño.
Sezaru gritó un grito desafiante y elevó un puño hacia el cielo mientras
galopaba hacia sus filas. Rayos de pura energía blanca cayeron desde el cielo,
rasgando las nubes Manchadas para devorar filas enteras de samuráis corruptos.
Una salvaje emoción corrió por Sezaru al ver este como caían sus enemigos.
Cerró su puño y lo elevó sobre otro pelotón de caballería Manchada. Una ráfaga
de viento, poderosa como un huracán, hizo caer a los samurai de sus caballos,
aplastándoles sobre las rocas.
[[Si. ¡Devuélveles el dolor que
ellos infligieron a tu padre!]]
Sezaru
juntó sus manos y una ola de vacío negro rodó por encima de las legiones de
Daigotsu. Soldados gritaban y huían al convertir el poder absoluto todo lo que
tocaba en nada. Samuráis Perdidos desaparecían donde estaban, para no volver a
ser vistos. Una grotesca y zigzageante cicatriz rasgó el suelo al desaparecer
la energía.
[[No muestres misericordia alguna.
No puede haber misericordia para gente como esta.]]
Un
samurai Perdido atacó con su no-dachi al caballo de Sezaru, seccionándole las
piernas. Sezaru se elevó en el aire, sin importarle la pérdida de su caballo, y
cogió el mempo del samurai con una mano. El samurai gritó al empezar a relucir
su yelmo de un color rojo ardiente. Cayó de rodillas gritando con el olor a
carne quemada.
[[Que todos sufran. Muéstrales el
poder del verdadero Emperador.]]
Sezaru
cortó el aire con un rápido movimiento, su concentración enfocada sobre un
pelotón de soldados a caballo. Cerró su puño y sintió los hilos de sus almas
apretándose en su mano. De un rápido tirón hizo que los soldados se volviesen
contra sus compañeros, luchando contra sus antiguos compañeros y gritando
desafiantes en el nombre del Lobo.
[[Este es el poder de la venganza.]]
“No,”
dijo con fiereza Sezaru, y por una vez sintió el temblor del miedo en la voz
que había en su cabeza. “Este es el poder de la justicia.”
•
Akodo Kaneka permaneció
tan cerca de Sezaru como se atrevía. El shugenja infligió un camino de
destrucción alrededor suyo, y Kaneka no estaba del todo seguro de que el Lobo
aún pudiese distinguir a los amigos de entre los enemigos. Sin ninguna duda era
el más poderoso de entre ellos, y las posibilidades de llegar a Templo del
Noveno Kami eran mayores cuanto más cerca permaneciesen junto a él.
Al otro
lado del campo de batalla, Kaneka vio a un marchito hombre vestido con túnicas
verde oscuro empezar a cantar y a señalar hacia Sezaru. Sin pensarlo dos veces,
Kaneka cargo su arco y disparó, dejando dos flechas en el cuello del hombre
antes de que pudiese completar el hechizo que estaba haciendo. Sezaru miró
hacia atrás, sorprendido, al silbar cerca de él las flechas. Sus ojos se
fijaron en los de Kaneka, y asintió agradecido.
“Gracias,
hermano,” dijo Sezaru, y se volvió a meter en la batalla.
Kaneka
parpadeó. Aunque no dejó que las palabras le desconcentrasen, no pudo evitar la
sorpresa. Era la primera vez, quizás, que uno de los otros hijos de Toturi le
había reconocido como uno de ellos. No como al hijo bastardo de su padre. No
como un competidor que buscaba el trono. Un hermano. Una aliado bienvenido.
Después de estar la mayor parte de su vida luchando por escapar de la sombra de
su padre, Kaneka se sorprendió al ver que el sentimiento de familia no era
totalmente incómodo.
Pero ya
habría tiempo más tarde para esa tontería sentimental.
“¡Por mi
padre y por el Imperio!” Rugió el Shogun, desenvainando su espada y levantándola
en alto.
•
“Los Cuatro Vientos
llegan, Señor Oscuro,” dijo Omoni, mirando hacia abajo desde la ventana del
templo. “Aunque las fuerzas de Noekam han destruido a la mayor parte de sus
soldados de arcilla.”
“Los
Hijos de Tadaka son irrelevantes,” contestó Daigotsu. Tenía la dorada espada de
los Hantei en una mano, sus ojos siguiendo las negras llamas que cubrían su
hoja. “Los Cuatro Vientos hubiesen llegado hasta aquí de todas maneras. Ese es
el poder del destino.”
“Entonces
lucharéis contra ellos,” preguntó Omoni. “¿Aquí?”
“Por
supuesto,” contestó Daigotsu.
“¿Estáis
seguro de que es una buena idea, Señor Oscuro?” Preguntó el hombrecillo.
“Sezaru él solo es muy poderoso, y Tsudao ya os ha derrotado una vez.”
“Tsudao
me hirió una vez,” corrigió con firmeza Daigotsu. “No hubo derrota. Vete ahora,
Omoni. Ocúpate de tus bakemono. Yo me ocuparé de los Cuatro Vientos.”
Omoni
miró a su señor, sus ojos muy abiertos como los de un animal confundido. “¿Pero
es sabio luchar solo contra ellos?” Preguntó.
Daigotsu
miró hacia la estatua de Fu Leng que tenía tras él, y luego miró hacia Omoni
con una sonrisita. El señor de los goblins se vio abrumado por el repentino e
increíble aura de poder que emanaba de la estatua. Inconscientemente, cayó de
rodillas y juntó su frente con el suelo.
“Como ves, Omoni, no
estaré solo,” contesto Daigotsu.
Concluirá