Perdido en la Oscuridad
por Shawn Carman
Traducción de Mori Saiseki
Las manos de Daidoji Gudeta eran casi invisibles mientras disparaba flecha tras flecha. Llevaba luchando sin parar desde hacía horas, y rápidamente se estaba quedando sin municiones. Pronto cogería su espada, pero para entonces su suerte ya estaría decidida. No tenía esperanzas de luchar contra la aparentemente horda sin fin de bakemono que le habían estado persiguiendo las últimas tres horas. Había estado disparando a los que iban en cabeza constantemente con sus flechas, pero otros avanzaban para tomar su lugar. Pronto caerían sobre él como una marea, y desaparecería para siempre. Si tenía suerte.
Gudeta
saltó sobre una roca escarpada, en una vana esperanza de que los goblins no
pudieran seguirle. Unos segundos más tarde, escuchó las garras de sus pies
subir con facilidad sobre el obstáculo, aunque no se preocupó por darse la
vuelta. Sabía sin mirar que le quedaban ocho flechas. Necesitaba tres veces más
flechas para salir ileso.
No temía
a la muerte. La muerte era el deber de cada samurai leal. La pena de Gudeta era
la de que moriría antes de poder alcanzar a su daimyo Rekai y a su gran
ejército, una fuerza militar que iban a rescatar a los guerreros Cangrejo
asediados en Shiro Hiruma. Ella le había entregado un mensaje para el Campeón
Grulla, un mensaje que él había entregado. Había tenido la esperanza de
volverse a unir a Rekai, pero hasta ahora había sido fuertemente perseguido y
por ello había ido muy despacio. Quizás había sido un estúpido por creer que
podría cruzar las Tierras Sombrías él solo. Quizás debía haber esperado en la
Gran Muralla. Ahora moriría, y nadie encontraría sus restos, eso si no se
volvía a levantar como un no-muerto, para luchar contra los Cangrejo en la Muralla.
Eso era más de lo que Gudeta podía aguantar. Se maldijo a si mismo por haber sido un estúpido. Colocó otra flecha en su arco, preparándose a matar al goblin que fuese en cabeza con ella. Se giró y disparó, haciendo que la flecha cruzase el cráneo de la criatura y clavándola en la que estaba detrás. Con la velocidad del rayo volvió a disparar, esta vez clavando en el suelo a una asquerosa bestia, donde se retorcía y echaba espuma por la boca de furia e impotencia.
Estaban
sobre él. El guerrero Grulla desenvainó su espada, a pesar de que sabía que no
tenía ninguna oportunidad de sobrevivir. Mandaría a muchas de estas
abominaciones a su muerte antes de que él muriese. Una saltó sobre él, solo
para ser cortada en dos antes de alcanzarle. Otra le atacó con sus garras, pero
él se dobló hacia un lado, apartándose para que la cosa se golpease contra las
piedras. La tercera fue demasiado rápida, y mordió con la fuerza de sus dientes
afilados como navajas su antebrazo. Sin querer, Gudeta gritó de dolor y se sacudió
de encima al pequeño monstruo. Su brazo sangraba copiosamente, manchando su
kimono blanco y azul. Tres bakemono más se agacharon y se prepararon para
saltar sobre Gudeta. Él se preparó para morir.
La
tierra tembló y agitó bajo los pies de Gudeta. Él se resbaló y cayó, golpeando
su cabeza contra la dura piedra. Sangre se derramó sobre sus ojos, y el dolor
hizo que su visión se empañase. Podía distinguir a formas indefinidas surgiendo
de la tierra para engullir a los bakemono. Era como si estuviesen siendo
absorbidos por un espeso líquido, a pesar de su frenética lucha por la
libertad.
Gudeta
se puso en pie con dificultad, sintiéndose mareado por el dolor tanto de su
brazos como de su cabeza. Se alejó de los goblins que gritaban, desesperado por
escapar de la nueva locura que había surgido, pero sus heridas eran demasiado
graves. Su rasgado antebrazo no podía aguantar su peso, y no podía mantener el
equilibrio debido al golpe de la cabeza. Gudeta se arrastró brevemente, y luego
volvió a caer al suelo.
