La Mala Muerte de Hida Amoro
por Rob Vaux
Traducido por Mori Saiseki
El color rojo cubría el horizonte en una ola aulladora, una sabana
ininterrumpida de color rojo empapado. Pulsando, golpeando en sus oídos como un
terremoto, se extendía desde una lado del horizonte hasta el otro, tapando todo
detrás de su poder. Parecía que no recordaba nada antes de que estuviera ahí,
ni podía llegar a imaginarse que pasaría si se desvaneciera. No había forma de
luchar contra ello, no había que cuestionarlo. Solo estaba su presencia que
aturdía su mente.
En algún sitio, alguien estaba gritando.
Eventualmente, el repiqueteo en su cráneo paró un poco – desde abarcar el todo
hasta solo desquiciante. Ya podía ver colores y texturas en el rojo. Una
especie de llanura, rota por lo que parecían colinas en lontananza. Grandes
montones de algo en la llanura, rompiendo la simetría de lo que tendría que
haber sido perfectamente plano. Algunos de los montones parecía que se movían,
pero no podía ver los detalles. Sobre todo ello, estaba un gran orbe rojo, el
ojo frenético desgarrador de lo que tenía que haber sido el sol
Si. Alguien estaba gritando.
El océano volvió a girar, y entonces todo lo que podía ver era el rojo,
sintiéndolo golpear como la marea. Cerró fuertemente sus ojos y cabalgo sobre
la ola tan lejos como pudo, esperando a que volviera a remitir y que los
pensamientos pudieran hundirse a través de ella. Cuando abrió sus ojos, había
retrocedido más. Las formas abstractas habían tomado una forma más definida,
hasta el punto de que ya era capaz de saber donde estaba. Las distantes colinas
ya se podían ver claramente, el sol en el cielo ya se podía identificar como
tal. El océano rojo estaba en total retirada, alejándose como la marea para
revelarle más y más lo que tenía ante él. Vino por partes, cada una en su
momento para no agobiarle y para que no volviera a caer el rojo otra vez sobre
todo.
No-dachi. Había una espada larga
no-dachi en su mano, teñida de un rojo fuerte que no se desvanecía con el
océano en retirada. No, teñida no era la palabra adecuada. Repleta era una
palabra mejor. Repleta y goteando hasta más arriba de su codo.
Humo. Había humo en el cielo. No era de color rosa como había pensado en un
principio, si no de un rico y profundo negro, el humo de algo quemándose. El
sol brillaba con rabia a través de ese humo, fastidiado por que esa pequeña
oscuridad tuviera la imprudencia de tapar su cielo.
Cuerpos. Estaba rodeado por cuerpos. Algunos todavía se movían, pero la mayoría
ya no. Muchos de ellos tenían un armamento raro de plata y azul que creía que
debería de recordar por alguna razón. Otros cerca de él estaban decorados de
forma diferente, en rosa y negro. De alguna manera le imbuían de una especie de
miedo, pero los cuerpos en plata y azul, no. Pero unos y otros estaban por
todos lados, diseminados hasta donde los ojos podían ver.
¿Y quién coñ.. estaba gritando?
Ahora las cosas empezaron a pasar más rápidamente, la marea roja casi se había
ido. El mundo se estaba enfocando, los colores frescos y vibrantes como el
Primer Día. Los pensamientos se empezaron a conectar entre si, formando ideas,
mostrándole más claramente la situación. El movimiento que había notado antes
eran los buitres, bajando para darse un festín con los cuerpos de los muertos.
Ninguno de los cuerpos se movía y estaba seguro que no había nadie mas de pie.
Una batalla. Este era el lugar donde había habido una batalla, una que había terminado
hace tiempo. ¿Había ganado o perdido su bando? ¿Importaba? No demasiado. Seguía
en pié. Eso significaba que estaba vivo, lo que significaba que su bando había
ganado. A lo mejor. Ganar era bueno – pensó. La victoria era una cosa curiosa
si venía con alguien con quien celebrarla. Lo que llevaba a la pregunta, ¿quién
era “alguien”? Y aún mas, ¿quién era el enemigo al que “alguien” había
derrotado? Estos pensamientos ocurrieron con una lucidez pasmosa, mientras que
el rojo de su vista se venía abajo, dejándole por vez primera con todo lo que
había pasado
Gradualmente, después de algunos instantes, Hida Amoro fue capaz de dejar de
gritar.
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El campamento Cangrejo resonaba con la celebración, los fuegos artificiales y
con los juerguistas borrachos bailando con igual ferocidad. Plantado en el
corazón de la tierra nuevamente capturada, los habitantes no tenían ningún
reparo en bajar su guardia. Las fuerzas Grulla defensoras habían sido
aplastadas, su pequeño ejército destrozado y dispersado a los cuatro vientos.
El primer paso para tomar el Trono Esmeralda ya estaba dado. Y aunque habría
otras campañas en el futuro — otros enemigos que aplastar como éstos habían
sido — podían esperar. Porque esta noche, los vencedores gozarían de los
despojos.
La tienda de Amoro era la única silenciosa, su vacía oscuridad sofocando el
derrame de la cercana fiesta. Su dueño estaba arrodillado dentro, mirando
fijamente el mapa de la batalla colgado tan delicadamente al otro lado de su
camastro. Se había bañado y cambiado, la sangre limpiada de sus manos por
chicas sirvientes sonriendo con suavidad. Su espada larga estaba envainada a su
lado y su hoja brillada como el mar más puro. Cada huella rojiza había sido
meticulosamente quitada. Amoro no se dio ni cuenta. Ni advirtió el mapa, o a
las chicas sirvientes, o el agua con la que ellas habían limpiado su cuerpo. Todo
se desvanecía ante la memoria de ESO.
La
poca gente que lo vio en un verdadero combate, y vivió para contarlo, creía que
su rabia le definía. Pensaban que él amaba su bruma, la ola de roja sangre que
corría por su cuerpo cada vez que pisaba el campo de batalla. “Es un
frenético,” decían. “Los frenéticos viven para la lucha y la rabia que les
engulle cuando los sonidos del acero suenan en sus oídos.” Pero ellos eran los
tontos. La verdad era que Amoro nunca recordaba lo que hacía mientras estaba
bajo la influencia de su rabia. El océano obscurecía todo, dejándolo sin idea
de lo qué él había hecho o porqué.
