La Carrera hacia Volturnum
por
Ree Soesbee
Traducción de Mori Saiseki
Las Tierras Sombrías se
extendían ante ellos como una plaga, extendiéndose ri tras ri de terreno roto y
retorcido. Incluso la sal no le haría daño a el amargo suelo de esta tierra desolada.
La tierra había muerto hacía mucho, mucho tiempo, a manos de los oni y de otros
deshechos. Los Yermos Shi-Khan eran las tierras de Akuma, de mil Kuni muertos y
cien vidas torturadas.
Aquí se reunían los shugenja Fénix, sus anteriormente elegantes túnicas ahora
manchadas y rotas. Un susurro les llamó, y una voz que no se sabía de donde
salí les murmuró en sus oídos – suave al principio, luego más fuerte al empezar
a soplar con fuerza el viento del sur. Diez bushi Fénix escoltaban a los cuatro
shugenja, pero no había habido ninguna batalla. La guerra se estaba luchando al
sur, donde los León de Tsanuri mantenían el frente contra un ejército de
demoníacos monstruos. Tras los Fénix, estos veían a samuráis de otros clanes
luchaban contra la creciente marea de no-muertos y hordas de onis. Tsukune miró
hacia atrás hacia los fuegos que se elevaban, viendo las siluetas de guerreros,
ensangrentados y caídos, a través del humo. Aunque la lucha se podía oír desde
donde estaban, los Yermos Shi-Khan habían sido considerados “relativamente
seguros” por los exploradores Unicornio.
“Seguros,” ya que ningún contrincante tenía intención de usarlos. Corrosivos,
baldíos, llenos de pozos de ácidos y depresiones de tortuosos pantanos, la
tierra esta no descansaba. Pero la lucha era cercana, y los shugenja
necesitarían terminar sus hechizos con rapidez. En cualquier momento se podrían
romper las líneas, y los oni estarían sobre ellos.
“¿Podrán los demás clanes mantenerse si nosotros fracasamos?” Preguntó uno de
los bushi, su yari bajado mientras andaban con cuidado hacia delante, la
formación de samuráis rodeando a tres shugenjas, una mujer con armadura color
de las llamas, y un niño.
“Si este ritual funciona, Raigen-san, entonces no tendrán porque hacerlo.
Podremos mandar a legiones enteras a través de kilómetros de tierras, a través
de los ejércitos de Akuma. Si los Maestros Elementales lo pueden realizar
sin... ” Ella se detuvo, mirando una vez más al vacío lugar en el círculo de
los shugenja. Cuatro, cuando deberían ser cinco. “Tendrán que lograrlo. Alguien
debe limpiar el camino.”
La voz era la de su Campeón, y el bushi asintió. “¿Y si fracasa?” No era miedo,
solo resonaba la preparación en el tono del bushi.
Tsukune no tenía respuesta. El ritual era uno de los hechizos más poderosos de
la biblioteca Isawa, que se creía destruido cuando Isawa Tsuke quemó las
tierras Fénix. Perdido... excepto para el Maestro del Fuego, Hoichu. Durante su
titánica batalla con el espíritu de su padre en Morikage hace tanto tiempo, le
había sacado el conocimiento perdido de la mente del espíritu loco. Pero ahora,
cuando un Maestro del Fuego había fallado al clan, ¿podrían los Fénix llegar a
confiar en otro? Tsukune miró cuidadosamente a Hoichu, evaluando su postura y
movimientos. Si, el joven era poderoso, ¿pero era los suficientemente fuerte
como para aguantar a los kansen de las Tierras Sombrías, y el desgaste que
supondrían sobre su magia?
Los Fénix solo podían rezar.
Los demás penetraron dentro de un marchito claro, permitiendo que una joven de
pelo negro se adelantase. Andaba despacio, su pálida mano sujetando
tranquilizadoramente la mano de un niño que no tenía más de diez años.
“Ningen....”
