El Asalto al Castillo Morikage3ª Parte
Buscar un Oscuro Sendero

 

por Ree Soesbee

 

Traducción de Mori Saiseki

 



Mil años atrás, el mundo era joven y nuevo. Verdes hierbas se movían bajo suaves árboles, y las frías laderas de las colinas se convertían en inmensos bosques. Los hombres andaban en la tierra, nacidos de la sangre y lágrimas del Sol y Luna, y las criaturas corrían ante ellos, deleitándose en los nombres que les habían dado. Los Kami estaban en la tierra, y luchaban sus guerras, y se apropiaron de la tierra.


Pero ellos no fueron los primeros en andar sobre el firmamento.


Fuimos nosotros.


La nariz de Balash se llenó del agrio olor del Fétido. Un olor que intentaba rasgar le hechura de las cosas, era inconfundible. Inolvidable. El Akasha hervía con odio, y una memoria largo tiempo olvidada brotó, una vida que había pasado hacía más de mil años.


Una vez estuvimos bajo la resplandeciente mirada del Ojo Brillante, y éramos los únicos que sentíamos su calor. Ella era nuestra amante, una madre para las criaturas del mundo, la amada señora del Pueblo. Su ojo era de ternura. Su compañero, el Ojo Pálido, sentía celos de las cosas del mundo, e hizo que ella llorase por el odio que él sentía hacia su amado pueblo. El Ojo Pálido, frío de rabia y envidia, vio como el Pueblo cantaba alabanzas al Brillante, y por eso escondió su cara en la Sombra. No dio calor al Pueblo, ni amistad ni esperanza, y a su compañera, el Ojo Brillante, dio dolor.


Mientras andaban por la tierra, preparados para dar nombres a todo, el Ojo Pálido se quedó detrás, con envidia. Solo, su ojo vio un pequeño trozo de Sombra que se escondía bajo una roca y no quería ser nombrado. “Hagamos un trato,” dijo el Ojo Pálido al Brillante. “Yo propondré los nombres, y tú elegirás a que criatura dárselos.” El Brillante estuvo de acuerdo, le parecía un acuerdo razonable, y así distribuyeron los Nombres por el mundo. Celoso del amor que el Pueblo sentía por el Ojo Brillante, el Pálido decidió no mostrar la escondida Sombra a su compañera, para dejar que quedase como quería, y que fuese libre. Y cuando el Brillante había usado todos los nombres que él la había dado, el Pálido no ofreció más, y la cosa dentro de la Sombra permaneció como estaba, no nombrado y sin hacer. Cuando el Brillante y el Pálido volvieron al Cielo, la Sombra usó su poder ávidamente para alimentarse del Pueblo. Contento con vengar a su padre, el Ojo Pálido, devoró los cuerpos del Pueblo, y les retorció más allá del hueso y la escama.


Les sacó del Akasha, y les hizo convertirse completamente en nada.


Pero entre el pueblo surgió un héroe. Su nombre, en ese momento (si cosas así tienen nombres) era Qatol. Era un guerrero, un cazador-terror-mente, productor de comida. El Qatol luchó contra la oscuridad con armas de acero y jade, pero nada le conseguía echar de allí. Muchos murieron. Más desaparecieron en la Sombra, para nunca volver a ser vistos, sus almas perdidas para siempre. El Ojo Brillante, llorando mientras su Pueblo moría, no podía hacer nada. Ella no podía romper su acuerdo con el Pálido, y no tenía más nombres que dar. Enfadada, mandó a su hijo más joven a robar un nombre del Pálido, pero cayó a la tierra con sus hermanos y hermanas, derrotado.


Ningún nombre le fue dado, y la Oscuridad que Anda permaneció libre.


El Pueblo, cansado de luchar y por la pérdida del Qatol, durmió largo tiempo. Pero en sus sueños conocieron la cara de la Sombra, de la misma manera que conocieron su olor Fétido. Y cuando se despertaron para ver la tierra llena de maldad, supieron que el Fétido estaba entre ellos. ¿Pero donde? ¿En las Tierras Sombrías? Los terrores que había ahí eran mortales, podían morir. Aunque eran los enemigos de la guerra llamada el Arder de las Tierras, no eran las criaturas del Fétido. Pero en otros lugares…


En las montañas del Dragón. Si, ahí.


Bajo el bosque de Morikage. A, si.


Y dentro de los ojos del Emperador.


Balash agitó su cabeza con arrogancia, aclarando sus ojos de las visiones y los odios del Akasha. Mientras se callaba dentro de él, el gran Naga se volvió para mirar al castillo que se elevaba bajo los destrozados árboles. El palacio de Morikage estaba dentro del bosque, una ruina pesada y gigante con muros llenos de enredaderas. Sus ventanas, antes brillantes con pintura blanca, ahora parecían las sombrías cuencas de los ojos en el cráneo del bosque. Estéril y vacío. La luz que antes se movía tras cerradas piedras había desaparecido, y una extraña neblina fosforescente daba color a los enredados patios como el toque de una mano miserable, esparciendo las sombras por las paredes.


Balash, Isha, y Malekish, el último llevando el cuerpo Manchado de un mujer mientras su mente flotaba en un sueño semi-lúcido. Tras ellos el negro bosque reía, preparando su boca para el festín. El patio estaba lleno de un olor apestoso, y la rápida mente del Isha dijo, “Hay otros. Cerca.”


“¿Amigos o enemigos?” Balash habló sin hablar, confiando en que el Akasha comunicase su voluntad. Miró alrededor suyo, notando un movimiento en un matorral cercano, un pedazo de luz lejos. Isha tenía razón. Había otros en el bosque.


Los pobres estúpidos huu-manos.


Mientras miraba, un hombre salió tambaleando del camino lleno de enredaderas, tropezando y cayendo al pedregoso suelo, su arco roto y su armadura desgarrada, desatada. Sobre su yelmo, colgaba el símbolo del Mantis, que ya no brillaba, aunque su medio-vacío carcaj tenía el anagrama de la avispa.


Dos preparados arcos arquearon sus espaldas hacia él, flechas temblando. El Malekish se interpuso entre Otaku Kamoko, la malherida Unicornio, y el samurai Avispa, temeroso de lo que pudiese pasar. Los ojos de Balash se entrecerraron, el asqueroso olor alrededor de ellos, pero gruñó, “Huu-mano, míranos, y muere bien.”


Tsuruchi se volvió, sus ojos muy abiertos con miedo. No miedo de la muerte, ni de sus arcos, se dio cuenta instantáneamente Balash, sino de las sombras del bosque. El hombre levantó una mano y señaló tras él. “Mis hombres. Todos, todos desaparecidos. El bosque.” Desesperadamente intentando que creyesen su historia, el hombre se puso en pie. “El bosque se los comió.”


El Isha bajó su arco. “¿Los has visto? ¿A las criaturas del Fétido? ¿Te siguen?” En su mente, envió la imagen de retorcidas criaturas a los otros, y el Malekish y el Balash empezaron a mirar a los árboles de la misma manera que el aterrorizado hombre.


“Si.” El huu-mano vio que el Pueblo entendía. Tsuruchi fue hacia los Naga, y el arco de Balash le volvió a apuntar. “Nos siguieron hasta dentro del bosque. Algunos de ellos perdieron sus caras. Fue horrible. Cayeron, y escuché sus gritos.” El pálido mentón de Tsuruchi se apretó con furia, y dio un paso hacia delante. “Tenemos que luchar juntos, o todos moriremos aquí. Para nada.” Con furia, golpeó el arco de Isha hacia un lado. Entonces, el Balash siseó furioso y mandó una flecha gritando a un centímetro de la mano de Tsuruchi.


Tsuruchi se volvió hacia el gigante Naga. “¿Te crees que te temo, serpiente?” Las palabras susurraron en la oscuridad del bosque mientras Balash ponía otra flecha en el corazón del arco. “¿Después de lo que he visto? ¿Os creéis que me importaría que me mataseis?” Sus ojos eran fríos y duros, y se clavaban en el corazón de guerrero del Naga como flechas. “Lo preferiría a eso que esas criaturas hicieron a mis hombres.”


“Hay suficiente maldad en este bosque para que podamos luchar todos.” La voz del Isha estaba preocupada, alerta. “Quizás no deberíamos darle otra razón para alegrarle. Donde éramos tres, ahora somos cuatro.”


