Un
Momento de Remordimiento
por Shawn Carman y Rich
Wulf
Traducción de Mori Saiseki
Los bakemono
iban por la Ciudad de los Perdidos en frenéticas y caóticas oleadas. Una vez, antes
de que los bakemono fuesen rehechos, muchos de los
Perdidos les hubiesen tratado cruelmente. No había sido inusual mofarse o darle
una patada a uno al pasar, disfrutando del tormento de esas despreciables y
patéticas criaturas. Pero los goblins habían cambiado.
Ahora los inteligentes les dejaban tranquilos. Un solo bakemono
era una fiera y salvaje criatura y era difícil solo atraer la ira de uno solo. Cuando
se les irritaba, llegaban muchos en un frenesí de caos y destrucción, pero
cuando se les dejaba tranquilos simplemente corrían a toda velocidad por las
sombras de la ciudad, limpiando las calles de toda vida que no agradase a Fu
Leng.
Periódicamente,
los goblins rastreaban la ciudad, buscando algo que
no estuviese en su sitio. Devoraban la porquería y los escombros como se les había
ordenado durante el gobierno de Daigotsu. A Iuchiban le
importaba muy poco la condición en que estuviese la ciudad, siempre que sus defensas
permaneciesen intactas, pero tampoco le importaba como ocupaban su tiempo los goblins. Y por ellos los goblins continuaban
con sus tareas.
Una
manada se paró en medio de su patrulla por entre las calles, chillando
frenéticamente mientras varios lucharon entre ellos por un trozo de basura. El
líder se giro siseando, hacienda caer a los dos goblins
que habían empezado la pelea con un solo mandoble. Los demás chillaron y se
apartaron, intimidados. Skub era más listo y más
fuerte que la mayoría de los bakemono, y los demás
habían aprendido rápidamente a seguir su liderazgo o a alejarse con rapidez. Skub se quedó inmóvil durante un momento, olfateando el
aire con delicadeza. A su alrededor, los demás se sentaron en sus cuartos
traseros y le miraron con turbios y curiosos ojos.
Skub continuó olfateando el aire, ladeando la cabeza y
entrecerrando los ojos. La criatura había olfateado a un enemigo, un viejo
enemigo al que no había olido en mucho tiempo. Sus rasgos llenos de dientes se
retorcieron por la confusión. Este enemigo estaba muerto, eso lo sabía, pero la
muerte pocas veces era algo permanente en la Ciudad de los Perdidos. ¿Habría
vuelto el humano? ¿Podía seguir dentro de la ciudad?
Gruñendo
con rabia, Skub se puso a cuatro patas y empezó a
correr, buscando de donde provenía el olor. Lo encontraría. Lo destruiría. Skub dejaría lo suficiente como para que fuese reconocido,
y luego llevaría el resto a su señor para que este le recompensase. Los bakemono corrieron por partes antiguas de la ciudad, edificios
que habían sido destruidos hacía años pero que aún no habían sido restaurados. Trozos
de los hombres de piedra que habían acompañado a los Cuatro Vientos en su antigua
invasión aún yacían esparcidos por las calles. Skub frunció
el ceño mientras daba una patada a una rota cabeza y recordó. Skub había luchado bien ese día, pero la recompensa había
sido poca. Un goblin no podía darse un festín de
piedra.
Aquí. El
olor era fuerte. Skub corrió imprudentemente por
entre las ruinas, su pequeña mente llena de visiones de sangre y hambre. El
olor era tan fuerte que podía saborear la carne. Finalmente, se rompió el
último trozo de madera podrida y mostró su presa.
No era
nada. Solo un trozo de tela, largo tiempo olvidado en los restos calcinados de
la ciudad. Skub aulló con la furia de no saciar su
hambre. Los otros goblins retrocedieron con miedo, temiendo
su ira. Pero mientras les miraba con ira, la primitiva mente de la criatura
daba vueltas. ¿Por qué mantendría aún un aroma tan fuerte una cosa tan pequeña?
Debía ser especial. Y si era especial, entonces quizás su señor le daría una
recompensa.
