Un Momento de Remordimiento

 

por Shawn Carman y Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Las Tierras Sombrías, hace unas semanas…

 

Los bakemono iban por la Ciudad de los Perdidos en frenéticas y caóticas oleadas. Una vez, antes de que los bakemono fuesen rehechos, muchos de los Perdidos les hubiesen tratado cruelmente. No había sido inusual mofarse o darle una patada a uno al pasar, disfrutando del tormento de esas despreciables y patéticas criaturas. Pero los goblins habían cambiado. Ahora los inteligentes les dejaban tranquilos. Un solo bakemono era una fiera y salvaje criatura y era difícil solo atraer la ira de uno solo. Cuando se les irritaba, llegaban muchos en un frenesí de caos y destrucción, pero cuando se les dejaba tranquilos simplemente corrían a toda velocidad por las sombras de la ciudad, limpiando las calles de toda vida que no agradase a Fu Leng.

            Periódicamente, los goblins rastreaban la ciudad, buscando algo que no estuviese en su sitio. Devoraban la porquería y los escombros como se les había ordenado durante el gobierno de Daigotsu. A Iuchiban le importaba muy poco la condición en que estuviese la ciudad, siempre que sus defensas permaneciesen intactas, pero tampoco le importaba como ocupaban su tiempo los goblins. Y por ellos los goblins continuaban con  sus tareas.

            Una manada se paró en medio de su patrulla por entre las calles, chillando frenéticamente mientras varios lucharon entre ellos por un trozo de basura. El líder se giro siseando, hacienda caer a los dos goblins que habían empezado la pelea con un solo mandoble. Los demás chillaron y se apartaron, intimidados. Skub era más listo y más fuerte que la mayoría de los bakemono, y los demás habían aprendido rápidamente a seguir su liderazgo o a alejarse con rapidez. Skub se quedó inmóvil durante un momento, olfateando el aire con delicadeza. A su alrededor, los demás se sentaron en sus cuartos traseros y le miraron con turbios y curiosos ojos.

            Skub continuó olfateando el aire, ladeando la cabeza y entrecerrando los ojos. La criatura había olfateado a un enemigo, un viejo enemigo al que no había olido en mucho tiempo. Sus rasgos llenos de dientes se retorcieron por la confusión. Este enemigo estaba muerto, eso lo sabía, pero la muerte pocas veces era algo permanente en la Ciudad de los Perdidos. ¿Habría vuelto el humano? ¿Podía seguir dentro de la ciudad?

            Gruñendo con rabia, Skub se puso a cuatro patas y empezó a correr, buscando de donde provenía el olor. Lo encontraría. Lo destruiría. Skub dejaría lo suficiente como para que fuese reconocido, y luego llevaría el resto a su señor para que este le recompensase. Los bakemono corrieron por partes antiguas de la ciudad, edificios que habían sido destruidos hacía años pero que aún no habían sido restaurados. Trozos de los hombres de piedra que habían acompañado a los Cuatro Vientos en su antigua invasión aún yacían esparcidos por las calles. Skub frunció el ceño mientras daba una patada a una rota cabeza y recordó. Skub había luchado bien ese día, pero la recompensa había sido poca. Un goblin no podía darse un festín de piedra.

            Aquí. El olor era fuerte. Skub corrió imprudentemente por entre las ruinas, su pequeña mente llena de visiones de sangre y hambre. El olor era tan fuerte que podía saborear la carne. Finalmente, se rompió el último trozo de madera podrida y mostró su presa.

            No era nada. Solo un trozo de tela, largo tiempo olvidado en los restos calcinados de la ciudad. Skub aulló con la furia de no saciar su hambre. Los otros goblins retrocedieron con miedo, temiendo su ira. Pero mientras les miraba con ira, la primitiva mente de la criatura daba vueltas. ¿Por qué mantendría aún un aroma tan fuerte una cosa tan pequeña? Debía ser especial. Y si era especial, entonces quizás su señor le daría una recompensa.