El niño de diez años rodeó con sus brazos los hombros de su hermana, con la
exhuberancia de un crío. “No pasará nada, Tsukune-sama. Yo también le puedo
oír. Y me necesitan.” Miró a los shugenjas reunidos en la llanura ante él.
“Pero cuando os llamemos, tenéis que venir. Tenéis que hacerlo.”
“Por supuesto que lo haremos. ¿Estás seguro...?”
“¿Ningen-san?” La voz de Isawa Hoichu permaneció en el viciado aire. “Estamos
preparados.”
“Tengo que irme, hermana-mei.”
“Lo sé.” Aunque era la Campeona de su clan, Shiba Tsukune apenas pudo reprimir
el congojo en su voz mientras se despedía del joven niño que tan rápidamente se
estaba convirtiendo en un hombre. Se quedó mirando hacia el baldío páramo
mientras Ningen corrió hacia el Maestro del Aire que le estaba esperando. Se
intercambiaron unas palabras, y el niño asintió, se alisó su gi, y se inclinó. Hoichu
sonrió, cogió a Ningen de la mano, y le llevó hasta el círculo. Era un círculo
incompleto: había cuatro en vez de cinco – cuatro donde debían ser muchos.
“Venimos al círculo para poder salvaguardar el Imperio,” susurró Taeruko,
empezando la antigua letanía.
“Venimos al círculo para poder encontrar la sabiduría en la verdad,” dijo otro
hombre, más viejo, con ojos marrones, de acero.
Hoichu habló, “Venimos al círculo para poder tener armas contra nuestros
enemigos.”
Una pausa, y todo permaneció en silencio. Entonces Ningen pió en voz baja,
“Venimos al círculo para poder encontrar el equilibrio.”
Alrededor de ellos, el viento empezó a levantarse, soplando hacia todos los
lados como una bestia enjaulada. Un canto solemne empezó en la garganta del Maestro
del Aire, repitiéndose monótonamente en voz baja y con los sonidos de la
batalla tras ellos.
La gruesa mata de pelo de Taeruko se movió lentamente mientras ella levantaba
una piedra del suelo, haciéndola pasta con sus dedos. Cuando volvió a abrir su
mano, grava – en un volumen imposible, dado de donde provenía – salió de entre
sus dedos e hizo un círculo alrededor de los shugenjas en un anillo de piedras
voladoras flotantes. Su suave y aguda voz vagó en el viento del hechizo,
resonando en las rocas que había a su alrededor, como si la propia tierra
cantase en armonía con su canto.
Volutas de humo vagaron por el aire, y chispas espontáneas se empezaron a
reunir alrededor de las piedras. Cada una hizo un leve estallido, brillando con
energía, hasta que al fin, una barrera se rompió, y las piedras ardieron en
llamas. Se arremolinaron llamas alrededor de la compañía, bloqueando las
miradas de los bushi que estaban fuera.
“Tsukune-sama,” dijo de repente Raigen, levantando su yari. “Hay bestias – que
vienen hacia aquí. Vienen directamente hacia nosotros; o ven las llamas, o
sienten la magia.”
Parece que estas llanuras no son tan seguras después de todo, pensó Tsukune,
desenvainando la ancestral espada de su clan.
Tres jinetes León cabalgaban por la llanura, sus monturas empapadas de sudor.
“¡Fénix-sama!” Gritó Matsu Mori, viendo a Tsukune. “Un oni va hacía vosotros.
¡Debéis retroceder tras las líneas!”
“Por las Fortunas, no podemos retroceder,” Tsukune indicó el grupo de
shugenjas, quietos como rocas, meditando, mientras rayos de luz de las
estrellas empezaban a relucir por el anillo de llamas y piedras. “Hay mucho que
perder.”
Mori miró hacia los shugenjas, sus manos elevadas en oración, y asintió.
Haciendo una señal para que sus tropas se quedasen, giró su montura en grandes
saltos, haciendo que el alto bayo se detuviese. Por precaución sacó su propia
espada. “Entonces nos quedaremos con vos, Shiba-sama.”
