Penitencia, 3ª Parte

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Hiruma Todori se sentía más exhausto de lo que se había sentido en toda su vida, y eso no era un logro insignificante. Como un Hiruma, estaba acostumbrado a correr por los yermos baldíos de las Tierras Sombrías sin dormir ni comer durante varios días seguidos. Un explorador rápidamente aprendía a adaptarse a estar extenuado, a ponerlo a un lado hasta que pudiese desecharlo adecuadamente, pero aquí en las montañas eso era difícil. Le dolían los pulmones. Su cabeza le daba vueltas con cada movimiento mientras caminaba pesadamente hacia delante por entre la arremolinada nieve. No le extrañaba que los Dragón vieran visiones. Aquí arriba no había aire suficiente para respirar. Él mismo estaba empezando a ver cosas, puntos negros arremolinándose ante sus ojos mientras el sueño amenazaba con caer sobre él.

            No ayudaba mucho que no parecía haber un camino por entre estas malditas montañas. Los Tonbo le habían señalado esta dirección y nada más. ¿Cómo encontraban los Dragón el camino hacia el castillo de su propio señor?

            Uno de los puntos negros ante los ojos de Todori se expandió hasta convertirse en algo más grande, rodando por la senda hacia él. Todori se dio cuenta, sorprendido, que tenía la Hoja de Penitencia en su mano – esto no era una de sus visiones. La katana cortó el aire justo cuando un gran oso negro cargaba contra él. La bestia rugió de dolor al dejar el arma una senda roja por su hombro e intentó golpear a Todori. Ágilmente, el explorador rodó hacia atrás, desviando el golpe con su sode. Incluso con acero Kaiu protegiendo su hombro, Todori sintió como el golpe le sacudía los huesos, haciendo que le doliese todo su cuerpo. Levantó la vista justo cuando le animal le evaluaba, brillantes sus negros ojos. La criatura estaba desesperada por el hambre, era más grande, más fuerte, posiblemente más rápida. Todori se había enfrentado antes a enemigos así – solo tenía una oportunidad.

            “No soy tu presa, bestia,” gruñó Todori. “¡Eres mío!” Sujetó su katana con ambas manos, la hoja en alto, y soltó un grito desafiante que resonó por toda la Gran Escalada.

            El oso se detuvo, miró larga y fijamente a Todori, y se alejó trotando buscando presas más fáciles.

            Todori recuperó el aliento jadeando, medio sorprendido y medio aliviado de que su táctica hubiese funcionado. Miró la Hoja de Penitencia – la espada maldita de Kokujin. Al desaparecer la adrenalina, volvieron los puntos negros ante sus ojos. El sueño esperaba para tomarle entre sus brazos.

            “No, viejo estúpido,” se susurró en alto, envainando la espada. “Lo que ves no es sueño, es muerte. Sigue andando.” Volvió a levantar la vista, buscando en vano alguna señal de que hubiese una senda.

            El terreno cambió ante él, y Todori miró sorprendido al ver que una de las rocas se volvía a mirarle. No era una roca, si no un hombre, sentado con las piernas cruzadas, meditando. Su ancha y musculosa espalda y su cabeza rapada estaban cubiertas con una pequeña capa de nieve, y pintadas con densos dibujos tatuados. Llevaba solo una simple hakama marrón, ignorando el gélido frío. El monje miró a Todori con una plácida expresión. Sentado inmóvil como estaba, sin preocuparse de los elementos, Todori no se había dado cuenta de su presencia, incluso durante el combate. Atribuyó ese fallo a lo exhausto que estaba, pero no por ello se sintió menos estúpido.

            “Soy Todori, señor de los Hiruma,” dijo Todori entrecortadamente, deseoso de darse a conocer al primer humano que había visto desde hacía varios días.

            “Excepcional,” contestó el hombre tatuado.

            “Tengo un asunto urgente,” continuo Todori. “Tengo documentos que me permiten ir hasta la Alta Casa de la Luz.” Todori sacó el enrollado pergamino de tras su pechera, con los sellos de Hida Kuon y de Mirumoto Kei.

            El Dragón miró los documentos enrollados, fascinado, pero no hizo nada por cogérselos a Todori. Miró al explorador con expresión intensa y divertida.

            “¿Sabes como puedo encontrar la Alta Casa de la Luz?” Insistió Todori.

            El Dragón asintió, y le miró con los ojos en blanco.