No,
era el volver de eso lo que amaba, la lenta vuelta inexorable a la cordura
después de que todo hubiera caído ante él. Las vistas, los sonidos, las
sensaciones que se deslizaban por su cuerpo una a una, mientras que su sangre
se enfriaba... era como ver la Tierra hecha de nuevo cada vez que sucedía. Como
volver a nacer – mirando todo lo que había alrededor suyo de una forma distinta
y regocijante. Experimentar eso, sentir el lento chorro de sensaciones
convertirse en un torrente... ¿qué era el mero tacto de una mujer, o la
limpieza de su cuerpo, comparado a eso? ¿Cómo podían esos bobos de ahí fuera
esperar que lo celebrase, cuando las verdaderas mieles de la victoria habían
venido y ya se habían ido?
Solo cuando el
ejercito se moviera, él sería feliz. Porque entonces él podría hacerlo otra
vez.
Sus grandes músculos se flexionaban en
anticipación; sus ojos oscuros centelleaban con placer. Una leve muestra de
sonrisa cruzó sus labios, una que habría enviado a esas chicas sirvientes
corriendo con temor si la hubiesen visto. Si, hacerlo otra vez... para renacer
en el campo de batalla como había sido hoy...
Su ensueño se paró de repente por el sonido de
alguien que se aproximaba. Agarrando su no-dachi, movió sus pies para
agacharse.
”¡Moléstame si quieres jugar con fuego, enano!” bramo, rompiendo el silencio
como una bala de cañón.
”La batalla ha acabado, Amoro. ¿O acaso lo has
olvidado?” La blanda voz era medida y controlada. “Pido permiso para entrar la
tienda de campaña del gran señor. Preferiblemente sin ser destripado.”
”Yori.” Amoro suspiró, calmándose un poco. “Creí que eras un borracho que había
venido a molestarme.”
”Seguramente. La mayoría se
preguntaría por que no te has unido a la fiesta. Algunos de los más locos
incluso te hubieran buscado. Pero yo tengo algo diferente en mente. Algo
beneficioso para ti y para nuestro ejército. ¿Puedo entrar?”
Amoro gruño en afirmación, moviendo sus piernas y envainando su espada. Kuni
Yori podía ser cualquier cosa, pero nunca un plasta. Y tampoco abandonaba la
seguridad de su tienda sin una buena razón
El shugenja entró con reverencia, casi con cautela. Los suaves pliegues de su
túnica de terciopelo rozó silenciosamente sus zapatillas, la extraña marca
pintada en su rostro destacando en fuerte contraste con su oscuridad. Las
puntas gemelas de su bigote se movían silenciosamente alrededor de su burlona
boca – una sonrisa de labios prietos que nunca parecía tan risueña como
debería. Saludó con una reverencia casi burlona a Amoro, y luego se volvió para
ver el mapa de la batalla, dándole la espalda al frenético.
”Recibí hoy una carta de tu tío. Manda un saludo y expresa su satisfacción por
el progreso de nuestra campaña.”
La cara de Amoro se retorció con una burla. “Me siento honrado que el Gran Oso
haya decidido conceder tantos elogios. Una pena que no pudiese participar.”
Yori continuo placidamente estudiando las marcas del mapa. “¿Crees que este es
el único frente en el que estamos luchando? Hida Kisada tiene mucho más en su
cabeza que una matanza de miserables Grullas. Hay un ronin advenedizo
acercándose al Paso de Beiden. Los Mantis han estado molestando la construcción
de nuestra flota. La magnitud de su ambición abarca todo Rokugan. Harías bien
en recordarlo la próxima vez que hables con el Oso.”
Los músculos de Amoro se flexionaron, sus manos apretadas en señal de
frustración.
”Lo tendré en consideración.”
”Bien. También te diré que, aún contento con tus progresos, tu tío ha expresado
alguna... preocupación por tu actuación en el campo de batalla.”
Amoro podía sentir la sangre subirle por la cara.
”Y dime, por favor, ¿qué exactamente, le agraviaba de mi actuación en el campo
de batalla?!”
Yori se dio la vuelta lentamente para, por primera vez, mirar de frente al
frenético.
”¿Tienes alguna idea de lo que
pasó hoy?”
”¡Por supuesto! Ganamos. Los Grulla fueron machacados.”
”Si, ganamos, gracias en buena manera a ti. Mataste a más de cuatrocientos
bushi Grulla con tus manos, Amoro. Cuatrocientos. Eso
es una proeza que ni siquiera el Gran Oso puede igualar.”
”Entonces, ¿cual es el problema?”
”El problema son las ciento treinta tropas Cangrejo que también mataste.”
Amoro vaciló un poco. “¿Cangrejo?”
”¿Aún nadie te ha hablado de esto? Tu
mando completo fue destruido, Amoro. La mayoría de ellos por tu propia mano.
Los mataste en medio de la batalla. Parece que cualquier objetivo te es válido
una vez que empiezas.”
Amoro considero por un momento el hecho. “Eso no me concierne. Los Grullas han
muerto; Yo les inflingí más del doble de bajas que ellos hicieron. En una
guerra de desgaste, eso se considera una victoria.”
”Por el amor de Dios, Amoro, mataste a tres chicos mensajeros que te intentaban
decir que la batalla había acabado. ¡Niños de diez años! Estuviste cortando
cuerpos durante tres horas antes de que finalmente te calmaras lo suficiente
como para ser alejado de allí
”¡¡¡IRRELEVANTE!!!” Su rugido
había vuelto. “¡¡¡La victoria es lo único que importa!!! ¡Si mi mando se
interpone entre mis enemigos y yo, entonces lo destruiré! Si tu te interpones
entre mis enemigos y yo, entonces te destruiré! Cuando empieza una batalla...”
las memorias se le agolpaban. “… entonces nada más me importa.” Las venas de su
cuello pulsaban debajo de sus tensos músculos
Yori soportó la explosión sin
mover un músculo. Su sonrisa sardónica se suavizó un poco mientras metía sus
manos en las profundidades de su túnica.
”Lo sé, Amoro, lo sé. Tu tío también lo sabe; por eso está preocupado. Y las
tropas de ahí fuera también lo saben. Es la tercera vez que tu mando ha sido
destruido. Nadie más volverá a ponerse bajo tus ordenes.”
”Mándame solo. Mándame conmigo mismo. No me importa.”
”No te podemos mandar solo, Amoro. Incluso a ti te cercenarían en un
santiamén.”
