Perdido en el Mar

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

Año 1159 por el Calendario Isawa, Otosan Uchi

 

            Garen se mofó, o lo hubiese hecho, si su cara hubiese tenido la suficiente carne como para mostrar burla. El capitán de navío no-muerto agarró su antigua espada larga con ambas manos, haciéndola girar alocadamente para mantener a raya las lanzas de los campesinos guerreros que le rodeaban. Los cuerpos de su tripulación yacían muertos – ahora muertos de verdad y para siempre – en la calle, a su alrededor. En la distancia podía ver al Revenant, su buque insignia, hundiéndose lentamente en la Bahía del Sol Dorado. Al The Eternal no lo veía por ningún lado. Se preguntó vagamente cual de los dos barcos era el más afortunado - ¿el que ahora se hundía o el que sobreviviría para servir una vez más a los oscuros poderes de Jigoku?

El pie de Garen resbaló en la delgada nieve gris que cubría la calle, haciéndole tropezar. Uno de sus atacantes fue hacia él, atacándole con su lanza, pero Garen se adelantó y cogió la hoja con una mano, quitándosela de las manos del ashigaru. Empujó con la lanza hacia atrás, clavando el mango de madera en el pecho del campesino. El hombre tosió sangre y cayó muerto, una helada expresión de sorpresa en su cara. Los demás retrocedieron un paso.

            “¡Venid hacia mi, cobardes!” Rugió Garen en su idioma, un idioma que pocos Rokugani vivos reconocerían. Tras él, humo negro salía de la ciudad de Otosan Uchi, pintando la nieve de negro antes de que llegase al suelo. “¡Prometí que vería arder la ciudad, y he conseguido mi objetivo! ¡Ahora matadme si podéis, mi muerte ya no importa!”

            “¡Retiraos!” Gritó una voz en Rokugani. Los campesinos lo hicieron con rapidez, alejándose del gaijin loco.

Durante un instante, Garen pensó que podía tener una oportunidad de escapar, una oportunidad de retirarse antes de que sus enemigos reuniesen sus fuerzas. Pero entonces un guerrero con una brillante armadura dorada apareció en la calle ante él, el anagrama del Clan León blasonado en su armadura. Garen creyó reconocer algo en los ojos del samurai, alguna memoria del pasado. Se dio cuenta que se parecía a Genmuro, el viejo táctico que había destrozado su flota en el Ciervo Blanco.

“Tu…” susurró Garen en Rokugani. “¿Eres un Ikoma?”

            “Soy Ikoma Otemi, protector de Otosan Uchi,” rugió el León con voz desafiante. Desenvainó su katana y apuntó con ella hacia el pecho de Garen. “¡Prepara tu espada!”

            El León atacó a Garen, su espada brillando en su mano. Garen se puso en posición de luchar; este no era como los demás. Este era un guerrero. Levantó su espada para desviar el golpe de Otemi; la katana partió en dos su espada larga justo por encima de la empuñadura, sin perder velocidad, haciéndole una profunda herida en el pecho de Garen. El anciano capitán trastabilló hacia atrás, por primera vez en siglos verdadero dolor recorriéndole el cuerpo. Cayó de rodillas, la empuñadura de su inútil espada cayéndole de las manos. Miró a los ojos a Otemi y ahí no vio compasión. El León levantó su espada para dar el golpe final.

            “Entonces así es como acaba…” susurró Garen.

En ese ultimo instante pensó en Thrane, su país, y que había abandonado hacía tanto tiempo.

            Al clavarse la espada de Otemi en el cráneo de Garen, el tiempo se ralentizó. Una negra mano, fantasmagórica, surgió de entre las sombras, cogiendo al capitán no-muerto por el cuello. Garen sintió un profundo escalofrío recorrer su cuerpo, más helado que el frío de la muerte, y fue arrastrado gritando hacia las sombras…

 

 

En Otro Lugar…

 

            “Garen…” le susurraron las voces. El sonido se insinuaba en su mente. Le hacía hacer algo que no había querido hacer en mucho tiempo.

Le hizo recordar.

            “Garen…” volvieron a susurrar.

            “¿Donde estoy?” Dijo por fin, su seca voz rompiéndose en su reseca garganta.

            “¿Donde estás?” Repitió la voz. “Mejor sería preguntar donde vas… ¿no estás de acuerdo?”

Fue entonces cuando Garen se dio cuenta que ya no llevaba su espada. El capitán se encontró arrodillándose en una jungla salvaje, una masa de árboles entrelazados y lianas colgantes. El sol apenas atravesaba la foresta que había sobre él, bañando el bosque con una tenue media-luz. Garen se fijó poco en lo que le rodeaba. Le importaba poco; prestaba su atención sobre otra cosa. El gaijin miraba sus manos, incrédulo.