            “¿Cómo puedo yo encontrar la Alta Casa de la Luz?” Preguntó Todori lenta y uniformemente.

            “No lo sé,” contestó el Dragón. “Sé como yo encuentro la Alta Casa de la Luz, pero quizás sea diferente para ti. Quizás la Alta Casa de la Luz no desee que tu la encuentres. Quizás esté escondiéndose hasta que estés preparado.”

            “Un castillo no puede esconderse, Dragón,” dijo Todori, su voz volviéndose más seca. “¿Me tomas por estúpido?”

            “Tu mismo te lo has llamado, hace solo un momento,” contestó el Dragón. “¿No debería tomarte al pie de la letra?”

            Todori cruzó sus gruesos brazos sobre el pecho y miró ferozmente al Dragón durante un largo rato. El monje también le miró, sin cambiar su inocente expresión.

            “Conozco este juego, Dragón,” dijo Todori. “He oído las leyendas. Esto es una especie de prueba. Buscas poner a prueba mi honor, mi determinación, mi paciencia.” Se acercó al Dragón, sus ojos a la misma altura. “Mírame, como hizo el oso. ¿Soy un hombre al que quisieras poner a prueba?”

            El Dragón levantó una ceja. “¿Es aquí donde dices que yo seré tu presa y luego gritas?”

            “Si,” dijo Todori.

            El Dragón se rió. “Entonces, como el oso, dejaré de obstruirte el camino,” dijo. Se volvió y señaló por entre la nieve que se arremolinaba tras él. “La Alta Casa está por ahí, o al menos lo estaba esta mañana.”

            Todori miró en esa dirección, la misma dirección que había estado antes estudiando infructuosamente. Abrió su boca para protestar, pero no pronunció palabra alguna. Esta vez, pensó, podía ver un escarpado paso por entre las montañas. Incluso la nieve parecía caer más suavemente en esa dirección.

            Arigato,” dijo Todori, inclinándose sinceramente ante el monje.

            El Dragón solo asintió y cerró los ojos.

            Todori continuo por el sendero, y mientras iba por el la ventisca se desvaneció. Aunque la nieve se había ido, el viento no había parado, y heló a Todori a pesar de las gruesas ropas que llevaba bajo su armadura. Arremolinadas brumas se arrastraban cruzando el camino, bailando alejándose sobre las rocas. Todori se dio cuenta de que no eran brumas, si no nubes, tan alto estaba. Se arriesgó a mirar al cielo, preguntándose si podría quizás tener una visión de Tengoku. El temprano cielo nocturno brillaba con más estrellas de las que Todori había visto en su vida. Se sintió desequilibrado al verlo, sus rodillas casi doblándose, como si pudiese caer a los cielos.

            Al pasar ese pensamiento por su mente, el cansado explorador Cangrejo miró hacia abajo y vio la Alta Casa de la Luz. El castillo era totalmente distinto a todos los que antes había visto. Más pequeño que Kyuden Hida, pero de alguna manera dominaba las montañas que le rodeaban. Sus tejados tenían tejas de oro reluciente y esculturas de dragones enrollados volaban alrededor de estrechas torres. Aunque era obvio que había sido construido por manos mortales, parecía natural, eterno, parte de las montañas. Todori no podía dejar de sentir que el castillo le estaba observando.

            Miró hacia el suelo, sintiéndose claramente un forastero no deseado, y siguió hacia delante. Escuchó un gruñido metálico al abrirse las puertas del castillo. Salió una pequeña mujer a encontrarse con él, negro pelo ondeando bajo el incesante viento de la montaña. Llevaba poca ropa, igual que el otro monje, solo una fina y corta túnica que dejaba su cuerpo escandalosamente desnudo. Su piel también estaba pintada con un complejo dibujo de tatuajes, imágenes de enredaderas, raíces, y hojas. Una trenza de hojas de acebo, repleta de brillantes bayas rojas, impedía que su alborotado pelo le cayese sobre los ojos, y que de alguna manera no se soltaba bajo el fiero viento. Miró a Todori con una brillante y desvergonzada sonrisa.

            “Sed bienvenido a la Alta Casa de la Luz, Hiruma-sama,” dijo ella. “Soy Hoshi Oki. El Señor Satsu me ha enviado a daros la bienvenida.”