Tsukune miró hacia su hermano. La solemne cara de Ningen – quieta, callada,
meditando, mientras sus mayores empezaban a ir hacia el centro del círculo. Al
hacerlo, hebras de la luz de las estrellas, de piedras, y de fuego se empezaron
a formar, retorciéndose con sus movimientos, uniendo sus manos, y tirando del
tejido del mundo. Gennai, el Maestro del Aire, torció el aire de la misma
manera, tejiendo cuerdas invisibles de viento entre las hebras más oscuras de
la noche.
Junto a los tres jinetes León, los Fénix retrocedieron. A un lado, Tsukune
gritaba órdenes para formar una fila y mantenerla, y al otro lado, Mori montaba
con sus dos hombres una unidad de ataque rápido, que molestase a la horda que
venía mientras se acercaban al pequeño grupo de Fénix. Más allá, tras la línea
de Ugulu y mujina, una descarga de hechizos rompió las nubes, cayendo como lluvia
sangrienta sobre los lejanos guardias Grulla y Unicornio. El centro de la
batalla se acercaba.
“¡La batalla no debía haber llegado hasta aquí!” Tsukune le gritó a Mori
mientras este pasaba cerca, la espada de ella cortando en dos a un Oni no Ugulu
que se había acercado demasiado. Los bushi Fénix empezaron a moverse,
alejándose del hechizo que se estaba haciendo tras ellos. Cada paso que
pudiesen alejar a los oni del ritual, mejor. Tsukune no estaría satisfecha
hasta que el canto del los Maestros Elementales no fuese más que un aburrido
zumbido en sus oídos. Aquí. Este era el lugar en el que resistirían. Mirando
hacia Mori sobre su corcel yabanjin, Tsukune gritó, “¿Qué les ha dado la fuerza
para romper las filas de los Grulla?”
Mori sonrió amargamente, girando una vez más a su montura. “Deben de haber
visto nuestro hechizo, Fénix. Eso, y una cosa más. Las fuerzas de la Sombra han
ganado fuerza desde la última vez que tus bushi se enfrentaron a ellos.”
“Mirumoto Sukune ha caído.”
Otro grupo de oni atacaron su posición, y aunque su corazón se heló, Tsukune
luchó valientemente. Su espada era como plomo en sus manos, pero no dejaba de
luchar. Sukune, el viejo que siempre estaba ahí – ¿muerto? Que amargamente le
llorarían los Dragón. Había traído a cincuenta soldados a los páramos del
lejano sur, buscando venganza por el pasado e su dama. Si había muerto, era
seguro que sus tropas habían caído junto a él. Demasiados caídos... demasiados
perdidos.
Tras Tsukune, los cánticos del los Maestros Elementales se hicieron más
grandes, y el viento se hizo más fuerte. Pronto completarían el hechizo – pero
antes, el grupo principal de la horda de las Tierras Sombrías llegaría hasta
ellos, y su trabajo sería en vano. De repente, magia de sangre se irguió desde
el sur, corriendo como un río hacia su posición.
Allí, tras los oni – hechiceros de la sombra Goju.
La marea de sangre se hinchó, volviendo la tierra roja de sangre y apartando el
torpe ataque de los oni. Tsukune intentó gritar, avisar a los Maestros
Elementales antes de que la ola de oscuridad y sangre la alcanzase, pero era
demasiado tarde.
El ataque de los oni no había sido mas que una finta que cubriese el verdadero
ataque. Tsukune vio a los hombres que estaban entre ella y el arco rodante
empezar a arder, la carne humeando y pelándose de huesos repentinamente
ennegrecidos. En segundos, oni, bushi y todo explotó para convertirse en
cenizas y carbón. La ola continuó, y Tsukune sintió como ardía su cara, su
largo pelo arder, y la piel de sus manos llenas de callos empezar a
resquebrajarse por el calor y la sombra.