            Por vez primera en siglos, sus huesos estaban cubiertos por carne. Aliento surcaba sus doloridos pulmones. Podía sentir su corazón palpitar dentro de su pecho. Volvía a estar vivo. Estaba entero.
            “¿Como?” Preguntó Garen, su voz temblorosa. Ni siquiera se detuvo a pensar en quién podría contestar.

            “Hace siete siglos, un pirata llamado Garen zarpó de la nación de Thrane,” contestó una voz sibilante, resonando a la vez desde todas direcciones. Garen instantáneamente se puso en pie y miró la jungla buscando al que había hablado, pero no vio nada.

            “¿Quién eres?” Preguntó Garen.

            “Un aliado,” contestó la voz. “También soy un espíritu errante quién, como tu, una vez hice un trato con la oscuridad. Pero, al contrario de lo que yo hice, rendiste tu alma a la maldad mucho antes de que llegaras a los Mares de la Sombra. ¿No fue así, Almirante Hawthorne?”

            “¿Como sabes mi apellido?” Preguntó Garen. “Hace mucho tiempo que lo dejé atrás.”

            “Lo sé,” contestó la voz. “Tu vida ha dado tantas vueltas. Una vez fuiste un héroe de Thrane, primo lejano del propio rey. Cuando viste que había un mayor beneficio en la piratería, abandonaste tu nombre y posición. Te proclamaste rey de los mares. Después, tus viajes te llevaron hasta Rokugan.”

            “Rokugan,” dijo Garen. El nombre hizo que aflorase un verdadera mueca burlona en sus labios. “La nación que me traicionó.”

“¿Fue así?” Contestó la voz, riéndose. “Se honesto, Garen. Pretendías conquistar Rokugan, hasta que te diste cuenta de que tus barcos y tus cañones no podían enfrentarse a sus poderosos shugenja y sus incontables guerreros samurai. Dejaste Otosan Uchi, volviendo solo por los suministros.”

            “Nos atacaron sin provocación,” dijo Garen en voz baja. “A pesar de su dedicación a la justicia y al honor, los Rokugani nos asesinaron.”

            “¿Es eso lo que te cuentas a ti mismo?” Contestó la voz. “No seas tan arrogante, Garen. Fuiste el pirata más sanguinario que surcase los mares. Dejaste un reguero de poblados derruidos y naciones arruinadas tras de ti. Viudas y huérfanos maldecían tu nombre. Las noticias de tus logros viajaron con rapidez. A la mayoría de Rokugan les importa muy poco las naciones extranjeras, pero había un clan que en aquellos días era la excepción…”

“Los Mantis,” siseó Garen.

La voz se rió. “Te conocían, Garen,” dijo. “Tu paisano, Teodoro Cornejo, hizo un trato con los Mantis para erradicar la amenaza que tu representabas.”

            “Cornejo,” siseó Garen. “Debería haberlo sabido... Que extraño que ninguno de sus barcos fuese destruido en el Ciervo Blanco. Traidor.”

“¿Traidor?” Fue la respuesta. “Para él, solo estaba destruyendo a un animal rabioso antes de que pudiese hacer más daño. Mientras tu locura fuese beneficiosa, tus navíos te seguían deseosamente. Cuando te volviste demasiado sanguinario como para poder confiar en ti, Cornejo arregló tu muerte. Cuando el rey se enteró de tu muerte, proclamó una fiesta en todo el país, y nombró a Cornejo almirante de su flota.”

            Garen inclinó en silencio la cabeza, consumido por emociones y recuerdos. “¿Por qué ahora estoy libre?” Susurró finalmente. “Jigoku nunca suelta gustosamente a sus peones.”

            “Porque Jigoku honra sus acuerdos,” contestó la voz. “Ofreciste destruir Otosan Uchi a cambio de poder e inmortalidad.” Mientras la voz continuaba, las sombras que rodeaban a Garen se volvieron más oscuras. Formaron una sinuosa forma, un dragón con forma de serpiente, enrollado alrededor del pequeño claro. “Has destruido Otosan Uchi. Ahora eres libre.”

            “Eres el Dragón de la Sombra,” dijo Garen con temor. “He oído hablar de ti.”

            “Bien,” dijo el Dragón de la Sombra. “Bienvenido a casa.”

            “¿A casa?” Contestó Garen, mirando con curiosidad lo que le rodeaba. “Este no es mi hogar. Esto es una jungla.”

            “¿Lo es?” Contestó el Dragón. “Mira bajo las hojas y lianas que hay tras de ti.”