“Somos cinco.” La doncella Unicornio, su cara aún manchada por barro secándose, levantó la vista de entre los gentiles brazos de Malekish. “Aunque no tengo mucha habilidad con el arco, aún puedo ayudar.” Su cara era severa, y aunque aún olía a Mancha-Oni, no estaba contaminada por el Fétido. “Xieng Chi me dio su vida.” Kamoko cerró sus luminosos ojos un momento, recordando el grito que había oído mientras se retiraba, “y no la fallaré en su sacrificio. Mi honor la debe al menos eso.”


Lentamente, Balash bajó su arco, sus ojos aún fijo en las pupilas frías y negras del Avispa. No pudo hacer otra cosa que asentir. Este no era el momento de luchar.


“¿Puedes usar un arco, huu-mano?” El Isha ofreció uno que había cogido de sus caídos compañeros y miró hacia la extraña Unicornio y al nuevo hombre.


El Avispa sonrió gravemente, metiendo una cuerda por el arma con la facilidad de alguien nacido para ello. “Lo intentaré.”


Tan rápidamente como cae la oscuridad, el olor del Fétido se volvió a mover, alrededor de ellos, cercándoles con fiereza. “Vienen,” dijo la mente del Isha, y lo repitió en voz alta para beneficio del huu-mano. En momentos había empezado el ataque. Sombras, saltando desde árboles y arrastrándose desde debajo de los matorrales que les escondían, corrieron hacia ellos con babeantes fauces. Sus caras y cuerpos eran deformes, retorcidos por la oscuridad, sus almas desgarradas por la Sombra que les tenía. Tsuruchi volvió a ver a sus hombres en sus movimientos y en sus armaduras, pero no vio nada humano en sus cráneos de cáscara de huevo.


Esto no era la Mancha de las Tierras Sombrías, pensó Tsuruchi mientras lanzaba una flecha Naga con la punta de cristal hacia una de las bestias. Esto era algo más extraño, más profundamente arraigada en las mentes y almas de las criaturas. Quizás antes habían sido humanos, pero ahora no tenían mentes, al borde de la locura, pero con una claridad aterradora que les unía sin hablar. Era como si una oscura mente les gobernaba a todos.


“¡Atrás!” Gritó el Isha, y Tsuruchi le siguió, ayudando a Malekish a llevar a la herida doncella Unicornio con ellos mientras corrían. Flechas de cristal mataban a muchos de los hombres, pero había más en el bosque. Mientras los Naga retrocedían dentro de la aún de pie muralla del castillo encantado, Tsuruchi vio a uno de los cuerpos empezar a retorcerse para convertirse en humo. Gritó, un lamento agudo, como si el brillante cristal hubiese roto el hechizo que unía su retorcida forma. Mientras se convertía en nada, los otros dieron un paso hacia atrás, como si tuviesen momentáneamente miedo, y Tsuruchi vio una gota de llama explotar en la muralla este, a muchos metros de distancia. Algo había pasado, algo que hizo que los sirvientes de la sombra se detuviesen.


“¡El hombre que huele a Cielo se ha ido!” Susurró el Akasha, y levantando su cabeza para oler el bosque, Balash supo que era verdad. De alguna manera, los monjes-Dragón habían encontrado una forma de salir de este maldito bosque, más allá del Fétido. Estaban aquí, nada más. Las criaturas estaban confundidas, ardiendo y quemadas, gritando con desesperado dolor. Solo hubo un momento de duda antes de que las criaturas se reagruparon y volvieron a ir hacia ellos, pero este momento, este breve segundo, sería su salvación. Las puertas del castillo estaban abiertas lo justo como para poder pasar, y eran altas y orgullosas contra el ardiente arboleda de la Sombra. Dentro había una clase totalmente distinta de oscuridad, una de vacío y angustia, pero no estaba habitado por esas Fétidas bestias. Su elección era: entrar en Morikage y encerrarse dentro de sus encantadas murallas, o permanecer aquí, y luchar hasta la muerte, esperando que llegase la mañana antes de que disparasen su última flecha.


Tenían el tiempo suficiente para cerrar de golpe la puerta del castillo.




En los campos del Cangrejo, sonó un cuerno de guerra, quejumbroso y triste. La guerra había vuelto a empezar, y los hombres que estaban dentro del perdido Castillo Hiruma cogieron con cansancio sus tetsubo. Otro asalto de no-muertos, otro aplastante flujo de brujería maho, y todo se habría perdido. Resignados a su suerte, los Hiruma mantuvieron su sitio en las murallas en ruinas, mirando con gravedad hacia las Tierras Sombrías. El deber de un samurai siempre era hacia su señor.


El mundo se abrió en canal con los gritos de la horda de las Tierras Sombrías, listos y deseando la última confrontación, y seguros de su victoria. Incluso los Ratling más bravos se habían ido hacía mucho tiempo por túneles embarrados, y escabulléndose sin apenas ser vistos por entre las líneas de la Horda. Los samurai no les podían seguir. Solo quedaron tres detrás, diciendo que guiarían a los Hiruma, si un ataque pudiese abrir un agujero en las líneas de la Horda.


Yasuki Nokatsu escupió enfadado. Un agujero era tan posible como que cayese la luna del cielo. Los esqueletos se extendían de horizonte a horizonte, y no había señal de Hida Yakamo o de los refuerzos que había prometido traer.


Maldijo a los Naga a las puertas de Jigoku, y maldijo su falsa alianza.


En un rápido movimiento, Nokatsu vio la arruinada cara de un hombre mientras su cuerpo se elevaba en el aire sobre los ejércitos. “Mis hermanos.” La cadavérica voz de Kuni Yori, antes miembro del Clan Cangrejo, pero ahora perdido a la muerte y a la oscuridad. “Dejar esta pequeña lucha, y venir a saludarnos. Ya veréis como esta batalla ha sido para nada. No es la senda del Cangrejo morir tan lastimosamente. Hasta vuestro señor lo sabe.”


“¡Nuestro Señor volverá, hechicero!” Gritó una voz de entre las líneas Hiruma. “Y cuando lo haga…”


Con un sólido ‘thunk,’ algo cayó ante las barricadas puertas del Castillo Hiruma. Algo grande, y húmedo de sangre. Estaba sobre barro Manchado, su metal oxidado y destrozado.


El yelmo de Yakamo.


“Vuestro Señor,” se mofó desde arriba, “es mi prisionero. Os ordeno, en su nombre, que abráis las puertas y dejéis que pasen mis sirvientes. Vuestras vidas serán respetadas, una vez que hayáis sido adecuadamente educados en las maneras del Señor Oscuro.”


La burbujeante y ahogada risa de los no-muertos sonó en el aire lleno de humo, un contrapunto a la actitud de Yori y a sus veladas amenazas. Uno de los Hiruma, atormentado por la visión del yelmo vacío, empezó a tirar flechas rotas, piedras y maldiciones.


“A, vuestro Señor aún no ha muerto. Si os unís ahora a mi,” continuó Yori, “incluso es posible que podréis volverle a servir.” Su significado estaba claro. Yakamo iba a ser sacrificado al Oscuro. Los Cangrejo se quedaron en silencio contra el rugido de vítores de los zombis.


“Y si prometemos unirnos a ti,” la voz pertenecía a Hiruma Yoshi, el viejo daimyo Hiruma. Aunque herido, una pierna totalmente destrozada por las garras de una bestia Manchada, aún había acero en su voz. “¿Tomarás nuestras vidas a cambio de la de nuestro señor? ¿Le liberarás, y tomarás las nuestras?”


“¿Tomar a los Hiruma?” Yori estaba en el asqueroso aire, sorprendido. Levantó una podrida mano hacia su máscara de porcelana, sintiendo la cincelada escritura que llenaba su vacío cráneo. “Una familia por la vida de un hombre.”


“¡No, Yoshi!” Nokatsu agarró por la manga al viejo. “¡No lo puedes hacer! Tus hombres.”


“Mis hombres sirven bajo mi mando.” La cara del anciano daimyo no mostraba remordimiento, ni transigencia. “Y si lo pido, harán lo que yo les pida.”


“¡No puedes pedirlo!”


“En el nombre de mi Señor, lo voy a hacer. ¿No darías tu propia vida por su señor? Pues de la misma manera, los Hiruma sacrificarán las suyas, por el hijo de Hida. Apártate, Yasuki.” Los dos se miraron fijamente durante una oscuro momento, y la mano de Nokatsu rozó el tsuba de la espada que tenía en su cinturón. “Déjame hacer esto.” Pidió en voz baja Yoshi.


