No Hay Mañana

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Daigotsu Manobu se movió lenta y silenciosamente por las retorcidas y estrechas calles. Ocasionalmente, sus anchos hombros recubiertos por la armadura rozaban contra los antiguos muros de piedra que se levantaban a ambos lados, pero era cauteloso, y nunca fue más que un tenue susurro. No se podía imaginar porque estas malditas criaturas habían hecho que sus ciudades fuesen tan difíciles de atravesar. Pero no sería suficiente como para impedir que cazase a su presa. Él era un depredador. Nada impediría que cobrase su presa.

            Un ruido de escarbar surgió desde el otro lado de la próxima esquina, el sonido de garras sobre la piedra. Era un sonido que había llegado a conocer bien durante las semanas y meses que había estado atrapado en esta miserable y podrida burla de ciudad. Hizo una señal a los dos hombres que le seguían para que tuviesen cuidado, luego preparó su espada de obsidiana y giró la esquina.

            Como sospechaba, un solitario explorador Nezumi. Parecía que estaba hurgando en la basura buscando comida. Tenía una deshilachada y manchada bolsa entre sus zarpas, y metió algo en ella mientras lo miraba Manobu. El guerrero Perdido casi suspiró, decepcionado. Había esperado un guerrero, o incluso una partida de caza. Este no presentaba reto alguno. Pero sería una menos de las molestas ratas que de alguna manera desbarataban todos sus intentos de echarlas. Y quizás aprendería algo de esta. Cualquier cosa era posible. Después de todo, antes de que Fu Leng destruyese su civilización ellos habían construido este extraño lugar.

            Manobu sacó una pequeña espada de su armadura y se preparó para lanzarla, pero el Nezumi se giró en su dirección en una repentina ráfaga de movimiento. No estaba del todo seguro, pero le pareció que la criatura sacaba algo de su bolsa y se la tiraba. Le dio en toda la cara y explotó en una nube de polvo, haciendo que le escociesen los ojos y cegándole. Rugió indignado y lanzó su espada corta hacia donde la rata había estado solo unos segundos antes, pero escuchó como golpeaba en las piedras. Tras él escuchó un gruñido de sorpresa y más sonidos de escarbar, seguidos por el choque de armas y armaduras. Las ratas le habían cegado, y ahora atacaban a los dos hombres que le seguían.

            El Magistrado de Obsidiana se limpió infructuosamente los ojos, lleno de ira. Gruñendo desde lo más profundo de su garganta, se lanzó ciegamente hacia delante, dejando que los sonidos de la batalla le guiasen y confiando en la ayuda del Noveno Kami. Rebotó un par de veces en las paredes, ya que el eco le confundía, antes de chocar con algo mojado y sólido. Su objetivo se retorció luchó, pero él no lo soltó. Sintió dientes y garras golpear su armadura, y algo golpeó su espalda con bastante fuerza, pero no con la suficiente como para penetrar su armadura. Golpeó repetidamente a la rata en la cara con su mempo hasta que dejó de moverse por un momento. Aprovechándose de que la criatura estaba desorientada, se puso de rodillas y clavó su espada en el pecho de la criatura. Chilló una vez, y luego murió.

            Manobu se puso en pie, maldiciendo en voz alta al escuchar como unas patas con garras se alejaban. Se arrancó el mempo de su herida cara y se limpió los ojos con el agua de un frasco hasta que recobró la vista. El Nezumi que había matado estaba tendido en el camino, su cara retorcida de dolor y sorpresa. Sus dos hombres estaban junto a la criatura. Uno había muerto instantáneamente cuando atacaron las ratas, a juzgar por la solitaria herida que tenía en el cuello. El otro estaba casi desmembrado, al ser pillado desprevenido por la emboscada Nezumi. Era vergonzoso. Rezó a los Señores Akuma y Yakamo clamando venganza, ya que sabía que ellos no le perdonarían.

            Ardiendo con silenciosa ira por el desastre en que se había convertido su cacería, Manobu cogió a la rata muerta y se la echó por los hombros. Luego cogió a cada uno de los hombres muertos por el cuello, arrastrando los cuerpos de vuelta al campamento con su extraordinaria fuerza.