Aún
gruñendo, Skub cogió la tela de entre el polvo y la
basura. Llevándosela a la boca, giró y corrió hacia la forja de Omoni, mordisqueando incómodamente a cualquier cosa que
estuviese en su camino.
•
Omoni tuvo cuidado de suavizar sus pisadas al entrar en el
Templo del Noveno Kami. El Portavoz de la Sangre últimamente estaba muy
iracundo, e incluso la más mínima perturbación o inconveniente podían despertar
en él una mortífera ira. La verdad era que Omoni hubiese
preferido estar en otro lugar, pero sus obligaciones le exigían hablar con el
señor al que servía sobre su descubrimiento, aunque su señor fuese un asqueroso
usurpador como Iuchiban.
Esta
irónica situación no se le escapaba a Omoni. Que él, el
más lastimoso de todas las criaturas, considerase al todo poderoso Iuchiban como
asqueroso, estaba tan por encima de la comedia que era completamente absurdo. Pero
cuando miraba al Portavoz de la Sangre, sentía furia, miedo, y odio. Un día, el
Portavoz de la Sangre caería y todos los goblins se
darían un festín con su cadáver. Omoni esperaba poder
vivir para ver ese día, pero no tenía muchas esperanzas. Omoni
entró en la vasta y abierta cámara del templo, mirando con miedo a su
alrededor.
“No pareces estar
cómodo en este lugar, Omoni,” dijo una voz que le
resultaba familiar.
El hombre-goblin se volvió y vio a Yajinden, el lugarteniente de Iuchiban,
salir de un pequeño entrante en sombra. Estaba claro que el Portavoz de la
Sangre había estado trabajando en su forja, ya que en su pelo blanco había
cenizas y aún tenía su martillo de herrero en una mano. Yajinden era raro, no
era como los demás Portavoces de la Sangre. Él, también, parecía ser un
prisionero en este lugar. Él, como Omoni, era un
hombre más interesado en la creación que en conquistar. Omoni
casi le consideraba un amigo.
“Se han
llevado todos los símbolos de Fu Leng, pero Iuchiban aún no los ha reemplazado,”
susurró Omoni. “Parece tan vacío.”
“Y no
serán reemplazados,” contestó Yajinden. “El vacío es el mayor testamento de la
arrogancia de nuestro señor. No hay obra de arte, no reproducción, que crea que
le pueda hacer justicia. Por eso estas salas permanecen vacías y solo su
grandeza resuena por ellas para recordarnos a todos a quién servimos.” Yajinden
se rió amargamente en voz baja.
“No
deberías decir esas cosas, Yajinden,” dijo Omoni, mirando
preocupado hacia las puertas al final de la sala, tras las que el propio
Iuchiban seguramente estaba esperándole.
“Está
ocupado con sus planes,” contestó Yajinden con un descuidado movimiento de su
mano. “En cualquier caso sabe que es mejor no castigarme por esas cosas, o
tendría poco tiempo para hacer otras cosas. ¿Por qué has venido, Omoni?”
“Le
traigo algo a nuestro señor,” dijo Omoni.
“¿Si?” Preguntó
Yajinden. “Déjame ver.”
Omoni abrió la boca para negarse, para insistir que solo
Iuchiban debería ver lo que Skub había descubierto, pero
dudó. Omoni sacó la tela de su bolsa. “Parece ser un
resto del ataque de los Cuatro Vientos a esta Ciudad, el de hace unos seis años.
Reconocí que era de Toturi Tsudao. Parece contener
poderosa magia.”
Los ojos
de Yajinden se entrecerraron. “Interesante,” dijo, “pero has sido imprudente al
traer esto a Iuchiban.”
Omoni pareció confundido.
“Esto es
solo un trozo de tela, manchada por la sangre de una heroína mejor olvidada,” contestó.
“El poder que contienen seguramente es insignificante comparado al de nuestro
señor y a sus planes. Que preste atención a esto sería una pérdida de tiempo. ¿No
estás de acuerdo?”
Omoni frunció el ceño. “Parece contener la magia del sol,
Yajinden-san,” contestó. “¿Estás seguro que esto no es interesante?”