Nokatsu vio una profunda tristeza en los ojos del daimyo, y algo más. Miedo.


“Sin el hijo de Hida, ¿donde estarían los Cangrejo? El Palacio Hiruma se perdió hace mucho tiempo. Ya es hora de que nuestra familia se pierda con el. Es hora de que muramos, viejo amigo.” Yoshi elevó sus armas desde su cintura, y se las ofreció a Nokatsu. “Dáselas a mi Señor.”


“Así se hará.” Apenas pudo Nokatsu pronunciar esas palabras. Se apartó.


La risa de Yori era genuina, sus sirvientes moviéndose bajo él, pisando el suelo hasta convertirlo en fango con huesos y pies con costras de sangre. “Una familia de guerreros para que sirvan bajo mi Señor, solo por un Señor.” La traición se veía en sus movimientos, pero Yoshi se adelantó, abriendo las puertas lo suficiente como para pasar. Tras él, los Hiruma del castillo se pusieron de rodillas, en obediencia, y horrorizado pesar. Yoshi pasó cojeando junto a ellos, su destrozada pierna arrastrándose tras él, el suave golpeteo de su improvisada muleta resonando contra las antiguas murallas del palacio.


Con cada golpe de su muleta, otro Hiruma caía de rodillas.


Thum, thum, thum.


Una familia, por un hombre.


Thum, thum, thum.


Los Hiruma, por el Hida.


Thum, thum, thum.


“Tómame, Yori.” Las palabras de Yoshi temblaban, pero su cojo porte era severo. “Tómame, y deja que Yakamo vuelva a su gente. Pero tómame tú, para que pueda escupirte a la cara mientras tomo la Mancha.” Estaba ante el palacio, la puerta abierta tras él, y los Hiruma arrodillados como si fuesen uno en el patio, sus tetsubo en el suelo ante ellos.


Yori volvió al suelo, una cara de desprecio tras su reluciente mortaja. “Solo tienes que coger mi mano, Hiruma, y el trato se habrá sellado, tu alma perdida. Luego tomaré a tu gente.” Adelantó un largo brazo, el hueso bajo carne putrefacta. “Un bonito trato. El alma de mi Señor estará contenta, aunque se vea forzado a perder su juguete favorito.”


“Y Yakamo será liberado. Tu palabra, aunque vale muy poco.”


“Por supuesto,” siseó Yori. “Mi palabra.”


Yoshi fue a tocar la podrida mano, sus dedos rozando gusanos que se retorcían, y tentáculos de maho que se movían. Sangre pintaba los huesos del brazo con cicatrices y marchito de Yori, goteando al suelo mientras se hacía el pacto.


Tenuemente, el cuerno volvió a sonar, pero esta vez no fue dentro de las puertas del castillo. La sombra en lo alto del Valle Hiruma se movió, y el estruendoso sonido de pezuñas resonaron desde los altos acantilados de las tierras Hiruma.


Pero no eran los Oni los que venían, y tampoco eran más hombres de Yori.


Eran los hombres de Yasamura, sobre caballos Unicornio, que inundaron el paso, y era O-Ushi la que hizo sonar la llamada. De un tirón, Yoshi rompió las ataduras de su muleta, dejando caer la sólida base de jade sobre el cráneo del hechicero. Una pequeña criatura, volando con rasgadas alas, corrió a salvar a su Señor, y fue aplastada por el valiente golpe del Hiruma. Asombrado por el entusiasta intento de su sirviente para salvarle su no-vida, Yori aulló de ira, y apuntó con un dedo de hueso al daimyo Hiruma.


Zombis saltaron a su alrededor, levantando sus podridas manos sobre ellos, rasgando la piel de Hiruma Yoshi.


“¡Cerrar la puerta!” Rugió Yoshi, cayendo ante la presión. “¡Los Hiruma deben aguantar, hasta que venga la Dama!” Los dedos de hueso se metieron por debajo de su caja torácica, le arrancaron la pierna, y derramaron su sangre sobre el suelo, pero Yoshi seguía luchando contra ellos. “¡Esta es nuestra oportunidad! ¡Aprovecharos!”


“¡Muere!” Señaló Yori, gritando con la mandíbula desencajada. “¡Muere, maldito Hiruma! ¡MUERE!”


Dos hombres saltaron hacia la puerta, usando la ventaja de la pausa que había ganado la lucha de su daimyo. En un momento, los Cangrejo llegarían, y el Castillo Hiruma sería el lugar de la mayor batalla que los Hiruma habrían conocido. Los parapetos se llenarían de ejércitos, legiones de no-muertos escapando la carga de los Hida, y los hombres Hiruma, débiles y cansados, luchando por vivir hasta que se pudiesen abrir las puertas.


Si el castillo podía ser tomado por los Cangrejo, lo sería.


Si no, entonces todos morirían aquí.


Juntos.



Contra el muro este del derruido castillo, le neblina que se desvanecía quitó la sombra, entrando entre los árboles del bosque encantado. Tres pálidas figuras, dos Fénix y un León, entraron tropezando en la arboleda, apretando sus espaldas contra la fría piedra del muro. Aunque roto por el tiempo, y lleno de vegetación, el muro de la abandonada fortaleza era un bastión de solidez en un mundo de formas cambiantes y fantasmas horripilantes. Habían sido atacados por bestias traslúcidas, visto como morían hombres, repitiendo hechos de cientos de años en el pasado, y se habían visto forzados a viajar por entre campos de batalla envueltos en niebla, empapados con las lágrimas de maldito bosque.


Ahora, Isawa Hoichu se arrodilló junto al muro, ayudado por su yojimbo, Shiba Tetsu, y el herido Matsu Turi. Dos Fénix y un León. Extrañas circunstancias les habían forzado a unirse – extrañas circunstancias y visiones aún más extrañas.


Con su espada desenvainada, Tetsu estaba entre los otros dos y el bosque. Sudor caía por su frente, y miró con cautela como Turi ayudaba a  Hoichu a ponerse en pie.


“Los espíritus se han ido, Hoichu-sama,” murmuró Tetsu entre jadeos.


“¿El jade no hizo nada?”


“Nada.”


Matsu Turi miró a su alrededor, como sospechando algo, sintiendo cada golpe de viento que movía las enredaderas del muro. Cada movimiento del bosque era una sombra, y las sombras – como habían aprendido – eran mortíferas. “Esos fantasmas eran reales,” empezó. “Arrancados de Jigoku. Los Kitsu han hablado sobre cosas así, pero no podían entender a donde habían ido. Pensaban que quizás las almas de los que se habían ‘ido’ habían vuelto al Imperio.”


“No esas almas.” Interrumpió Hoichu, su voz débil. “Esas no eran simples almas perdidas que nunca desearon ir a Jigoku. Esas eran otra cosa.”


“Dijiste que Kaede te habló de una ‘sombra’ cubriendo Morikage Toshi.” Susurró Turi, su voz resonando en la empalagosa humedad. “¿Eran estas las criaturas de las que habló?”


“Quizás,” murmuró temeroso Tetsu, moviéndose nervioso. “Y quizás no. Los Fénix siempre han sabido que este maldito bosque contiene más que las almas de aquellos que murieron entre sus verdes muros. Pero estas retorcidas sombras son diferentes, más tangibles. Estos hombres no llevan las caras de ancestros. No tienen caras.”


“¿Almas perdidas se reúnen en este bosque?” Preguntó Turi.


El yojimbo Fénix asintió, pero fue Isawa Hoichu el que habló. “Las almas de aquellos que murieron sin honor, o sin necesidad. Esos espíritus muertos que no pueden viajar a Jigoku a veces se reúnen entre las sombras, donde los hombres vivos no van. Reclaman el lugar, y se quedan toda la eternidad reviviendo su deshonor, intentando buscar una forma de que todo vuelva a estar bien, para poderse unir a sus ancestros en Jigoku. Morikage Toshi es uno de esos lugares. Maldecido hace trescientos años, o más, los espíritus vienen aquí porque no pueden encontrar la paz. Morikage es un bosque de sueños y visiones, donde aquellos a los que les ha sido denegada la paz deben andar para siempre, reviviendo sus vidas hasta que son poco más que neblinas. Hasta que se les otorga la paz, o hasta que han sido olvidados.”


“¿Es por eso por lo que habéis venido aquí? ¿Para ayudar a descansar a esos espíritus?”