            Después de todo, no tenía sentido derrochar nada.

 

 

            Los otros Magistrados de Obsidiana vieron a Manobu antes de que se acercase al puesto avanzado. Habían elegido el edificio exactamente para eso; era prácticamente imposible que alguien se acercase a el sin que fueses visto con mucha antelación. Por la razón que fuese, se levantaba solo en el centro de una gran plaza, a pesar de que el resto de la ciudad estaba más atestada de edificios que las demás ciudad que había visto Manobu.

            La puerta de piedra se deslizó, abriéndose, al acercarse Manobu. Antes había sido de Madera, pero hacía mucho que se había podrido. Él y sus hombres la habían reemplazado con un trozo de un muro caído. Juntos podían moverla, pero era difícil que las ratas lo consiguiesen sin alterar antes a los que había dentro. Takima, el segundo al mando, salió a la calle. “¿Qué ha pasado, comandante?” Preguntó, sus amarillos ojos mirando por la plaza por si había algún signo de persecución.

            “Emboscada,” contestó sencillamente. Tiró los cuerpos de sus hombres al medio de la habitación mientras entraba en la gran y vacía sala. “Coger lo que queráis de ellos,” dijo. “Yo limpiaré el cuerpo de la rata. Quizás esta tenga alguna pista de donde se esconden las demás.”

            Los demás hombres se miraron entre si con inquietud. “¿Qué quieres que hagamos con los cuerpos?” Preguntó uno. “¿Animarles para que hagan la guardia?”

            “No,” comentó despectivamente. “Sabes exactamente que hacer.”

            Hubo silencio mientras Manobu ponía el cuerpo de la rata sobre una mesa baja que él había improvisado para justo lo que iba a hacer. Reverentemente sacó la pequeña bolsa de instrumentos que tenía a mano para estos casos y desenvolvió unos cuantos cuchillos. Las afiladas puntas de acero relucían bajo la pálida luz. Suspiró con contento al sacar el primer cuchillo. No había nada que calmase tanto la mente como el arte. Uno de los hombres se aclaró la garganta tras él, hacienda que Manobu le mirase irritado por encima del hombro. “¿Qué?” Preguntó.

            Era Takima. De todos los hombres que mandaba, solo Takima nunca parecía temerle. Le despreciaba por ello, aunque también le respetaba. “Estos eran nuestros camaradas, Manobu-sama,” dijo el gunso en voz baja. “Vuestros hombres. Magistrados también. Comprendo que hay que hacerlo, pero esto no está bien. Al menos deberíamos darles la oportunidad de servir a Fu Leng como no-muertos.”

            “No te he preguntado como te sentías, Takima,” contestó el comandante, un tono de crueldad en su voz. “No te lo he preguntado porque no me importa. Estamos atrapados aquí, y haremos todo lo que podamos en el nombre de nuestros Señor Oscuro. Si queremos tener al demonio bajo control, entonces tendremos que hacer los sacrificios que sean necesarios.” Se le acercó. “Cualquier sacrificio,” siseó. “¿Me comprendes?”

            Takima no vaciló. “¿Por qué no lo soltamos?” Preguntó. “¿Por qué no sacamos provecho de el? Conoce esta ciudad mucho mejor de lo que nosotros podamos conocerla jamás. Podría buscar a los Nezumi y destruirlos sin apenas esfuerzo, y entonces la ciudad sería nuestra.”

            “No cuestiones mis decisiones,” insistió Manobu, su voz más alta. “Mil años. Mil años pueden volver loco a cualquier cosa. No me arriesgaré. Y no permitiré que nada se apodere de mis presas. ¡Las ratas son mías!” Con eso volvió al trabajo. Un momento después escuchó los crujidos de armaduras siendo separadas de las ropas.