”¿Entonces qué?” Su sangre se
estaba enfriando un poco. “Debo seguir luchando, mago. Debo. Es lo único que me
mantiene con vida.”
Las manos de Yori salieron de
su túnica en un flash, sujetando un pergamino oscuro. Parecía diferente a los
demás pergaminos de su biblioteca; su cuero era suave y casi aceitoso por la
forma que tenía de brillar a la luz. Las manos del shugenja parecía vibrar al
contacto con el. No estaba seguro, pero Amoro podría jurar después que el
pergamino latía ligeramente – casi como si estuviera vivo.
”¿Qué es eso?”
”Eso, mi querido Amoro, es la solución a tus dificultades. Me lo dio un cayado
aliado que quiere que los Cangrejo emerjan triunfantes. Lo he estado estudiando
durante algún tiempo, y creo que tengo la suficiente fuerza como para manejar
su magia.”
Amoro se mojó sus labios, escondiendo el nerviosismo que repentinamente le
había embargado.
”¿Y como va a ayudar a mi… problema?”
Los ojos de Yori brillaron con alegría. “Te va a dar las tropas que necesitas.”
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El campo de batalla estaba ahora en silencio, poblado solo por los fantasmas de
los muertos. Los buitres se habían ido con la llegada de la noche, e incluso
los insectos estaban en silencio, como si supieran lo que iba a pasar. No se
podía ver el suelo debido a los cuerpos que lo cubrían.
Amoro y Yori se movían lentamente por el osario, su camino iluminado por la
única antorcha que llevaba Amoro en sus manos. El frenético maldijo, mientras
caminaba entre los cuerpos de los caídos.
”¿Qué estamos haciendo aquí fuera, mago?”
”Como te he dicho antes: haciéndonos con tus tropas. Di ordenes para que los
muertos no fueran movidos de donde habían caído, y tu acción de esta tarde ha
hecho que incluso los más temerarios no se acerquen.”
”¿Y como va… esto,” escupió, dándole una patada a una mano helada, “a
ayudarnos?”
”Paciencia, mi señor, paciencia. Para magia como esta, es una necesidad hacerla
en el sitio adecuado.”
Siguieron, la antorcha haciendo sombras tenebrosas de armaduras rotas y trozos
de hueso. El shugenja pisaba cuidadosamente entre los cuerpos, preocupándose de
no quebrantar a ninguno de los muertos sin enterrar. Amoro era menos cuidadoso;
sus botas pisoteaban todo lo que se encontraban.
Al fin llegaron a una especie de claro, un área de donde los cuerpos habían
sido movidos para descubrir una tierra empapada de sangre. Un círculo había
sido trazado alrededor del perímetro con lo que parecía polvo de tiza, y una
serie de figuras extrañas habían sido cavadas en el ennegrecido suelo de
alrededor.
”Para,” ordenó Yori, en voz baja. Amoro obedeció.
”Estamos ahora en el centro del campo de batalla, el sitio donde las furias han
entretejido entre ellas. Es aquí de donde sacaremos el poder que necesitamos.
Entra en el círculo, Amoro, Y por el bien de ambos, no muevas nada.”
Amoro miró interrogativamente al mago, pero hizo lo que le había dicho este,
dando un paso cómicamente largo sobre la tiza y hasta dentro del círculo. Yori
le siguió, el palpitante pergamino negro todavía en sus manos. Mientras lo
hacía, la antorcha que estaba en manos de Amoro chisporroteó y se apagó. El
frenético tensó sus músculos, pero no se movió. Podía sentir acercarse al rojo,
un remedio contra su creciente nerviosismo. Pero no dejó que le abrumara.
Desde detrás suyo, oyó la voz de Yori.
”Este círculo está formado por los huesos de tus ancestros, Amoro. La familia
Hida ha luchado contra los Shadowlands desde tiempo inmemorial, y yo he estado
más años de lo que quisiera recordar en busca de los secretos que guardaban. Su
poder te dará la fuerza que necesitas para liderar a tus nuevas tropas.”
Amoro se dio la vuelta con lentitud, hasta que estaba frente al mago. Yori
sonrió esa prieta sonrisa suya, y puso el pergamino ante sus ojos. El
desagradable latido de su piel de ébano era fácil de notar, incluso en esta noche
tan oscura. Con manos temblorosas, Yori cogió el sello, desapareciendo su
sonrisa sardónica.
”No te muevas, Hida Amoro. Ni siquiera un pequeño movimiento.”
Un lúgubre chillido sonó, un sonido tan desagradable y tan humano, que Amoro no
pudo evitar gritar él también. El pergamino se abrió casi por su propia
voluntad, y la noche se iluminó con un impuro resplandor verde. Amoro podía ver
figuras blasonadas en la piel – figuras cuyo significado él no podía
comprender, pero cuya forma amenazaba locura a aquel que las leyese. Podía
sentir la Ola volver, esta vez más cerca.
Yori empezó a cantar, una voz aguda y penetrante totalmente distinta de los
habituales tonos sosegados del Shugenja. Las palabras pasaron a través de Amoro
sin comprensión, llenándole con un deseo irracional de escapar a cualquier
coste. La Ola amenazaba con arrollarle.
Mientras el cántico continuaba, las negras figuras en el suelo también
empezaron a brillar de un verde asqueroso. El pergamino ahora estaba palpitando
con un ritmo regular, su superficie parecía que respirase. Al aumentar el
sonido de los chillidos, unos tentáculos rezumaron lentamente de el pergamino,
y subieron por el tembloroso cuerpo del mago. Yori parecía no darse cuenta de
su presencia; había echado su cabeza hacia atrás y estaba gritando el
encantamiento a las estrellas que estaban sobre él. Las palabras formaban una
burla blasfema de su simetría celestial. Sus ojos se volvieron blancos, y un
poco de sangre salió por su oído izquierdo.
Sin avisar, los tentáculos salieron disparados del cuerpo de Yori, pasando
sobre el círculo en una explosión palpitante que acompasaba el latido del
pergamino. A cuatro kilómetros de allí, un centinela Cangrejo se dio cuenta de
la aparición de los tentáculos. Vio su segura, rodante marcha por el campo de
batalla, se dio cuenta como se movían y volaban sobre el paisaje, y entonces
entró con calma en la tienda de su sargento, y le desgarró el cuello con sus
propios dientes. Cuatro de sus compañeros centinelas también vieron los tentáculos;
se les encontró al día siguiente: desnudos, apiñados en un agujero a dos leguas
de distancia, y gimiendo como bebes. Un búfalo de agua que había sido
confiscado por el ejército Cangrejo, dio a luz a una gimiente pesadilla, algo
retorcido con colmillos que salió a mordiscos del vientre de su madre y salió
vacilante y enloquecido a la noche. Nadie se había dado cuenta de que la bestia
estaba preñada.
