El Retorno del Señor


por Rich Wulf y Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

Koto se apoyó en su espada y miró hacia la noche con una mirada vigilante, aunque algo desilusionada. Esta noche su obligación era vigilar las puertas de Toku Torid-E, el Virtuoso Alcázar del Clan Mono. Aunque le enorgullecía servir en este puesto dada su relativa juventud, no podía menos que desear cabalgar en las Legiones Imperiales con su hermano y con su hermana. El estar solo en las puertas era un honor bastante grande, pero la simple verdad era que el Clan Mono no tenía enemigos. Los bandidos les evitaban, los ronin les respetaban, y los Grandes Clanes les otorgaban la misma reverencia que reservaban a las Familias Imperiales. Koto sabía que no pasaría nada esta noche, y le gustaba la seguridad de su casa familiar, aunque muy adentro deseaba que las cosas fuesen más interesantes.

“Cuidado, Koto-san,” susurró una voz cerca de su oído. “Cuando jóvenes samuráis tontos desean cosas tontas, las Fortunas a menudo les escuchan, aunque solo sea para darles una lección.”

Koto suspiró, sorprendido, y se giró con su lanza, sosteniendo el arma temblorosamente para defenderse. Una figura estaba justo más allá de la zona que iluminaban las puertas del castillo, vestido con ropajes negros. Su pelo y barba formaban una salvaje melena alrededor de su cara. Sus negros ojos miraban a Koto con divertimiento.

“Maestro Tokei,” dijo Koto, bajando su arma con un suspiro de alivio. Se inclinó tardíamente, recordando sus maneras. “Me habéis asustado.”

Naka Tokei ladeó su cabeza mientras se acercaba, brazos cruzados bajo sus ropas. “¿Si?” Contestó. “Me habían dicho que los hijos de Toku no tenían miedo.”

“Eso no es lo quería decir, Tokei-sama,” tartamudeó Koto, enrojeciéndose avergonzado. “Solo quise decir que me sorprendisteis.”

“No te avergüences, Koto-san,” contestó Tokei. “Llevar el miedo en tu corazón no es una deshonra. Pero si dejas que tu miedo te lleve, ese es el peligro.” Mientras Tokei se acercaba, Koto notó que el viejo shugenja estaba muy pálido. Sus largas trenzas estaban crispadas y despeinadas. Sus ojos parecían cansados, asustados. “¿Está el Señor Toku en casa?” Preguntó. “¿O la Dama Nayoko?”

Koto agitó rápidamente su cabeza. “Madre y padre han sido llamados a la Corte Imperial. Si deseáis hablar con alguien importante, podría ira a buscar a Bokatu o a Doppo…”

Tokei agitó su cabeza lentamente. “Lo que tengo que decir es solo para tu padre,” dijo, su voz algo ronca. “Yo iba… se suponía que iba a estar aquí.” Tokei agitó su cabeza, como intentando quitarse de encima una sensación desagradable.

“¿Maestro Tokei?” Preguntó Koto, con una mano tranquilizando al viejo. “¿Estás bien? Quizás deberíais entrar en el alcázar y relajaros.”

“No,” dijo Tokei, apartando la mano de Koto. El gesto hizo que el shugenja perdiese el equilibrio, dando un traspiés. Koto actuó con rapidez, cogiendo el hombro de Tokei para estabilizarle. A través de su gruesa capa, Koto podía sentir el hombro del shugenja, delgado y huesudo, como si se estuviese debilitando.

“Maestro Tokei, por favor,” le presionó Koto. “No estáis bien.”

“Quizás tengas razón,” dijo Tokei con un suspiro.

 

 

CANGREJO

 

Hida Masu sonrió mientras aplastaba al último goblin. Había sido un grupo grande, pero las asquerosas criaturas no habían tenido oportunidad alguna. Miró hacia Hida Reiha, que estaba limpiando con un movimiento de su muñeca, despreocupadamente, la sangre de su katana. “¿Cuantos os habéis cargado, Reiha-sama?”

