Olvidado

por
Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki




Una tumba húmeda y fría, hace seis meses


            La tenue luz de las antorchas parpadeó con la brisa cuando se abrió y se cerró con rapidez la puerta al final del corredor. El leve movimiento del aire fue refrescante, ya que era el único cambio que el prisionero había conocido en mucho tiempo. Hubo pisadas, y luego la sensación de que alguien estaba cerca. El prisionero pasó de levantar la vista. Solo había una persona que venía a este lugar, solo una persona que siquiera sabía que él estaba aquí.

“Buenos días,” dijo la familiar voz. Hubo un sonido de algo siendo dejado en el suelo, deslizándose por la lisa piedra. El olor a arroz mezclado con pasta de pescado, otra sensación demasiado familiar, llenó el pequeño cuarto. Una vez había sido su plato preferido. Tras tanto tiempo en este maldito lugar, detestaba su sabor.

“¿Nada que decir?” Preguntó el que le había capturado. “¿Ningún intento de convencerme de mi error? ¿De recordarme el largo tiempo que llevamos juntos?”

“¿Para qué molestarse?” Dijo desanimadamente el prisionero. “Tu respuesta siempre es la misma.”

“Desafortunadamente, eso es verdad,” dijo el que le había capturado, algo de remordimiento en su voz.

“Todo lo que recuerdo, cada memoria,” dijo el prisionero, “crees que es una mentira. Una falsificación.”

“Lo es,” dijo el que le había capturado. “Tu no exististe hasta hace muy poco tiempo. Tienes la bendición de compartir los recuerdos con un gran hombre. Es cruel que no tengas otra opción que creer que eres él, pero eso solo te hace aún más peligroso. Ya he explicado la maldición que nubla tu existencia. Quiero impedir que esa maldición se cumpla.”

“Si soy tan peligroso, ¿por qué sigues viniendo a verme cada día?” Finalmente el prisionero levantó la cabeza. Una áspera barba enmascaraba sus abruptos rasgos. “¿No soy una amenaza? ¿Por qué no me matas?”

El viejo se quedó de pie durante un largo rato, mirando al prisionero con extraña expresión. Cuando finalmente volvió a hablar, fue con un gran suspiro. “Creo que todas las almas tienen una oportunidad para la redención,” dijo el hombre. “El creer lo contrario denegaría todo lo que representa mi familia. A pesar de tu maldito origen, tengo esperanza en ti, Tamago.”

El prisionero miró intensamente al que le había capturado. “¿Y Nimuro?” Preguntó. “¿Qué piensa él de mi? Nunca ha venido aquí, nunca ha visitado a su doble. ¿No te parece eso algo raro?”

La cara del que le había capturado se volvió grave. “Nimuro está muerto,” dijo. “El Campeón León murió hace meses en batalla, le mató Moto Chagatai.”

La cara del prisionero palideció. Algo murió tras sus ojos, un sentido de esperanza largo tiempo mantenido… y que ahora se había ido.

“¿Quién es ahora el Campeón León?” Preguntó roncamente.

“Ikoma Otemi, sobrino de Ikoma Sume,” contestó Juri.

El labio del prisionero se rizó, mostrando una leve sonrisa. Algún tipo de esperanza se renovó en sus oscurecidos ojos. Asintió sombríamente mientras absorbía la noticia y luego levantó la vista, su acerada mirada encontrándose con la de Kitsu Juri. “¿Harías cualquier sacrificio por el León?” Preguntó en voz baja el hombre llamado Tamago. “¿Darías cualquier cosa para terminar con las amenazas a las que se enfrenta el León?”

“Lo haría,” dijo Juri sin dudarlo. “Ya he dado tanto… dos de mis hijas están muertas…” se calló durante un momento antes de parecer que temblaba y recuperaba su compostura. “Pero daría más. Todo.”