Amoro estaba horrorizado mientras veía al pergamino hacer su retorcida magia
alrededor suyo. De algún modo pudo mantener a raya a su miedo; en el ojo del
huracán podía mantener su sano juicio e ignorar las terribles ramificaciones de
lo que estaba viendo. El canto aumentó de volumen, pero él creía que lo podía
soportar, e incluso disfrutar de el si tuviese que hacerlo. El palpitar del
pergamino se había sincronizado con el palpitar del rojo de detrás de su
cráneo.
Con lentitud, los cuerpos de los muertos empezaron a estremecerse.
Al pasar cada ola sobre ellos, sus formas parecía que se llenaban con una vida
impía. Los cuerpos de los soldados Cangrejo y Grulla se levantaron de sus
lugares de reposo, cogiendo sus ensangrentadas armas y ajustándose sus
destrozadas armaduras. Manos retorcidas se apretaron contra la tierra mientras
músculos rotos volvieron a funcionar. Lamentos llenaban el aire, luchando a
través de pulmones inundados de sangre. Se incorporaron con dificultad, los
soldados muertos, asiéndose al aire e incorporándose como si estuvieran
borrachos.
El canto bajó en intensidad, decreciendo los golpes de verde malsano. Los
gritos no eran tan subyugantes, y Amoro podía sentir el pánico en su alma
empezar a retroceder. Entonces, de una forma silenciosa que desmentía los
horrores que había engendrado, la ceremonia se acabó.
Amoro intentó con su mecha
volver a encender la antorcha. Al encenderse chisporroteando, pudo ver a Kuni
Yori levantarse despacio. El shugenja estaba casi totalmente envuelto en su
túnica, su cuerpo temblando incontroladamente. El pergamino negro había
desaparecido. El frenético se agachó para intentarle ayudar a levantarse.
”Yori…”
”¡No me toques!” siseó el mago,
su cuerpo atormentado por más espasmos. Su cara estaba escondida detrás de los
dobleces de su capucha, pero Amoro podía ver manchas de sangre goteando dentro
de la oscuridad que había ahí dentro.
”Estaré… bien, Amoro,” sus palabras eran forzadas, pero uniformes. “El
hechizo... necesita peaje. Pero eso no importa ahora. Contempla tu nuevo
ejército.”
Señaló y Amoro por primera vez dejó de mirar al shugenja.
Bushi y samurai con heridas demasiado atroces para que un hombre vivo las
pudiera soportar estaban en silencio, mirando a los dos, sin expresión. Sus
rudas caras y rostros torcidos no tenían emoción, sus ojos y bocas agujeros que
contenían la oscuridad de innumerables eones tras de si.
”Estas tropas son tuyas, mi señor, para que hagas con ellas lo que quieras. No
pueden ser dañadas por arma mortal, por lo que tus… arranques no les
afectarán.”
Yori extendió una mano torcida a su compañero. Tenía un extraño medallón, de
color hueso, con un sello extraño y turbador en el.
”Esto es una fusión de los huesos de tus ancestros. Con el, tendrás el poder
para controlarlos y mandarlos. Mientras que toque tu piel, te obedecerán sin
rechistar.”
Al intentar coger Amoro el talismán, una seca sacudida corrió por la base de su
espina dorsal. Parecía extrañamente ligera en su mano, y el sello calentaba su
piel con una calor sobrenatural.
”¿Entonces me seguirán?”
”Mientras tengas el medallón, su tuyos para mandar. Pero aún hay más.” Los
escalofríos volvieron al cuerpo de Yori, pero su voz se mantuvo firme. “La
magia que les anima es fuerte, más fuerte que cualquiera que haya usado antes.
Y seguirá funcionando, más allá de esta noche. Cada enemigo que derribes con
ese trinquete en tu posesión, volverá a nacer, de la misma manera que estos.
Todos y cada uno, Amoro.”
Su cuerpo se consumía con una serie de espasmos que parecían sin control.
Volvió a mirar a la cara de Amoro, su pálido rostro lleno de sangre coagulada.
”Cada batalla que ganes traerá a más bajo tu estandarte. Cada victoria
aumentará tus fuerzas. Con ellos tras de ti, Hida Amoro, serás invencible.”
Amoro sonrió mientras comprendía las palabras del mago. “Si… seré invencible.”
Miró a su nuevo mando y puso el medallón en su cuello. “Y ellos tras de mi,
podré luchar siempre.”
La noche resonó con la demente risa de Yori.
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La ola roja remitió, dejando una vez más a su visión que se defendiera por si
misma. Los detalles volvieron revoloteando, uno a uno, dándole un nuevo
nacimiento del mundo en el que gozar. Ahora estaba en un campo de batalla
diferente, una llanura distinta en donde soldados distintos habían luchado y
muerto. Sus armas estaban aún empapadas, el humo aún tapaba el cielo. Sus
aullidos todavía rompían el silencio. Pero esta vez, no era el único hombre que
aún vivía.
O, con más precisión, no era el único hombre que aún se movía.
Estaban todos alrededor suyo, una pesada masa de inhumana humanidad que se reía
de la mano helada de la muerte. A las heridas purulentas que cruzaban sus
cuerpos se les unían unas nuevas, horribles cortes de los que manaban gusanos y
apestaban a matadero. Sus herrumbrosas armas estaban cubiertas por la sangre
enemiga; unos pocos estaban sin armamento, sus uñas y sus dientes manchados de
igual manera. Unos pocos Grullas luchaban contra la masa, y mientras miraba,
vio a su mando disponer de ellos con una eficacia horrenda. Sus grito bajó a un
tono moderado y sonrió de una manera horrible, su boca manteniéndose abierta.
Estas eran justo las tropas que necesitaba.
Los zombis alrededor suyo parecían especialmente mutilados, y no pudo evitar
preguntarse si todo el daño lo había causado el enemigo. Con curiosidad, casi
sin querer, blandió su no-dachi hacia más cercano: un sargento Cangrejo con un
espantoso agujero en su estómago. El brazo de la criatura se descolgó con un
sonido rasgado y mojado, cayendo al suelo con un convulso golpe. Su dueño lo
miró con los ojos en blanco, y después levantó la vista hasta el frenético. No
hizo ningún movimiento para atacar a su antiguo atacante. La sonrisa de Hida se
amplió. No tenía ningún miedo a un motín.