 

 

            Tr-ch’da y los demás se deslizaban en silencio por los estrechos túneles que cruzaban la ciudad, moviéndose con rapidez por si, improbablemente, les estaban siguiendo. Los túneles eran nuevos, o al menos más nuevos que la ciudad, que era más antigua que todo recuerdo. Tr-ch’da no sabía que había creado los túneles. Ningún Nezumi los había horadado, eso estaba claro, pero no importaba. Él y su manada los había estado usando durante varios cambios de luna, y nunca se habían encontrado con nada que fuese lo suficientemente grande como para ser una amenaza. Más valía usarlos, especialmente porque los Perdidos no podían adentrarse en ellos.

            Finalmente, el grupo salió de los túneles en su improvisada madriguera. Era una gran sala, muy parecida a la cueva donde Tr-ch’da y muchos de los otros Hueso Tullido habían crecido desde cachorros. Pero esta había sido una vez el sótano de un gran edificio que se había derruido hacía mucho tiempo. No había forma de acceder a la madriguera desde la superficie, solo a través de los túneles. El líder de la manada soltó el saco que llevaba y agitó con violencia su pelo. La nube de polvo le marearía si la respiraba durante mucho tiempo.

            Una figura familiar se le acercó en la tenue luz. “¡Tr-ch’da!” El Nezumi chilló alegre. “¡De vuelta!”

            “¿Dak-rik?” Preguntó Tr-ch’da. “¿Tu también de vuelta? Fuiste mucho tiempo. Pensamos tu muerto.”

            “No,” contestó el explorador. “Volví hasta Hueso Tullido, como dijiste.” Se detuvo y miró al grupo de ratas que surgían del túnel. “¿De caza?”

            “Si.”

            Un temblor de pánico recorrió la piel de Dak-rik. “¿Le viste?”

            Tr-ch’da asintió. “M’atch-tek’ch,” dijo solemnemente. “El Bushi del Mañana. Intenté matarlo, pero su piel demasiado gruesa.” El líder de la manada agitó la cabeza con tristeza. “¡Aunque matar dos hombres oscuros!” Levantó-levantó algo. “¡Cogí espada!”

            Muchos Nezumi parlotearon alabándolo, pero Dak-rik no parecía impresionado. “¿Todos volvieron?” Preguntó en voz baja.

            “No,” dijo con tristeza Tr-ch’da. “M’atch-tek’ch mató un explorador. H’k’tir.”

            Los mismos Nezumi que habían celebrado la victoria ahora bajaron sus cabezas durante un momento. Era un extraño gesto que habían aprendido de los humanos, pero era algo que a Tr-ch’da le había parecido adecuado, y su manada lo había aprendido de él. “H’k’tir luchó duro,” les dijo. “Me hizo sentir orgullo de ser Hueso Tullido. ¡Recordarle y contar historias sobre él para que los cachorros siempre conozcan su Nombre!” Los demás asintieron, y por un momento Tr-ch’da se sintió mejor tras la batalla. Se volvió hacia Dak-rik. “¿Hablaste al jefe?” Dijo ansioso.

            El pequeño Nezumi asintió. “Me hizo contarle sobre la ciudad. Él muy excitado.”

            La cola de Tr-ch’da se movió de alegría. “Manda muchos guerreros, ¿verdad? ¿Nos ayudará a quitarle la ciudad a M’atch-tek’ch?”

            “No,” dijo con tristeza Dak-rik. “Grandes luchas ahora mismo contra los Tsuno. Jefe dice algo sobre un jefe de sueño de los viejos tiempos. Yo no entendí, pero dice que demasiadas luchas como para enviar más guerreros.”

            Tr-ch’da rechinó los dientes, furioso. “¿No manda  nadie?”

            “No,” contestó el otro. “Y me dijo que te lleve de vuelta a casa. Necesita a ti y a tu manada.”

            “¿Qué?” Preguntó el líder de la manada. “¿Abandona las memorias?” Tiró la nueva espada al suelo con rabia, donde rebotó con un estruendo enorme por toda la sala. “¡Debe ver la ciudad! ¡Comprendería! ¡Esto más importante que cualquier otra cosa! ¡Ni siquiera los Recordadores saben las cosas que aquí encontramos!”

            “Dice sentirlo,” ofreció Dak-rik, disculpándose. “No hay otra forma.”