Una
oscura forma surgió ante él, un hombre con la cara tapada y de ojos
amenazadores. Los ojos se clavaron en él, atravesando el velo de la neblina
causada por sus heridas, llegando a las profundidades de su mente, y una fría
sensación de alivio pasó sobre su brazo y su cabeza. “Recuerda,” dijo una voz
en las profundidades de su mente. “Recuérdame…”
•
Gudeta saltó de su
estera de tatami, un grito atrapado en su garganta. Se detuvo abruptamente, una
temblorosa mano yendo hacia el atril donde estaba su espada que estaba tan
cerca de la estera. Su cuerpo estaba bañado en sudor, los dientes apretados con
fuerza. Con su mano izquierda frotó su antebrazo derecho, que le ardía
terriblemente. Un puñado de pequeñas cicatrices triangulares rodeaban su brazo.
Apenas eran perceptibles durante el día, pero siempre parecían brillar bajo la
luz de la luna.
No por
vez primera, Gudeta se preguntó si se estaba volviendo loco. Recordó su informe
a Doji Kurohito, y su espeluznante viaje por las Tierras Sombrías para unirse a
Rekai y a su ejército. Había sido difícil y peligroso, pero no recordaba los
eventos de su recurrente sueño. No fue hasta semanas después de su regreso a
las tierras Grulla junto al ejército que descubrió, solo por suerte, que su
viaje por ese oscuro reino había durado un día más de lo que recordaba. En
algún lugar de las Tierras Sombrías había perdido un día completo, y no
recordaba nada de lo que había pasado durante ese día.
Su
primer y mayor temor después de tener el primer sueño fue el que había sido Manchado,
y que no podía recordarlo. Discretamente, se había acercado a un miembro de los
Magistrados de Jade que servían bajo Asahina Sekawa. Le habían hecho pruebas y
no encontraron rastros de la Mancha. Gudeta se sintió muy aliviado… al menos
hasta que la pesadilla empezó a repetirse más frecuentemente. Esta noche había
sido la tercera noche seguida, y se volvía más y más intensa cada noche. Gudeta
ya no podía negar que algo terrible le había pasado en las Tierras Sombrías.
Algo que aún no había acabado.
Gudeta
se levantó de la estera y empezó a vestirse en la oscuridad. Si esperaba hasta
mañana, dudaría hacerlo. Debía hacerlo ahora. Seguramente acabaría su carrera
militar el abandonar un puesto en medio de la noche, pero sabía que si se
quedaba, perdería su puesto de cualquier modo cuando el sueño inevitablemente
le volviese loco. Y por primera vez, tenía una vaga idea de lo que debía hacer.
Un
momento más tarde, espadas y arco en mano, Gudeta dejó una simple nota sobre su
estera y salió del cuarto, desapareciendo bajo la luz de la luna.
•
El sol se escondía tras
el horizonte al llegar Gudeta al desolado vacío de Oni Mura. No había estado en
el pueblo desde hacía muchos años, pero no había cambiado. El pueblo había sido
destrozado por una asquerosa bestia de Jigoku hacía décadas, y aunque a la
bestia la habían matado unos valientes guerreros Daidoji, el pueblo nunca había
sido reconstruido. Unos pocos tenaces campesinos habían intentado aferrarse a
la existencia en sus alrededores, pero habían abandonado sus esfuerzos tras una
generación. Por lo que él sabía, nadie había vivido en el pueblo desde hacía
más de veinte años.
No hacía
mucho que Gudeta había estado allí. Un poco después de su gempukku, él y su
amor se habían encontrado a menudo en este lugar para poder estar juntos. Ella
era una Doji, y vivía al norte. Oni Mura era un lugar conveniente para
encontrarse, ya que estaba equidistante de sus hogares, y además allí no les
molestaba nadie. La semana antes de que ella se fuese a casar con otro, se habían
encontrado por última vez. Ella le había pedido que huyese con ella, escaparse
para poder estar juntos antes que obedecer sus deberes, pero él había rehusado.