            Aún gruñendo, Skub cogió la tela de entre el polvo y la basura. Llevándosela a la boca, giró y corrió hacia la forja de Omoni, mordisqueando incómodamente a cualquier cosa que estuviese en su camino.

 

 

            Omoni tuvo cuidado de suavizar sus pisadas al entrar en el Templo del Noveno Kami. El Portavoz de la Sangre últimamente estaba muy iracundo, e incluso la más mínima perturbación o inconveniente podían despertar en él una mortífera ira. La verdad era que Omoni hubiese preferido estar en otro lugar, pero sus obligaciones le exigían hablar con el señor al que servía sobre su descubrimiento, aunque su señor fuese un asqueroso usurpador como Iuchiban.

            Esta irónica situación no se le escapaba a Omoni. Que él, el más lastimoso de todas las criaturas, considerase al todo poderoso Iuchiban como asqueroso, estaba tan por encima de la comedia que era completamente absurdo. Pero cuando miraba al Portavoz de la Sangre, sentía furia, miedo, y odio. Un día, el Portavoz de la Sangre caería y todos los goblins se darían un festín con su cadáver. Omoni esperaba poder vivir para ver ese día, pero no tenía muchas esperanzas. Omoni entró en la vasta y abierta cámara del templo, mirando con miedo a su alrededor.

“No pareces estar cómodo en este lugar, Omoni,” dijo una voz que le resultaba familiar.

            El hombre-goblin se volvió y vio a Yajinden, el lugarteniente de Iuchiban, salir de un pequeño entrante en sombra. Estaba claro que el Portavoz de la Sangre había estado trabajando en su forja, ya que en su pelo blanco había cenizas y aún tenía su martillo de herrero en una mano. Yajinden era raro, no era como los demás Portavoces de la Sangre. Él, también, parecía ser un prisionero en este lugar. Él, como Omoni, era un hombre más interesado en la creación que en conquistar. Omoni casi le consideraba un amigo.

            “Se han llevado todos los símbolos de Fu Leng, pero Iuchiban aún no los ha reemplazado,” susurró Omoni. “Parece tan vacío.”

            “Y no serán reemplazados,” contestó Yajinden. “El vacío es el mayor testamento de la arrogancia de nuestro señor. No hay obra de arte, no reproducción, que crea que le pueda hacer justicia. Por eso estas salas permanecen vacías y solo su grandeza resuena por ellas para recordarnos a todos a quién servimos.” Yajinden se rió amargamente en voz baja.

            “No deberías decir esas cosas, Yajinden,” dijo Omoni, mirando preocupado hacia las puertas al final de la sala, tras las que el propio Iuchiban seguramente estaba esperándole.

            “Está ocupado con sus planes,” contestó Yajinden con un descuidado movimiento de su mano. “En cualquier caso sabe que es mejor no castigarme por esas cosas, o tendría poco tiempo para hacer otras cosas. ¿Por qué has venido, Omoni?”

            “Le traigo algo a nuestro señor,” dijo Omoni.

            “¿Si?” Preguntó Yajinden. “Déjame ver.”

            Omoni abrió la boca para negarse, para insistir que solo Iuchiban debería ver lo que Skub había descubierto, pero dudó. Omoni sacó la tela de su bolsa. “Parece ser un resto del ataque de los Cuatro Vientos a esta Ciudad, el de hace unos seis años. Reconocí que era de Toturi Tsudao. Parece contener poderosa magia.”

            Los ojos de Yajinden se entrecerraron. “Interesante,” dijo, “pero has sido imprudente al traer esto a Iuchiban.”

            Omoni pareció confundido.

            “Esto es solo un trozo de tela, manchada por la sangre de una heroína mejor olvidada,” contestó. “El poder que contienen seguramente es insignificante comparado al de nuestro señor y a sus planes. Que preste atención a esto sería una pérdida de tiempo. ¿No estás de acuerdo?”

            Omoni frunció el ceño. “Parece contener la magia del sol, Yajinden-san,” contestó. “¿Estás seguro que esto no es interesante?”