Yajinden extendió una mano, las yemas de
sus dedos rozando la tela mientras una sonrisa se extendía en su cara. “Seguro,”
dijo. “Él pensaría que no tiene valor y lo descartaría o creería que es una
amenaza y lo destruiría. Pero tú puedes ver, como yo, el poder que está tejido
dentro de estos hilos. Ambos somos artistas, Omoni. No
podemos dejar que una cosa así sea destruida. ¿Verdad?”
Omoni miró al obi, y luego a Yajinden. “No,” dijo, disfrutando
de esta pequeña rebeldía para con su señor. “No podemos.”
“Entonces
encontremos un uso para esto, amigo mío,” contestó Yajinden.
•
La inmensa extensión de
terreno conocida solo como las Arenas Ardientes se extendía hasta donde se
podía ver. Había ocasionales remolinos de actividad al levantar enormes nubes
de arena los fuertes y abrasadores vientos del desierto, nubes que giraban y se
arremolinaban formando pequeñas tormentas que solo duraban unos pocos momentos
y luego desaparecían. Más allá de eso, solo había brillantes espejismos para
romper la monotonía. Lagartos se deslizaban de roca en roca, buscando calentar
su sangre y luego enfriarla en la sombra, para después repetir el proceso. Pero
entre roca y roca, varias de esas pequeñas bestias se detuvieron y miraron
hacia el ardiente desierto, sintiendo que algo iba mal.
De entre
las distorsionadas olas caloríficas y el mar de arena que se arremolinaba, una
solitaria figura emergió de las dunas. El viajero estaba protegido del sol y
los elementos por una pesada capa que cubría todo su cuerpo. La arena giraba a
su alrededor, pero nunca parecía tocarle. Los lagartos se quedaron inmóviles
durante un brevísimo instante, confundidos por esta muy poco inusual intrusión
en su rutina, y luego salieron corriendo cuando se impuso su temor a los
depredadores.
El
viajero llegó al borde del desierto y pasó de la arena a unas calientes y
afiladas rocas que estaban en la falda de las montañas del Muro Norte. El
hombre se sacudió un poco, echando los pocos granos de arena que habían
derrotado a las barreras espirituales que le protegían de los elementos, luego
miró a su alrededor y hacia las imperdonables montañas que marcaban la frontera
norte de Rokugan.
“Mi hogar,”
dijo con voz ronca.
El
hombre echó hacia atrás su capucha. Largos mechones de pelo cayeron en cascada
alrededor de sus hombros, de color blanco con dos mechones negros junto a sus
sienes. De su cinturón colgaba una máscara de porcelana blanca que llevaba el
símbolo del sol naciente y un wakizashi que tenía tanto el anagrama Fénix como
el del Crisantemo, la marca del Emperador y sus servidores elegidos.
Isawa
Sezaru había regresado al Imperio.
Tenía
poco tiempo para la introspección. Si viaje a través de las Arenas Ardientes
había sido breve pero extremadamente iluminador. Ahora no tenía ninguna duda de
que Iuchiban era un Khadi, un hechicero sin corazón
creado a partir de arcanos rituales gaijin que
dejaban fría y sin sentimientos el alma, pero con el potencial para un casi
ilimitado poder. El Portavoz de la Sangre había combinado los hechizos gaijin con la magia de Jigoku de una manera sin precedentes,
creando una abominación como nunca antes había conocido el mundo.
Lo que
helaba a Sezaru más era el haber descubierto que Iuchiban había usado la magia
de los sin corazón para escapar del control de la Mancha, y usaba el maho para
proteger su alma de las místicas fuerzas gaijin que
buscasen corromperle. La maldad de Iuchiban no era así resultado de la
hechicería gaijin ni de las Tierras Sombrías. A pesar
de todo su poder, su locura y su perversión eran genuinamente suyas, no el
producto de ninguna influencia mágica. Le enfermaba la idea de que Iuchiban, como
el propio Sezaru, había sido una vez el hermano del Emperador, pero que se
volvió loco por los celos y su ansia de poder. En sus momentos más oscuros,
Isawa Sezaru a veces se preguntaba que hubiese pasado si él estuviese ahora
sentado en el trono de su hermano, pero nunca se podría haber convertido en el
monstruo en que se había convertido Iuchiban. El Portavoz de la Sangre estaba
obsesionado con conquistar el Imperio y destruir todo aquello que no se
inclinase ante su control. No se detendría, ya que creía que no podía ser
parado. Cualquier derrota era un contratiempo temporal, ya que Iuchiban siempre
sobreviviría.