Era un simple soldado, y no hubiese perdido mucho, pero la familia de ella era
rica e influyente. Su acto de egoísmo hubiese arruinado a docenas de Grullas, y
Gudeta no pudo hacerlo. “Recuerda,” le había dicho mientras secaba una lágrima
de la mejilla de ella. “Recuérdame.” Fue la última vez que la vio. Ella había
muerto por unas fiebres unos años después, dejando a un afligido esposo y a una
hija pequeña.
Gudeta
agitó la cabeza. Fantasmas del pasado no le ayudarían ahora, y había enterrado
profundamente esa memoria para evitar el dolor que le causaba. Ahora no era el
momento de recordarlo. Miró intensamente alrededor del pueblo. Una vez le
pareció aterrador. Más tarde se había vuelto excitante y apasionante. Ahora
solo estaba vacío y triste. Era un monumento al dolor y al fracaso. Por primera
vez se preguntó porque se había dejado en pie el pueblo. ¿Por qué había venido
hasta aquí? ¿Por qué había confundido una vieja memoria con un sueño demente?
Era un estúpido.
Algo se
movió entre las sombras. El guerrero Grulla se movió como un rayo, sacando una
flecha y cargando el arco con una velocidad increíble, y poniéndose tras una
parcialmente derruido muro. “Identifícate,” ordenó.
“Me
conoces, Grulla,” una profunda y triste voz salió de entre las sombras. “O al
menos me recuerdas. Te pedí que hicieras eso, y lo has hecho. Te lo agradezco.”
“Identifícate,”
repitió Gudeta. “Adelántate.”
Un
hombre vestido con una rota y manchada túnica salió de entre las sombras, la
sombra de su jingasa oscureciendo su cara… excepto sus ojos. Los mismos ojos
del sueño de Gudeta. “Solo soy un alma perdida, Daidoji Gudeta. Un alma
corrupta para siempre, pero quizás no sin honor.”
Gudeta
apuntó con su flecha en la dirección de la cabeza del desconocido. “Llevas la
Mancha.” No era una pregunta.
“Si, la
Mancha,” dijo el desconocido. “He caído bajo la oscuridad, mucho más de lo que
nunca soñé que podría. Pero aún no he perdido la esperanza, Gudeta-san. Nunca
abandoné la esperanza.”
“¿Quién
eres?” Dijo Gudeta, su voz más tranquila. Bajó el arco. “¿Qué me pasó? ¿Por qué
me ayudaste?”
“Eres un
hombre honorable. Te ayudé porque… porque podía. Porque necesitaba recordarme
quien y que fui. Y lo que fue mi padre.”
El
Grulla levantó su brazo, examinando las cicatrices en la última luz del sol del
atardecer. “¿Por qué no morí? ¿Por qué no tengo la Mancha?”
El
desconocido sacó algo de los dobleces de su túnica. Era difícil de ver, pero
parecía una pequeña bolsa. “Polvo de Jade. Llevo un poco siempre que lo
encuentro por ahí. Froté un poco en tus heridas para protegerte de la
corrupción.”
Gudeta
miró incrédulo al hombre. “¿Polvo de Jade? ¿Eso no te hace sentir un gran
dolor?”
“Si, un
dolor increíble,” admitió el hombre. “Me centra. Me ayuda a recordar.”
“¿Recordar
que?”
“Que una
vez fui un hombre como tu,” dijo el desconocido con voz solemne. “O al menos lo
pude haber sido.”
Varios
segundos de silencio pasaron. “No te conozco,” dijo finalmente Gudeta, “pero
siento que te debo la vida.” Miró el pueblo. “¿Por qué hiciste que viniese
aquí?”