          Ella miró hacia el suelo sin mostrar interés. “Ocho.” La Dama de los Cangrejo era pequeña, recatada, y usaba el hacha como si se vengase de algo. La mayoría del clan la adoraba, Masu incluido.

          Su sonrisa se amplió. “¿Solo ocho? Yo conté diez. Me tomáis el pelo.”

          “Solo deseo que pienses que lo haces bien,” dijo ella sonriendo. “En cualquier caso, creo que Kuon nos ha superado a los dos.”

          Masu se giró y palideció. Hida Kuon, Campeón Cangrejo, se puso al hombro su poderoso martillo de jade, un regalo de los artesanos Grulla. Bastantes más de media docena de goblins estaban muertos a su alrededor. Miró a Masu. “¿Cuanto tiempo llevamos en las Tierras Sombrías?”

          El guerrero Cangrejo miró al sol. “Sobre seis horas, Kuon-sama.”

          El Campeón gruñó. “Deberíamos volver. Nuestras raciones de jade no nos protegerán si continuamos.” Miró con desagrado a la cabeza de su martillo. “Podríamos acabar por fin con esta guerra si solo tuviésemos más jade.”

          “Los Grulla están intentando conseguir más de los gaijin, esposo,” dijo Reiha. “Dales tiempo. Confía en nuestros aliados. Mientras tanto, la prosperidad que ha traído nuestra alianza hará más fuerte que nunca la Gran Muralla. El Cangrejo nunca más volverá a fracasar.”

          Kuon asintió, pero miró hacia el sur con odio. En algún lugar muy dentro de las Tierras Sombrías, su caído hermano gemelo, ahora conocido como el demonio Kyofu, servía como general de los Perdidos. “Pronto, hermano,” dijo en voz baja. “Muy pronto.”

 

 

TIERRAS SOMBRÍAS

 

En el corazón de las Tierras Sombrías había una ciudad sin par. Era una ciudad de corrupción y locura, poblada por las almas más crueles del Imperio. El infernal reino de Jigoku había dejado su marca en este lugar y en todos los que allí vivían. Esta era la ciudad de los Perdidos, la ciudad del Señor Oscuro.

En el corazón de la ciudad se erguía silencioso el Templo del Noveno Kami. El Señor Oscuro había mandado a sus monjes y sirvientes a que siguiesen con sus ocupaciones, y se había retirado a su salón del trono. Solo uno permanecía junto a Daigotsu. Era Mishime, Señor de los Chuda, el hatamoto personal de Daigotsu. Durante los últimos cinco años había sido el más valioso aliado del Señor Oscuro. Había ayudado a Daigotsu a establecer las familias de los Perdidos — verdaderas órdenes de samuráis y shugenjas Manchados, que habían jurado fidelidad a las Tierras Sombrías, igual que los samuráis de Rokugan juraban fidelidad al Imperio — los Goju, los Daigotsu, los Chuda. Ahora todos portaban sus nombres con el mismo orgullo que cualquier Akodo o Doji.

Pero incluso este logro no era el mejor haber de Mishime, ni tampoco era el increíble poder mágico del shugenja. El Señor Oscuro confiaba en Mishime porque era leal, porque era discreto, y porque durante casi cinco años el shugenja había ayudado a Daigotsu a esconder el hecho de que, desde su vuelta a la vida después de su confrontación contra los Cuatro Vientos, era casi impotente.

Daigotsu daba vueltas por su salón del trono. Las salas estaban vacías, aún marcadas y en ruinas por el duelo de Daigotsu con Toturi Sezaru de hacía unos años. La katana rota de Akodo Kaneka aún permanecía enterrada en el trono. El Señor Oscuro rehusó que se quitase ningún indicio de la épica batalla. Servía como recordatorio, dijo, de porque los Perdidos siempre tenían que permanecer vigilantes. El Señor Oscuro inspeccionó una vez más los restos de la batalla, mientras Mishime permanecía en silencio al fondo.