            “¡Encontraremos Cangrejos!” Dijo desafiante Tr-ch’da. “¡Cangrejos encontrarán muy interesante la ciudad! ¡Aquí a salvo de oscuridad. ¡La memoria mantiene apartada la oscuridad! ¡Cangrejos usarán lo que encontremos en la ciudad para atacar la Ciudad de los Perdidos!”

            Dak-rik volvió a agitar la cabeza. “Malas cosas pasan con los Cangrejo,” dijo con tristeza. “Oso-Cangrejo ha vuelto.”

            “¿Oso-Cangrejo?” Preguntó Tr-ch’da. “¿Qué es eso?”

            “Gran-gran cacique de Ayer,” dijo Dak-rik. “¡Vuelve de los sueños! Muchos Cangrejo piensan que es un Transcendente, quieren dejar a Kuon-Cangrejo para seguirle.” Volvió a agitar la cabeza. “Día triste para Cangrejo. Dos caciques demasiados para una tribu. Siempre-Corriendo-Mañana.”

            Tr-ch’da chasqueó su lengua con tristeza. Una vez, la tribu Siempre-Corriendo-Mañana había sido la mayor tribu desde los viejos tiempos. Pero se había vuelto demasiado grande, y sus líderes empezaron a discutir más y más. Al final, Siempre-Corriendo-Mañana se había roto en distintas y más pequeñas tribus. Esa había sido la vez en que más cerca habían estado los Nezumi de restaurar la Tribu Única, y era poco probable que ningún Nezumi les volviese a juntar.

            Era por eso por lo que la ciudad era tan importante. Era algo en lo que podían creer los Nezumi. Algo que uniría a las tribus. Si había un líder lo suficientemente fuerte, la Tribu Única podría renacer de verdad. Tr-ch’da no era tan estúpido como para creer que él era ese líder, pero en algún lugar debía haber uno, como siempre decía su cacique. Y no dejaría de luchar por esta ciudad. No abandonaría la Tribu Única, aunque lo hicieran todos los demás. “Ahora regresa,” dijo finalmente. “Yo quedo, a proteger esta ciudad.” Se volvió hacia los demás. “El que quiera regresar a casa se puede ir. No quiero guerreros que siempre piensen en otro lugar.”

            Durante varios minutos hubo silencio en toda la sala, pero ningún Nezumi se movió un centímetro hacia el túnel. Dak-rik agitó la cabeza con tristeza. “No ir contra Jefe Te’tik’kir,” dijo en voz baja. “Rompe todas las reglas.”

            “Las leyes protegen a los Nezumi, nos recuerdan quienes somos,” dijo Tr-ch’da. Abrió los brazos en par. “Esto es lo que somos, lo que olvidamos hace muchos ayeres. Esta es nuestra ley. No podemos abandonarla.”

 

 

            Manobu salió de los sombríos callejones y se dirigió de vuelta al cuartel. Algunas veces se aventuraba solo en la noche y mataba algo, trayendo a los Nezumi de uno en uno a su sala de trabajo. Eventualmente, obtendría todas sus pieles para su colección. Más tarde o más temprano, uno de ellos sabría algo de lo que necesitaba escuchar. En esos preciosos y breves momentos de dolor justo antes de sus muertes, Manobu había aprendido muchas cosas sobre las criaturas. Desafortunadamente, su reputación de Matarratas se había vuelto tan grande que las criaturas luchaban con fiereza, haciendo que tuviera que matarlas en vez de interrogarlas. Era molesto, pero encontraría como evitarlo. Quizás los Chuda podrían invocar sus espíritus muertos de allí donde iban las Ratas muertas. Esta noche estaba más enfadado que otra cosa. No había encontrado nada. Las criaturas ahora se andaban con cuidado. Quizás se creían que le habían tomado la medida. Pronto les mostraría lo equivocadas que estaban.