“Vi la
memoria de este lugar en tu mente,” dijo el desconocido. “Sabía que en algún
momento necesitaría un aliado, y presumí que nos podríamos reunir en este lugar
sin ser interrumpidos. Perdóname por inmiscuirme en tu mente,” ofreció una
pequeña reverencia. “No lo hubiese hecho si no hubiese sido importante.”
Gudeta
frunció el ceño. “No tenías derecho.”
“No,” le
corrigió el desconocido, “no tenía elección.”
“Basta
de acertijos,” dijo el guerrero asqueado. “¿Qué quieres? ¿Por qué me has
llamado?”
“Como
dije, necesito un aliado. Hay mucho por hacer, pero no lo puedo hacer solo.”
Los ojos
del guerrero Grulla se entrecerraron. “¿De qué hablas?”
El
desconocido habló, y Gudeta escuchó. Durante casi una hora escuchó historias de
horror como nunca se los pudo imaginar, ni siquiera en las pesadillas más
febriles de cuando era un niño. Pero entre las historias había una chispa de
esperanza. De honor.
Finalmente,
Gudeta asintió. “Haré lo que pueda. Te debo la vida.”
El
desconocido sonrió. “No puedo pedirte más, amigo.”
•
Daidoji Rekai andaba
por los pasillos, su cara una máscara de intensa concentración. Tras ella,
media docena de sus mejores guardias, todos con pesadas armas y armaduras,
formaban un círculo alrededor de dos hombres. Uno llevaba los colores Grulla.
El otro estaba cubierto de cabeza a los pies con gruesas y manchadas túnicas.
Ninguno de los dos llevaba un arma, pero era obvio que los guardias les miraban
con una mezcla de precaución y hostilidad.
El
pasillo acababa en dos grandes puertas, ambas exquisitamente acabadas con una
variedad de extraños símbolos astrológicos que Rekai ni entendía ni le
interesaba. Un hombre solitario vestido con finas túnicas estaba ante las
puertas, mirando a los que se acercaban con desagrado. Al llegar cerca, se
adelantó e inclinó. “Saludos, ilustre Daidoji Rekai-sama. Nos sentimos muy
honrados por teneros como invitada en Shinden Asahina, pero debo insistir que
vuestros hombres dejen sus armas. No permitimos esas cosas dentro de nuestros
muros.”
Rekai
miró con sorpresa al hombre. “Eres atrevido,” dijo ella simplemente. “Se me dio
a entender que tu nuevo señor trataba de forma considerablemente más relajada
la cuestión de las armas.”
El
hombre frunció el ceño. “Es posible que eso sea así, mi señora, pero…”
“Si
haces que estos hombres dejen sus armas a un lado,” interrumpió Rekai,
señalando a los guardias, “entonces pones en una gran riesgo a toda tu familia
y a todas sus posesiones. De alguna manera creo que Asahina Sekawa estaría
menos que contento con tu observancia de la tradición, dadas estas
circunstancias inusuales.”
“¿Qué
circunstancias son esas, Rekai-sama?”
La
daimyo Daidoji dio un paso hacia delante. “Asumes demasiado, sacerdote.
Apártate.”
“Perdonadme,
Rekai-sama, pero estoy…”
“Aparta.
De aquí,” Rekai le miró con el ceño fruncido. “Ahora.”
Finalmente,
el shugenja accedió ante la fiera mirada de Rekai, dando un paso hacia atrás, y
permitiendo que el grupo pasase. Rekai abrió de golpe las puertas y entró
rápidamente, haciendo un gesto a la retaguardia para que cerrasen las puertas
tras ellos.
Un joven
hombre con largo pelo blanco y una cicatriz estropeando sus bellos rasgos
levantó la vista del escritorio que estaba sobre un estrado en el centro de la
habitación, su expresión inquisitiva. “Rekai-sama,” dijo con una sonrisa. “Que
agradable sorpresa. ¿A qué debo el honor de esta visita?”