 

 

GRULLA

 

Doji Kurohito saltó hacia delante y dio un golpe perfecto con su espada, y luego inmediatamente la envainó, como si nunca hubiese sido desenvainada. Una sola hoja derivó hasta el suelo, rompiéndose en tres pedazos al tocar el maravillosamente cuidado suelo de los jardines de Kyuden Doji. Kurohito se permitió una breve sonrisa, luego se cruzó de brazos y se volvió hacia su camarada. “Continúa, por favor.”

          “A, si,” dijo Kakita Mai, intentando concentrarse. “¿Por donde iba?”

          “Explicando el estado de nuestros esfuerzos en la corte.”

          “Por supuesto,” dijo Mai. “Todo se desarrolla muy bien. Esperamos que con toda certeza la Corte de Invierno de este año se celebre en Kyuden Doji. Tenemos grandes aliados en cada clan, excepto en el León. Incluso con ellos, estamos mucho mejor que lo hemos estado en décadas. La mayoría ven vuestra amistad con el Campeón León Matsu Nimuro como algo suficiente para prevenir cualquier posible hostilidad.”

          Kurohito asintió, y luego levantó la vista, irritado, al llegar alguien corriendo por el jardín, rompiendo el tranquilo silencio. El mensajero corrió cruzando el jardín, cayendo de rodillas y deslizándose los últimos metros para arrodillarse ante Kurohito. “¡Mi señor Kurohito-sama! ¡Traigo graves noticias de la Ciudad Imperial!”

          “¿Qué ha pasado?” Le preguntó con calma Kurohito.

          “Un fuego, mi señor. Un terrible fuego ha destruido casi un barrio de Toshi Ranbo.”

          “¿Se ha hecho daño alguien de la corte?” Preguntó Mai.

          “No, Mai-sama,” respondió el mensajero. “La Corte Imperial salió ilesa, pero muchos burócratas menores han muerto. Los León sugieren que el fuego empezó en la mitad de la ciudad que defienden los Grulla.”

          “¿Lo hacen?” Dijo Kurohito, sus ojos ardiendo. “Mai, reúne la Legión de Seishiro, y prepárate para partir de inmediato. Yo movilizaré a mi guardia privada y me uniré contigo. Marchamos sobre las tierras León.”

          “¿Planeamos atacar?” Preguntó Mai.

          “Planeamos negociar,” dijo Kurohito, “pero también planeamos estar preparados.”

 

 

MONO

 

Tokei permitió a Koto que le llevase dentro del Virtuoso Alcázar. El joven bushi se preocupó de que los sirvientes del castillo hiciesen que Tokei se sintiese cómodo en el comedor, y luego fue corriendo a encontrar un guardia que ocupase su puesto en las puertas. Cuando Koto volvió, Tokei ya había casi acabado su segundo cuenco de arroz. Miró a Koto con una repentina sonrisa.

“¿Os encontráis mejor, Maestro Tokei?” Preguntó Koto.

“Si, bastante mejor,” dijo. “De hecho, estaba pensando en lo mucho que me recuerdas a tu padre.”

Koto se irguió un poco, radiante de orgullo. “¿De verdad?” Preguntó en voz baja.

Tokei asintió con rudeza, metiéndose más arroz en la boca. Habló mientras masticaba, escupiendo unos cuantos granos de arroz a su barba. “En mi juventud, cuando tu padre y yo cabalgábamos con el Ejército de Toturi, siempre era igual. Toku nunca fue el bushi más sabio, ni el más fuerte, ni el más veloz…”

Koto frunció el ceño, incómodo, no habituado a escuchar esas cosas sobre su legendario padre.