Una mano temblorosa agarró su bota y miró hacia abajo, distraído de su
maravilloso nuevo descubrimiento. Emergiendo de un montón de cuerpos, había un
soldado Grulla horrendamente herido. Miró hacía el frenético con un semblante
pálido y ensangrentado.
”P-por favor, Señor,” rogó el soldado. “P-por favor, perdóneme. No m-m-me
entregue a e-e-ellos...”
La cara de Amoro se llenó de alegría mientras giraba su espada. “Gustosamente,”
rió tontamente, insertando el no-dachi en el hombro del condenado soldado. El
soldado se estremeció una vez, una mirada catatónica en su cara, y se quedó
quieto.
Amoro sacó su espada del cuerpo, y dio un paso atrás para seguir inspeccionando
su mando. Estos se movían sin ton ni son, parecía que estaban perdidos sin
enemigos a los que depredar. A sus renacidos ojos, eran la cosa más bonita que
jamás había visto.
”Mis soldados, hoy ya hemos acabado aquí.” Su grito fue ronco debido al
esfuerzo. “Quedaros donde estáis, y mañana, volveremos a marchar a la
batalla.”
Un florecer de calor no natural surgió del pecho de Amoro, y podía sentir el
medallón contra su piel. Palpitaba en ritmo con su corazón, y podía sentir su
magia negra correr por dentro de él. Como si fueran uno, los zombis se
detuvieron, sus desiguales tropiezos desapareciendo en una onda. Se quedaron
completamente quietos, sus formaciones sin romperse debido a una acción, a un
movimiento o al respirar.
Un movimiento a los pies de Amoro cogió al frenético desguarnecido. Con
inusitada rapidez, dio un salto atrás, girando su espada sobre su cabeza y
preparándose para un asalto. No se tenía porque haber preocupado. Mientras
estaba ahí, los cuerpos de sus enemigos caídos se separaron unos de otros,
levantándose con un crujir de huesos para ponerse en formación. Sus ojos
estaban ahora vidriosos, su temblorosa vida reemplazada por una vacío hueco en
el corazón de sus pechos. A su cabeza estaba el soldado Grulla, sangre fresca
todavía fluyendo de la herida del hombro. El palpitar contra su pecho proseguía
mientras los no-muertos de mandíbulas abiertas le miraban, esperando a que les
volviera a dar ordenes.
”Bienvenidos al estandarte del Cangrejo, amigos míos.” Tenía que procurar a
toda costa no reírse.
Las tropas le esperaban cuando regresó a la mañana siguiente, sin cambios en
sus filas desde la noche anterior. Los muertos nuevos se entremezclaban con los
más “veteranos,” formando desiguales regimientos de aproximadamente diez cada
uno. Marcharon tras su líder, moviéndose paralelamente, aunque a cierta
distancia, del grueso del ejército Cangrejo. No podía ser que los nuevos
compañeros de Amoro estuvieran cerca de tropas vivas. Poco después de mediodía,
se volvieron a enfrentar con los Grulla, y otra vez, Amoro surgió victorioso.
Mientras los días se convertían en semanas, su mando crecía, y las batallas se
convirtieron en un asedio sin fin. Cada nuevo conflicto le proporcionaba nuevos
cuerpos, que eran convertidos en nuevas tropas por el poder de la terrible
ceremonia. Atacaban despacio, pero con una presión sin pausa, en marcado
contraste con su comandante, que siempre estaba perdido en la Ola. Cuerpos
Cangrejo y Grulla se entremezclaban entre ellos, pero la armadura que portaban
tenía poca importancia contra los enemigos a los que se enfrentaban. Todos
ellos veían la promesa en su vacío rostro, y ninguno quería enfrentarse al
nuevo ejército del frenético. Algunas cosas eran peores que la muerte. Se
corrió la noticia, y muy pronto, no había nadie en el ejército opositor que
quisiera enfrentársele.
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Los Cangrejo reclamaron otra celebración, otra Victoria había sido conseguida.
Ahora, los Grulla estaban en completa retirada, sus fortalezas ardiendo, sus
soldados desperdigados. Una vez más, Hida Amoro estaba sentado solo en su
tienda, y esta vez, no había ningún temor de que tontamente un soldado pudiera
entrar a molestarle. Los guardias con mascaras de porcelana que estaban fuera –
seleccionados personalmente para este destino – emanaban un aura que incluso
los más tontos no se atreverían a cruzar.
Amoro deambula arriba y abajo, sus manos abriéndose y cerrándose. Hacía tres
días que no había entrado en acción, y se estaba impacientando. Había recibido
recientemente noticias de su tío: el ronin Toturi estaba preparando una
terrible respuesta contra el ejército Cangrejo cerca del Paso de Beiden. Amoro
tenía que ir hacia allí y dar al perro una muestra del verdadero poder del
Cangrejo.
Lo que le parecía bien a Amoro. Excepto que el Paso de Beiden estaba a casi
cuatro días cabalgando de aquí, lo que significaba que perdería más tiempo en
anticipación. Una semana entera sin combatir... el solo pensamiento le llenaba
de desesperación. Intentaba por cualquier medio no perder la compostura. Por lo
que estaba de mal humor dentro de su tienda, e intentaba mantener quieta a la
Ola.
Desde luego que había consuelos. Los Grulla obviamente no eran rivales para él,
y la novedad de ver a sus propias tropas volverse contra ellos ya le estaba
cansando. Supuestamente Toturi era bastante hábil. Para un perro sin honor,
sabía mucho de las maneras de la guerra, y pondría una fuerte resistencia si se
le daba la oportunidad. Pensar que podría haber un nuevo reto era suficiente
para mantener a raya a su galopante aburrimiento.
Y no esperaba que se quejaran sus tropas.
Un suave roce en la puerta de su tienda interrumpió sus pensamientos. Los
zombis se adelantaron a bloquear la entrada, protegiendo a su señor de la negra
forma envuelta en una túnica que estaba delante e ellos. Una callada voz sonó.
”Frenético. Necesito hablar contigo.”
Amoro se irguió, su cara
radiante. “¡Yori! Dejarle entrar, dejarle entrar.” Los guardias se volvieron
para atrás al escuchar su orden.