“Algo les ha perturbado,” continuó el shugenja. “Morikage siempre ha estado encantado por la oscuridad, pero ahora, la sombra del bosque se ha vuelto algo más.”


“Los sin cara,” susurró Tetsu.


Hoichu asintió, y Turi sintió un temblor recorrer su espina dorsal. Tres de los bandidos espectrales que les habían atacado en el bosque, matando al otro bushi Fénix. Cuando se volvieron para luchar contra él, sus caras se deslizaron hacia abajo, perdiendo toda consistencia. Eran tan lisas como huevos. Pero de alguna manera, dentro de sus inmóviles bolsas de piel, sonreían. “Esos no eran fantasmas. Eran hombres.”


“Eran,” dijo con severidad Hoichu.


Tetsu se giró una vez más cuando una brisa agitó las ramas de un pino. “Algo viene.” Un susurro de movimiento. Un frágil arremolinamiento de niebla. Era un fantasma, un bandido, o algo peor.


Hoichu se puso en pie, con su espalda contra el muro. “Conozco esa esencia.”


Nadie se movió. Nadie habló. Las manos de Turi agarraron el tsuba de su arma, pero la katana ya había sido inútil contra las criaturas con las que luchaban. Mientras las ramas se abrían, una risa larga y aulladora movió los cimientos del roto muro. Alguien estaba sobre los ancianos parapetos, una figura que brillaba con fantasmagórico fuego. Desde el bosque, samuráis fantasmas llegaron por oleadas, alejándose para golpear con fantasmagóricas espadas a fantasmagóricos enemigos.


La arboleda se había convertido en un campo de batalla.


Tetsu y Turi se mantuvieron cerca del muro, protegiendo a Hoichu con sus cuerpos, pero las figuras no se acercaron lo suficiente como para atacar. Su anagrama ondeaba tras vacíos yelmos, y de sus cuerpos salía neblina en forma de sangre al campo de batalla, mientras caían bajo las espadas de sus adversarios.


“Conozco esta batalla,” dijo Tetsu, horrorizado. “Es Kyuden Isawa el Día del Trueno.”


“¿Kyuden Isawa?” Jadeó Turi. “Entonces esa figura sobre el muro es…”


“Padre.” Hoichu se separó de ellos, sus manos yendo hacia la figura del fantasma. “Mi padre. Isawa Tsuke. Destruyéndolos a todos, igual que hizo hace cuatro años.” Mientras hablaba, un fuego luminiscente blanco y azul se extendió de los dedos del loco shugenja, envolviendo a las legiones Fénix en humo y llamas.


De repente, Turi sintió calor en su cara, y su pelo se chamuscó por el cercano impacto del fuego. El fuego era real. Se derramaba sobre el roto muro, a través del fantasma loco de Isawa Tsuke, y cogía a los árboles en su ardiente mano. Gritando tanto por la llama verdadera como por la falsa, los espíritus-samurai cayeron de rodillas, su armadura ennegrecida y quemada. “¡Vete!” Gritó Hoichu, poniéndose ante los dos bushi mientras las llamas se acercaban. “En este lugar, visiones así se vuelven con facilidad reales. Ve, León, llega al palacio, descubre donde han llevado al Emperador, y sálvale. Yo debo permanecer aquí.” El loco cacareo de la risa de Isawa Tsuke resonaba sobrecogedoramente en la niebla, y los gritos de los etéreos samurai rugían como una lejana marea. “Vete. Cuando llegue el amanecer, podréis salir del bosque, si vais hacia el norte. ¡Vete!”


Turi se inclinó y se dio la vuelta, comprendiendo instintivamente la orden de un líder nato. Mientras iba hacia el agujero del muro, vio a samurai ser matados por blancas espadas, sus mempo retorciéndose con la visión, cayendo y elevándose hacia la niebla. Tras él, los dos Fénix chillaron un grito de guerra, levantando sus manos para silenciar al espíritu del loco.


“Debo llegar dentro del palacio. Debo encontrar a Toturi. Kaede les dijo que yo salvaría el alma de un León. El Emperador.” Los pensamientos de Turi volaban tan rápidamente como sus pies sobre retorcidas ramas.


“Salva el alma de un León.” Mientras por fin entraba dentro del roto muro de piedra de los jardines que rodeaban el sanctasantórum de Morikage, todos los pensamientos del Emperador se disiparon de su mente. En un instante, Turi sintió como su corazón se volvía helado y de piedra. Para salvar el alma de un León. Las palabras de Hoichu resonaron en su mente: “Aquellos a los que les ha sido denegada la paz deben andar para siempre, reviviendo los eventos de sus vidas, hasta que se les da la paz, o hasta que son olvidados.”


La cara de ella le conmovía como nada lo había hecho anteriormente. Brillaba una amarga luna sobre el etéreo rostro, destacando el bravo corte de su mentón, el pálido flujo de su pelo mientras se arrodillaba y se quitaba su yelmo. Sus manos, transparentes en el suave abrazo de la luna, eran firmes, sus rasgos piedra. Se volvió hacia él mientras cogía su fantasmagórico wakizashi, ojos vacíos de vida. La mente de Turi se quedó helada, no quiso ver, rehusó comprender el significado de la figura que se arrodillaba dentro del jardín en ruinas del castillo.


Tsuko.

“En Morikage, salvarás el alma de un León,” volvió a susurrar la voz de Hoichu. Su cara de mármol estaba llena de pena, sus manos sostenían una imagen-sombra de la ancestral espada de su casa. Una espada perdida desde las Guerras de los Clanes. No sabía si ella le podía ver, pero ella se arrodilló junto a un estanque lleno de fango y espesamente entrelazadas enredaderas. En su propio porte, su postura, su antes orgullosos hombros llevaban una carga que ningún alma mortal debía llevar y sobrevivir. Donde habían estado sus profundos ojos marrones, ahora solo había ennegrecidas reliquias, hundidos por el dolor y la vergüenza. Turi cayó de rodillas en el fango y granito roto, sin siquiera poder hacer una reverencia. Por fin, mirando a la espectral imagen de Matsu Tsuko volviéndose a preparar para su seppuku, lo supo. Mirándola a sus ojos, a la antigua Campeona del Clan León, la caída Señora de Leones, Turi vio su destino.


Los Ikoma estaban fuera del bosque, aliados con los Mantis contra clan y casa.


Los Kitsu invocaron a un Oni para proteger las tierras Matsu, manchando el honor del clan.


Los Akodo estaban muertos.


Y en las Tierras Sombrías, los antes nobles Matsu aún servían la causa del Señor Oscuro.


“Les uniré, mi Señora.” Susurró Turi a su forma traslúcida, apenas entendiendo sus propias palabras. “Les uniré, sea cual sea el coste.” La regia cara de Tsuko no se suavizó, no cambió. Sus vacíos ojos miraron a su alma, y él sintió su corazón romperse con la tristeza de ella. “Terminaré lo que vos habéis iniciado.”


Sería suficiente.


Tenía que serlo.



En su mente, Eisai vio correr al León. Se desembarazó de su propio miedo al fantasmagórico campo de batalla, y se arrodilló junto a la Dama cuando su espíritu la llamó. Pero no era suficiente. Eisai lo volvió a intentar, mirando entre las estrellas como Togashi la había enseñado.


Hoshi.

Hoshi.

Ahí estaba.


Hoshi estaba con Mitsu y Suana, rodeados por sirvientes sin cara de la Sombra. Sobre ellos, estaba muy alto sobre seis piernas, su cuerpo con forma de  serpiente enrollado alrededor e los hombres que intentaba proteger. Los Naga solo estaban a solo unas pocas decenas de metros, abriendo las puertas del castillo, escapando del mismo ataque. Fuego rugió de la boca de Mitsu, quemando a las sombras y haciéndolas retroceder. Sus retorcidas caras quemadas mientras gritaban sin palabras, y una fantasmagórica sombra sobre el muro del castillo reía con alegría. Brotó libremente, quemando las sombras, iluminando el claro al otro lado de los muros del castillo entre la niebla. La puerta del castillo se cerró de golpe, y extrañas sombras bailaron alrededor de la puerta de las barras de hierro.


Nunca la necesitarían.


Eisai salió de la visión, sin importarle el tiempo o el espacio. Ella levantó la mano hacia Hoshi en silencio, y sonrió.


“¡Eisai!” Chilló Suana, girando su bastón bo y haciendo que retrocediese un sirviente de la sombra. “¿De donde ha venido ella?”