            Todori cuidadosamente apartó la mirada. Siendo un Cangrejo que creció en tierras Unicornio, nadie le llamaría remilgado, pero se sentía incómodo al mirar a una mujer vestida de esa manera, y que tan obviamente estaba contenta consigo misma vestida así. “¿Entonces he pasado la prueba del Campeón Dragón?” Preguntó.

            “¿Prueba?” Contestó ella. Intentó ponerse ante él, confundida por que él se sintiese avergonzado. “Nunca se os puso a prueba.”

            “¿Y que hay de mi viaje hasta aquí?” Preguntó Todori, frunciéndola el ceño. “¿Y el oso? ¿Y el monje loco?”

            Jusai no fue enviado a probaros,” contestó Oki. “Vos fuisteis enviado a probarle.”

            “¿Qué?” Contestó Todori, ojos muy abiertos por su asombro.

            Oki apretó sus labios pensativamente, mirando más allá de Todori, por la senda por la que había ido. “Creo que no lo hizo bien. Podría haberos ayudado más. Es un Togashi, y esa es su maldición. No actúan lo suficientemente rápido. Al revés que los Hitomi, cuya maldición es actuar con demasiada rapidez.”

            “Y tu eres una Hoshi,” dijo Todori. “¿Cual es tu maldición?”

            Ella le miró con una sonrisa burlona. “Que tenemos que aguantar a los Togashi y a los Hitomi,” contestó. “Ahora seguidme. Os llevaré ante el Señor Satsu.”

            Arigato, Oki-san,” dijo Todori, mirando maravillado a su alrededor mientras entraba por las puertas. “Tu hogar es impresionante.”

            “Es una pena que más gente de vuestro clan no nos visiten,” dijo ella mientras le llevaba por las salas. “Creo que incluso el Señor Kuon podría encontrar la serenidad en nuestros jardines.”

            Todori se rió. “Lo dudo,” dijo. “Al Señor Kuon no le gustan los jardines.”

 

 

Antes…

 

            Hiruma Todori movió el pincel de tinta sobre el papel con varios rápidos movimientos. El sonido de sonoras pisadas se le acercó por detrás y él dio vueltas al pincel entre sus dedos, ociosamente. Una lenta sonrisa se extendió por la cara del explorador al reconocer el sonido. Sintió tras él la presencia de alguien grande, mirando el dibujo por encima de su hombro.

            “Adelante,” dijo. Mirando dentro del tintero podía ver el reflejo de la arrugada cara de su viejo amigo, su melena alborotada y sus pobladas cejas. “Dilo.”

            “Muy bien,” fue la ronca respuesta. “¿Qué es?”

            Todori cuidadosamente dejó su pincel. “Un sauce,” dijo, estudiando la mancha negra que había dejado sobre el papel.

            “No lo parece,” contestó el visitante.

            “No tiene porque hacerlo,” contestó Todori, estudiando el dibujo. “La Dama Haruko dice que no es importante reproducir el árbol, porque eso sería un acto superficial. Es más importante capturar el movimiento del árbol, la energía que representa, pintarlo con la espontaneidad, la confianza y la seguridad con que las Fortunas dibujaron cuando crearon el propio árbol.”

            Oh,” dijo el hombre. “Parece como si tu Fortuna hubiese tropezado y hubiese derramado tinta sobre ella.”

            Todori asintió. “La Dama Haruko dice que con la práctica crecerá mi talento.”

            Oh,” volvió a decir el hombre. Hubo una pausa más larga esta vez. “Esta Haruko debe ser muy guapa para que tu aguantes eso.”

            “Pretendo pedirla que se case conmigo,” dijo Todori, riéndose mientras se levantaba y giraba para mirar a su viejo amigo. “Lo hubierais sabido si contestarais mis cartas más a menudo. Ha pasado demasiado tiempo, Masagaro-sama.”

            “¿Sama?” Contestó Masagaro, con desprecio. “Soy yo, Garo. ¿Qué te han estado enseñando estos Unicornio? ¿Escribiendo cartas, pintando, y ahora me llamas ‘sama,’?”

            Todori se rió. “He pasado demasiado tiempo con los Shinjo,” dijo. “Mis modales se han vuelto pésimamente buenos.”

            Masagaro se rió con Todori, pero la alegría era forzada, y rápidamente desapareció. Todori podía ver que los ojos de su viejo amigo, serios incluso en la mejor de las ocasiones, estaban ahora nublados por una pesada sombra.

            “¿Qué ha pasado?” Preguntó.

