Preludio a la Oscuridad, 1ª parte

 

El Fox

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Hace varios meses...

 

            Mientras el amanecer se acercaba cada vez mas, la anciana mujer estaba sentada inmóvil sobre el suelo de su grandes, pero poco decoradas, habitaciones. Había estado la noche entera meditando, sopesando con cuidado la enormidad de la decisión que tenía que tomar. Tenía responsabilidades que cumplir, y muchos dependían de ella. Pero el destino la llevaba en otra dirección, una que era imposible de renegar. Deber o destino. Era una elección que todos los samurai temían.

            Al final no se podía demorar mas. Se levantó, su ancianas rodillas crujiendo levemente ante el súbito movimiento después de estar sentada durante tanto tiempo. Este no era, de ningún modo, el destino que añoraba una anciana. Una mujer más joven quizás, pero no una tan experimentada como ella.

            Todavía estaba sonriendo cuando cruzó silenciosamente por el panel de shoji y desapareció de sus habitaciones sin hacer ruido.

 

 

            “Señora Ryosei,” llamó Achiko, “debemos prepararnos para la reunión con el diplomático Sparrow.” La enjuta anciana sirvienta entró en la habitación de su señora. “Se que detestáis estas reunions, mi pequeña, pero tienes poca elección en el asunto.” Achiko sonrió al ver la descuidada estera de tatami. Había cuidado de Ryosei desde que la niña era una quinceañera enfrentándose al gempukku. Algunas cosas nunca cambiaban.

            “De verdad, mi señora,” dijo la vieja doncella, mirando la habitación, “Temo que no tenemos tiempo esta mañana para viejos juegos.”  Miró detrás de un panel de shoji. “Y temo que ambas somos demasiado viejas como para volver a nuestra juventud jugando al escondite.”

            La sonrisa de Achiko murió en sus labios cuando vio el papel de arroz en la mesa de Ryosei. En el estaba escrito el más simple de los mensajes: ‘Debo saber.’ La caligrafía no dejaba lugar a dudas.

            “Voy ahora a hacer lo que debo hacer. Que mi primo, Ryukan, lidere al Zorro hasta que yo vuelva.”

            “O, no,” susurró la doncella. “O, no, mi querida, dulce y tonta niña.” El mensaje solo podía significar una cosa: Ryosei finalmente había ido en busca de su padre, el samurai corrupto que se había convertido en el Horror Andante de Fu Leng. Achiko sabía que solo uno podía sobrevivir ese encuentro.

            Ryukan estaría desolado. Al menos Ryosei había sido lo suficientemente sabia como para dejar al impetuoso joven al mando del clan; tal deber posiblemente era la única forma de impedir que la siguiera.

            La vieja mujer asió el papel de arroz contra su pecho y susurró un rezo a cada Fortuna que podía imaginar, mientras que lágrimas caían por sus ancianas mejillas.

 

 

            Los felices sonidos de la mañana eran música para los oídos de Ryosei. Durante demasiado tiempo se había relegado a sus deberes en la corte, decidió, y se había negado las experiencias de la naturaleza. No mas. Desde ahora, recordaría lo que era importante en la vida, y atemperaría sus deberes con las experiencias que necesitase para tener la perspectiva de las cosas. Al final, debido a ello, sería un mejor servidor de su pueblo.

            “Asumiendo que sobrevivo, por supuesto,” musitó Ryosei quedamente. El pensamiento, aunque sombrío, trajo una sonrisa a su cara. Era un gesto salvaje y descuidado, que había aflorado a menudo en su juventud, durante el fragor de la Guerra de los Clanes. Si esta fuese su última aventura, definitivamente haría que fuese una aventura para recordar.

            Pero al convertirse su viaje en días, y los días en semanas, su alegre actitud fue difícil de mantener. Su búsqueda no era fácil. Su padre, Kitsune Gohei, una vez un hombre honorable y compasivo, se había vuelto hacia los Pergaminos Oscuros de Fu Leng durante la Guerra de los Clanes para evitar su inminente muerte. El poder inimaginable que había desatado había transformado su cuerpo y su alma, convirtiéndole en lo que solo podía ser descrito como un horror andante. Inmortal e insanamente poderoso, juró fidelidad a las Tierras Sombrías. En su juventud, Ryosei y su compañero, el monje Yoshun, habían intentado cazar a Gohei, pero nunca le encontraron.