“Pero,” dijo Tokei, mirándole intensamente, “tu padre siempre era el más práctico. Era el que me aconsejaba descansar cuando llevaba demasiado tiempo con mis pergaminos. Era el que exigía paz cuando Dairya quería enfrentarse en un duelo contra cualquiera que menospreciase su honor. Era el que apartaba a Ginawa de las copas y le ayudaba a encontrar una vez más la concentración. Y cuando la guerra se volvía tan dura que incluso el León Negro perdía la esperanza, Toku era el que urgía a Toturi a seguir luchando.”

“Arigato, Tokei-sama,” dijo Koto en voz baja. El joven bushi estaba impresionado. Había escuchado muchas historias de los grandes logros de su padre, pero la mayoría eran de las batallas en las que había luchado, los enemigos a los que había derrotado. Por alguna razón, a Koto le pareció que la sencilla alabanza del viejo maestro significaba mucho más. “Honráis a mi padre.”

“Ni más ni menos de lo que se merece,” contestó Tokei. “El acero y la magia son cosas que están bien, Koto, pero mantener un Imperio vivo requiere algo más. Esa era la virtud de tu padre: la determinación. El poder de no solo ser grande, sino también inspirar en otros a que alcancen esa grandeza. Por ello no es una sorpresa…” Tokei dejó de hablar, incómodo. Miró lejos de Koto, sus ojos fijándose en una llama de una vela en el rincón más alejado de la habitación.

 

 

DRAGÓN

 

El gran volcán conocido como el Horno de Tamori dominaba las tierras de la familia Tamori, visible a kilómetros en cada dirección. Togashi Satsu miraba como un joven samurai Mirumoto escalaba la muy usada senda de la ladera de la montaña, sus brazos sujetando una pesada carga. Satsu frunció el ceño. Era el Campeón Dragón, cabeza de la Orden de Togashi, y el nieto de un dios. Pero nunca había visto un alma tan conflictiva como la de este joven. A pesar de toda su cacareada sabiduría, no sabía como ayudarle. Solo sabía que el destino de este chico era importante, y podría significar la victoria o el desastre para el Clan Dragón. El tiempo lo diría.

          El joven miró hacia arriba, sorprendido. “Esto… hola, Satsu-sama. No os vi cuando empecé a subir por la montaña.”

          “¿Estás bien, Mirumoto Kenzo?”

          “Lo estoy, mi señor.” El joven se inclinó profundamente, y luego fue hasta el borde y tiró la bolsa dentro del volcán. Unos segundos más tarde hubo un gran resplandor de luz desde abajo, y corrientes de energía extrañamente coloreada subió perezosamente desde la lava que había en el fondo. “Mis cazadores recuperaron estos objetos, y los Tamori y Kitsuki fueron incapaces de determinar sus habilidades o intenciones.”

          “Y por eso los has destruido,” dijo Satsu.

          “Como ordenaron Rosanjin y Temoru,” dijo Kenzo. “Aquellos nemuranai que no podemos identificar deben ser destruidos. Objetos como estos ya han causado bastante dolor a nuestro pueblo.”

          “Sabes mucho de dolor, Kenzo.” Satsu miró cuidadosamente al joven. “Temo que esta tarea sea demasiado cansada para ti.”

          “No, mi señor,” insistió Kenzo sin dudarlo. “Protejo al Dragón como antes lo hizo mi padre.”

          Satsu asintió. Mirumoto Junnosuke había sido un poderoso general antes de que su ira le consumiese, llevándole a unirse a los Perdidos. Kenzo hablaba infrecuentemente de él, pero siempre con gran reverencia. “Sabes que puedes pedir lo que quieras, que te será concedido.”

          Kenzo se inclinó profundamente. “Gracias mi…”

          Satsu se había ido.