            “El sensei Hoshiro ha muerto,” contestó Todori. “El Dojo del Primer Golpe está sin un sensei jefe. Los estudiantes de ultimo año también han sido asesinados – nadie entre ellos es el adecuado. Por lo que he venido hasta aquí, al Dojo del Corredor Lejano, para buscar un sustituto.”

            Todori se rascó la parte de atrás de su cuello con una mano al sopesar esas sombrías noticias. Conocía a Hoshiro, y le había respetado enormemente. Su muerte era una pérdida para todos los Cangrejo. “Hay muchos alumnos prometedores,” admitió Todori. “El Maestro Juichi debería poder nombrar a uno de ellos para que reemplace a Hoshiro.”

            “Ya lo ha hecho,” contestó Masagaro.

            “Excelente,” contestó Todori. “Entonces me alegro que pudieras…” Todori dejó de hablar al darse cuenta de la extraña seriedad en la expresión de Masagaro. “¿Yo?” Dijo, su voz temblando un poco. “¿Por qué yo? ¿De entre todos? ¡No he puesto un pie en las Tierras Sombrías desde que era un niño!”

            “Querrás decir desde el día que te llevé allí,” dijo Masagaro. “Desde el día que pasamos a escondidas más allá de la Muralla.”

            Todori no dijo nada. Ese día, Todori, Masagaro, y tres otros habían entrado en las Tierras Sombrías. Dos no habían vuelto, incluyendo la hermana de Todori. Entonces tenía diez años. Ella ocho.

            Juichi dice que eres el mejor, Todori,” dijo Masagaro.

            “Ha pasado demasiado tiempo,” dio débilmente Todori. Miró a Masagaro con franqueza. “Tengo miedo.”

            Masagaro miró fijamente a Todori. “Bien,” dijo.

            “Mi miedo hará que te sea un inútil,” presionó Todori.

            Masagaro no estaba convencido. “¿Puedes creer tan rápido como lo hiciste hace cinco años cuando fuimos de caza por el Shinomen?”

            “Más rápido,” contestó honestamente Todori.

            “¿Puedes seguir un rastro tan bien como lo hacías entonces?” Preguntó Masagaro.

            “Mejor,” contestó Todori.

            “Veo que aún llevas la torre,” dijo Masagaro, señalando el anagrama de la familia sobre la manga izquierda de Todori. “El hombro más cercano a tu corazón.”

            Todori anduvo de un lado a otro delante de su señor hasta que finalmente se puso frente a él, su cabeza todavía inclinada. “Soy un Hiruma,” dijo. “Nací para correr. Pensé que quizás podría correr más rápido que mi destino. Ahora veo que eso no puede ser. La batalla de un Hiruma nunca acaba. No hay más respuesta que el deber. Volveré con vos a Shiro Hiruma, y me convertiré en el señor del Dojo del Primer Golpe.”

            Masagaro solo asintió.

            Los ojos de Todori fueron hacia el dibujo, la mancha de tinta que supuestamente era un sauce. Su mirada se endureció.

            “¿La traerás?” Preguntó Masagaro en voz baja.

            Todori miró fijamente el dibujo durante un largo instante, y luego le dio la espalda.

            “¿Nos podemos ir cuanto antes, Masagaro-sama?” Preguntó.

 

 

            Todori abrió los ojos, saliendo de la meditación. Su visión aún era borrosa, su cabeza confundida por el fuerte olor del incienso Dragón y el empalagoso olor de las extrañas hierbas que llenaban el jardín. El Campeón Dragón estaba arrodillado ante él con las piernas cruzadas, mirándole con expresión de paciencia. Todori estaba sorprendido al ver que pequeño era el Campeón Dragón, pero la verdad es que todo el mundo le parecía pequeño desde que salió de tierras Cangrejo. A pesar de su estatura, Togashi Satsu irradiaba una presencia incuestionable, poder y serenidad. La familia Hiruma, por costumbre, no gustaba de monjes ni filósofos, pero el viejo explorador no podía evitar sentirse asombrado por la sabiduría que veía reflejada en los dorados ojos del Dragón.

            “No veo porque es esto necesario,” dijo Todori.

            “¿Qué viste, Todori-san?” Preguntó Satsu.

            “Vi el pasado,” dijo Todori con un suspiro. “Vi el día en el que volví a mi vida de Cangrejo.”

            “¿Si?” Preguntó Satsu. Aunque la respuesta era simple, el tono implicaba que sabía que había algo más.