Sezaru no
permitiría que continuase esta blasfemia. Él y su nuevo aliado, Katamari el Doomseeker, purgarían
al Sin Corazón del Imperio, a cualquier precio. Y cuando eso estuviese hecho,
Sezaru había prometido ayudar a Katamari a limpiar las
Arenas Ardientes de los pocos khadi que quedaban.
Un
sonido le llegó desde las cercanas rocas. Los ojos de Sezaru se entrecerraron, sus
pensamientos olvidados al instante mientras los espíritus giraban a su
alrededor, a sus órdenes.
“La
voces de los kami no son tan claras fuera del Imperio,”
dijo Sezaru, “y mi magia ha sido difícil de invocar. Ahora he vuelto a tener
todo mi poder, y en mi alegría al volver a escuchar las voces del viento y de
las llamas podría precipitadamente desatar mi poder sobre aquellos que me
quieren espiar. ¿Quieres que me arrepienta de tu muerte?”
Hubo un
largo silencio. “Si salgo, me quemarás hasta convertirme en cenizas en un
segundo, y habré viajado hasta aquí para nada. Podrás no creer mis palabras, pero
no os quiero hacer ningún daño, poderoso Lobo.”
“Nadie
tiene porque temerme, excepto los enemigos del Imperio.”
Hubo
otra pausa, luego volvió la voz, llena de tristeza. “Entonces estoy perdido, porque
no soy amigo de Rokugan.”
Sezaru
frunció el ceño ante la obvia consternación en la extraña voz. “Entonces sal si
quieres una audiencia, y te concederé misericordia si te muestras valioso, y
cuando acabemos de hablar quizás te permita huir hacia las Arenas.”
“Entonces
acepto el destino que me espera,” contestó la voz. Un momento más tarde, una
figura retorcida y pequeña surgió de entre las rocas, vestida con unos harapos
y unos rotos trozos de armadura. La criatura se movía con una extraña gracia
animal a pesar de la desigual forma de sus miembros, y corrió a toda velocidad
ladera abajo, tan rápido como los lagartos que habían desaparecido hacía solo
unos momentos. Las manos de Sezaru se envolvieron en llamas al instante al ver
a la criatura, ya que el Lobo conocía a un habitante de las Tierras Sombrías
nada más verlo. Pero también sintió una extraña compasión. Algo en esta
criatura irradiaba dolor y sufrimiento. Se encontró con que no podría aumentar
su sufrimiento.
“Saludos,
Isawa Sezaru-sama,” dijo la cosa con una extraña reverencia.
Sezaru frunció
el ceño a la bestia. “¿Qué tipo de criatura eres?” Preguntó, señalando con una
de sus manos en llamas, como acusándole.
“Soy una
sombra de aquel que se hace llamar Escultor de Carne,” contestó la criatura. “Omoni, servidor de Daigotsu, me
creo a su imagen para que pudiese hablar con vos. Llevo algo de su alma y de su
memoria, así como su dolor.”
“¿Qué
está hacienda una asquerosa bestia como tu en este lugar?” Preguntó Sezaru. “¿Cómo
me encontraste? ¿Para qué me buscas?”
“Vuestra
batalla contra Mohai y Jama Suru
es bien conocida para aquel al que sirvo,” contestó la bestia. “Nunca
reaparecisteis en el Imperio, y muchos os creyeron muerto. Omoni
sabía que no era así. El que derrotó al Señor Oscuro en la cúspide de su poder no
caería tan fácilmente. Me envió a este lugar para buscaros. Si no os encontraba,
me dijo mi creador, entonces debería permanecer aquí, ya que creía que
volveríais.”
“¿Los
secuaces de Daigotsu te enviaron a que me espiases?” Preguntó
Sezaru en un tono peligroso.
“Omoni es ahora el servidor de Iuchiban,” dijo la criatura,
“aunque sinceramente desearía que no fuese así.”
