Luchar Por El Mañana, Undécima Parte
por Rich Wulf
Traducción de Mori Saiseki
Daigotsu esperaba pacientemente en el corazón del templo de Fu Leng,
sentado en el trono ante la estatua de Fu Leng. Los Perdidos habían fortificado
con mucho cuidado las grandes puertas de acero que llevaban a esta habitación,
pero el Señor Oscuro no tenía dudas de que llegarían hasta allí. El Oráculo lo
había predicho. Hoy Daigotsu se enfrentaría a los Cuatro Vientos. Hoy moriría.
No temía
a la muerte, porque incluso la muerte era una cosa trivial para alguien que
dominaba la magia oscura como él. Sabiendo su destino con tiempo, había hecho
planes para asegurarse su vuelta. Su verdadero miedo no era la muerte sino el
fracaso. La conquista de Fu Leng del cielo dependía de las acciones de Daigotsu
hoy aquí. Daigotsu levantó su dorado no-dachi de su atril y apartó todas las
dudas de su mente. Hoy no tenía tiempo para esas cosas. O triunfaría, o no la
haría.
En
cualquier caso, castigaría a los Cuatro Vientos por atreverse a atacar su
ciudad.
Afuera,
los sonidos de la batalla se acercaban. Acero chocaba contra acero. Los gritos
de los heridos se mezclaban con el ocasional rugido de un hechizo de un
shugenja. Daigotsu pacientemente desvainó su espada y se levantó del trono. Hizo
una lenta y grácil kata, esperando a que llegasen sus enemigos. Aquí les
esperaría, bajo los ojos de su dios.
Afuera,
legiones de soldados de arcilla luchaban contra su ejército de Perdidos.
Creados hacía décadas por el Trueno Fénix, Isawa Tadaka, los soldados era un
arma potente contra las Tierras Sombrías. El Señor Oscuro había recibido
informes de que los Niños de Tadaka se volvían más fuertes al luchar contra los
Perdidos, pero incluso eso no les ayudaría. Los Niños de Tadaka eran muy pocos,
y los ejércitos de los Perdidos eran muy numerosos. No, los soldados de arcilla
era solo una distracción, molestando a los ejércitos del Señor Oscuro mientras
los Cuatro Vientos buscaban a su verdadero enemigo. Llegarían, de eso no tenía
ninguna duda.
Como si
le hubiesen oído, las puertas del templo se vieron envueltas en una tremenda
explosión. Una cayó totalmente hacia dentro; la otra colgaba de sus goznes en
un extraño ángulo, crujiendo al doblarse el metal bajo su propio peso. Humo y
polvo se derramó por la puerta, abriéndose cuando una alta figura apareció.
Llevaba largas túnicas, quemadas y en jirones por la batalla. Una máscara
blanca cubría su cara, en la frente un sol naciente.
“El
Lobo,” dijo Daigotsu, saludando con su espada ante el trono. “Por fin nos vemos
cara a cara.”
Toturi
Sezaru no dijo nada, solo juntó sus manos y soltó una hilo de brillante fuego
blanco hacia el Señor Oscuro. Daigotsu giró su no-dachi en un grácil arco,
invocando un hilo de llama negra que sirvió como escudo contra el hechizo de
Sezaru. Dijo una palabra mágica y golpeó el suelo con un pie. Una onda posó por
el suelo hacia el Lobo; las baldosas del suelo explotaron hacia arriba con la
forma de una garras cerrándose. Sezaru cerró sus dedos, haciendo un símbolo
contra el mal y dio un fuerte grito kiai. Las piedras se rompieron a su
alrededor, sin hacerle daño.
Daigotsu
miró cuidadosamente al Lobo, un brillo de respeto en sus oscuros ojos. Sezaru
asintió brevemente.
Otra
figura salió del humo tras Sezaru, un samurai de anchos hombres en una golpeada
armadura negra. “Sezaru, parece que estás igualado con el Señor Oscuro,” dijo
Akodo Kaneka, sujetando con ambas manos su katana, apuntando hacia abajo, cerca
de su cadera. “Es una pena para él que no estés solo.”
Toturi
Tsudao también entró tras su hermano, su dorada armadura brillando fuertemente
a pesar de la oscuridad del templo. La siguieron un pequeño grupo de soldados
de arcilla, todos sujetando picas. Juntos, los Cuatro Vientos avanzaron hacia
Daigotsu.
Daigotsu
suspiró. “Hijos de Toturi,” dijo. “¿Os habéis creído que este sería vuestro Día
del Trueno? ¿Todos vosotros juntos luchando solos contra el Señor Oscuro?”
Sonrió y dijo un rápido hechizo. Alrededor suyo, cuatro demoníacas criaturas
existieron gradualmente. Kyofu, Yokubo, Hakai, Muchitsujo, los más mortíferos
de los Onisu.