            Ryosei sintió lágrimas asomarse, después de tantos años. Las memorias del hombre cariñoso y animado que la había criado después que la muerte de su madre era tan recientes que el dolor casi rompió su espíritu. Pero sabía que eran mentira. Ese hombre, su padre, estaba muerto. Solo quedaba una abominación que llevaba el nombre de su padre.

            ¿O había mas? ¿Existía aún su padre, enterrado en las profundidades de esa cáscara sucia y podrida? Había relatos del espíritu de un samurai León, Akodo Godaigo, que había sobrevivido durante siglos como un espíritu corrupto sin perder su honor. ¿Era posible salvar a su padre? No lo sabía. Pero no podía morir sin haber al menos intentado salvarle. Si quedaba algo de honor en su alma, lo encontraría. Si no había, entonces acabaría para siempre con la ignominia que él representaba para su familia. 

            La majestuosidad de la naturaleza se diluyó calmadamente cuanto mas al sur viajaba Ryosei. A las dos semanas de dejar su casa, estaba de lleno en las provincias Cangrejo, dirigiéndose directamente a las Tierras Sombrías. Ya no había pájaros que trinasen, ni el sonido del viento moviendo los frondosos árboles. Las mariposas no revoloteaban entre exuberantes flores, y ninguna pequeña criatura corrían rápidamente entre la maleza para esconderse de ella. Aquí, solo había silencio. ¿Qué sitio tan terrible tenían que ser las Tierras Sombrías, si la simple proximidad a ellas podía destruir el orden natural? Ryosei sintió una gran tristeza por la pérdida de lo que seguramente había sido un paraje magnífico y salvaje, ahora reducido a poco más que una callada tumba. El amuleto de jade que había comprado a un cazador de brujas con el que se encontró, brillaba con una pálida luz mientras continuaba hacia delante.

            Mientras se lamentaba del silencio y desolación a su alrededor, Ryosei fue sorprendida por una profunda y desquiciada risa que surgió de repente entre las faldas de las montañas por las que viajaba. La risa heló su propia alma, y asió fuertemente su nagamaki en sus manos al oírla.

            “¡Veo, veo, una pequeña zorra gris correteando por las colinas!” Resonó una voz espectral, extrañamente calmante desde algún lugar sobre Ryosei. Ella desesperadamente busco por las rocas la fuente de esa voz, automáticamente agachándose para adoptar una postura de lucha. “¿Me la comeré para cenar? ¿O es demasiado vieja y dura? Quizás solo vino aquí a morir...”

            Un pequeño sonido llegó a Ryosei desde más arriba y detrás suyo. Una lluvia de pequeñas piedras se deslizó por el costado de un grupo de rocas. Una oscura forma cayó fácilmente al suelo agachado, con una gran mano abierta en el suelo, ante él. Una amplia y mortal sonrisa era visible, a pesar de las sombras que parecían adherirse a la gran figura del hombre. Su cuerpo estaba lleno de músculos y serpenteado con extrañas imágenes e impresiones. Un par de espadas estaban sujetas a la espalda del hombre, brillando doradamente en la oscuridad. Era una pesadilla, pero una que no había sido engendrado por las Tierras Sombrías. Esta pesadilla había sido una vez humana y hacía tiempo que se había convertido tanto en una abominación, como en una leyenda.

            “Hitomi Kokujin,” respiró Ryosei, su voz temblando casi imperceptiblemente. “Algunos monjes Hoshi te estaban buscando.”

            “Ahora solamente Kokujin,” contestó el ise zumi, sonriendo ampliamente mientras se cruzaba de brazos. “¡Hola, zorrita!” Su voz adoptó el tono agudo de un niño, lleno de asombro. El sonido dejó helada a Ryosei. “¡Dios mío, te has vuelto gris ahí arriba! ¡Eres una pequeña zorrita plateada!”

            Ryosei dio, involuntariamente, un paso hacia atrás. Su padre la había llamado alguna vez pequeña zorrita plateada, después de un accidente que había decolorado brevemente su cabello. En aquella época solo era una niña, pero el mote había perdurado durante años. “No tienes derecho a llamarme así, bestia asquerosa,” gruñó al Dragón Manchado. Apuntó el nagamaki a su pecho.