El prisionero asintió, luego volvió a poner su cabeza sobre sus brazos, parecía exhausto. “Entonces debes matarme,” dijo. “Para que nadie conozca el error que cometió Nimuro. El León no puede parecer débil, especialmente ahora si perdimos la guerra contra el Unicornio. Te perdono, como espero que tu me perdones.”

El viejo shugenja abrió su boca como para hablar, luego pareció pensarlo mejor y solo asintió. Dio un paso para acercarse a los barrotes que contenían al encadenado prisionero y levantó una mano, bajando la cabeza en oración. En voz baja empezó el encantamiento que invitaría a los kami para que tomasen la vida del prisionero, deshaciendo el hechizo que le había sacado de ese antiguo y maldito artefacto – el Huevo de Pan Ku.

El prisionero se movió con la velocidad de un gran gato. Corrió hacia los barrotes, las cadenas que le habían impedido llegar hasta ellas durante tanto tiempo ahora rotas por meses de limarlas y arañarlas durante horas y horas cada día. Rápidamente, el prisionero lanzó la cadena que tenía atada a su muñeca a través de los barrotes y alrededor del cuello del confiado shugenja. De un fuerte tirón, hizo que el viejo chocase contra los barrotes y rápidamente le dejó sin respiración apretando la cadena. El viejo jadeó intentando respirar, pero no pudo reunir la fuerza suficiente para hablar o siquiera respirar. Miró al prisionero con anchos ojos de sorpresa.

“Eres un estúpido, Juri,” dijo Nimuro con un ronco susurro. “Creías que yo era un monstruo, y tu tenías razón. Pero tú me hiciste así, cuando creíste que yo era la sombra. Ahora sufre por lo que le has hecho a mi clan.”

Los ojos de Juri se abrieron de par en par. Al fin se dio cuenta de la verdad. Este no era Tamago, si no el verdadero Matsu Nimuro. Había destruido la vida de su señor – y ahora pagaba el precio.

Un momento después, el viejo cayó al suelo, muerto. Nimuro metió la mano entre los barrotes y empezó a buscar la llave que abriría la celda que había llamado hogar durante casi un año. Escapar de las Tumbas Kitsu sería difícil, especialmente con las esposas aún en sus muñecas. Nimuro solo esperaba que ningún otro León intentase obstaculizar su camino.

Por un momento, el antiguo Campeón León se detuvo, con las llaves en su mano, distraídamente. Acababa de matar a uno de sus servidores de mayor confianza. Si había que creer las palabras de Juri, entonces el clan creía que estaba muerto. Su madre, su esposa, y sus hijos… todos le habían llorado y habían seguido adelante. Otemi era ahora el Campeón. No podía regresar a la vida que había llevado antes. Una cosa así solo traería el caos.

No. Había fracasado. Usar el Huevo para duplicarse había sido un gesto arrogante y estúpido. Se había esperado que eso le diese la victoria contra el Unicornio, pero al final solo había traído el fracaso. Se merecía su estado actual. Ya no era el León Dorado. Debería huir al campo y quitarse la vida donde no pudiese ser encontrado su cuerpo, y nadie pudiese preguntar nada.

No. Un acto así sería egoísta. Un samurai se quitaba su propia vida solo para limpiar la vergüenza de su familia. Su familia ya le creía muerto. Matsu Nimuro estaba muerto. ¿Qué senda le quedaba? La senda del ronin, sin aliados o clan sobre el que apoyarse. Sería peligroso, pero el León Dorado se asustaba ante el peligro.

Matsu Nimuro estaba muerto. Un peligroso hombre llamado Tamago se libreó de sus cadenas y empezó la peligrosa tarea de escapar de las Tumbas Kitsu.


 
Las provincias León del oeste, hace dos meses…

 

El inmenso ronin entró en la pequeña casa de te, y el silencio se hizo entre los campesinos reunidos. Le miraron con una mezcla de asombro y temor, y luego se dispersaron en todas direcciones, rápidamente retomando sus rutinas habituales. Tamago cruzó la pequeña habitación, en realidad era más una casa grande a la que habían hecho que aparentase una casa de te que otra cosa, y se sentó en una de las tres mesas. Un hombre bajo y grueso se acercó con una modesta sonrisa y le preguntó que quería.