            “Vi el día en el que la dejé,” dijo Todori, su voz pastosa. Haruko.”

            Satsu asintió. “¿Te arrepientes de haberla dejado?”

            “Era una hija del Unicornio,” dijo con sonrisa arrepentida. “Su espíritu era libre y bello. No podría haber sobrevivido tras los muros grises de Hiruma Shiro. No la habría metido allí.”

            “¿Por lo que te forzaron a elegir entre amor y deber?” Preguntó Satsu.

            “No,” dijo Todori con gravedad. “No existe tal elección.”

            “Una vida difícil, ser un Cangrejo,” dijo Satsu.

            “No creo que sea menos la de ser un Dragón,” contestó Todori. “Seguramente sabréis lo que le ha pasado a vuestro general.”

            Kei entiende la senda del Dragón,” dijo Satsu, su tono algo reservado. “Sabe que a veces el éxito no está en la victoria,” sus ojos se encontraron con los de Todori, “o incluso en la supervivencia. El futuro es todo lo que importa.”

            “¿Aunque deba luchar una batalla imposible en dos frentes, contra dos fuerzas superiores?”

            “Su deber no es el éxito,” dijo Satsu. “Solo hacer que esa guerra sea demasiado costosa para sus oponentes. No me preocuparía por Kei. Es una brillante guerrera, y tiene las montañas a su espalda. Incluso los León saben que les va mal contra el Dragón cuando nos retiramos a nuestros dominios, y los Unicornio no querrán luchar contra nosotros en ese terreno.” Satsu ladeó un poco su cabeza. “Pero estamos aquí para hablar de tu carga, Todori-san. No de la de Kei.” Miró a la espada que estaba en el suelo entre ambos, su saya lacada de color índigo y azul.

            “¿Qué más hay que decir?” Preguntó. “Ahí está la espada. Encontremos a un Mirumoto para que la tire a un volcán. ¿No es eso lo que hacen los Dragón?”

            Satsu asintió. “Así es con peligrosos nemuranai,” contestó. “Los Mirumoto los encuentran y los Tamori los reducen a los espíritus que los componen. Si los espíritus así lo desean, les molestamos para que nos ayuden a proteger nuestras montañas.”

            “Muy bien,” dijo Todori. “Llamad a un Mirumoto. Deshagámonos de ella.”

            “¿Ha hecho algo esta espada para salvarte?” Preguntó Satsu.

            “Frecuentemente,” dijo Todori, recordando al oso.

            “Entonces es demasiado tarde,” contestó Satsu. “Conozco estas Espadas de la Vergüenza. Kokujin forjó diez, para darlas a los héroes de Rokugan. Esta espada ahora está unida a ti. No podemos destruir una y salvar al otro. Me temo que la maldición te llevaría al Horno de Tamori junto a la espada.”

            “¿Entonces estoy maldito para siempre?” Preguntó Todori.

            “Quizás,” contestó Satsu.

            “¿Quizás?” Preguntó Todori, perdiendo un poco la calma. “¿No me podéis dar una respuesta mejor? Pensaba que podíais ver el futuro, Satsu-sama.”

            “¿Tu que crees, Todori-san?” Preguntó Satsu. “¿Qué crees que veo en tu futuro?” Sus ojos brillaban con un dorado sin fin. Mirando dentro de ellos, Todori repentinamente se vio lleno de un temor que no podía explicar.

            “Creo que hay preguntas que es mejor que no sean hechas,” dijo.

            Satsu solo miró en silencio a Todori.

            “¿Por qué me dio a mi Kokujin esta espada?” Preguntó Todori, cambiando de tema. “¿Había una razón o solo es otra muestra más de su locura?”

            “Iuchiban gobierna ahora las Tierras Sombrías,” dijo Satsu, “y Kokujin está contra él. Posiblemente espera que uses esta espada contra su enemigo.”

            “¿Cómo puede estar seguro Kokujin que no usaré esta espada en su contra?” Preguntó Todori. Un siseo metálico resonó al salir Penitencia un centímetro de su saya, por si misma. El kanji sobre la hoja brillaba de un color rojo.

            Satsu miró con cautela la espada. “No lo aconsejaría. Atacar a Kokujin con un arma que él ha creado tendía unas consecuencias desastrosas. Pero es un arma poderosa. ¿Quizás podría ser útil defendiendo Shiro Hiruma?”