            El cuartel de mando estaba oscuro, haciendo que Manobu frunciese el ceño. Sus hombres se habían ido a los barracones, que estaban dentro de un edificio adjunto más pequeño, y aparentemente no habían dejado a un centinela. Negligente y potencialmente mortal. La mayoría de ellos subestimaban a los Nezumi, pero Manobu no lo hacía. Quizás era el momento de demostrar exactamente quién estaba al mando. Takima debería haberlo sabido. Ahora sufriría por su insolencia.

            Manobu entró en el edificio y se movió en silencio por la habitación, espada en mano. Apenas podía ver, pero sabía donde estaba todo. No fue hasta que se abrió la puerta que llevaba a los barracones y que Takima estuvo ante él con una de las extrañas lámparas Nezumi que se le ocurrió que algo podía ir mal. “¿Qué está pasando?” Preguntó. “¿Por qué no has puesto un centinela?”

            “Perdonadme, comandante,” dijo en voz baja Takima, “pero no tengo otra elección que relevarle del puesto.”

            Manobu se quedó sin habla. “¿Tu qué?” Preguntó, casi riendo. “¿Tu?”

            El gunso asintió. “No tengo elección, comandante. Vuestra obsesión de cazar Nezumi os ciega ante la gravedad de nuestra situación.”

            “¿Te atreves a hablarme así?” Dijo Manobu, su voz convirtiéndose en un grito. “¡Aplastaré tus huesos y los convertiré en polvo!”

            Algo se movió en la oscuridad tras él. El instinto de Manobu tomó el mando y se tiró a un lado justo cuando algo inmenso golpeaba el suelo donde él había estado solo un segundo antes. Trozos de piedra golpearon su armadura. “¡No, demonio!” Gritó Takima. “¡Esto no es lo que habíamos acordado!”

            “¿Demonio?” Tosió Manobu entre el polvo de piedra. “¿Qué has hecho?”

            Una voz que retumbaba como las olas sobre las rocas contestó. “Solo ha hecho lo que cualquier servidor de Fu Leng que pensase normalmente haría,” dijo. “Desafortunadamente para ti, solo eres un obseso estúpido.”

            Manobu se quedó helado, quieto donde estaba, al ver a una inmensa forma entre las sombras. “¿Puedes hablar?” Dijo finalmente.

            “Por supuesto que puedo,” contestó el oni. “¿Crees que un animal estúpido podría haber sobrevivido atrapado en esta pesadilla durante más de mil años? Me sostuve pensando en la venganza y planeándola cuidadosamente. No calculé bien el tiempo que transcurriría hasta que el ritual se desvanecería y volvería a aparecer la ciudad, o me hubiese escapado hace mucho tiempo.”

            “¿Ritual?” Dijo Manobu. “¿De qué estás hablando?”

            El oni se rió. Era un sonido amargo. “¿Te crees que sabes mucho sobre los Nezumi? No sabes nada. Yo estuve presente en el crepúsculo de su inmenso imperio. Fui de los que soltaron sobre sus ciudades. Y fui el único superviviente cuando sacrificaron este lugar para destruirme a mi y a los demás.”

            “¿Qué tipo de ritual?” Preguntó Manobu, intrigado.

            “Los chamanes Nezumi eran poderosos,” dijo el oni. “Cuando sus reyes se dieron cuenta de que la ciudad estaba perdida, ordenaron a los chamanes que robasen su nombre. La ciudad quedó olvidada al instante. Todos los que vivían en ella olvidaron que existía. Aquellos que servían a Fu Leng la olvidaron. Incluso la propia tierra la olvidó, y se la tragó en la nada. Pero yo no me olvidé, ya que estaba atrapado aquí. Sabía que llegaría el día en que se desvanecería el ritual, como pasa con todo, y la ciudad volvería a Ningen-do. Ahora ha llegado ese día, y vuelvo a estar libre.”

            “¡He reivindicado esta ciudad para Daigotsu!” Declaró Manobu.

            Daigotsu, si,” contestó el oni. “Takima me ha hablado mucho de tu Señor Oscuro. Si lo que dice es cierto, entonces es el verdadero heredero de Fu Leng, y le serviré con gusto.” Se mofó entre las tinieblas. “Al revés que tu.”

            “¡Nadie pone en duda mi lealtad!” Manobu se levantó y se puso en posición de lucha. “¡No dejaré que me difamen!”