            Yajinden extendió una mano, las yemas de sus dedos rozando la tela mientras una sonrisa se extendía en su cara. “Seguro,” dijo. “Él pensaría que no tiene valor y lo descartaría o creería que es una amenaza y lo destruiría. Pero tú puedes ver, como yo, el poder que está tejido dentro de estos hilos. Ambos somos artistas, Omoni. No podemos dejar que una cosa así sea destruida. ¿Verdad?”

            Omoni miró al obi, y luego a Yajinden. “No,” dijo, disfrutando de esta pequeña rebeldía para con su señor. “No podemos.”

            “Entonces encontremos un uso para esto, amigo mío,” contestó Yajinden.

 

 

Las Montañas del Muro Norte

 

La inmensa extensión de terreno conocida solo como las Arenas Ardientes se extendía hasta donde se podía ver. Había ocasionales remolinos de actividad al levantar enormes nubes de arena los fuertes y abrasadores vientos del desierto, nubes que giraban y se arremolinaban formando pequeñas tormentas que solo duraban unos pocos momentos y luego desaparecían. Más allá de eso, solo había brillantes espejismos para romper la monotonía. Lagartos se deslizaban de roca en roca, buscando calentar su sangre y luego enfriarla en la sombra, para después repetir el proceso. Pero entre roca y roca, varias de esas pequeñas bestias se detuvieron y miraron hacia el ardiente desierto, sintiendo que algo iba mal.

            De entre las distorsionadas olas caloríficas y el mar de arena que se arremolinaba, una solitaria figura emergió de las dunas. El viajero estaba protegido del sol y los elementos por una pesada capa que cubría todo su cuerpo. La arena giraba a su alrededor, pero nunca parecía tocarle. Los lagartos se quedaron inmóviles durante un brevísimo instante, confundidos por esta muy poco inusual intrusión en su rutina, y luego salieron corriendo cuando se impuso su temor a los depredadores.

            El viajero llegó al borde del desierto y pasó de la arena a unas calientes y afiladas rocas que estaban en la falda de las montañas del Muro Norte. El hombre se sacudió un poco, echando los pocos granos de arena que habían derrotado a las barreras espirituales que le protegían de los elementos, luego miró a su alrededor y hacia las imperdonables montañas que marcaban la frontera norte de Rokugan.

            “Mi hogar,” dijo con voz ronca.

            El hombre echó hacia atrás su capucha. Largos mechones de pelo cayeron en cascada alrededor de sus hombros, de color blanco con dos mechones negros junto a sus sienes. De su cinturón colgaba una máscara de porcelana blanca que llevaba el símbolo del sol naciente y un wakizashi que tenía tanto el anagrama Fénix como el del Crisantemo, la marca del Emperador y sus servidores elegidos.

            Isawa Sezaru había regresado al Imperio.

            Tenía poco tiempo para la introspección. Si viaje a través de las Arenas Ardientes había sido breve pero extremadamente iluminador. Ahora no tenía ninguna duda de que Iuchiban era un Khadi, un hechicero sin corazón creado a partir de arcanos rituales gaijin que dejaban fría y sin sentimientos el alma, pero con el potencial para un casi ilimitado poder. El Portavoz de la Sangre había combinado los hechizos gaijin con la magia de Jigoku de una manera sin precedentes, creando una abominación como nunca antes había conocido el mundo.

            Lo que helaba a Sezaru más era el haber descubierto que Iuchiban había usado la magia de los sin corazón para escapar del control de la Mancha, y usaba el maho para proteger su alma de las místicas fuerzas gaijin que buscasen corromperle. La maldad de Iuchiban no era así resultado de la hechicería gaijin ni de las Tierras Sombrías. A pesar de todo su poder, su locura y su perversión eran genuinamente suyas, no el producto de ninguna influencia mágica. Le enfermaba la idea de que Iuchiban, como el propio Sezaru, había sido una vez el hermano del Emperador, pero que se volvió loco por los celos y su ansia de poder. En sus momentos más oscuros, Isawa Sezaru a veces se preguntaba que hubiese pasado si él estuviese ahora sentado en el trono de su hermano, pero nunca se podría haber convertido en el monstruo en que se había convertido Iuchiban. El Portavoz de la Sangre estaba obsesionado con conquistar el Imperio y destruir todo aquello que no se inclinase ante su control. No se detendría, ya que creía que no podía ser parado. Cualquier derrota era un contratiempo temporal, ya que Iuchiban siempre sobreviviría.