            “¡O, ho! ¿Qué es esto?” Los ojos de Kokujin se abrieron excitados. “¡La pequeña zorrita plateada enseña los dientes! ¡Que delicioso! Pero te puedo llamar lo que quiera, pequeña zorrita. Tu padre me dio permiso cuando hice un servicio para él.”

            “¿Mi... mi padre?”

            “¡Si!” El monje se enderezó de repente y aplaudió. “Él y yo somos grandes amigos. ¡Es tan ocurrente! Y con una hija tan deliciosa, además. Un poco mayor para mis gustos, quizás. O, como se dice, ¿la nieve del tejado habla de un fuego interior?”

            Las palabras burlonas de Kokujin eran demasiado para que Ryosei aguantase. Su cara se volvió una máscara de ira, y con un gran grito, invocó a los kami del aire para que la llevaran hasta él. Invocando cada gramo de su fuerza, se tiró con su Nagamaki hacia el retorcido monje. Con un satisfactorio golpe, el arma se enterró en su pecho.

            Kokujin nunca se movió. La sonrisa nunca desapareció de su cara. Los tatuajes parecieron girar alrededor de la punta de la lanza, enterrada en las profundidades de su estómago. Negra sangre fluyó libremente sobre el estómago y el hakama del hombre tatuado. Horrorizada, ella vio como la sangre de la herida detuvo, de repente, su movimiento y fluyó hacia arriba, deslizándose por el cuerpo del monje, de vuelta a la herida. Un tatuaje que recordaba a un oni miraba a la lanza protuberante con curiosidad maliciosa. El dibujado demonio golpeó con sus garras, rompiendo el arma por la superficie de la piel. La herida sangrante de Kokujin se cerró tras el.

            “No lo suficientemente bueno, pequeña,” dijo Kokujin. Sus ojos ya no estaban divertidos.

            Ryosei trastabilló hacia atrás, la inútil arma cayendo de sus manos. Kokujin se adelantó rápidamente, golpeando a la mujer Fox fuertemente en el mentón, tirándola fácilmente al suelo. Ryosei agitó su cabeza para aclararla e intentó levantarse del suelo de piedra. Miró hacia Kokujin. El ise zumi estaba mirando curiosamente por encima de su hombro, a donde la punta de la lanza todavía sobresalía de su espalda. Con un extraño movimiento, cogió el arma y la sacó de su cuerpo. Miró a la ensangrentada punta con hastío, para luego tirarla descuidadamente a un lado.

            “Eso,” dijo calmadamente Kokujin, “ha sido descortés. Pensar que tu padre me mando hasta aquí para saludarte, y tu me recibes tan groseramente.” Su sonrisa volvió, pero los ojos del Dragón demente ya no estaban alegres. Ryosei sabía sin ninguna duda que él la podía matar en cualquier momento. Dudaba de que incluso su magia pudiese dañar a este monstruo. Estaba a su merced.

            “Ahora,” continuo el ise zumi, acercándose a ella, “Tengo una proposición para ti, pequeña zorrita plateada. Vienes conmigo, y te llevo hasta tu padre, como querías.” Miró hacia el sur, hacia las Tierras Sombrías. “Obtendrás las respuestas a todas las preguntas que te han obsesionado durante estos años.” Se hizo una larga pausa. “O te puedes ir. Te prometo que no te cazaré.”

            Ryosei le miró en silencio. ¿Era su oferta genuina? ¿Por qué si no diría eso? Miró hacia el norte, hacia su hogar. En el instante en que Kokujin apareció, supo que nunca volvería a ver su hogar. Ahora, quizás, había una posibilidad de volver al Kitsune Mori. Pero si lo hacía… ¿podría soportar el no saber? ¿Nunca saberlo? 

            Pero por otro lado, ¿sería tan tonta como para encontrarse con su padre en sus propios términos?

            Kokujin extendió su mano. “Cógela, pequeña zorrita plateada,” dijo, con un tono que parecía de simpatía sincera en su voz, “No mueras lamentándote.”

Ryosei miró a Kokujin con precaución durante algún tiempo, y luego la cogió. El ise zumi la ayudó a levantarse, y los dos se volvieron hacia el sur.