            El demonio se movió más rápido de lo que podía ver el ojo humano. Su cola golpeó el costado de Manobu y le lanzó contra la pared de piedra con un ruido ensordecedor. Manobu jadeó ante el exquisito dolor, pero no se pudo mover. El demonio estuvo sobre él al instante. “Tu lealtad es una vergüenza,” dijo, mientras le bañaba su fétido aliento. “¡Soy Suiteiru no Oni! ¡Sufrí encadenado durante mil años sin otro pensamiento que el de como servir mejor a mi Kami! Tu propio señor ha sido echado de su trono, pero tu estás aquí jugando, tejiendo alfombras con la piel de ratas muertas.”

            “El exilio de Daigotsu es temporal,” consiguió decir Manobu a pesar del dolor.

            “Desde luego,” contestó el oni, “pero mientras él sufre tu cazas a estas patéticas criaturas, sin reconocer jamás el valor del regalo que tienes para él. ¿Nunca te diste cuenta de que este lugar está solo a tres días de viaje de la Ciudad de los Perdidos, pero que se escondido ante el Portavoz de la Sangre? ¿Ni siquiera pensaste en el valor estratégico de la ciudad? O estabas demasiado ocupado jugando con tu carne muerta.” El oni se irguió por encima del cuerpo de Manobu mientras chasqueaba lentamente las garras de una mano. “¿Qué suerte se reserve a un traidor tan incompetente?”

            “Por favor, Suiteiru-sama, no le mates,” dijo Takima. “No se merece el liderazgo pero es un guerrero competente. En el pasado ha servido bien a Fu Leng y a Daigotsu.”

            “¿Si?” Dijo Suiteiru. Miró a Manobu para que se lo confirmase.

            “Lo que dice Takima es verdad,” contestó rápidamente Manobu. “Apiádate de mi y lo volveré a demostrar.”

            “No hace falta que lo demuestres, Manobu,” dijo Suiteiru calmadamente. “Creo a Takima-san. Por ello te otorgaré el regalo más preciado que ofrece nuestro Kami Oscuro.”

            “¿Cuál?” Preguntó ansioso.

            “Misericordia,” contestó el oni, y de un rápido movimiento clavó sus garras en el cuello de Manobu.

 

 

            La madriguera estaba en silencio. Los demás se habían retirado a sus nidos para su bien merecido descanso, pero Tr-ch’da no podía descansar. Pensamientos sobre las palabras de Dak’rik corrían por su mente. ¿Cómo podía estar tan ciego el Hueso Tullido? Te’tik’kir siempre había sido muy sabio y cauteloso. Desechar algo así de esta manera… era una decisión tan ridícula que debía haber sido tomada por un humano. A pesar de la sombría naturaleza de sus pensamientos, eso le hizo reírse a Tr-ch’da.

            “¿Qué?” Llegó un susurro en la noche. “¿Quién está ahí?”

            Shh,” insistió Tr-ch’da. “Soy yo, Dak-rik.”

            Hubo un crujido y después el otro Nezumi apareció a su lado. “¿Por qué despierto? ¿De guardia?”

            “No hace falta,” dijo Tr-ch’da. “Hombres oscuros no encontrarnos aquí. Ni siquiera Matarratas.”

            Otra vez, Dak-rik se estremeció al escuchar su nombre. “Ese malo-malo. Mañana le apoya.”

            “No,” dijo el líder de la manada. “Es solo un hombre oscuro como los otros. Pero más listo. Y rápido. Solo un hombre. Nube-polvo le cegó.”

            “¿Si?”

            Tr-ch’da asintió. “Un día pronto le mataré. Entonces ciudad nuestra.”

            Dak-rik agitó su cabeza. “¿Entonces quieres ser jefe?”

            “¿Qué?” Dijo Tr-ch’da. “¡No! ¿Por qué lo dices?”

            El Nezumi más pequeño agitó sus bigotes. “Sabes mejor que hacer que Tek’tik’kir, ¿si?”

            EL líder frunció el ceño. “Él no lo entiende. Nunca ha visto ciudad.”