Mitsu rió, un sonido rico y hueco. “¡De donde quiere, amigo mío!” Con otro grito, las llamas volvieron a brotar, y se rizaron sobre el gran muro de piedra, haciendo que la Sombra retrocediese. Una vez mas, Eisai se adentró por el suelo de hierba del bosque, levantando su mano hacia Hoshi. “¡La pregunta importante es si nos puede sacar de aquí!”


“¡Pero el Emperador!” Gritó Hoshi, golpeando a otro bushi retorcido y sin cara con sus inmortales garras.


“Ahora no podemos hacer nada por él. La Sombra sabía que estábamos aquí, incluso antes de que llegásemos.” El sabio consejo de Suana, aún en el fragor de la batalla, era como agua fría en un día de verano. Hoshi se adelantó, cansado y sin esperanza, y tomó la mano de Eisai. Los tres monjes y el Hijo del Cielo se quedaron totalmente quietos, sus facciones congeladas en un único momento de tiempo.


Y el mundo se dividió en dos.


Hoshi sintió la caliente mano de Eisai en la suya, y vislumbró sorprendentemente montañas, de sombras, y de la triste cara de Hitomi.


¿Hitomi?

Una luz brilló en los cielos, y luego todo fue, una vez más, oscuridad. El bosque estaba vacío; donde habían estado los tres monjes, el suelo estaba oscuro. Solo quedaba un único trozo quemado de tierra para marcar el camino que habían tomado, y las Sombras alrededor de ellos aullaron con frustración. La luz de una olvidada Sol había traspasado la oscuridad de la noche, a los hijos de Goju, y había roto sus corazones en dos. La Sombra se retiró, herida y asustada, y mientras la luz se desvanecía, la risa de un viejo kami se oyó resonando en la oscuridad.



“No, Dorai,” la voz de Kage. “Tu entrenamiento aún está incompleto. Tu juramento a los Kolat es encomiable, y tus lecciones han ido bien, pero aún hay una cosa más que tienes que hacer para mi.”


“Si, Señor.” El alumno se inclinó, su cabeza llegando al suelo.


“Debes morir, Dorai.”


Sin inmutarse, el Grulla cogió su wakizashi para cumplir con la orden de su señor. Mientras Kage heló su cuerpo con una poderosa orden de chi, se permitió una pequeña sonrisa. Este no había le durado mucho para amaestrarle. Había sido un placer, de verdad, y algo que raramente se permitía, entrenar un alumno así. Dorai sería de gran uso a los Kolat, una vez que nadie recordase su nombre.


“No, no, Dorai. Así no. Debemos simular tu muerte, y entonces estarás libre para servirnos. Nadie debe saber que aún vives.”


“¿Como vos habéis hecho, Señor?” El chico era rápido.


“Si, Dorai.” Kage levantó un delgado tanto a sus labios, probando el acero de la hoja. “Y sé como hacerlo. Ven conmigo, y dejaré que conozcas a tu futuro Maestro.”


“Si tienes suerte, chico, quizás deje que él te mate.”


En el viento, hojas caídas bailaban como geishas y rotos cuerpos se secaban en su lugar, empujados sobre las marchitas ramas. Hiroru, pensó Kage. Hiroru.



Las montañas del Dragón están, en silencio, a muchos li del oscuro bosque de Morikage. Sus picos blancos se estiran como dedos hacia un cielo al que no pueden llegar, intentando siempre tocar el cielo. Solo, un castillo se eleva como si estuviese hecho de piedra viviente, una pieza más de roca en la cadena de montañas. Una roca, un clan.


Y una terrible y sangrienta guerra.


Kokujin rió, un sonido vacuo y miserable en el vacío salón de los Dragón, y el callado repiqueteo de la mano de obsidiana de Hitomi contra su trono de marfil hacía un contrapunto al espeluznante sonido. “Mi Señora,” siseó, mano tatuada limpiando lágrimas de risa de sus enrojecidos ojos, “no hay que creer en esos cuentos. ¿Escucháis la diatriba de la horda Naga tras vuestras puertas? ¿O de sus hijos, que ahora dice serviros?” Kokujin señaló con un tembloroso dedo a la dorada serpiente que descansaba cerca de la base del Trono del Dragón.


La cara de ella no cambió, ni dejaron sus dedos de hacer su obsceno repiqueteo, piedra contra piedra. Cerca de la base de su trono, un Naga se levantó, su carne tatuada enervándose con ira. “Deja que le mate, Dama, Lady Hitomi,” gruñó el Kazaq, cogiendo su espada.


“¿Matarme?” Gritó Kokujin, lleno de furia repentina. Una negra locura se mostraba en sus pasos mientras se enrollaba, listo para saltar sobre el cuello del Naga. “Yo te cree. Te di esas cicatrices que tan orgullosamente llevas. ¡No olvides tu lugar, hereje, o te devolveremos a tu arruinada raza! Que ellos se ocupen de tu traición. Yo...”


Basta, Kokujin.


Su voz, sin hablar, agitó algo en las profundidades de la torre. Se giraron todas las cabezas que había en la habitación, obedientes sin dudarlo, para mirarla mientras ella se levantaba del trono. Túnicas doradas se arremolinaron alrededor de ella, la seda adaptándose a la negra piedra de su brazo y pierna derecha. Rojos y negros dragones se enroscaron por la espalda del haori, luchando con dientes y garras por la larga cola del kimono, y un anillo escarlata, sangre y fuego, era el color de su kimono interior, susurrando bajo la seda dorada, como si sus pies anduviesen por entre llamas.


Yo cree a Kazaq, Kokujin. Os cree a todos.


Su cara era roca, ennegrecida por obsidiana y carne.


Yo edifiqué al Dragón de las cenizas de los sueños de Togashi. He creado los cimientos de una nueva fortaleza. Todo esto, todos vosotros, sois míos. Nunca lo olvidéis. Desde hoy hasta que vuestro corazón sea arrancado del pecho, aún latiendo, por los hijos que habéis creado.


Ante su inesperada ira, todos los Dragón que había en la habitación cayeron de rodillas, las montañas reverberando con la fuerza del alma de Hitomi. Anduvo entre ellos en silencio, deteniéndose a mirar primero a Kazaq, a Kobai, a Kokujin, a Kagetora, y luego a los Mirumoto, Bujun y Taki, que estaban junto a la dorada puerta del Salón del Campeón.


Yo llevo las cuatro espadas, Kokujin. No tu. Nunca lo olvides.


Sus envidiosos ojos fueron hacia la mesa junto al trono, acariciando las espadas de Togashi con celoso dominio. Mientras volvía a bajar su cabeza en súplica a la orden de la Campeona del Clan Dragón, el frío del destino les tocó a todos.


“No estamos aquí para evitar nuestro destino, sino para enfrentarnos a él con honor, y vencer.” Hitomi Kobai habló en tono pausado, llenando el mortal silencio con su fervor. A su lado, Kazaq y los demás se inclinaron, y Kobai continuó. “El Emperador envía a sus hombres. Llegarán al amanecer. No tomarán la Montaña Durmiente sin una guerra. Todos nosotros moriríamos, mi Señora, si solo dais esa orden. Cada uno de nosotros lucha solo para serviros, y para ayudaros en vuestra búsqueda. La guerra en la que luchamos es una guerra de mortales, pero vuestra batalla está más allá de las tareas de los hombres.”


Una larga pausa, y Hitomi miró hacia el abierto techo, los picos nevados flotando sobre el silencioso palacio. Sus ojos volvieron a ver el hinchado bosque dentro de las provincias Fénix, oscuras por las sombras y el odio.


Morikage.

La cara de Hoshi iluminó su mente, y luego fue la de Eisai. Sombras se les acercaron a su alrededor, y Hitomi sintió gran tristeza llenar sus pensamientos. Casi olvidando su sitio en el salón del trono, dejó que su mente se metiese en la visión, viendo como Eisai cogía la mano de Hoshi. Dentro del helado corazón de Hitomi, una voz se movió.


Togashi.

Cuando Eisai preguntó, Hitomi les movió a todos a un lugar seguro.


Y no era Hitomi, pero si lo era.


Y la Sombra bajo el palacio luchó por encontrar una fisura en las cristalinas paredes, aullando odio a toda la humanidad. Hitomi levantó una mano de piedra a su pálida cara, tocando su frente como si sintiese dolor.