Apareciendo por su derecha, el gran bayo de Mori salió de entre una neblina,
como si las propias Fortunas le hubiesen concedido el paso. Cogiendo a Tsukune
y poniéndola sobre la grupa del corcel, espoleó al caballo hacia los Maestros
Elementales.
“¡A cubierto!” Mori les aulló, pero Tsukune, apenas consciente, casi no escuchó
su rugido. El último bushi Fénix, viendo como su Campeona yacía inerte sobre el
caballo de Mori, se puso entre la marea que se acercaba a toda velocidad y el
círculo de shugenjas. Su cuerpo sería la única cobertura que tendrían los
Maestros Elementales de la fuerza de las sombras.
“¡No puedes quedarte!” Gritó Mori, anonadado.
“No me puedo ir,” dijo con firmeza Raigen. “No es lo que ella desearía.”
Indicando a Tsukune, el Shiba aguantó con firmeza donde estaba, poniéndose
entre la marea sangrienta y el canto del Maestro del Aire. “No hemos luchado
por los Isawa durante mil años, entregado nuestras vidas y honor, para
fallarles ahora. Me quedo con ellos, como prometí.”
“¡Maldita sea tu valentía!” Gruñó Mori, tirando de las riendas de su caballo.
Ordenó a los otros dos jinetes León que se le uniesen, y también ellos se
pusieron ante la cresta cargada de muerte. Cuatro hombres, tres caballos, y
valentía es todo lo que había entre los Maestros Fénix y la tormenta.
Entonces llegó la marea.
El cántico continuó, sostenido por el experimentado retumbar del tono bajo de
Gennai, pero el hechizo que estaban haciendo los cuatro Maestros Elementales se
empezó a fragmentar bajo el ataque de hechicería de los hechiceros de la sombra
Goju. Las hebras de su ritual se empezaron a destrenzar, rodeándoles –
Maestros, Shiba, Leones, todos – en una telaraña de hechicería. A través del
rugido del viento y de la neblina impregnada de sangre de los shinobi, Mori
agarró la forma semi-inconsciente de Tsukune, su cuerpo escudando a la Campeona
Fénix del viento y del calor.
“Hoichu… no, no podemos... ” La Maestro de la Tierra intentó recoger las
hebras, atando las piedras con fuego, intentando detener el ritual.
“¡Necesitamos agua, Taeruko! El ritual – debemos completar...” Sus voces se
perdieron en el remolino, y Mori sintió como su piel se ennegrecía, chasqueando
como la carne de un páramo de ácido desierto. Alrededor de él, los demás bushi
empezaron a explotar, sus cenizas esparciéndose por los fuertes vientos,
mientras uno a uno caían bajo la marea shinobi.
“Mi espada…,” murmuró Tsukune, despertando a pesar de la agonía de las
quemaduras que había sufrido. Con un esfuerzo heroico, levantó la brillante
espada hacia el cielo, y susurró tres palabras. “Shiba… ayúdanos.”
Dentro de su alma, un coro de voces respondieron a su llamada.
Apenas consciente, Mori sintió mas que vio un fiero fulgor que emanaba del arma
de Shiba Tsukune, al despertar a la vida la Espada Ancestral del Fénix. Usando
la valentía del corazón de Tsukune y su dedicación al clan, el resplandor de la
espada se extendió alrededor de ellos, protegiéndolos de la amarga ola de
sangre asquerosa y de sombra. Todas las almas que alguna vez habían sido parte
de Shiba – los espíritus que tenía dentro de su alma – les envolvieron. Dentro
del tenue asilo que producía el resplandor, Mori se agarró a Tsukune, rezando a
las Fortunas para que fuese suficiente.
Entonces todo Jigoku se desató a su alrededor. El ritual se acercaba a su fin,
estallando en luz de las estrellas y llamas de encantamiento. Hoichu dominaba
la rebelde magia, y con un fuerte tirón de las hebras encantadas, Mori sintió
como el mundo empezaba a girar. Escuchó a Gennai cantar, haciendo que el aire
parase el golpe como mejor podía, pero el entusiasmo de Hoichu hizo que el
ritual se les escapase de su control. Sin el quinto Maestro Elemental, estaban
perdidos. Entonces, un susurro, apenas oído, resonó a través del ritual.