 

 

            Durante mucho tiempo, estuvo en silencio. Cuando, finalmente, las palabras llegaron, todo lo que Ryosei pudo decir fue “No puede ser.”

            “Venga ya,” sonrió Kokujin. “¿Cuantas cosas imposibles has visto en tu vida? Seguro que esto no es nada.”

            “Una ciudad...” dijo Ryosei, mirando al horizonte, “¿en las Tierras Sombrías?”

“Contempla la Ciudad de los Perdidos, pequeña zorrita plateada,” dijo Kokujin con todo el orgullo de un samurai enseñando su castillo. “¿Alguna vez habías visto tanta belleza?”

            Ella no podía responder. La ciudad que se tendía bajo ellos no se parecía a nada que hubiese visto antes, aunque belleza no era una palabra que usaría para describirla. Superficialmente, se parecía a cualquier otra ciudad, pero había algo en ella que hacía que su sangre se helase. Los edificios parecían construidos con piedra y obsidiana. Algunos eran demasiado pulidos, demasiado curvos, casi parecían vivos. Aún desde esta distancia, podía ver que había torres construidas con hueso. Era una verdadera ciudad, pero los ángulos estaban mal, el color, de alguna manera, era incorrecto. Parecía como si alguien había construido una ciudad con los planos de otro, sin haber visto jamás una. Le dolía la cabeza por mirarla durante un rato largo.

            “Ven,” dijo Kokujin, “déjame enseñarte la majestuosidad que alguna vez puede ser tuya.”

            Ryosei apenas notó bajar por el acantilado, ni el paisaje desolado y descolorido que les separaba de la ciudad. Estaba perdida en una niebla, todos sus pensamientos intentando mantener el tenue asidero a su estabilidad mental.

            Cuando ambos entraron en la ciudad, miró a las almas malditas que guardaban las límites. Algunos tenían carne podrida y heridas abiertas típicas de los no-muertos. Otros parecían muy vivos, pero nunca pasarían por normales fuera de las Tierras Sombrías. Uno tenía la piel que brillaba como el sol. Otro estaba cubierto de afiladas y negras escamas. Una pobre samurai-ko estaba encorvada como un animal; grandes alas, parecidas a las de los escarabajos, salían de su espalda.

            “Estos son los Perdidos,” dijo Kokujin, gesticulando hacia ellos. “Una generación nacida en las Tierras Sombrías. Nunca han conocido la luz pura de Rokugan. Nunca han conocido otra ley que la ley de las Tierras Sombrías.”

            “Supongo que ahora me dirás que para ellos, yo soy el monstruo,” susurró Ryosei.

            Kokujin rió. “No,” dijo. “¡Para ellos tu eres una presa! Te recomiendo que te quedes cerca de mi, y no pierdas ese amuleto de jade.”

Los Perdidos la miraban con descarado odio, igual que había visto a los samurai Cangrejo mirar a los Manchados. Pero cada uno de ellos se inclinó ante Kokujin, una muestra de respeto por su puesto y poder.

            “¿Estás asustada, pequeña zorrita plateada?”

            Ryosei no quiso mostrar debilidad. Se volvió para mirar al Dragón con cara impasible y su cabeza erguida. “Un samurai no conoce el miedo. Y aunque tuviese esa debilidad, creo que tu no serías el que la provocara.”

            Kokujin soltó una carcajada. “¡Excelente! ¡Claramente eres la hija de tu padre!” El ise zumi unto sus manos, encantado, haciendo que los tatuajes de su pecho se movieran sobrenaturalmente. Ryosei tuvo que reprimir un escalofrío. “Muy bien,” continuo él. “Empecemos con tu educación. Aquí tenemos una civilización impresionante,” sonrió ante la idea. “Creo que te asombrarás ante la diversidad y sutileza de nuestra próspera ciudad. Por favor, déjame enseñártela.” Kokujin abrió sus brazos de una manera grandiosa, para abarcar la ciudad entre ellos.

            La cara de Ryosei no cambió. “Como desees.”