Sezaru movió
la mano para obviar ese tema. “Me importa muy poco la lealtad de tu loco
creador. ¿Por qué estás aquí?”
“Mi
creador os envía un regalo,” dijo la criatura, cuidadosamente abriendo una
pequeña bolsa que tenía atada a la espalda. “Fue encontrado no hace mucho
tiempo. Mi creador creía que Iuchiban no apreciaría su importancia.” Aquí la
criatura sonrió mostrando sus afilados dientes. “Pero pensó que vos si lo
apreciaría.”
“Que estratagema
más ridícula,” gruñó Sezaru. “Si Omoni se cree que
aceptaría cualquier regalo de la Ciudad de los Perdidos entonces es un estúpido
así como un loco. No sé cual es el verdadero plan de tu creador, criatura, pero...”
Se calló cuando con cautela la bestia sacó un trozo de seda amarilla de su
bolsa. Aunque manchada con sangre y mugre, relucía con un extraño brillo etéreo.
La bestia lo levantó reverentemente y se lo ofreció a Sezaru con otra torpe
reverencia. Sezaru lo reconoció al instante. Incluso los espíritus invisibles
que le rodeaban parecieron quedarse sin aliento.
Las
llamas que rodeaban las manos del shugenja se disiparon, aunque el Lobo pareció
no darse cuenta. Cogió la tela entre sus temblorosas manos y la sostuvo ante él
durante un momento. “Tsudao,” susurró.
“Mi
señor dice que es poderoso, un poder que sería malgastado por Iuchiban, o
quizás destruido. Vuestra hermana era una temida enemiga de las Tierras
Sombrías, como vos lo sois ahora. Os devolvemos su obi como muestra de nuestro
respeto, Lobo.”
Sezaru miró
fríamente la pequeña cosa. “A tu creador le gusta jugar. Usaría la memoria de
mi hermana para incitarme a luchar contra Iuchiban, pero espera que le pueda
mostrar misericordia cuando todo se acabe.”
“Juzgáis
mal a mi creador,” contestó la bestia, “¿pero por qué debería esperar clemencia?
Su vida, como la mía, es solo dolor. Sus rezones son más profundas.”
“¿Y esas
son?”
La bestia se inclinó
profundamente esta vez, arrodillándose y tocando con su cabeza el suelo. “Aunque
yo no había sido creado cuando ella murió, llevó las memorias de mi creador. Se
dice que la valía de un samurai puede ser juzgada por el valor de sus enemigos.
La vida de vuestra hermana, y su muerte, le dio un gran honor al Señor Oscuro. Ella
era una enemiga que no será olvidada, ni se la faltará el respeto.”
Sezaru dio
un paso atrás, casi involuntariamente. El tono de la asquerosa criatura no
contenía malicia, ni sarcasmo, ni siquiera temor. Su disculpa, por muy
increíble que fuese, parecía sincera. Significaba poco en el gran esquema de
las cosas, por supuesto, pero a pesar de ello, Sezaru se quedó muy sorprendido.
“¿Qué tipo de criatura eres tú?” Repitió.
La cosa
se puso en pie. “No soy nada, como ya os he dicho antes. No tengo nombre, ni
familia, nada. Soy el hijo más asqueroso de un vasto Imperio creado sobre la
crueldad y la degradación. La Mancha nos ha hecho ser lo que somos. Solo hay
una cosa que nos queda y que nos hace algo más que unos animales.” Se detuvo un
momento. “El honor.”
A Sezaru
le dio mucha pena la cosa que tenía ante él, pero no sabía que decirle. “Acepto
tu regalo,” dijo en voz baja. Por supuesto que sería cauteloso y determinaría
si alguna magia asquerosa había sido puesta sobre el obi, pero por ahora se
encontraba que no podía rehusarlo.
La
criatura le miró a los ojos por primera vez. “Entonces debo pediros un pequeño
favor, Lobo,” dijo. “Yo, igual que mi creador, fui creado con un solo propósito.
Al revés que mi creador, mi propósito ya ha sido cumplido. Vuestra magia es una
de las más poderosas de todos lo mortales. Deseo que me ayudéis a convertirme
en otra cosa, y dejar de ser la bestia que soy.”