“Sake,” dijo Tamago.

El pequeño hombre se inclinó profundamente. “Perdonadme, sama, pero no tenemos sake. Vendimos nuestra última botella hace tres días y no esperamos recibir más hasta dentro de una semana, por lo menos.”

“Ya veo,” el ronin miró al hombre con seriedad.

Obviamente, era una mentira, por supuesto. Muchas aldeas temían a los ronin y les odiaban, y harían lo que fuese para alentarles a irse. “Entonces, te verde.”

El hombre sonrió con tristeza y empezó a hacer otra excusa.

“Te verde,” repitió Tamago, su mirada indicando que no estaba interesado. “Estoy sediento.”

El pequeño hombre dudó solo un momento, mirando brevemente los acerados ojos de Tamago antes de acceder con una reverencia. “El mejor que hay en las tierras León, mi señor. Un momento.”

La aldea era como él se había esperado. No había la cháchara normal que un lugar así solía tener, y sospechó que no era él la causa. El poco tiempo que llevaba de ronin le había otorgado el poder sentirlo. Su presencia traía temor, y los campesinos se callarían, mirándole, y luego resumirían sus vidas normales cuando él se fuese. Pero aquí no sentía eso. Este lugar estaba callado, casi muerto. Algo más estaba pasando, más allá de lo que podría ver un observador despreocupado. Afortunadamente, Tamago era todo lo contrario a un observador despreocupado.

“Aquí tenéis, mi señor,” dijo el hombre, regresando con una bandeja sobre la que había una pequeña tetera y una taza. “Espero que lo encontréis de vuestro agrado.”

“Estoy seguro que así será,” dijo Tamago, ofreciendo al hombre un generoso puñado de pequeñas monedas. “Solo tengo una petición más, y espero que seas igual de complaciente.”

“Por supuesto,” dijo el pequeño hombre, sus ojos relucientes mientras recogía el dinero.

“Estoy buscando a una mujer.”

“No tenemos establecimientos de esa naturaleza en esta aldea,” dijo el hombre en un tono casi de disculpa. “Pero si viajáis por el camino durante un día, encontraréis una aldea más grande con numerosos…”

“No me has entendido. Estoy buscando a una mujer específica,” dijo Tamago. “¿Dónde está?”

El hombre se quedó inmóvil, su mano en medio de las monedas. “Yo… no sé lo que queréis decir, sama.”

Tamago se inclinó hacia delante y agarró al hombre por la muñeca. “Sabes a quien me refiero,” dijo lacónicamente. “¿Dónde está Utagawa?”

Increíblemente, hubo un fulgor de desafío en los ojos del hombre. “Matadme si queréis,” susurró roncamente, “pero no os lo diré, asesino.”

La cara de Tamago mostró una sonrisa. “Si yo quisiera amenazarla, hombrecillo, no me hubiese molestado en pagarte. Hubiese entrado, cogido a uno de tus hijas, y hubiese puesto mi acero contra su cuello.” Ahora el desafío había dado paso al temor. “Pero no lo hice. Ahora, vas a responder a mi pregunta.” Se inclinó hacia el hombrecillo y susurró, por tercera vez. “¿Dónde está?”

El pequeño hombre se mojó los labios, toda pretensión de valor había desaparecido. “Ella tiene una casita en el lado oeste de la aldea,” susurró roncamente. “Llevaba vacía durante meses, y ella meramente… la tomó.”

“Gracias por el te,” dijo Tamago, vaciando la taza y levantándose. “Estoy seguro que volveremos a hablar.”