 

 

            Mientras los últimos rayos de sol quemaban la superficie de obsidiana de la Ciudad de los Perdidos, Kokujin llevó a Ryosei a un gran templo cerca del centro de la ciudad. “Esto,” afirmó, “es nuestro sito más importante de culto, el Templo del Noveno Kami.” Pareció que el monje tenía que intentar con fuerza, no reírse mientras decía esto. De todos los Perdidos que había visto Ryosei, ninguno parecía tener el extraño sentido del humor de Kokujin. Inquietantemente, le recordaba a otros ise zumi que había conocido, aunque con una clara vena sádica.

            “No has cumplido tu promesa, Kokujin,” dijo calladamente.

            “¿No?” Preguntó Kokujin. “¿De verdad?” Rápidamente abrió las puertas del templo. A través de ellas, Ryosei podía ver un gran estrado que miraba sobre las ennegrecidas aguas de la costa, más allá. Aún desde aquí, podía ver gigantescas formas moviéndose lentamente por el agua. Pero eso la interesaba poco ahora mismo. Mucho más interesante era la silueta de una figura de pie cerca del estrado, delineado por la débil luz del sol. Una silueta extrañamente familiar, aún después de tantos años.

            Entonces, él se giró, y Ryosei le vio como realmente era. Su piel estaba arrugada y disecada, y dejaba ver los huesos en muchos sitios. Sus dientes sobresalían en una sonrisa asquerosa. Solo quedaban huecos donde antes habían estado sus ojos, que ahora brillaban con una luz impura que ardía en la profundidad.

            “Ven, hija,” dijo Kitsune Gohei. Su voz era poco más que un susurro, pero resonó por el templo. “Ven y saluda a tu amante padre.”

            Ryosei ahogó un grito de dolor y trastabilló hacia adelante. Anduvo calladamente por la cámara como en una nube. Cuando finalmente llegó a la plataforma y miró hacia la harapienta y degenerada figura que una vez había sido su padre, todas las cosas que había esperado tanto tiempo para decirle habían desaparecido. No la venía nada. Le miró con la mente en blanco durante unos momentos. Después, por fin, consiguió balbucear una par de palabras.

            “¿Por qué?”

            Gohei chasqueó su lengua. Era el sonido que un padre sabio podía hacer cuando un niño pregunta algo tonto. “¿Tienes que preguntarlo? Mira todo sobre lo que mando. En Rokugan, era el señor de un pequeño clan que luchaba cada día por sobrevivir. Aquí, mando legiones de guerreros incansables y me tienen miedo en todo el Imperio.” Se volvió para mirar la ennegrecida bahía. Ryosei siguió su mirada para ver los grandes y brillantes barcos flotando en el puerto.

            Los barcos eran gigantescos, y no eran de una clase familiar para Ryosei. No parecían barcos Mantis, ni Cangrejo, ni Grulla. Apenas podía ver la forma de un hombre ordenando a los demás que subían al barco. Sus rasgos eran imposibles de discernir, pero su ropaje era muy extraño.

            Diestramente, Gohei se puso delante de ella, impidiéndola ver. “Aquí no hay nada que te concierna, hija.” Su tono era represivo, regañándola. Era imposible, pero Ryosei notó sus mejillas sonrojarse. Se giró rápidamente.

            “¿Como nos pudiste dar la espalda, padre? ¿Cómo pudiste abandonar todo?”

            “Porque nuestras vidas no tenían sentido.” Esa blasfemia era increíble, y golpeó a Ryosei de lleno, aún viniendo del enfermizo cuerpo en que se había convertido su padre. “¡Vivir una vida dedicada a honrar a los muertos, reprimiéndose de deseos que son naturales, nunca pensando en el presente, luchando por sobrevivir! Es un sistema falso, hija. Los hombres deberían reverenciar el poder y aquellos que lo tienen, no a aquellos que lo único que han conseguido es morir.” La miró fijamente. “Sabes tan bien como yo que hay muchos mas tontos en Rokugan que hombres honorables.”

            Gohei se giró de repente y sacó una caja de un ennegrecido altar de piedra. Abriendo la caja, sacó un solo pergamino y se lo ofreció a Ryosei. “Únete a mí, hija. Gobierna a mi lado. Sirve a un verdadero Emperador, y no a las pálidas sombras que intentan controlar Rokugan – los patéticos Cuatro Vientos.”

            Ryosei no podía respirar. Estaba obnubilada por el antiguo pergamino que tenía su padre en su esquelética mano. El pergamino era negro y desgastado. Extraños kanji, de un tipo que no había visto nunca, estaban escritos sobre su superficie. El pergamino parecía que irradiaba sombras. “Ese pergamino...” susurró finalmente ella.