El Lobo
agitó su cabeza. “No puedo.”
La cosa
asintió. “Creo que si podéis,” dijo en un tono aún más callado, poco más que un
susurro.
Sezaru asintió,
dándose cuenta de la verdadera implicación de las palabras de la criatura. Sus
manos volvieron a arder en llamas.
“Gracias,”
susurró, justo antes del final.
•
Cuando acabó de hacerlo,
Sezaru esparció las cenizas de la criatura y ofreció una breve oración. Dobló
el obi de su hermana y lo puso entre los dobleces de su túnica. Se estaba
preparando para irse cuando una risa, oscura y maliciosa, resonó por las
colinas.
Sezaru
se puso en guardia al instante, mirando a un lado y a otro para encontrar la
fuente de la risa. Con tantas rocas, había cientos de sitios donde se podía
esconder un hombre, y no podía verlos todos a un tiempo, no sin hacer que se
derrumbasen las montañas con el poder de su magia. Maldiciéndose en silencio, invocó
a los kami y se preparó para cualquier cosa.
“¿Te
tocó la fibra sensible la historia del pequeño monstruo?” Resonó una burlona
voz por las colinas. “¿Viste en su retorcida cara algún reflejo de tu propia
locura, Lobo?”
“Conozco
tu voz, arpía,” dijo Sezaru, enojándose.
“Claro
que la conoces,” contestó la voz. “Nos vimos una vez, hace unos años, en la
Ciudad de los Perdidos. Preferí no enfrentarme a ti y a los tuyos aquel día, porque
sabía que uno de vosotros caería. Y al hacerlo, los que quedaseis
incrementarían mi poder por diez la próxima vez que nos viésemos.”
“Muéstrate,”
dijo Sezaru, “y lo veremos.”
Volvió a
sonar la risa y luego fue reemplazada por un susurro que de alguna manera
conseguía reverberar por las colinas. “Es la muerte de tu hermana lo que más te
atormenta, ¿verdad?” Preguntó. “A pesar de todo tu poder, no la pudiste salvar.
No pudiste morir en su lugar. Solo ella podía hacer lo que había que hacer… ¿no
es así? ¿Podrías haber muerto tú y así permitirla vivir? Si verdaderamente
hubieses usado todas tus fuerzas, ¿cómo hiciste contra los Portavoces de la
Sangre?”
“Su
destino no lo podía decidir yo,” contestó Sezaru, con los labios apretados.
“¿Y los
tuyos?” Insistió el susurro. “¿Qué hay de tu hermano, y lo que él ha despertado
dentro de ti? ¿No hubieses preferido permanecer como eras, sano y entero? ¿O
disfrutas una vez más al convertirte en un monstruo?”
“Todo lo
que sé sobre los monstruos es como destruirlos, Kanashimi,”
dijo Sezaru, elevando su voz. “No deberías haber venido aquí.”
El Onisu del Remordimiento surgió de entre las rocas, su forma
henchida de poder. “Los Onisu han permanecido al
margen en esta guerra en las Tierras Sombrías, ya que Hakai
cree que no tenemos nada que ganar hasta que haya un vencedor,” dijo, “pero el
corazón de Omoni me es bien conocido. No podía
perderme esta oportunidad cuando me di cuenta de lo que pretendía hacer. Sabía
el festín que tú me ofrecerías.”
“No
deberías haber venido,” repitió Sezaru. Cogió la máscara que tenía en el cinturón
y se la puso en la cara, temblando mientras lo hacía. “No tengo remordimientos.”
Kanashimi se rió, pero entonces pareció retroceder un
instante, casi disminuyendo de tamaño. “¿Qué estás haciendo?” Preguntó.
“El
remordimiento es el pecado de un samurai, por haber hecho algo que no debería
haberse hecho,” dijo Sezaru con frialdad. “Un día lo sentiré, cundo haya
completado mi tarea, pero hasta entonces no hay nada dentro de mi excepto la
muerte.”
Kanashimi se agitó, intentando mantener el control ante el
salvaje poder que irradiaba Isawa Sezaru.
“Deja
que te lo demuestre,” dijo el Lobo.