            Sezaru no permitiría que continuase esta blasfemia. Él y su nuevo aliado, Katamari el Doomseeker, purgarían al Sin Corazón del Imperio, a cualquier precio. Y cuando eso estuviese hecho, Sezaru había prometido ayudar a Katamari a limpiar las Arenas Ardientes de los pocos khadi que quedaban.

            Un sonido le llegó desde las cercanas rocas. Los ojos de Sezaru se entrecerraron, sus pensamientos olvidados al instante mientras los espíritus giraban a su alrededor, a sus órdenes.

            “La voces de los kami no son tan claras fuera del Imperio,” dijo Sezaru, “y mi magia ha sido difícil de invocar. Ahora he vuelto a tener todo mi poder, y en mi alegría al volver a escuchar las voces del viento y de las llamas podría precipitadamente desatar mi poder sobre aquellos que me quieren espiar. ¿Quieres que me arrepienta de tu muerte?”

            Hubo un largo silencio. “Si salgo, me quemarás hasta convertirme en cenizas en un segundo, y habré viajado hasta aquí para nada. Podrás no creer mis palabras, pero no os quiero hacer ningún daño, poderoso Lobo.”

            “Nadie tiene porque temerme, excepto los enemigos del Imperio.”

            Hubo otra pausa, luego volvió la voz, llena de tristeza. “Entonces estoy perdido, porque no soy amigo de Rokugan.”

            Sezaru frunció el ceño ante la obvia consternación en la extraña voz. “Entonces sal si quieres una audiencia, y te concederé misericordia si te muestras valioso, y cuando acabemos de hablar quizás te permita huir hacia las Arenas.”

            “Entonces acepto el destino que me espera,” contestó la voz. Un momento más tarde, una figura retorcida y pequeña surgió de entre las rocas, vestida con unos harapos y unos rotos trozos de armadura. La criatura se movía con una extraña gracia animal a pesar de la desigual forma de sus miembros, y corrió a toda velocidad ladera abajo, tan rápido como los lagartos que habían desaparecido hacía solo unos momentos. Las manos de Sezaru se envolvieron en llamas al instante al ver a la criatura, ya que el Lobo conocía a un habitante de las Tierras Sombrías nada más verlo. Pero también sintió una extraña compasión. Algo en esta criatura irradiaba dolor y sufrimiento. Se encontró con que no podría aumentar su sufrimiento.

            “Saludos, Isawa Sezaru-sama,” dijo la cosa con una extraña reverencia.

            Sezaru frunció el ceño a la bestia. “¿Qué tipo de criatura eres?” Preguntó, señalando con una de sus manos en llamas, como acusándole.

            “Soy una sombra de aquel que se hace llamar Escultor de Carne,” contestó la criatura. “Omoni, servidor de Daigotsu, me creo a su imagen para que pudiese hablar con vos. Llevo algo de su alma y de su memoria, así como su dolor.”

            “¿Qué está hacienda una asquerosa bestia como tu en este lugar?” Preguntó Sezaru. “¿Cómo me encontraste? ¿Para qué me buscas?”

            “Vuestra batalla contra Mohai y Jama Suru es bien conocida para aquel al que sirvo,” contestó la bestia. “Nunca reaparecisteis en el Imperio, y muchos os creyeron muerto. Omoni sabía que no era así. El que derrotó al Señor Oscuro en la cúspide de su poder no caería tan fácilmente. Me envió a este lugar para buscaros. Si no os encontraba, me dijo mi creador, entonces debería permanecer aquí, ya que creía que volveríais.”

            “¿Los secuaces de Daigotsu te enviaron a que me espiases?” Preguntó Sezaru en un tono peligroso.

            Omoni es ahora el servidor de Iuchiban,” dijo la criatura, “aunque sinceramente desearía que no fuese así.”