“¿Mi Señora? Preguntó Bujun, preocupado, y todos los ojos se volvieron para ver una lágrima de sangre que caía por la mejilla de Hitomi. Todos los ojos, excepto los de Kokujin. Su mirada era solo para las espadas Dragón. “Mi Señora,” Bujun se acercó hacia ella, mientras Hitomi inclinaba su cabeza, “¿Estáis bien?”


Ella asintió, volviendo a levantar su cara hacia el cielo, donde un errante trozo de luna miraba por entre las nubes. Sus ojos estaban perdidos contemplándolo, al viejo enemigo, el guardián de los secretos. Onnotengu, el Dios Luna, padre de los kami. Era por su poder que todas las criaturas del Imperio habían sido creadas, y por su voluntad, y la voluntad del Sol, que todas las cosas habían sido nombradas. Todas, excepto una.


No es que vivamos bajo él. No descansará hasta que todos hayamos sido destruidos. Debe ser detenido, o el mundo será deshecho para siempre. Tienes razón, Kobai, mi lucha ya no está aquí. Pero no os dejaré en vuestra última hora. Cuando los Naga ataquen nuestros muros, estaré con vosotros. Ninguna fuerza en los Cielos puede cambiar ese destino.


“Mantendremos los muros, mi Señora, contra cualquier fuerza que pueda traer mi gente.” La voz de Kazaq tenía un extraño acento por el idioma de su gente, pero sus ojos brillaban con un fuego amarillo que era igual que el de los demás. “Tendréis vuestra oportunidad para luchar contra el sirviente del Ojo Pálido. Teníais razón; ha estaba demasiado tiempo bajo este castillo. Cuando ataque el Pueblo, estaremos preparados. Escucho los susurros en el Akasha, aunque se aparte de mi. Sabré sus planes.”


“Y lucharemos como uno, mi Señora Campeona,” dijo Bujun, cayendo de rodillas al volverse ella hacia ellos. “Aunque perdamos la guerra, ganaremos para vos esa oportunidad.”


En su memoria, por la fuerza de ella, por el Imperio, no fracasaremos.



“¿La caja era para Adoka?”


La doncella volvió a inclinarse, asustada, su sudorosa frente cerca del suelo. “Hai, mi Señor Daidoji-sama. Vino de él por mensajero hace solo unos pocos días. Yo estaba aquí, y fui la que traje el paquete a su puerta.”


Uji miró la caja de madera, sus hábiles ojos viendo lo delicadamente que estaba esculpida. ¿De donde había venido? La respuesta estaba gravada sobre las largas llamas de plumas que cubrían sus costados. Las plumas de un Fénix. También los koku que había entro. Fénix. Cada lado de las doradas monedas estaban marcadas, un lado con el símbolo del Emperador, y el otro con las llamas del norteño Clan del Fénix.


“¿No había nota? ¿Ni señal? ¿El mensajero no dejó dicho nada?”


La doncella apretó firmemente su frente contra el suelo, susurrando con rapidez, sus palabras meros chillidos. “No, Uji-sama. Solo, solo que debía decir a Adoka que él estaba contento.”


“¿Contento?” Rugió Sembi, levantándose, pero la venenosa mirada de Uji hizo que volviese a ponerse de rodillas.


“Basta, Sembi-san.” Uji levantó pensativamente su mano. “¿Los Fénix piensan pagar a Adoka por su traición? Bien. Entonces se lo devolveremos con la nuestra. ¡Sembi-san!”


“¡Hai, Uji-sama!”


“Coge un batallón de hombres para reunirte con los Mantis. Si quieren tomar las tierras Fénix, entonces nos aseguraremos de que sepan que sus suministros esta temporada serán abundantes.” Sembi se quedó helado un momento antes de bajar respetuosamente su cabeza. “Lo sé, Sembi. Tu deseabas tomar sangre Fénix, en pago de la muerte de tu tía, ¿no es así?”


“Es mi derecho,” la voz del joven samurai era amarga, manchada de sangre e irónica.


Uji se levantó, cogiendo instintivamente su yari. “Esta es la senda del Grulla, hermano. No lo olvides, como si lo ha hecho Kuwanan. Los Mantis destruirán Kyuden Shiba, y con eso, nuestra venganza será pagada tres veces.” El daimyo Daidoji sonrió amargamente tras su mempo negro.


“Habrá suficiente sangre, Sembi, para todas nuestras venganzas.”


“Hai, Uji-sama. Hai.”


“Un hombre sabio no busca ni la victoria ni la derrota, Sembi-san. Pero en nuestro caso, alentando a los Mantis para que luchen contra los traicioneros Fénix, buscaremos ambas. No importa quién gane, los Grulla gobernaran sobre todos. Como siempre ha sido en el pasado, así será en el futuro.” La oscura voz de Uji estaba envuelta con amenazas y veneno.


En el pasillo, la doncella sonría mientras se alejaba, dedos secretamente tocando el trapo manchado de sangre bajo su cinturón. La doncella, un funcionaria menor del palacio, nunca sería acusada de la muerte del mensajero, y con suerte, con las precauciones que había tomado, nunca encontrarían al hombre. Era suficiente para satisfacer a los Portavoces de la Sangre. En la antigua lucha contra la clase de los samurai, la Mano de Iuchiban había vuelto a dar un golpe secreto.



El palacio de Morikage estaba totalmente en silencio, como una tumba no abierta llena de rotas reliquias de un pasado olvidado. Las ruinas de afuera mostraban poco la antigua grandeza del palacio, pero dentro de su gran escalera de piedra, esculturas mostraban un linaje muy distinto. Pero ahora, donde había estado la cara de Shinsei, los primitivos Truenos, y las Fortunas, solo caras de sangre y sombras miraban lascivamente.


Los agudos sentidos de Balash eligieron el camino para los Naga, y el Unicornio y el Avispa les siguieron. Balash se dio cuenta de que parecía que a la mujer la afectaba menos su herida, sus pasos eran grandes, y sus ojos brillantes. Ella levantó una delgada antorcha de un roto hachón, basándose en su ingenio y en una pequeña piedra para hacer fuego para la antorcha. Levantó la antorcha en su mano, mirando hacia delante con mortífera resolución. Era como si la escena la fuese familiar, o al menos que había hecho una cosa así en otra vida. Los huu-manos eran extrañas criaturas, pero quizás...


El Balash agitó su cabeza violentamente. ¿Esos pensamientos por un huu-mano? Desastroso. Cualquier misericordia que les mostrase sería devuelta en sangre de su gente; el Qamar lo sabía. Igual que él. Se irguió mientras seguía hacia delante, navegando la difícil escalera con grandes golpes de su cola para propulsarle hacia delante. Tras él, el Malekish y el Isha iban más despacio, sus colas más delgadas tenían menos agarre en el difícil terreno.


Pronto pasaron por un gran salón, las destrozadas puertas-paneles de shoji colgando en la semi-oscuridad. Había sido el lugar de una gran batalla, y había esqueletos en el suelo, huesos cubiertos de moho dentro de rotas armaduras. Pero ninguna rata se movía, ni criatura alguna rompía la quietud de la escena. Mientras los cinco se movían por entre los cuerpos, el Mantis se detuvo para arrodillarse junto a uno de los yelmos en mejor estado. Soplando el polvo, y quitando el moho con un tanto, susurró, “Grulla.”


“Este no.” Kamoko dio una pequeña patada a un yelmo, escuchando un golpe al rodar sobre su costado. “León. Y no solo León. Akodo.”


“¿Akodo?” La cabeza de Tsuruchi se levantó con rapidez. “Pero estos cadáveres tienen menos de dos años. Habrían muerto justo después de que Toturi ascendiese al trono. Nadie llevaba el anagrama Akodo en ese momento; la familia fue destruida por el Último Hantei.”


“Si, pero estos hombres lo llevaban.”


En el cinturón de Tsuruchi, la daga Akodo se movió preocupantemente. Llevada a su señor Yoritomo por un espía que no era del clan, Tsuruchi había heredado la daga como un regalo. ‘Para ayudarle a encontrar al Emperador,’ había dicho Yoritomo. Mirando a los vacíos cráneos de los muertos Akodo, parecía como si el peso de la daga se había incrementado una barbaridad. Eso afectó algo dentro de él, alguna parte del alma León de su madre, y supo que su deber no habría acabado cuando encontrasen al Emperador.