“Venimos al círculo para encontrar luz en la oscuridad...”
La sangre se unió dentro del remolino de llamas, piedras y luz de estrellas.
Tembló, como si una gran fuerza estuviese tirando de la propia naturaleza de su
ser, y luego, con otro estallido de energía, el rojo de la mancha y de la
asquerosidad empezó a palidecer. Se aclaró no hacia un rosa diluido, si no
directamente de la asquerosidad hasta una clara pureza. Como si el rojo de toda
la sangre estuviese cambiando a voluntad, la rojez nadando y encogiéndose
dentro del líquido; la sangre se hizo agua. Y el agua empezó a girar, uniéndose
a los otros cuatro elementos, y abriendo un portal en el centro del círculo de
los Maestros Elementales. Mori vio como desaparecían uno a uno, como estrellas
en el cielo del amanecer. “Es el momento,” murmuró la desconocida y medio
recordada voz, y Mori vio a un hombre con un aura dorada al otro lado del
portal mágico. Tras él, los otros Maestros Elementales empezaron a aparecer,
las altas puertas de Volturnum rodeándoles con sombras y oscuridad.
“¡Hermana, hermana!” La voz de Ningen resonó extraña por el portal mientras
agarraba la mano del hombre del aura dorada. Tsukune lo intentó, pero no pudo
ver su cara. Ningen siguió gritando de alegría mientras el portal se empezaba a
cerrar. “¡Él está aquí! ¡Le hemos encontrado! ¡Date prisa! ¡Te esperaremos en
Volturnum!
“¡Cuida de ella…!” Gritó Ningen, pero su voz era débil y pálida. Aunque el
dolor carcomía la carne de Mori, no soltó a la Campeona de Shiba; miró a través
de una neblina de ansiedad y asombro.
El León asintió, mirando con respeto y sorpresa al solemne poder que se
escondía tras los ojos del niño. “Lo haré.”
Muy lejos, Ningen sonrió, ojos marrones brillando con la luz de las estrellas
que los rodeaban. Luego, la cambiante realidad que unía al distante Volturnum
con los Yermos de Shi-Khan empezó a difuminarse.
Tsukune miró como la luz de las estrellas se los tragaba a todos, y la tierra
empezó a cesar de temblar. Unos segundos más tarde el portal se cerró, y las
imagines de Volturnum se desvanecieron en la nada. “O, Ningen.” Ella sonrió con
orgullo, bajando su espada mientras las llamas a su alrededor empezaban a
morir. “Lo hiciste. Todos vosotros. De alguna manera, no sé como, pero lo
hicisteis.”
“¿Donde han ido?” Preguntó Mori sombríamente, viendo como las últimas motas de
luz y llama brillaban en el aire y morían suavemente ante el cercano
crepúsculo. “¿Y a quién han encontrado?”
“Nos esperarán en Volturnum. Cuando lleguemos allí, los Maestros Elementales
estarán listos. Por lo demás...” Tsukune agitó la cabeza, insegura. “No lo sé.”
“Entonces dejemos que limpien el camino, y no les fallaremos.” Mori asintió con
una corta y maliciosa sonrisa. “Venid, Shiba-sama. Estáis herida, y aún hay
mucho que hacer.”
Tsukune asintió, sintiendo como las voces de su alma se callaban y
desaparecían. Muy al sur, una estrella brillaba en lo alto del cielo, siguiendo
la estela de la luna.
“Ningen,” susurró ella, sabiendo que de alguna manera su hermano la podía
escuchar. “Iremos a por ti.” Con eso, Mori hizo girar a su renqueante caballo,
y empezó el viaje de vuelta al campamento, dejando que solo las cenizas y el
humo relatasen la historia.