“No
mostrar miedo,” dijo Sezaru a sus hermanos. “Estos Onisu se alimentan del vicio
y el deshonor. Somos los hijos e hija del Espléndido Emperador. No tenemos esas
cargas.”
“Pero el
Imperio de los Cuatro Vientos han roto engendra en abundancia esas cosas,”
contestó Daigotsu. “Habéis alimentado bien a mis creaciones.”
“¡Basta
de hablar!” Gritó Kaneka, corriendo hacia delante con su espada levantada.
Daigotsu
esquivó hacia un lado en el último momento. La espada de Kaneka se clavó en el
trono del Señor Oscuro, rompiéndose en dos la espada. Kaneka desenvainó
inmediatamente su wakizashi y volvió a atacar, pero el Señor Oscuro se alejó
con rapidez. En ese momento, los Onisu atacaron. Kyofu giraba su tetsubo con un
rugido salvaje. Muchitsujo corrió hacia delante sobre garras metálicas mientras
Yokubo volaba. Hakai se quedó junto a Daigotsu, soltando un rayo de llama impía
hacia Toturi Sezaru. El Lobo invocó un escudo de aire para protegerse, pero
retrocedió ante el ataque del Onisu de la Muerte. Los otros Onisu atacaron a
los Vientos y a sus soldados de arcilla. Poder mágico corría entre Sezaru,
Daigotsu y Hakai. La habitación se llenó con humo y fuego que se arremolinaba.
Hakai avanzó sobre Sezaru y Daigotsu retrocedió, poniéndose bajo la sombra de
la estatua de Fu Leng. Aquí conservaría su poder hasta que los Cuatro Vientos
vinieran a enfrentarse a con él.
Sintiendo
movimiento en un costado, Daigotsu se volvió rápidamente, su dorada espada
preparada. Un hombre delgado vestido con una armadura verde oscura también
había retrocedido hasta este rincón, mirando la batalla. Levantó sus manos
defensivamente para mostrar que no tenía armas. Daigotsu se rió cuando le
reconoció.
“Hantei
Naseru,” dijo, mirando con cautela al cortesano. “El Yunque. ¿No luchas junto a
tus hermanos?”
“No soy
un guerrero, Daigotsu,” dijo Naseru. “Yo solo vine a mostrarles el camino.”
“Deberías
haberte quedado en Ryoko Owari,” contestó Daigotsu. “Tu batalla ya está
perdida. Aunque muera aquí, me convertiré en un mártir para los Perdidos. Su fe
en Fu Leng se incrementará por mil, y su conquista de Tengoku será segura.”
“¿Su fe
en Fu Leng?” Contestó Naseru dulcemente. “No veo eso. Tu gente no creen en Fu
Leng. Creen en ti. Tu, en cambio, crees en él. Tu eres el foco del poder de Fu
Leng.” Naseru miró a la estatua del Kami Caído. “Me preguntó que será de ti
cuando Fu Leng se de cuenta que depende tanto de ti. Espero que sea un dios
confiado.”
Daigotsu
se abrieron de par en par. Sintió un repentino cambio en los elementos, una
poderosa atención sobre su persona. Frunció el ceño a Naseru. “¡Mi fe en el
Dios Oscuro es absoluta!” Siseó. “Lo mostraré destruyéndote en su nombre.”
Daigotsu avanzó.
“Por supuesto, mata al
hombre que habla sobre tus defectos bajo los ojos de tu dios,” dijo Naseru,
retrocediendo rápidamente. “¡No queremos que el Kami Oscuro se de cuenta de que
tu verdadero plan es el de suplantarle en el Orden Celestial! Después de todo,
¿no eras un Portavoz de la Sangre, uno de los tsukai que desafía la voluntad de
Fu Leng? Si yo fuese el Dios Oscuro, no creo que confiase tanto en alguien que
pudiese ser una futura amenaza para mi.” Naseru miró a los ojos de la estatua
de Fu Leng. Parecían mirar a Daigotsu en pensativa desaprobación.
“¡Basta!”
Gritó Daigotsu. Atacó con su arma al
Yunque, pero fue desviada con un sonido metálico y un reflejo de oro brillante.
Toturi
Tsudao estaba allí, entre el Señor Oscuro y el Yunque. Sus ojos miraban
fijamente a los de Daigotsu. Su cara mostraba una fiera mueca. “Te has
agasajado con demasiados asesinatos, Señor Oscuro,” dijo con desprecio.
“Aléjate de mi hermano.”