            Tek’tik’kir siempre sabio,” observó solemnemente Dak-kir. “Nezumi más viejo vivir jamás. Sabe mucho.”

            “Nunca ha visto la ciudad,” repitió Tr-ch’da. “Entendería si lo hiciese.”

            “Y tu nunca has visto cacique del sueño,” dijo Dak-rik. “No sabes de los Tsuno y el viejo Nezumi, no como Tek’tik’kir. No los conoces, él no conoce ciudad. Entonces creo que es solo quién es más sabio.” Miró a su amigo. “¿Tú más sabio?”

            Tr-ch’da rechinó fuertemente sus dientes, pensativo. Lo estuvo considerando durante varios minutos. “No,” contestó finalmente. “Yo no más sabio que Tek’tik’kir.”

            “Quizás jefe necesite ayuda para matar Tsuno y Nezumi-malo,” dijo Dak-rik. “Luego mandará toda la tribu a tomar ciudad.” Su nariz se movió nerviosamente, con incertidumbre. “Quizás te nombre Nuevo cacique cuando vaya al Ayer.”

            Tr-ch’da miró interrogativamente a su amigo. “Yo no suficientemente sabio para ser jefe.”

            Dak-rik señaló hacia la madriguera y hacia la ciudad que estaba sobre ella. “Tu no actuar así.”

            Tr-ch’da estuvo sentado en la oscuridad durante largo tiempo, sin decir nada y mirando a su alrededor. Había una sencilla sabiduría en las palabras de su amigo. Había estado tan obsesionado que había dejado de lado el sentid común, dejándose atraer por algo como si fuese un humano. Esa no era forma de vivir para un guerrero Nezumi.

            “Bien,” dijo finalmente. “Partimos por la mañana. Hombres oscuros quedarse la ciudad.” Mostró amenazadoramente los dientes. “Pero solo por ahora.”

            Dak-rik se retorció de gusto al escuchar decir eso a su amigo, y empezó a contestarle, pero no tuvo oportunidad de hacerlo.

            Las rotas y desiguales piedras que formaban el suelo de la madriguera explotaron hacia arriba con la fuerza de mil tormentas. Inmensos trozos de piedra cayeron sobre la sala. Uno conectó directamente con el pecho de Dak-rik, haciéndole caer si vida a solo unos centímetros de Tr-ch’da. El Nezumi se puso corriendo en pie, inconscientemente limpiando su pelo de las gotas de sangre de su amigo.

            “¡Os saludo, primitivos descendientes de mis captores!” Rugió una voz. Un inmenso demonio surgió del abierto agujero que había en el suelo. “¡Hola y adiós!” La cosa meneó su cola y aplastó a un guerrero que había saltado a atacarla. Su cuerpo roto voló hacia las sombras de un túnel.

            Tr-ch’da se alejó corriendo del demonio y agarró la espada que le había cogido al humano muerto. Se volvió para enfrentarse con su enemigo, pero en los segundos que había tardado en recuperar su arma, cuatro Nezumi más habían caído. “Me he pasado muchos años imaginándome este momento,” gritó el demonio con una oscura risa. “¡Incluso después de todo eso, es mucho más dulce de lo que había soñado!” La bestia volvió a barrer la sala con su cola, matando todo lo que tocaba. Lanzas y espadas se rompían en su gruesa piel. La voz de la criatura se volvió más maníaca y frenética a cada momento. “¡El Mañana ha llegado, Nezumi!”

            El instinto se apoderó de él. Tr-ch’da cogió una bolsa que había llenado de cosas interesantes que había encontrado en la ciudad, y corrió hacia el túnel más lejano. “¡Correr!” Gritó cuanto podía. “¡Correr-correr de vuelta a Hueso Tullido!” Esperaba que los otros pudieran oírle, y que pudieran escapar.

            “¡Si, corre!” Se rió el demonio. “¡Dile a tu cacique que el Mañana ha vuelto!”

            La inolvidable risa del demonio resonó por los túneles mientras Tr-ch’da huía de la ciudad tan rápido como podía.