            Garen se volvió con cautela. Con una mano apartó los helechos y enredaderas. Sus ojos se abrieron de par en par al ver lo que había debajo. Era un señal de Madera que mostraba un toro y un león, unidos en un combate eterno – el escudo de su familia. Al levantar la vista, sorprendido, se dio cuenta que la masa de árboles entrelazados que había ante él tenía una forma familiar. Esta era la tienda de su familia, en la ciudad de Morriston. Mirando a su alrededor, se dio cuenta de que esta era la ciudad, ahora destrozada, derruida, y recubierta con una espesa vegetación. “Esta es una de tus ilusiones,” dijo. “Esto no es posible.”

            “¿No lo es?” Contestó el Dragón de la Sombra. “Hace dos siglos, un barco perdido llegó a este puerto. Llevaba un grupo de exploradores Senpet, exploradores de una tierra lejana de este lugar. Pretendían tener un contacto pacífico. Desgraciadamente, los Senpet no se dieron cuenta de que traían con ellos ciertas enfermedades, enfermedades a las que era inmune desde hacía muchos siglos su propio pueblo. Casi inmediatamente después de su llegada, tu gente empezó a morir. Los Senpet hicieron lo que pudieron para salvarles, pero no fue suficiente. Solo sobrevivió uno de cada cinco ciudadanos de Thrane. Su país se derrumbó. La mayoría se hizo al mar, buscando su destino en otro lugar. Esto es todo lo que queda de tu tierra, Garen Hawthorne. ¿Qué se siente al permanecer siete siglos buscando venganza por una nación que ya no existe?”

            Garen frunció el ceño. “Mientes,” dijo. “Esto no puede ser posible.”

            El Dragón de la Sombra inclinó un poco su cabeza. “Entonces busca por ahí,” dijo. “Cerciórate por ti mismo. Estaré aquí para cuando me vuelvas a necesitar.”

            “¿Por qué te volveré a necesitar?” Gruñó Garen.

            El Dragón de la Sombra solo se rió y desapareció.

 

 

            Garen se arrodilló en la solitaria playa, sus manos unidas, rezando. No era un hombre pío. Apenas podía recordar algo de sus dioses, y sabía que a ellos él les importaba poco. Aún así, había muchos hombres y mujeres en Morriston que se merecían ser recordados. Solo se arrepentía que él era el único que quedaba para rezar por ellos. En siete meses no había encontrado supervivientes. Su propia casa familiar era ahora una ruina rota, llena de esqueletos de aquellos a los que una vez conoció.

            Terminando su oración, miró al mar. Como esperaba, el Dragón de la Sombra estaba flotando justo encima del agua, esperándole.

            “¿Estás lista para escuchar mi oferta, Garen Hawthorne?” Preguntó.

            “Si.”

            “Como sabes, el Imperio teme a los gaijin,” dijo. “Todo contacto con ellos está matizado por la paranoia. Pero algunos han empezado a relajar su odio hacia los forasteros. Incluso algunos han empezado a admitir embajadores. Los poderes de Jigoku preferirían que esto no ocurriese. El Imperio debe permanecer en su auto-impuesta soledad.”

            “Cada Imperio a su tiempo, ¿no?” Preguntó Garen.

            “Algo así,” el Dragón de la Sombra contestó tristemente. “Como debes saber, mis técnicas de corrupción son más sutiles que las del resto de las Tierras Sombrías. Te puedo ofrecer poder sin temor a que tu corrupción sea detectada, y después de siete siglos, dudo que alguien te pueda reconocer ahora.”

            Garen sonrió. “¿Quieres que vuelva a Rokugan como embajador?” Preguntó. “Ni siquiera tengo un barco.”

            El Dragón de la Sombra bajó su largo morro en agradecimiento, y se volvió hacia un lado. Al hacerlo, un barco apareció de la nada. Era el Revenant, entero y poderoso, como era antes de que las Tierras Sombrías lo corrompiesen. Una tripulación de marineros trabajaba afanosamente sobre cubierta, preparando el barco para el viaje.

            “¿Quienes son la tripulación?” Preguntó.

            “Mis Goju,” dijo el Dragón de la Sombra. “Como tu, su Mancha está escondida. Les he hecho que parezcan gaijin. Te ayudarán. Durante el viaje, les enseñarás tu idioma y tus costumbres para que sus disfraces sean más creíbles.” El Dragón de la Sombra volvió a mirar a Garen. “Te ofrezco el que tengas un propósito, Garen Hawthorne. Te ofrezco venganza. ¿Aceptas mis condiciones?”
            El capitán gaijin sonrió.

 

 

Templo de la Luna, Territorio del Clan del Fénix, Hoy en Día…

 

            El Templo de la Luna estaba hoy tranquilo, como siempre estaba. Los continuos cánticos de los monjes Hitomi zumbaban al fondo, creando una atmósfera serena, pero severa. En la gran biblioteca al fondo del templo, Asako Bairei y Asako Yuya habían dejado sus continuas investigaciones. Ahora estaban reunidos con un visitante muy inusual – Yoritomo Kalilea del Mantis.