Yori entro despacio en la tienda, sus manos metidas en su túnica. Su cara
parecía más delgada, más consumida desde la última vez que Amoro le había
visto. Patas de gallo se podían ver en las comisuras de sus ojos – ojos que no
habían perdido su loca luz. Su piel estaba seca y rota, sus mejillas hundidas
que revelaban los huesos que había debajo de ellas. Solo su sonrisa permanecía
intacta – callada, pero sardónica, un nexo con el hombre que había sido. A
Amoro pareció no afectarle el cambio.
”Me alegra verte, amigo mío. No he tenido la oportunidad de agradecerte mi
nuevo ejército.”
”Si… agradécemelo.” El
mago se inclinó un poco, para después fijar sus ojos en Amoro con una mirada
quieta. “La verdad es que he venido aquí para discutir contigo esta situación.”
Amoro se sobresaltó. “¿Qué quieres decir?”
”He estudiado el pergamino que usé para crear tu… ejército, y he descubierto
algunas impurezas en el hechizo.”
”¿Afectarán estas impurezas a mis tropas?”
”No lo sé. Pero quiero asegurarme antes de que marches a enfrentarte a Toturi.”
La sonrisa de Amoro se convirtió en una carcajada.
”¿Te quieres asegurar?! Hablas como una vieja, Yori. Quejándote de ‘quizáses’ y
de ‘a lo mejores’.”
Yori no se movió. “Las viejas no manejan las magias que yo uso, Amoro. Sal
conmigo, y permíteme reequilibrar el hechizo antes de que partas por la mañana
”Creo que no, shugenja. No tengo intención de rondar por la noche para calmar
tus tontos miedos.”
”El deseo es irrelevante, Amoro. Vendrás conmigo si quieres mantener tu
ejército.”
De repente, La Ola estaba ahí. “¿Crees que me puedes ordenar?!” Levantó el
medallón para que lo viera el mago. “No tengo dudas sobre este poder, y ningún
remordimiento al usarlo. Ahora sal de mi tienda, o usaré el regalo en el que me
lo dio.”
La sonrisa de Yori cambió inapreciablemente. “¿Es eso una amenaza, Hida Amoro?”
”Llámalo como quieras. No me sacaras de mi cama por un capricho.”
”No es un capricho, Amoro. Nada más lejos. ¿Acaso creíste que este poder era
gratis? ¿Acaso creíste que vendría sin un precio? Estamos jugando con las
magias más negras del alma, frenético. No debes creer que la puedes blandir
como un niño malcriado juega con la katana de su padre.”
”¿PORQUÉ NO?!” Amoro luchó por
mantener su compostura. “¡No le pasa nada MALO a mis tropas! Este poder es
fuerte. Lo controlo sin dudarlo. ¡Los únicos defectos son los que has permitido
crear a tu imaginación!” Sacó como un rayo su no-dachi. “”Sal ahora de mi
tienda antes de que te descuartice ahí mismo!”
Yori se quedó inmóvil, sin modificar su sonrisa.
”Muy bien. Si estas tan convencido. A lo mejor es... excesiva preocupación.”
Dando lentamente la vuelta sobre sus talones, Yori salió de la tienda.
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El Paso Beiden. Amoro estaba delante de una columna de sus tropas mientras
inspeccionaba el barranco de la montaña. No imponía demasiado, al menos desde
aquí. Pero el pequeño barranco entre los picos de las Montañas Sekitsui tenía
la llave del destino del Imperio. Era el único camino en setecientos
kilómetros, formando una puerta entre la mitad del este y la mitad del oeste de
Rokugan. Cualquiera que desease ser Emperador necesitaría controlarlo.
Y ahora estaba a dos leguas de distancia. Podía ver el humo del ejército
Cangrejo, coronando las montañas. Tenía que reprimirse para no cargar ahora
sobre las montañas. Había marchado durante tres días seguidos, forzando, sin
dormir, para poder llegar al Paso a tiempo para esto. Su primo Sukune estaba
ahí arriba, por algún lado, preparándose para parar la marcha de Toturi. Y no
quería que eso pasara sin su presencia.
La evidencia de pequeñas escaramuzas era clara, mientras continuó hacia
delante. Las cabañas y los molinos a lo largo del camino estaban abandonados,
sus ocupantes hacía mucho que los habían dejado para irse a terrenos más
seguros. Bastantes estaban destruidos, pilas de escombros o de maderos
ennegrecidos en vez de edificios. Los matojos a lo largo del camino habían sido
pisoteados por muchos pies, las hojas y ramas ocasionalmente manchadas de rojo.
Los signos de lucha crecieron mientras continuaban hacia delante, llenando su
alma con anticipación. Una semana era demasiado tiempo de espera.
Fueron dos horas más antes de que vieran por primera vez a los soldados. Se
movían hacia él por el camino, su armadura brillante bajo el sol de mediodía.
Al principio, creyó que era un contingente Cangrejo, que venía para darle
escolta hasta Sukune. Pero al acercarse y ver con más claridad los signos de
sus estandartes, las marcas verde-oro señalaban su verdadera lealtad. Dragones.
Cuidadosamente disminuyó la marcha, levantando su mano para ordenar a las
tropas que tenía detrás suyo. Algo era extraño. No debería haber enemigos a
este lado del Paso, y no esperaba ninguna resistencia antes de encontrarse con
Sukune. Cualquier tropa del Clan Dragón bajo el mando de Toturi tendría que
marchar a través del Paso para llegar hasta aquí, y sabía que tan rápidamente,
eso no era posible. Que estas ropas del Clan Dragón marcharan a plena luz por
un camino controlado por el Cangrejo era doblemente confuso. Simplemente, no deberían
estar ahí.
Esperó hasta que estaban a quinientas yardas de él, y entonces mandó parar a su
ejército. El Océano tiraba de las esquinas de su mente, pero todavía no quería
soltarlo. No quería malgastar preciosa energía en una escaramuza.
Mientras estaba ahí, un par de hombres se destacaron del ejército Dragón y
marcharon hacía él, sus brazos levantados como señal de parlamentar. EL más
alto montaba un abigarrado caballo marrón, su armadura blasonada con el azul y
blanco del Clan Grulla. El otro iba a pie, su calva cabeza y su pecho
descubierto cruzado por tatuajes. Amoro se tensó. Las leyendas sobre los Ise
Zumi Dragones – hombres tatuados – y los poderes misteriosos que usaban, eran
abundantes cuando era niño. No estaba dispuesto a dejar que se acercara uno sin
más.