Los Naga continuaron, sin inmutarse ante la cháchara de los huu-manos. El hedor a Fétido era aquí mayor, y el Akasha hacía que siguiesen. El clamor de las emociones, memorias y visiones atormentaban la mente del Isha tanto como el olor al Destructor. Los trozos de armadura no les preocupaban, ni los huesos desparramados por la muerte sobre la polvorienta estera de tatami. Solo la presencia que quedaba ante ellos, y los susurros de las escurridizas sombras les llamaban la atención. Kamoko se giró, notando una cosa que la rozaba el talón de la bota, pero no había nada salvo la oscuridad unida bajo su antorcha.


Tsuruchi levantó la vista al verse mover a su compañera. Silenciosamente cogió una flecha. De repente, helados dedos cogieron los suyos, tirando desde la sombra. Sin hacer ruido, saltó hacia la antorcha, y disparó un rápido astil de madera. Cortó por el aire con el siseo del miedo y fue hacia el lugar donde acababa de estar de pie. Con un golpe sordo, traspasó el hueso de una incorpórea mano.


Y se clavó en la madera de un panel de shoji dentro de una unión de sombras.


Otra sombra permanecía en el pasillo de suelo de madera, y los Naga levantaron sus arcos amenazadoramente, las flechas de punta de cristal brillando en la tenue luz de la antorcha.


“Si fuese vosotros, no haría eso.” La voz era fría, burlona, y tranquilizadoramente humana. Mientras los Naga retrocedían un poco, un hombre delgado vestido de negro y dorado entró por el lejano fin del pasillo. Su pierna estaba ensangrentada, y escarlata manchaba sus túnicas cubiertas de barro. Un largo mechón rojo y negro acentuaba sus rasgos de porcelana, y sus ojos teñidos de rojo daban vueltos alocadamente mientras fue hacia la luz de la antorcha. Y en sus brazos, algo se movía.


Tenía a la samurai-ko que se retorcía apretada contra su cuerpo, un ensangrentado tanto en su garganta. Su magnífica armadura no tenía anagrama, pero Otaku Kamoko reconoció instantáneamente su cara. “Ah, no, doncella de batalla,” la reprendió Suru, viendo como ella cogía su tanto, “Un movimiento, y esta no será mas que otro espíritu en este maldito bosque. ¿Me entiendes?”


Le sería fácil a Balash meter una flecha a través de la chica hasta la carne del huu-mano, pero dudaba de que esa acción le gustase a la Unicornio amiga de Malekish. Estupidez. Sin preocuparse por el pequeño drama que se desarrollaba alrededor de ellos, Balash sintió como el Isha y Malekish se volvían para la búsqueda por el palacio, sus pesados cuerpos deslizándose por los rotos suelos de madera con cautelosa facilidad.


Kamoko asintió. “Dámela, hechicero, y no te haré daño.” Sus ojos se deslizaron por la ensangrentada pierna del hombre mientras cojeaba hacia delante. “¿Cuanto tiempo puedes estar de pie con una herida así? Ahora debe de estar supurando. Termina con esto, libérala, y vivirás.”


“¿Un trato, Unicornio?” Jama Suru rió, una risa profunda que salía desde dentro de mil almas. “A, no. He visto demasiados ‘tratos’ Unicornio. Incluso esta,” movió la cabeza de Xieng Chi hacia un lado, cortándola un poco mientras hablaba, “quería hacer tratos. Tantos tratos.”


A un lado, Tsuruchi fue a coger otra flecha, pero algo en los ojos del Portavoz de la Sangre le detuvo. Murmuró una maldición que se convirtió en una oración a las Fortunas, y retrocedió.


“Hay algo que queréis en este sitio, y algo que yo quiero. Te daré a la chica, si la quieres,” otro movimiento, pero la doncella de batalla seguía sin gritar. “Pero primero tendrás que intercambiar algo conmigo. Sin pacto, no hay trato.”


“Dejad que me mate, Kamoko-sama,” murmuró Xieng Chi por entre dientes apretados por el dolor. “No hagáis tratos por mi vida. No os vale para nada.”


“Ella tiene razón, sabes,” Suru volvió a reír. “Ya ha vendido su vida a una causa más fiel que la tuya o la mía, Dama Otaku-sama.”


“Calla, hechicero,” siseó enfadado Tsuruchi. “Haz tu pacto, libera a la chica, y luego vete a Jigoku con tus mentiras.”


De repente, el Balash levantó la mano, y el Isha y Malekish levantaron sus torsos con expectación. “Algo viene.” Repitió a los reunidos huu-manos, ignorando la tensa escena. El Fétido había aumentado su olor alrededor de ellos, y no había tiempo para discusiones sin sentido. Las sombras se peleaban entre si para acercarse, llenando las paredes de oscuridad. Malekish se deslizó repentinamente hacia atrás, flexionando la punta de su cola, donde había escarcha. Su piel verde se volvió más pálida, y miró con ansia hacia el abierto pasillo.


El Akasha rugió, gritó y señaló el camino. Mil mentes recordaron la última batalla, y mil almas en las montañas Dragón se quedaron quietas para ver como se desarrollaba la escena.


“¿Queréis conocer la verdad, pequeños hijos del Sol?” Susurró una voz. “¿Buscáis las respuestas en la noche?” Las sombras empezaron a reunir alrededor de ellos, acercándose. La tenue luz de la antorcha parecía abrumada por la inmensa e impenetrable neblina que se espesaba como sangre en las paredes. La sombra del que hablaba era inmensa, pintada en el muro con oscuridad, y su voz reía tras los delicados y antiguos paneles de papel que escondían habitaciones en el frágil laberinto de papel del castillo.


“Aquí está vuestra verdad.”


La sombra se abrió, destrozando los paneles de shoji. La luz de la antorcha se volvió de repente muy brillante, pintando la escena con un color áspero y estridente. Había un hombre en medio de la habitación, sombras acariciando su cara, y envuelto con ternura de piernas y manos. Tenía la cara retorcida, corrompida por la Oscuridad, pero parecía tan vivo – tan real – tan increíblemente presente que todo lo demás parecía desvanecerse a su alrededor. Su sonrisa, inadvertida, fue sentida como un frío escalofrío por la espina dorsal de Tsuruchi, un oscuro tirón en el corazón del hechicero.


A sus pies, con cadenas de oscuro hierro, estaba el Emperador.


Flechas de cristal volaron de arcos Naga como si la velocidad del pensamiento las impulsase. Riendo, el Goju las apartó como si fuesen viento. Dedos de sombra rompieron los astiles en el aire, tirándolos al suelo. “No me podéis hacer daño, Nagas. Conocemos vuestros métodos. Los recordamos, desde hace muchos años. A, si, el Ojo Pálido ha sido nuestro amigo desde hace eones, y él desea vuestra muerte igual que la caída de este enfermizo Imperio. Y nosotros también.”


“Quizás no podamos dañarte,” Tsuruchi bajó su cabeza, tardando solo un instante más en apuntar su flecha por el astil. “Pero no estamos aquí por ti.” Su flecha solo un segundo detrás, Tsuruchi puso una punta de acero entre las cadenas del Emperador. Resonó un estruendoso crujido, y la cerradura cayó, rota por astil samurai.


Mil sombras saltaron desde las paredes hacia ellos, salieron desde los dedos de la figura mientras su cuerpo estallaba en sombra y humo. En segundos, no era mas que una voz y negritud. Sus caras vacías y pálidas, las sombras golpearon con garras y ennegrecidas katanas, cortando el aire mientras se retorcían juntas. Sin hacer ruido, atacaron a carne y hueso, pero los cristales Naga les echaban hacia atrás para morir en humo y vacío. Uno fue hacia Jama Suru, su abierta boca retorcida en una extraña mueca, y él tiró a Xieng Chi hacia su atacante, cantando maliciosas sílabas y cincelando símbolos en el aire con su tanto ensangrentado.


Kamoko atacó. Sin espada excepto su tanto, saltó junto al lado del caído Emperador y golpeó a las sombras que intentaban reparar las rotas cadenas. Más flechas fueron disparadas, y más sombras cayeron, pero más y más Goju se separaron del grupo, rodeando al pequeño grupo. Kamoko gritó cuando su carne se rasgó por garras de sombra, y el hechizo de Suru rompió una sección de suelo. Mientras los Goju caían hacia los lejanos cimientos del castillo, Xieng Chi gritó y cayó, agarrándose al roto borde con toda su fuerza.