Rekai dudó
un momento. Nunca había podido leer muy bien a Asahina Sekawa. Los traumáticos
eventos que ocurrieron antes de su nombramiento como Campeón de Jade le había
marcado profundamente, y sus verdaderos pensamientos siempre eran un misterio,
incluso para alguien tan hábil para evaluar a los demás como ella. Pero al
final eso no era importante para la razón de su visita de hoy. “Perdonad lo
súbito de mi llegada, Sekawa-sama,” dijo ella finalmente. “Temí que si os
avisaba traicionaría la delicada naturaleza de mi misión.” Ella le miró
expectante. Al verle asentir, continuó. “Hace ocho días, uno de mis jóvenes
oficiales desertó de su puesto en mitad de la noche. Me puse furiosa, por
supuesto, y ordené que se ocupasen del caso. Él volvió hace dos días,
acompañado por otro hombre. Estaba preparada para ordenar su seppuku, pero la
información que me ha traído ha detenido mi mano. Confío e que veáis el
porque.” Se giró hacia los dos hombres y les hizo una seña para que se
adelantasen.
Daidoji
Gudeta se adelantó y se arrodilló ante Sekawa. “Mi señor, para entender lo que
debemos deciros, primero tengo que contaros lo que me pasó en las Tierras
Sombrías.” El Campeón frunció el ceño ante la mención de las Tierras Sombrías,
pero no interrumpió. “Cuando Rekai-sama viajó hasta Shiro Hiruma para ayudar a
nuestros aliados Cangrejo, fui enviado a entregar un mensaje a Kurohito. Así lo
hice, y luego se me dio permiso para volver a alcanzar al ejército de
Rekai-sama, lo que hice.” Se detuvo un momento. “Solo recientemente descubrí
que fui herido en las Tierras Sombrías, y que perdí un día completo del cual no
recuerdo nada. Temí estar Manchado o loco, pero ninguna de las dos cosas han
sido ciertas, hasta ahora.”
“Dice la
verdad, Sekawa-sama,” interpuso Rekai. “No hemos sido capaces de descubrir
ninguna enfermedad o rastro de corrupción.”
“Mis
magistrados confirmarán lo que has descubierto,” dijo el Campeón. Su tono
dejaba poco lugar para la objeción.
“Recientemente
me encontré con el hombre que me salvo la vida y me protegió de la Mancha,”
continuó Gudeta. “Me mandó mensajes a través de los sueños, y no me quedó más
que encontrar y hablar con él cerca de Oni Mura.” Sekawa se giró y asintió a un
asistente, que inmediatamente abandonó la habitación. Gudeta sabía que
Magistrados de Jade registrarían Oni Mura dentro de pocas horas. “El hombre se
llama Katsu. Es el hijo de Shiba Katsuda, un héroe de la Guerra de los Clanes,
y de Soshi Jomyako, la Oráculo Oscuro del Aire.”
“Un
Oráculo Oscuro,” dijo Sekawa apretando los labios. “Tu soldado tiene extraños
amigos, Rekai.” Se volvió hacia Gudeta. “¿Qué quería este Katsu?”
“La
ayuda de los Grulla,” contestó el bushi. “Mantiene su auto-control, y su honor.
Su herencia y habilidades le permiten moverse sin problemas por las Tierras
Sombrías. Dice que hay otros como él, otros que retienen algo de su antigua
identidad y honor. Otros que desean escapar de ese oscuro reino.”
“¿Escapar
de las Tierras Sombrías?” Dijo Sekawa. “Ridículo. No puede haber escapatoria de
ese lugar, y nadie puede resistir su poder de seducción.”
Gudeta
levantó la vista y miró a los ojos de Sekawa. “Vuestro tío lo hizo,
Sekawa-sama.”
El
Campeón de Jade se quedó callado. “Si, lo hizo,” admitió. Permaneció en
silencio por un momento. “¿Por qué crees a este Katsu, Gudeta?”