            “El Décimo Pergamino Oscuro,” dijo él.

“No puede ser,” dijo Ryosei. “Fueron destruidos. Los Escorpión dijeron que habían destruido todos.”

            “Si.” La voz de Gohei estaba teñida de diversión. Podía haber sonreído si verdaderamente hubiese tenido una cara. “Claro que lo hicieron. Vinieron y me lo quitaron para quemarlo, supongo. No recuerdo que pasase eso, pero es que soy un viejo. La memoria puede ser un sirviente voluble. Los honorables Escorpión nunca mentirían sobre algo tan importante.” No quitó el pergamino.

            Ryosei miraba de su padre al pergamino con aprensión. No tenía palabras para expresar el abanico de horribles emociones que luchaban en su alma. Después de algunos momentos en silencio, lentamente extendió su mano... y luego, rápidamente la quitó. Sintió un fuerte dolor en su corazón, parecido al pesar. El pergamino quería que ella lo cogiera.

            “¿No es esto lo que buscas?” Preguntó Gohei. “El hechizo que hay dentro te puede dar la sabiduría para destruirme... o para ser como yo. Lo que prefieras. Ahora eres vieja, Ryosei, como yo lo fui. No te abandonaré a los estragos de la mortalidad. Te doy esta elección.”

            “No puedo,” susurró ella. “Necesito... necesito tiempo para pensar.”

            “Desde luego, hija,” la voz de Gohei era cálida y calmante. Metió el pergamino en su manga. “Haré que te lleven a una habitación. Volveremos a hablar por la mañana.” Gesticuló, y una figura en armadura negra apareció al lado de Ryosei.

            “Yo... Yo no... gracias, padre,” dijo finalmente, inclinando su cabeza. Se giró para seguir a la criatura que había aparecido a la orden de su padre. Podía sentir los ojos inhumanos de Gohei clavándose en su espalda mientras cruzaba la sala.

 

 

            Parecía que no había mucha diferencia entre la noche y el día en la Ciudad de los Perdidos, pero cuando esperó el tiempo suficiente, Ryosei notó que la mayoría de los que estaban en las calles volvían a sus casas. Viendo una ocasión para escapar, Ryosei se subió a la ventana de su habitación. Sus “anfitriones” la habían quitado su bolsa de hechizos, por supuesto, pero sabía docenas de oraciones de memoria. Empezó a susurrar una, invocando kami de aire que la llevasen seguramente al suelo.

            “Yo no haría eso, Ryosei-sama,” dijo una voz tras ella.

            Ryosei boqueó, perdiendo la concentración en el hechizo. Sacó un afilado puñal de entre los pliegues de su kimono y golpeó al intruso. Una desgastada mano la cogió por la muñeca. Un par de ojos verdes brillaban en la oscuridad, iluminando una cara desgastada escondida dentro de una profunda capucha.

            “No te quiero hacer daño, Ryosei-sama,” dijo el hombre, “pero si usas tu magia en la ciudad, perderás tu alma. ¿No te das cuenta de donde estás? Este templo esta consagrado al poder de Jigoku. Ningún kami habita aquí, solo kansen.”

            “¿Quién eres?” Preguntó ella, liberando su brazo de la sujeción del hombre y alejándose de él.

            “No tengo nombre,” dijo el hombre, “En este sitio, me llaman Omen.”

            “¿Qué quieres?” Preguntó ella.

            “¿No es obvio?” Dijo él. “Quiero ayudarte a escapar.”

            “¿Por qué?” Preguntó ella.

            “Eso es complicado,” dijo él. “¿Importa?”

“Esto podía ser una trampa,” dijo ella.

“Si hubiésemos deseado matarte, lo podríamos haber hecho en poco tiempo,” dijo él. “Ya has confiado en Kokujin y en el Horror Andante de Fu Leng. Aumentar tus tonterías una tercera vez te haría poco daño adicional.”

Ryosei parpadeó. “Supongo que tienes razón,” dijo. “¿Cual es tu plan?”

Omen solo extendió una mano. Ella la cogió cuidadosamente y él susurró un corto hechizo, el mismo hechizo que Ryosei había preparado para invocar. Ambos saltaron desde la lata ventana, flotando suavemente hasta el suelo, como hojas en una brisa.