            “Un arma extraña,” dijo Asako Bairei, estudiando la rota espada en su caja de madera forrada de terciopelo. Sus rasgos aquilinos se arrugaron en una expresión de curiosidad. “Desde luego que no es de origen Rokugani. ¿Dónde lo encontraste?”

            “Fue descubierta en las calles de Otosan Uchi después de la invasión,” contestó el moreno Mantis. “Nuestros shugenja sintieron que había una gran magia dentro de ella, pero también temieron que estuviese Manchada. Yoritomo Komori dijo que eras un experto en nemuranai. Dijo que si alguien podía limpiarla y repararla, ese serías tu.”

            “¿Yoritomo Komori dijo eso de mi?” El Fénix sonrió débilmente por un momento. “Que amable. Debo admitir que siento también mucho respeto por Komori-san. He oído que ha avanzado mucho en la ciencia de la invocación, especialmente en las inexploradas disciplinas de…”

            Yuya tosió educadamente, interrumpiendo a Bairei. “Bairei-san,” dijo con voz amable. “La espada.”

            “A, si,” Bairei sonrió avergonzado. “Me distraigo tan fácilmente.” Miró la espada, susurrando una corta oración mientras pasaba una mano sobre ella. El desvaído y enmohecido metal brilló brevemente, y Bairei frunció el ceño pensativamente. “Tus shugenja tenían razón. La espada es corrupta. Afortunadamente, el proceso para quitar la corrupción de un objeto inanimado es mucho más simple que el quitarlo de un ser vivo.” Bairei reflexionó durante un momento. “De hecho, un reciente informe escrito por el estimado Kuni Tansho informó de que un tanto corrupto descubierto en el gaznate de un engendro de Oni no Tsuburu…”

            Yuya volvió a toser.

            “Si, creo que puedo arreglarlo,” dijo Bairei, mirando apreciativamente hacia Yuya. “Estaría dispuesto a hacerlo como un favor a los Mantis, a cambio de una oportunidad de estudiar sus poderes. No es habitual que tenga una oportunidad de estudiar tan de cerca magia gaijin.”

            “Por supuesto,” dijo Kalilea, asintiendo deseoso mientras se ponía en pie. “Simplemente notifica a la Hija de las Tormentas cuando hayas completado tu estudio. Estamos ansiosos de ver los resultados, y espero que este acuerdo pueda alentar una mayor amistad entre nuestros dos clanes.”

            “Eso sería estupendo,” contestó Bairei, poniéndose en pie e inclinándose hacia el Mantis. El marinero devolvió la inclinación y se marchó.

            “Para un hombre con tal reputación de recluso, te has vuelto increíblemente político,” dijo Yuya, cerrando la puerta tras Kalilea. “¿Primero haces una alianza con los Hitomi, y ahora con los Yoritomo?”

            Bairei se encogió de hombres. “Kalilea parece un tipo decente,” dijo, levantando el mango de la rota espada con una mano. “Si su daimyo necesita ayuda, estoy dispuesto a dársela. Además, los Yoritomo no tienen los recursos adecuados para cuidar de un arma tan peligrosa como esta.”

            Yuya miró la espada con preocupación. “¿Por qué?” Preguntó. “¿Es tan peligrosa?”

            “No en la forma que sospecho que quieres decir,” dijo Bairei. “No es un Último Deseo, ni una Espada de Sangre. Esta espada no es poderosa… pero puedo sentir que es importante. Está incompleta, inacabada, de más maneras que una simple espada rota.”

            Yuya le miró cuidadosamente, y esperó a que lo explicase.

            “Algunos poderosos artefactos irradian un cierto… supongo que peso es la mejor palabra para definirlo,” dijo. “En manos de alguien específico, ganan poder y notoriedad. Sin importar lo que pueda ocurrir, uno no puede estar separado del otro. Ese es el poder que siento en esta espada. Hecha de menos a su señor. Hará lo que pueda para volver a él o a ella.”

            “Y por la misma razón, ¿aquel que fue dueño de esta espada volverá inevitablemente a por ella?” Contestó Yuya.

            “Una observación astuta,” dijo Bairei asintiendo, dando vueltas al mango con su mano.

            “¿Y quién fue su dueño?” Preguntó ella.

            “No lo sé,” contestó él, “pero pretendo descubrirlo.”

Bairei devolvió el mango roto a la caja. Sobre la guarda en forma de cruz estaba tallado un extraño y exótico símbolo – un toro y un león, unidos en un eterno combate.

 

 

 

Nota del Traductor: No he traducido los nombres de los barcos para, igual que hice con el otro relato donde salió Garen, darle un toque más gaijin. Revenant (el barco de Garen) significa en castellano: Fantasma; uno que vuelve. Y Eternal significa Eterno.