“Me
salvo cuando no había necesidad de hacerlo,” contestó el bushi. “Hubiese muerto
con toda facilidad antes de encontrarme con los ejércitos Daidoji, en la
batalla, o en la posterior huída. No había forma de que él supiese que yo
sobreviviría, y por ello no había razón para usarme como un peón. Si hubiese
querido usar a alguien para engañarnos, hubiese podido encontrar mil objetivos
más fáciles.” Agitó la cabeza. “No, me salvo la vida, y lo hizo por culpa del
honor. No puedo abandonar una deuda así.”
“¿Por
qué el Clan Grulla?” Preguntó Sekawa. “¿Por qué no el Cangrejo?”
Gudeta agitó su cabeza. “No lo sé. Sospecho que vos sois una razón, mi señor. Katsu parece deseoso de dar información al Imperio sobre las Tierras Sombrías, ¿y quién mejor que el Campeón de Jade para recibir esa información? ¿Y quién más siquiera consideraría esta oferta? Solo los Grulla. Los demás son demasiado intolerantes, demasiado falsos, o demasiado arrogantes.”
Sekawa
se reclinó, rascándose el mentón mientras pensaba. “¿Y de verdad crees que este
hombre es de verdad?”
“Creo
que está atrapado. Su honor no le permitirá abandonar a otros que necesiten su
ayuda, pero es incapaz de ayudarles mientras permanezca en las Tierras
Sombrías. Creo que verdaderamente quiere ayudar al Imperio sin abandonar su
juramento de lealtad a Daigotsu, a pesar de que ese juramento se hizo bajo
presión.” Gudeta se detuvo y miró hacia el suelo. “He estado entre héroes toda
mi vida, Sekawa-sama. Pero pocas veces he conocido a un hombre con tanta fuerza
y honor como este Manchado ronin. Si desea sacrificar tanto, ¿como podemos
rehusar ayudarle solo por el temor que tenemos? No me podría llamar a mi mismo
Grulla si no le ofreciese mi ayuda.”
“Bien
dicho,” dijo suavemente Sekawa. “Estoy seguro de que hay un enorme riesgo en
esto, pero no puedo dejar pasar la oportunidad de estudiar tan de cerca a
nuestros enemigos. Ayudaré a este Katsu.”
“Gracias,
mi señor,” asintió Gudeta. “Katsu nos ha mandado al primero de sus almas
perdidas. Le he traído ante vos para que sea juzgado.” La cubierta persona se
adelantó. Gudeta asintió, y el otro bajó la capucha de su capa por primera vez
desde que había entrado en Shinden Asahina.
Su cara
era vieja, con arrugas como las que se podían encontrar en la tierra cocida por
el sol cruzando su calva cabeza. Los ojos del hombre eran totalmente negros,
pero emanaba de él una extraña tranquilidad que contradecía su terrible
apariencia. “Os agradezco vuestra hospitalidad, mi señor,” dijo en voz baja.
“Os serviré en lo que vos elijáis, aunque eso sea la muerte.”
“Ya
veremos,” dijo Sekawa. “¿Quién eres?”
“Una vez
me llamaba Komaro, mi señor,” contestó el hombre. “Una vez fui un estudioso del
Tao, y con vuestro permiso quisiera volver a serlo. Os contaré todo lo que sé
sobre las Tierras Sombrías, ya que viví entre los corruptos que hay allí
durante décadas después de la Batalla de la Puerta del Olvido.”
“Haré
que te construyan un refugio más allá de la frontera de Shinden Asahina,” dijo
Sekawa. “Estarás bajo la constante vigilancia de mis Magistrados de Jade. Si
hay el menor indicio de engaño por tu parte, cualquier señal de que tu deseo de
expiación es falsa, serás destruido sin dudarlo. ¿Lo entiendes?”
“Si, lo
entiendo,” dijo Komaro. “Gracias, mi señor. Es… es como despertarse de una
pesadilla.”
“Ven,”
dijo Sekawa, levantándose del estrado. “Hay mucho que me gustaría saber sobre
Daigotsu y sus fuerzas.”