“¡Xieng Chi!” Gritó Kamoko a la más joven doncella de batalla, pero el Balash fue más rápido. Agarrándola con un poderosa mano, cogió a la chica por el hombro, levantándola hasta ponerla sobre el suelo.


El Akasha susurró riendo, pero Balash aguantó. Huu-manos. Seguramente morirían, si se les dejaba solos. Balash miró hacia el asombrado Isha y asintió. Sin decir nada, murmuró en la mente Akasha, “Ahora somos siete.”


“¡Retroceden!” Gritó Tsuruchi. “¡Es nuestra oportunidad!”


Mientras las sombras luchaban contra el cristal Naga, Xieng Chi ayudó a ponerse en pie al herido Emperador. Sus ojos estaban llorosos, borrosos, y vacíos, su ropa rota y asquerosa. Rotas flechas llenaban el suelo, sus puntas de cristal sin brillo, manchadas, rotas. Los Goju, o así se llamaban a si mismos en su nebulosa risa, se habían retirado, llevándose a su líder con ellos.


“Sácale,” ordenó Kamoko a la chica más joven. “Haz lo que sea, pero sácale de este bosque.”


“Ella nunca lo conseguirá. Y yo no tengo flechas para protegerla.” Dijo Tsuruchi, usando su arco como un bastón contra las Sombras. Los Naga dispararon flechas a su alrededor, para espantar a las criaturas, pero incluso sus inmensos carcaj tenían un fin.


“Yo puedo sacarla.” Susurró el hechicero, levantando una ensangrentada mano. “Puedo llevar a los dos afuera. Pero no a todos. Solo pueden ir tres. Yo, y la chica, y vuestro penoso Emperador.”


Tsuruchi y Kamoko se pusieron tensos por el insulto, pero los continuos movimientos en las paredes hicieron que no hubiese más discusiones. Aunque la Sombra se había retirado, no iba a pasar mucho tiempo hasta que volviesen. Los Naga tenían heridas por muchos sitios, el hombro de Kamoko había vuelto a sangrar por su antigua herida, y el brazo derecho de Tsuruchi había sido malherido por un golpe de una katana sombría.


La cara de Xieng Chi se volvió sombría. “Soy la que menos está herida. Si alguien le puede sacar de aquí, esa soy yo. Pido poder hacerlo, mi Señora, en nombre de Shinjo.”


“Parece que no tenemos elección.” El Avispa asintió.


“Otro trato con el Unicornio.” Suru rió. “Si hago esto, Dama Otaku, no pienses que lo hago por lealtad a tu Imperio. No tengo esa falsa esperanza. Tu honor es mío, daimyo Unicornio, y algún día requeriré un servicio tuyo. No lo olvides.”


“No lo haré.” Dijo Kamoko por entre apretados dientes, sujetando su dislocado hombro e intentando detener la sangre que fluía por su brazo.


Ella levantó su puño cuando Suru fue hacia ella, pero él solo recorrió con un dedo por el reguero de sangre por donde pasaba por las ataduras de su armadura. “Necesitaré tu sangre, la sangre de un Trueno, para hacer la tarea. Grandes almas tienen gran poder. Yori lo sabe, como yo.”


“Maho.” Gruñó Kamoko.


“¿Hay otra elección?”


En silencio, Kamoko desató el cordón, dando la goteante cuerda de seda al hechicero con repugnancia. “Cógelo.”


“Vuelven,” murmuró el Isha, repitiendo el mensaje del Akasha. “Correr. El camino del norte os llevará lejos del bosque, si podéis llegar hasta el.”


“Una cosa más, Señora,” susurró Suru al oído de Kamoko mientras Xieng Chi y los Naga ayudaban al Emperador hasta la puerta. “Cuidaría bien de tu herida del hombro. Parece que la tuya no es la única sangre que la mancha.” Con una enigmática sonrisa, siguió a Xieng Chi hacia la escalera, mirando con desdén a su carga.


“No encontré la máscara de mi Señor,” se susurró a si mismo mientras la luz de la antorcha se desvanecía tras él. “Pero ahora me han dado algo mucho más valioso.”



Cuando llegó el amanecer del día siguiente, el bosque estaba vacío de movimiento, vació de sonidos. Los hombres de Yokatsu encontraron a una malherida Xieng Chi, su cansado caballo llevando el inmóvil cuerpo del Emperador. La armadura de ella, un regalo de los Dragón, envolvía el cuerpo del Emperador y le protegía de cualquier daño.


La batalla del bosque Morikage fue muy fiera, y aunque Kamoko y los Naga sobrevivieron, escaparon del bosque encantado solo después de ser encontrados por una patrulla Mantis, liderada por el propio Yoritomo, que habían entrado en el bosque con sus aliados Ikoma para ver que le había pasado a su gente.


De Tsuruchi no se supo nada. Permaneció en el castillo de Morikage después de que escapasen sus aliados, cubriendo la puerta de los ataques de la Sombra con las últimas flechas de los Naga. No se le ha visto desde ese día.


 

Epílogo

Lluvia caía sobre las ruinas de Kyuden Isawa mientras Moshi Hito andaba cansinamente por sus amplias y rotas puertas. La ciudad Fénix estaba destrozada a su alrededor, quemada hacía tiempo por la locura de los Maestros Elementales en el Día del Trueno.


“¿Dices que está aquí?” Gruñó Ginawa, desenvainando su espada de sangre, y escuchando un tenue y aburrido zumbido proveniente de la espada. Junto a él, Matsu Hiroru giró su kusari–gama en círculo, probando su peso y equilibrio.


“Si. Dentro del palacio. Hay siete ronin ahí dentro, custodiándole para los Fénix.”


“¿Solo siete?” La sorpresa de Hiroru era evidente.


“Si, siete. Daros prisa, o nos oirán llegar.” El Moshi se adelantó, sus pasos rápidos mientras se acercaba a la puerta.


“¿Y como es que tú sabías de este lugar, Hito-san?” Preguntó Hiroru, poniendo una mano ante Ginawa antes de que el ronin pudiese continuar.


Hito se detuvo, su mano agarrando la gran puerta de roble que llevaba hacia el derruido palacio. Sonrió brevemente, asombrado, como si no se hubiese preparado la respuesta. “Me lo dijo un espía en el Clan Fénix. Ya te lo he dicho, Hiroru-san. ¿Por qué haces que perdamos el tiempo?”


“Porque pareces tan seguro del número de ronin que hay dentro del palacio. Seguramente, tu contacto en los Fénix no te podría haber dicho su número exacto, a no ser que hubiese estado él aquí.”


Ante eso, los ojos de Ginawa se entrecerraron.


“No, no. De ningún modo. Me mandó un mensaje por un pájaro. Lo recibí ayer.” Las mentiras del Ciempiés eran impecables, tocadas por la sinceridad de un cortesano. Era lo suficiente como para enfurecer a Ginawa, y mientras gritaba, su espada rugió.


“¡Mentiras!” Gritó Ginawa. “¡Mentiras y traición!”


La espada de Hito estaba desenvainada, pero su mano permaneció sobre la madera de la puerta, como retando a los dos hombres a que se acercasen. De repente, un grito resonó desde el camino bajo el palacio, mientras un mensajero corría hacia las tierras Shiba.


“¡El Emperador! ¡Han encontrado al Emperador! ¡Vuelve a estar sentado sobre el trono en Otosan Uchi! ¡Han encontrado al Emperador!” Gritaba el mensajero.


Con peligrosa furia en sus ojos, Hiroru hizo girar su kusari–gama un círculo completo, preparándose a matar. Ginawa saltó primero, su espada rugiendo con sangre y furia. Pero donde golpeó, el cuerpo del Moshi se hundió en sombras, corriendo por la pared, como si una antorcha hubiese pasado cerca de una nube en movimiento. Risas resonaron en el destrozado patio.


Si, mentiras, ronin, pero vosotros fuisteis los estúpidos que os las creísteis.


Ante los altos muros de Otosan Uchi, se extendían estandartes de jade y blanco, el anagrama del Crisantemo gobernando el palacio del Emperador. La gente de Rokugan se regocijó al volver a ver a Toturi, y su fría cara sonreía bajo una dorada pérgola.


Pero, junto a las abiertas puertas del palacio, un solitario Vidente Fénix agarraba sus rotas túnicas con fuerza alrededor de su loca figura, susurrando y gritando al viento, como si solo el le pudiese reconfortar.


“¡Vuelve, vuelto! ¡Vuelve, vuelto! ¡Perdido, perdido, perdido!”