            Sezaru movió la mano para obviar ese tema. “Me importa muy poco la lealtad de tu loco creador. ¿Por qué estás aquí?”

            “Mi creador os envía un regalo,” dijo la criatura, cuidadosamente abriendo una pequeña bolsa que tenía atada a la espalda. “Fue encontrado no hace mucho tiempo. Mi creador creía que Iuchiban no apreciaría su importancia.” Aquí la criatura sonrió mostrando sus afilados dientes. “Pero pensó que vos si lo apreciaría.”

            “Que estratagema más ridícula,” gruñó Sezaru. “Si Omoni se cree que aceptaría cualquier regalo de la Ciudad de los Perdidos entonces es un estúpido así como un loco. No sé cual es el verdadero plan de tu creador, criatura, pero...” Se calló cuando con cautela la bestia sacó un trozo de seda amarilla de su bolsa. Aunque manchada con sangre y mugre, relucía con un extraño brillo etéreo. La bestia lo levantó reverentemente y se lo ofreció a Sezaru con otra torpe reverencia. Sezaru lo reconoció al instante. Incluso los espíritus invisibles que le rodeaban parecieron quedarse sin aliento.

            Las llamas que rodeaban las manos del shugenja se disiparon, aunque el Lobo pareció no darse cuenta. Cogió la tela entre sus temblorosas manos y la sostuvo ante él durante un momento. “Tsudao,” susurró.

            “Mi señor dice que es poderoso, un poder que sería malgastado por Iuchiban, o quizás destruido. Vuestra hermana era una temida enemiga de las Tierras Sombrías, como vos lo sois ahora. Os devolvemos su obi como muestra de nuestro respeto, Lobo.”

            Sezaru miró fríamente la pequeña cosa. “A tu creador le gusta jugar. Usaría la memoria de mi hermana para incitarme a luchar contra Iuchiban, pero espera que le pueda mostrar misericordia cuando todo se acabe.”

            “Juzgáis mal a mi creador,” contestó la bestia, “¿pero por qué debería esperar clemencia? Su vida, como la mía, es solo dolor. Sus rezones son más profundas.”

            “¿Y esas son?”

            La bestia se inclinó profundamente esta vez, arrodillándose y tocando con su cabeza el suelo. “Aunque yo no había sido creado cuando ella murió, llevó las memorias de mi creador. Se dice que la valía de un samurai puede ser juzgada por el valor de sus enemigos. La vida de vuestra hermana, y su muerte, le dio un gran honor al Señor Oscuro. Ella era una enemiga que no será olvidada, ni se la faltará el respeto.”

            Sezaru dio un paso atrás, casi involuntariamente. El tono de la asquerosa criatura no contenía malicia, ni sarcasmo, ni siquiera temor. Su disculpa, por muy increíble que fuese, parecía sincera. Significaba poco en el gran esquema de las cosas, por supuesto, pero a pesar de ello, Sezaru se quedó muy sorprendido. “¿Qué tipo de criatura eres tú?” Repitió.

            La cosa se puso en pie. “No soy nada, como ya os he dicho antes. No tengo nombre, ni familia, nada. Soy el hijo más asqueroso de un vasto Imperio creado sobre la crueldad y la degradación. La Mancha nos ha hecho ser lo que somos. Solo hay una cosa que nos queda y que nos hace algo más que unos animales.” Se detuvo un momento. “El honor.”

            A Sezaru le dio mucha pena la cosa que tenía ante él, pero no sabía que decirle. “Acepto tu regalo,” dijo en voz baja. Por supuesto que sería cauteloso y determinaría si alguna magia asquerosa había sido puesta sobre el obi, pero por ahora se encontraba que no podía rehusarlo.

            La criatura le miró a los ojos por primera vez. “Entonces debo pediros un pequeño favor, Lobo,” dijo. “Yo, igual que mi creador, fui creado con un solo propósito. Al revés que mi creador, mi propósito ya ha sido cumplido. Vuestra magia es una de las más poderosas de todos lo mortales. Deseo que me ayudéis a convertirme en otra cosa, y dejar de ser la bestia que soy.”