“Creí que habías dicho que usar aquí magia era arriesgar tu alma,” susurró Ryosei una vez que se habían escondido entre las sombras.

“Así es,” dijo Omen, mirando con cuidado la calle.

“¿Qué haremos ahora?” Ella preguntó.

Omen la miró, su cara impasible. “Se dice que muchos Fox son hábiles y astutos rastreadores. ¿Lo eres tú?”

            “Me gusta pensar que si,” dijo ella con una pequeña sonrisa.

“Bien,” dijo Omen, entregándola una pequeña bolsa. “Coge esto.”

“¡Mis pergaminos!” Exclamó Ryosei, rápidamente colgándose al hombro la bolsa.

“Fuera del templo, puedes usar tu magia sin apenas riesgo,” dijo Omen. “Dentro de la bolsa encontrarás un mapa. Úsalo para encontrar el poblado de la Tribu del Hueso Tullido. Un Nezumi llamado Te'tik'kir te ayudará a volver al Imperio, si le das mi nombre. Ahí dentro también hay un cristal. Lo usaré para ponerme en contacto contigo.”

“¿Conmigo?” Preguntó Ryosei. “¿Por qué desearías contactar conmigo?”

“Es complicado,” dijo Omen. “Es suficiente decir que soy afortunado por que apareciste cuando lo hiciste. Estoy aquí buscando información.”

“Estás Manchado,” dijo ella.

“Pero aún no Perdido. El precio de la sabiduría,” dijo él con una sonrisa sin gracia. “Mi sacrificio no es nada. Sabré la verdad sobre Daigotsu.”

“¿Quién?”

“El Nuevo Señor de las Tierras Sombrías,” dijo él. “¿Sabes algo sobre Iuchiban?”

Ryosei asintió. “El fundador de los Bloodspeakers.”

“Un alma Manchada que decía tener sangre del Emperador,” dijo Omen. “Ya se ha escapado dos veces de su Tumba. He cazado Bloodspeakers durante mucho tiempo, Ryosei-sama. He sabido que veneran a un hombre llamado Daigotsu, aún más que a su oscura dueña, Shahai. Algunos hablan de él como si fuese el propio Iuchiban. Ahora este Daigotsu lidera los ejércitos de los Perdidos. Él construyó la ciudad que ahora ves.” Omen señaló las oscuras calles.

“¿Es Daigotsu Iuchiban restituido?” Preguntó Ryosei.

“O posiblemente uno de sus descendientes,” dijo Omen, “Las similitudes son demasiado numerosas para ignorar. La vida de Iuchiban fue compleja. Pocos conocen ahora la verdad.”

“Pero tú si,” dijo ella.

Omen asintió.

“¿Y quién eres tú?” Preguntó ella.

“Eso no es importante,” dijo él. “Guarda bien el cristal. Cuando sepa más, me pondré en contacto contigo. Confió en que llevarás la información a aquellos que la puedan usar contra Daigotsu.”

“Lo haré,” dijo Ryosei. “¿No vienes conmigo?”

“No estás a salvo conmigo,” dijo Omen. Un extraño brillo pareció pasar tras sus ojos. Por un breve instante, pareció poner mala cara. “Debo irme ahora.”

“Gracias, Omen,” dijo ella.

“En su momento, seré yo el que te de las gracias,” dijo él. Rápidamente se dio la vuelta y corrió hacia las oscuras calles.

Ryosei no perdió tiempo. Ya estaba planeando como escaparse de la ciudad. Cuando Kokujin la trajo hasta aquí, se había fijado en las calles más oscuras, los callejones más rápidos. En minutos, estaría otra vez al otro lado de las murallas. Se paró un momento para comprobar su bolsa y asegurarse de que llevaba todo lo que necesitaría.

La boca de Ryosei se abrió horrorizada.

Dentro de la bolsa de los pergaminos, encontró sus pergaminos, el mapa, y el cristal de Omen.

También encontró el Décimo Pergamino Oscuro, enrollado dentro de una caja de cristal puro.

Por un momento, consideró dejarlo caer en la calle. Pero lo retuvo con ella, y rápidamente salió de la Ciudad de los Perdidos.