            “No usaré más esta espada,” dijo Todori en voz baja. “Es una cosa de magia negra. Mi clan juró no volver a hacerlo jamás, y yo no romperé esa promesa. Debe haber una forma de romper la maldición.”

            “Es posible que Kokujin esté loco, pero piensa como un Dragón,” contestó Satsu. “No propondrá un enigma que no tenga solución, aunque puede ser una solución imposible.”

            “¿Cual es la diferencia?” Preguntó Todori.

            “En circunstancias extraordinarias, lo imposible se vuelve probable,” dijo Satsu. “La espada se llama la Hoja de Penitencia. ¿Qué pecados tienes que purgar? ¿Qué ves en tus sueños?”

            “El deber que me forzó a dejar a Haruko. El que tantos bajo mis órdenes hayan muerto. El que Masagaro muriese y que yo no pudiese hacer nada, debido a mi deber.”

            Satsu miró fijamente a Todori. “¿Es eso de lo que de verdad te arrepientes?” Preguntó. “¿De tu deber?”

            Todori miró al reluciente kanji, su fruncido ceño arrugando su cara.

            “No,” dijo. “Me arrepiento de que mi cobardía me hiciese esconderme durante tanto tiempo en tierras Unicornio. Me arrepiento de hacerme creer que podría tener una vida distinta de la del guerrero. Me arrepiento de haber pasado ociosamente tantos años, cuando podría haber estado luchando contra las Tierras Sombrías, y me pregunto si es por eso por lo que tantos amigos míos han muerto – por haber encontrado mi valentía tan tarde.” Se levantó. “No dejaré que me vuelvan a apartar de mis propósitos, ni siquiera por esta maldición. A Jigoku con tu espada, Kokujin. Que me siga si puede.” Miró al Campeón Dragón y se inclinó profundamente. “Arigato, Satsu-sama.”

            “Que las Fortunas te lleven, Todori-san.”

            Con eso, Hiruma Todori se giró y salió de la Alta Casa de la Luz.

 

 

            Una lenta sonrisa de satisfacción se extendió por la cara de Togashi Satsu.

            “¿Has visto eso?” Preguntó una voz con curiosidad. Un inmenso hombre tatuado apareció de entre las sombras que había detrás de su Campeón, mirando a la Hoja de Penitencia. “¿Sabíais que iba a ser tan fácil?”

            “Si,” dijo Satsu, “Pero si le hubiese dicho la respuesta no hubiese sido tan fácil.”

            Vedau sonrió.

            “Haz que venga Kenzo, por favor,” dijo Satsu. “Sospecho que estará interesado en destruir esta espada.”

            Kenzo no está aquí, Satsu-sama,” contestó. “Él, Mareshi, y los demás están ahora con el General Toku. Van a la caza de una banda de Portavoces de la Sangre por las montañas Fénix.”

            Satsu miró hacia Hitomi Vedau con expresión confundida. “¿Toku?” Contestó. “¿Cómo es que no lo sabía? ¿Cómo puede una cosa así…” La voz de Satsu se volvió un susurro al darse cuenta de la verdad. Había algunos aspectos del futuro que el Señor del Dragón no podía ver, pero desde hacía tiempo que había llegado a reconocer lo que una ausencia de tal visión significaba, como si reconociese por su sombra a una figura oculta.

            “Iuchiban,” dijo Satsu en voz baja.

            Los ojos de Vedau se abrieron de par en par. Dibujos de llamas se arremolinaron sobre sus brazos al moverse sus tatuajes como si estuviesen vivos, dándole la fuerza que necesitaría en la batalla. “¿El Portavoz de la Sangre?” Preguntó deseoso.

            “Iuchiban viene,” dijo. “Kenzo y los demás se enfrentarán a él… por eso no puedo ver su destino. Vedau, necesitarán ayuda cuanto antes.”

            “¿Cómo les encontraré entre las montañas?” Preguntó Vedau.

            “Quizás no puedas,” dijo Satsu pensativamente. “Pero si te das prisa, el mejor rastreador en todas las Tierras Sombrías aún está en la Alta Casa de la Luz.”

            La expresión de Vedau prácticamente no era una sonrisa, pero había dientes y excitación en ella. “No os fallaré, Señor Satsu.”

            “Que te lleven las Fortunas, Vedau,” dijo Satsu. “Llamaré a los otros.”

            Hitomi Vedau se inclinó con gravedad y desapareció entre las sombras.