            El Lobo agitó su cabeza. “No puedo.”

            La cosa asintió. “Creo que si podéis,” dijo en un tono aún más callado, poco más que un susurro.

            Sezaru asintió, dándose cuenta de la verdadera implicación de las palabras de la criatura. Sus manos volvieron a arder en llamas.

            “Gracias,” susurró, justo antes del final.

 

 

            Cuando acabó de hacerlo, Sezaru esparció las cenizas de la criatura y ofreció una breve oración. Dobló el obi de su hermana y lo puso entre los dobleces de su túnica. Se estaba preparando para irse cuando una risa, oscura y maliciosa, resonó por las colinas.

            Sezaru se puso en guardia al instante, mirando a un lado y a otro para encontrar la fuente de la risa. Con tantas rocas, había cientos de sitios donde se podía esconder un hombre, y no podía verlos todos a un tiempo, no sin hacer que se derrumbasen las montañas con el poder de su magia. Maldiciéndose en silencio, invocó a los kami y se preparó para cualquier cosa.

            “¿Te tocó la fibra sensible la historia del pequeño monstruo?” Resonó una burlona voz por las colinas. “¿Viste en su retorcida cara algún reflejo de tu propia locura, Lobo?”

            “Conozco tu voz, arpía,” dijo Sezaru, enojándose.

            “Claro que la conoces,” contestó la voz. “Nos vimos una vez, hace unos años, en la Ciudad de los Perdidos. Preferí no enfrentarme a ti y a los tuyos aquel día, porque sabía que uno de vosotros caería. Y al hacerlo, los que quedaseis incrementarían mi poder por diez la próxima vez que nos viésemos.”

            “Muéstrate,” dijo Sezaru, “y lo veremos.”

            Volvió a sonar la risa y luego fue reemplazada por un susurro que de alguna manera conseguía reverberar por las colinas. “Es la muerte de tu hermana lo que más te atormenta, ¿verdad?” Preguntó. “A pesar de todo tu poder, no la pudiste salvar. No pudiste morir en su lugar. Solo ella podía hacer lo que había que hacer… ¿no es así? ¿Podrías haber muerto tú y así permitirla vivir? Si verdaderamente hubieses usado todas tus fuerzas, ¿cómo hiciste contra los Portavoces de la Sangre?”

            “Su destino no lo podía decidir yo,” contestó Sezaru, con los labios apretados.

            “¿Y los tuyos?” Insistió el susurro. “¿Qué hay de tu hermano, y lo que él ha despertado dentro de ti? ¿No hubieses preferido permanecer como eras, sano y entero? ¿O disfrutas una vez más al convertirte en un monstruo?”

            “Todo lo que sé sobre los monstruos es como destruirlos, Kanashimi,” dijo Sezaru, elevando su voz. “No deberías haber venido aquí.”

            El Onisu del Remordimiento surgió de entre las rocas, su forma henchida de poder. “Los Onisu han permanecido al margen en esta guerra en las Tierras Sombrías, ya que Hakai cree que no tenemos nada que ganar hasta que haya un vencedor,” dijo, “pero el corazón de Omoni me es bien conocido. No podía perderme esta oportunidad cuando me di cuenta de lo que pretendía hacer. Sabía el festín que tú me ofrecerías.”

            “No deberías haber venido,” repitió Sezaru. Cogió la máscara que tenía en el cinturón y se la puso en la cara, temblando mientras lo hacía. “No tengo remordimientos.”

            Kanashimi se rió, pero entonces pareció retroceder un instante, casi disminuyendo de tamaño. “¿Qué estás haciendo?” Preguntó.

            “El remordimiento es el pecado de un samurai, por haber hecho algo que no debería haberse hecho,” dijo Sezaru con frialdad. “Un día lo sentiré, cundo haya completado mi tarea, pero hasta entonces no hay nada dentro de mi excepto la muerte.”

            Kanashimi se agitó, intentando mantener el control ante el salvaje poder que irradiaba Isawa Sezaru.

            “Deja que te lo demuestre,” dijo el Lobo.