 
            La casa en la que Utagawa vivía era poco más que una cabaña, igual que todas las otras burdas casas que había en la aldea. Tamago no dudó, abrió la puerta de par en par y entró en la tenue luz. En el segundo que le llevó a sus ojos ajustarse, vio un brillo de luz desde su izquierda. El instinto tomó las riendas y levantó su espada, instantáneamente sintiendo la fuerza de un golpe evitado, el sonido de acero contra acero al parar el golpe. Hubo otros, pero desvió cada uno, esperando una oportunidad. Finalmente, hubo una breve pausa, y dio un fuerte y rápido golpe con la mano abierta. Golpeó la muñeca de alguien, sintió un corto siseo de dolor, y el sonido del acero caer al suelo.

“Basta de eso,” dijo, huraño.

Una pequeña figura retrocedió ante él en la oscuridad, y escuchó el sonido de una segunda espada desenvainándose. Cuando la figura salió a la luz, pudo ver que era una pequeña mujer, con su wakizashi preparada.

“No serás el primer asesino que mate,” dijo en voz baja y calmada. “Pero si las Fortunas me favorecen, quizás seas el último.”

“Ni primero, ni el último, ni nada,” dijo Tamago, bajando su espada. “No soy un asesino. No he venido aquí para hacerte daño.”

La mujer no alteró su postura. Le miró pacientemente, preparada para su ataque.

“Mírame, mujer,” dijo irritado Tamago. “Se supone que eres una hábil duelista. Tienes un don, de eso no hay duda. Lo puedo ver por tu postura. Pero también has visto la mía. ¿Tienes alguna duda de que te hubiese matado si hubiese querido?”

Utagawa le miró durante un largo momento, luego bajó su espada. “Practicas el estilo León,” dijo ella. “Matsu, aparentemente. ¿Dónde podría un ronin aprender esas cosas? Los León se convierten en Deathseekers, no en ronin.”

“Los León se convierten en Deathseekers para salvar el honor de su familia,” dijo secamente Tamago. “Esa no es mi senda. Pero mi pasado no te incumbe. Tu y los que te siguen están en gran peligro.”

“Siempre,” dijo Utagawa en tono exasperado. “El Imperio es un lugar peligroso para aquellos que no sirven a ningún señor.”

“Me refiero a un peligro de una naturaleza más específica,” dijo Tamago, envainando su espada. “Los León saben lo que estás haciendo aquí. Conocen tus planes, y no permitirán que se hagan. Mientras hablamos, una legión está en camino hacia aquí. Los exploradores deberían llegar en menos de dos días, el grueso de sus fuerzas a menos de un día detrás suyo.”

En su honra, la expresión de Utagawa no cambió. “Nunca dejarán que otros lleven la carga de los errores del León en sus hombros. Harán que la gente de esta aldea, e innumerables otras, sufra para mantener la ilusión de su honor.”

Tamago luchó para no mostrar irritación en su cara. “¿Qué quieres decir?”

“La guerra,” explicó Utagawa. “Tantos murieron, ¿y para qué? ¿Por el orgullo del León y el del Unicornio? Los León sabían que el ataque Unicornio era inminente, y decidieron no defender adecuadamente la ciudad. Decidieron no hacerlo porque Matsu Nimuro ansiaba probarse contra el Khan, y al hacerlo no solo perdió las vidas de miles de sus hombres, si no incluso más de inocentes aldeanos y ciudadanos.” Ella agitó su cabeza, disgustada. “Que muriese en la última batalla es pequeña consolación para los muertos.”

Una irónica sonrisa cruzó la cara de Tamago. “Tienes mala opinión de Nimuro. Igual que yo.”

“Tenía,” le corrigió ella, “y aquellos que sufrieron por su culpa se merecen conocer la verdad. Todo lo que he hecho en esta aldea es compartir la verdad con esta gente.”

“Compartiste la verdad,” estuvo él de acuerdo, “y ahora les has alentado a dejar las tierras León para dirigirse a las provincias Dragón que están al norte. Alientas el motín entre aquellos a los que protegen los León.”