Se adelantó para encontrarse con ellos a la mitad del camino, levantando sus
manos como ellos lo hacían. Quería oírles antes de matarles; Sukune querría
saber como habían traspasado sus líneas. Amoro sonrió descuidadamente al
acercarse, un burdo intento para relajarles.
”Estáis muy lejos de vuestro hogar, Dragones. ¿Os importaría explicarme vuestra
presencia aquí, en legítima tierra Cangrejo?”
La voz del Grulla a caballo era dura e inflexible mientras miraba al ejército
del frenético.
”El gran Hida Amoro en carne y hueso. He oído relatos de mis parientes sobre ti
y tu legión de no-muertos. Tienes una gran reputación, frenético.”
”¿Y por eso estáis traspasando? ¿Para alabar mis progresos militares? No lo
creo. ¿Cómo atravesasteis las líneas de Sukune, guapetones? El paso esta
sellado y no hay otra ruta.”
Los ojos del Grulla nunca atendieron sus preguntas.
”Mi nombre es Doji Kuwanan. Mi general Toturi me ha mandado aquí para pedirte
que te retires.”
Amoro casi no pudo contener la sonrisa.
”¿Retirarme? Ya que lo dices con tan buenas maneras, ¿qué puede hacer un hombre
honorable sino obedecer esa humilde petición?” La alegría desapareció de sus
ojos. “Estas en mi camino, pequeño Grulla. Muévete, antes de que añada tu
maloliente esqueleto a mis filas.”
”Te aseguro, frenético, que tus hombres no nos dan miedo. ¿Crees que
intentaríamos interceptarte sin prepararnos contra ellos?”
”A lo mejor no me escuchaste. Estáis entrando en tierras Cangrejo sin permiso.
Os encontráis detrás de las líneas enemigas, sin ayuda. Os alejaréis del campo
de batalla o os destruiré, como ya he destruido a vuestros parientes.”
La cara de Kuwanan era impasible.
”Si por mi fuera, frenético, te mataría aquí mismo por las abominaciones que
has soltado. Pero Toturi me ha ordenado que te de una oportunidad para
retirarte, y yo te la doy. Vete por donde has venido, frenético. No te lo
pediré otra vez.”
”¡Al infierno tu petición, Grulla, y al infierno tu general canalla sin honor!”
Escupió Amoro.
”Muy bien,” se giró y espoleó a su caballo de vuelta a las líneas Dragón. Amoro
blandió su espada y se preparó a ordenar a sus hombres hacia delante,
pretendiendo cercenar al samurai montado a caballo. El estaba tan enfocado en
el Grulla, que no prestaba atención al Ise Zumi, quien aún no se había movido.
De un simple y fluido movimiento, el hombre calvo se plantó delante del
Cangrejo. Una enigmática sonrisa jugó en sus labios, y los dibujos de tinta en
su piel danzaban como si estuvieran vivos. El tomó aliento rápidamente, y
entonces miró a Amoro a los ojos.
Una
gota de niebla desconocida rodeó al frenético, soplado como por bramidos desde
la boca del Ise Zumi. Amoro tosió y escupió, la nube llenando sus poros. El
sacudió su cabeza para aclarar su vista, solo para encontrar al hombre tatuado,
retirándose tras las líneas del Dragón. La Ola amenazaba con ser grande.
”¡¡¡Por eso tendré tu corazón, mago!!! ¡¡¡Tu corazón en una bandeja!!!”
Con esas palabras, la tensión entre las dos fuerzas se rompió. Amoro prácticamente
no tuvo tiempo de levantar su espada antes de que se le echaran encima los
Dragones. Cruzaron la distancia a velocidad impresionante y casi le habían
alcanzado antes de que tuviera la presencia de animo para ordenar a sus tropas
hacía adelante. La legión zombi se adelantaron como si fueran uno, impactando
contra los más rápidos soldados Dragones en torpes oleadas. Los músculos de
Amoro se tensaron, esperando a que sus oponentes le encontrasen. Cerró sus ojos
mientras su furia amenazaba con reventar...
…y no pasó nada. La Ola estaba ahí, nublando los bordes de su visión.
Simplemente no quería sumirle bajo su superficie, dejándole lúcido y vigilante
mientras la batalla se engranaba alrededor suyo. Miró de un lado a otro,
buscando la silueta del Ise Zumi.
”¿Qué hiciste? ¿Que me has hecho, cobarde?!”
No había contestación. Un par de bushi Dragón se habían desprendido de la
multitud y se le acercaban con furia en sus ojos. El instinto de combate
funcionó, y giró el no-dachi casi sin pensar. Los soldados cayeron ante si
instantáneamente, sus cuerpos cayendo apilados ante si. Se puso tieso y esperó
al siguiente ataque, pero de alguna manera, se sentía extraño. Debilitándose.
Era un niño en un dojo, haciendo sus ejercicios, pero sin sentirlos. La Ola roja
se mofaba y no quería acogerle.
Más tropas consiguieron pasar, soldados mezclándose como querían. Las legiones
de Amoro luchaban con abandono, sin pensar, arrastrando bushi tras bushi a que
aumentaran sus filas. Pero a los Dragones parecía que no les importaba la
suerte de sus hermanos. Peleaban con una fiera eficacia, aplicando una táctica
específica contra sus oponentes. Cortaban cabezas. Separaban manos de los
brazos. Rompían rodillas justo por encima de la espinilla. Todo eso estaba
diseñado no para parar la podrida legión de Amoro, sino para ralentizarles.
Pero para que, el frenético no lo sabía.
Otro soldado cargó contra él, y se vio obligado a volverse a defender. Sintió
frustración, algo que no había sentido nunca antes. ¿Qué estaba mal? ¿Cómo podía
la Ola no querer abrazarle?
A su izquierda, un grupo de zombis arrasaron a un grupo de Dragones, empalando
a los hombres en sus armas herrumbrosas. Un trio de bushi saltaron sobre el
tumulto, sus espadas brillando, y luego se retiraron. Los zombis se dieron la
vuelta e intentaron seguirles, pero sus piernas se doblaron y rompieron por
debajo de las bien hechas heridas. Amoro gruñó en frustración al ver a sus
tropas arrastrarse detrás de sus presuntas victimas como niños. ¿Cómo podían
hacer esto?!