Un
repentino temblor agitó el templo. Daigotsu y Tsudao se separaron el uno del
otro. Repentinamente los Onisu se desvanecieron en la nada, excepto Kyofu, que
lentamente retrocedió y salió de la habitación. El Señor Oscuro miró hacia la
estatua de su Kami con una expresión de horror. Toturi Sezaru levantó la vista,
sujetándose un brazo herido y quemado. “¡Fu Leng ha sido expulsado de los
cielos!” Gritó Sezaru. “¡Lo puedo sentir incluso desde aquí!”
“¡Imposible!”
Le replicó Daigotsu.
“Tu fe
en tu señor era absoluta, Daigotsu,” dijo Akodo Kaneka. “Una pena que él no
tuviese esa fe en ti. ¿Qué le pasa a un dios que saca todo su poder de tu fe
cuando ya no confía en ti?”
“¡No!”
Rugió Daigotsu. Sacó un espada corta de su cintura y se hizo un corte en el
brazo, derramando su propia sangre para alimentar su magia más poderosa. Los
Cuatro Vientos le habían derrotado, humillado, y arruinado el dominio de su
dios del Orden Celestial.
Ahora
nadie sobreviviría.
Al
empezar el hechizo de Daigotsu, un aura de fuego negro surgió de su cuerpo. El
propio Señor Oscuro estaba ileso, pero todo lo que le rodeaba se vio abrasado
por el impío fuego. El poder se extendió hacia afuera, consumiendo a los
soldados de arcilla que estaban más cerca. Incluso Sezaru se tambaleó, sus
escudos mágicos rápidamente cayendo ante el ataque. El Señor Oscuro ni siquiera
guardaba su poder pensado en su propia seguridad – todo estaba enfocado en la
destrucción.
Y por
ello no estaba preparado cuando Toturi Tsudao le atacó, atravesando el fuego.
Su anteriormente dorada armadura se rompía y derretía en las llamas. Su piel se
llenó de ampollas y ardió. Durante todo ello, su amuleto dorado del sol ardía
brillantemente, y reuniendo la fuerza para un último golpe, golpeó al Señor
Oscuro.
Daigotsu
cayó hacia atrás, herido en el pecho por la espada de Tsudao. Su máscara cayó
hacia un lado, mostrando sus hermosos rasgos Hantei, retorcidos en un gesto de
amargura. Todo lo que quedó de Toturi Tsudao fue su amuleto dorado, ahora
brillando en el suelo del templo, cerca del cuerpo del Señor Oscuro.
Sezaru,
Naseru, y Kaneka se quedaron en silencio mientras miraban las consecuencias de
la batalla. Todos estaban demasiado horrorizados como para hablar, demasiado
aturdidos por el repentino sacrifico de su hermana. Sezaru se quitó su máscara
con una mano temblorosa. Lágrimas corrían por su cara mientras cayó hacia
delante, de rodillas junto a Daigotsu. Cogió el amuleto de su hermana, rodeando
su mano con la manga de su kimono para protegerse del calor.
“¿Por
qué?” Era todo lo que pudo susurrar. “¿De entre todos nosotros, por qué ella?
Era la única que en verdad se merecía el trono.”
“Entonces
quizás por ello nos la quitaron,” contestó Naseru en voz baja. “Quizás el
Imperio no se merezca a héroes como la Espada. Debemos luchar por mejorar
nosotros mismos, seguir su ejemplo, para que su sacrificio no sea en vano.”
“Hmm,”
gruñó Kaneka, envainando su wakizashi. “Hermosas palabras, Naseru, pero Tsudao
prefería las acciones. Demuestra que tus palabras son ciertas si es que quieres
honrarla.”
El
Yunque asintió en silencio.
“Tsudao,”
susurró Sezaru, apretando su amuleto contra su pecho y llorando en silencio.
Naseru
miró hacia otro lado, dejando que a su hermano con su pesar, pero Kaneka se
adelantó. Afuera, los sonidos de la batalla se acercaban. “Sezaru, hemos
terminado aquí,” dijo el Shogun, una mano sobre el pecho de su hermanastro.
“Debemos escapar. ¿Es tu magia los suficientemente fuerte como para llevarnos
lejos de este lugar, Lobo?”
Sezaru
miró a Kaneka con los ojos vidriosos, desenfocados. Kaneka frunció el ceño y
agitó al Lobo por el hombro. “¡Sezaru!” Soltó Kaneka. “¡Tsudao no querría que
muriésemos así! ¡Debemos escapar antes de que vuelvan los Perdidos!”
Sezaru
parpadeó. “Si,” dijo, asintiendo rápidamente. “Si, puedo sacarnos de aquí…
puedo llevarnos de vuelta a Rokugan, pero es mejor que antes huyamos del
templo. El poder de Fu Leng es demasiado fuerte en este lugar como para
arriesgarnos a usar aquí magia tan poderosa.”
“Entonces
démonos prisa,” dijo Naseru. “El Imperio nos espera.”