“¿Protección?” Por primera vez vio verdadera emoción en la cara de Utagawa. “Sacrificar vidas inocentes por orgullo no es protección. Es un abuso en su forma más baja. Es una perversión de los deberes que los clanes han supuestamente cumplido en el nombre del Emperador durante más de mil años.”

Tamago la miró, vio la intensidad que retorcía sus rasgos. “¿Por qué les odias tanto?” Preguntó finalmente.

“He errado por el Imperio durante años,” dijo ella en voz baja. “Busco algo que siempre está fuera de mi alcance. Y en el proceso, he visto los horrores que los llamados Grandes Clanes han cometido sobre los que están debajo suyo.” Ella señaló a la aldea que estaba cerca de su pequeño hogar. “Esta gente no tienen a nadie que hable por ellos. No hay nadie que les diga la verdad, o que les hable sobre proteger sus vidas y familias.”

“Ese es el orden de las cosas para que los grandes gobiernen a los pequeños,” dijo Tamago. “Así es el Orden Celestial.”

“Es una perversión del Orden,” dijo Utagawa. “Esta gente reconoce la verdadera Orden Celestial. Veneran a las Fortunas, y son bendecidos a cambio. Son devotos en su veneración a Inari, a Ebisu, y a otra docena. Son los hombres que les gobiernan los que han olvidado su promesa al Orden.”

“Lo que estás diciendo,” dijo Tamago, “es una blasfemia y una traición.”

“La blasfemia está por doquier,” contestó ella. “Al menos mi blasfemia no mata inocentes.”

Tamago suspiró, de repente hundiéndose sus hombros. “Las cosas no son tan simples como dices, Utagawa,” dijo. “Los Grandes Clanes no buscan castigar a los que gobiernan. Los Campeones de los Clanes no quieren que su gente sufra. La guerra trae la ruina a todos nosotros, grandes y pequeños.”

“Tu no sabes nada sobre los Campeones de los Clanes,” dijo ella, burlándose de esa idea.

“Te sorprenderías,” contestó él. “Pero tienes razón en que a veces ocurren errores, y sufren los inocentes. Por eso recae sobre aquellos con la libertad de actuar el corregir esos errores. Recae sobre nosotros.”

Los ojos de la mujer se entrecerraron. “¿Quién eres?”

“Soy un hombre que sabe que los León vienen,” contestó Tamago. “Y que tu y los tuyos morirán si nos quedamos. Ninguna otra cosa importa.”

“No podemos irnos,” Utagawa agitó su cabeza. “Si huimos, los León castigarán a los aldeanos por protegerme.”

“No lo harán,” insistió él. “Otemi no matará campesinos, especialmente ahora que necesita el apoyo de su gente. No es un tirano. Pero no te equivoques – esta gente te defenderá, Utagawa. Si los soldados de Otemi encuentran un desafío tan claro, solo dejarán tras ellos tierra ennegrecida. La única forma de que la aldea sobreviva es huir.”

“Si huimos,” contestó Utagawa, “me buscarán.”

“Déjales,” contestó Tamago.

“Quería ayudar a esta gente,” dijo Utagawa. “Creerán que les he abandonado.”

“Lo sabrán,” dijo Tamago. “Sabrán la verdad, como tu has dicho, y sabrán que hay gente como tú. Gente que por una vez les lleva la esperanza.”

“Poca esperanza les puedo llevar,” dijo ella riendo. “Estaré muerta en menos de un mes, si tengo suerte. Se sabe que los León no olvidan rencores.”

“Entonces viaja conmigo,” dijo Tamago. “Conozco a Otemi y conozco sus estrategias. Estaremos a salvo.”

Utagawa le miró durante largo rato. “¿Quién eres?” Preguntó ella. “¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué estás aquí?”

“Soy Tamago,” contestó. “Tengo mucho que expiar.” Señaló hacia la puerta. “¿Viajarás un rato conmigo?”

Utagawa asintió. Recuperó su espada y un saco con sus pocas pertenencias. “Veamos el destino que nos espera,” dijo ella.