Un repentino brillo le llamó la atención. Entre la maraña de soldados, vio al
Ise Zumi que le había echado este hechizo. No, corrección, vio a varios Ise
Zumi, sus cuerpos descamisados chocando con las armaduras ensangrentadas de sus
compañeros de combate. Habían formado una línea en el camino, a media legua de
distancia, y mientras Amoro miraba, escupieron una nube de llama amarilla por
sus labios. Era como fuegos artificiales, una llamarada de calor y luz que
encendió el suelo que estaba delante de ellos. Los zombis que se les acercaban
se vieron envueltos en el infierno, su piel y sus huesos crujiendo bajo las
intensas llamas. Los Ise Zumi se retiraron y volvieron a respirar, la violenta
nube ayudando a crecer al creciente fuego. Los zombis que estaban dentro de
ella eran incapaces de continuar. La magia que les sostenía no podía con la
brutal destrucción de sus formas físicas. Mientras que los músculos ardían y
los tendones se rompían, caían de rodillas, sus putrefactos cuerpos formando
una obscena pira funeraria.
Esto era un problema que Amoro no podía ignorar. Un rasgueo llegó a su pecho, y
cogió el amuleto de hueso en su mano. Su latido pareció crecer al sacarlo de su
cadena y elevarlo sobre su cabeza.
”¡¡¡Quitarles de ahí, soldados míos!!!” gritó, la vituperante Ola dando poder a
su voz. “¡Llevarles hacía su deshonrosos magos para que todos mueran juntos!”
Como uno, los zombis se movieron para seguir las ordenes de su señor. Cambiaron
su ataque para formar una línea, y empezaron a llevar a sus oponentes hacia las
llamas. Los Dragones no parecían sorprendidos, y se retiraron hacia los hombres
tatuados. Los soldados no-muertos, ahora sazonados con recientes muertes
Dragón, no les podían seguir, sus destrozados miembros sin poder moverse con
efectividad. Al llegar a las llamas, los Dragones saltaron sobre ellas, con una
rapidez y agilidad increíble de ver. Amoro podía sentir a la frustración volver
a crecer.
”¡Matarles! ¡Matarles a todos!”
Cuando chocaron con el muro de carne no-muerta, los Ise Zumi aguantaron en su
sitio. Fuego salía por sus ennegrecidos dientes en borbotones cada vez mayores,
expandiendo el infierno ante ellos con cada respiración. Las tropas de Amoro no
podían ver el peligro en el que se encontraban, no reaccionaban ante el abrumador
calor de las llamas. Tambaleaban hacía la hoguera de uno en uno, consumidos
como cestos de mimbre al hacerlo.
Amoro cogió con más fuerza el talismán, sintiendo su poder subir por su brazo.
La única esperanza era forzar a atravesar la hoguera.
”¡Adelante, perros! ¡¡¡He dicho que ADELANTE!!! ¡No permitiré
que estos tramposos venzan al la fuerza más poderosa de Rokugan!”
Los zombis no entendían nada sobre la urgencia de su señor, avanzando
pesadamente con la misma velocidad y ritmo que tenían siempre. Ola tras ola
caía en la envolvente llama de los Ise Zumi, sus caras sin enterarse de la
destrucción de sus filas.
”¡Más rápido, animales! ¡Más rápido! ¡¡¡MÁS
RÁPIDO!!! ¡¡¡MÁS RÁPIDO!!! ¡¡¡ATRAVESARLES!!! ¡¡¡DEBÉIS HACERLO!!!”
El golpear en su cráneo había tomado dimensiones elefantinas, pero su lucidez
permanecía intacta La Ola no quería remitir. Su frustración, unida a las
destrucción sin sentido de sus soldados, mandó a Amoro al borde de la locura.
Aulló como un animal salvaje mientras los Ise Zumi se adelantaron aún más, sus
gritos produciendo ecos por el valle.
De repente, la marea cambió. Las explosiones desaparecieron, los fuegos ardían
pero no eran alimentados. Vio a los escupe-fuegos caer, y luego retirarse de la
podrida hoguera como viejas cansadas. Les asistían las tropas regulares, que
también se retiraron. Podía ver a Kuwanan montado sobre su corcel desde aquí,
señalando a sus hombres que se retiraran en toda regla. Tan rápidamente como
había empezado, parecía que la batalla había acabado. El aullido de Amoro se
convirtió en una risa al verles retirarse, sabiendo que podían ser perseguidos.
”¡Les tenemos! ¡Ahora les tenemos!”
Los zombis se retiraron del fuego, sus cortas mentes finalmente entendiendo el
peligro que representaba. Se movieron al unísono, arrastrándose despacio hasta
donde su señor les esperaba.
Un goteo de hueso cayó de su cerrada mano. Fue entonces cuando se dio cuenta de
que el talismán ya no latía.
Abrió sus dedos para ver los destrozados restos del talismán escaparse entre
ellos.
Las caras de los zombis ni se inmutaron mientras que lentamente se le
acercaban.
Una garra cayó sobre su hombro y se volvió sin pensar. El zombi que estaba
detrás suyo no paró en su ataque mientras su cabeza caía desde sus hombros.
Amoro le dio una patada salvaje y se fue dando vueltas, solo para ser
reemplazado por otro. Ahora estaban alrededor suyo.
”No...” suspiró calladamente. “No, no es justo...”
Esquivó con rapidez, intentando tejer un camino a través de ellos para alcanzar
algún tipo de libertad. Le bloquearon por todos lados. Cortaba miembros que le
agarraban y armas que se rompían, viéndolos caer, solo para ser reemplazadas
por más.
”¡No podéis hacer esto! ¡¡¡¡¡NO PODÉIS!!!!! ¡¡¡SOY VUESTRO SEÑOR!!! ¡¡¡ME
OBEDECERÉIS!!!”
Las caras de las tropas no cambiaron mientras le cogían. Sus golpes se
volvieron más desesperados. A penas notó los trozos de talismán mientras caían
al suelo bajo sus pies.
Se dio cuenta como si le hubiesen echado un jarro de agua fría, y una espantosa
calma se asentó en su pecho. Dio vueltas a su espada en lentos círculos
mientras le rodearon.
”Que así sea.”
Al enfrentarse a su mando por última vez, la Ola finalmente se liberó de la
magia Dragón. Surgió tras sus ojos, llenando su alma con su abrumador poder y
reduciendo su visión a una neblina rojo-sangre.
Esta vez, sabía que se ahogaría
en ella.