 

 

TIERRAS SOMBRÍAS

 

La delgada y demacrada cara del Señor Oscuro estaba pensativa mientras miraba por su ventana a la ciudad que había debajo. Su pelo blanco colgaba suelto sobre sus hombros. Su máscara de porcelana — usada solo en combate y cuando adoraba al dios oscuro Fu Leng, colgaba de su cintura junto a su espada. “Se han vuelto fuertes otra vez, Mishime,” dijo Daigotsu, su voz con el rico timbre de un consumado gobernante. “Ya han empezado las preguntas. ¿Cuándo nos vengaremos del Imperio? ¿Cuándo volveremos a demostrar nuestra superioridad sobre Rokugan? Pronto estas preguntas aumentarán de volumen,” se volvió a mirar hacia Mishime, “y temo que mis respuestas no sean suficientes.”

“Os preocupáis demasiado, Señor Oscuro,” dijo Mishime, manos juntas como si rezase. “Los Perdidos os veneran casi tanto como al mismo Fu Leng. Recuerdan las victorias que obtuvisteis en la Muralla Kaiu y en Otosan Uchi. De todos aquellos que se han hecho llamar Señor Oscuro, nadie se puede comparar con lo que habéis conseguido.” La forma de hablar del larguirucho Chuda era obsequiosa, casi servil, pero Daigotsu sabía que solo era la forma de ser de Mishime. El hombre había crecido en el Imperio, entrenado a esconder su poder tras alabanzas y auto-críticas. Daigotsu podía ver la sinceridad de las palabras de Mishime.

“Gracias por tu voto de confianza, amigo mío, pero creo que estás equivocado,” contestó Daigotsu. Sus dedos acariciaron el dorado no-dachi en su atril cercano a la ventana. “El propio Fu Leng bendijo esta espada, la espada Hantei, para que solo aquellos de mi sangre pudiesen blandirla. Es un símbolo de mi autoridad sobre los Perdidos, pero creo que nada de eso importa. Dicen servirme, pero la mayoría solo veneran el poder. Si se diesen cuenta de que no tengo poder alguno, me descartarían tan rápidamente como a todos los demás. Las familias empezarán a luchar entre si, como la Horda de antaño, y esta ciudad se derrumbará.”

“No sois impotente, Daigotsu,” dijo Mishime agitando un poco su cabeza. “Vuestro control del maho ha aumentado considerablemente desde vuestro renacimiento.”

“¿Si?” Contestó Daigotsu. Señaló hacia Mishime y pronunció palabras de magia oscura, soltando un crepitante rayo de energía roja hacia su hatamoto.

Mishime reaccionó rápidamente, apartando el rayo con un movimiento de su mano. Miró sorprendido a Daigotsu.

“Usé ese mismo hechizo hace cinco años contra Toturi Sezaru. Ahora solo es capaz de distraerte,” contestó Daigotsu. Se agarró su brazo derecho. “Incluso el brazo que Omoni fabricó para reemplazar el que perdí empieza a atrofiarse. Ya no tengo el poder para mantenerlo. Si vamos a la guerra contra Rokugan, los Perdidos esperarán que luche contra los Maestros Elementales, o el Campeón de Jade. ¿Qué pasará si fracaso?”

 

 

LEÓN

 

Las puertas se abrieron de par en par al entrar Matsu Nimuro súbitamente en la habitación. Sus ojos ardían de furia, y su mano agarraba fuertemente el mango de su espada. Los guerreros León que había en la sala inclinaron todos sus cabezas, tanto por respeto como por miedo. La ira del Campeón del Clan León no era fácil de aguantar. “Decirme lo que ha pasado,” exigió Nimuro.

          “Hubo un incendio, mi señor,” dijo un hombre.

          Nimuro miró hacia las ennegrecidas paredes y a la neblina que aún llenaba la habitación. “Fuera,” ordenó. El hombre palideció y se fue inmediatamente. “Ahora que alguien responda a mi pregunta sin regurgitar lo obvio. No tengo tiempo de aguantar a estúpidos.”

          “Creemos que el fuego empezó en un almacén del barrio noroeste, mi señor,” dijo Matsu Aoiko, adelantándose ante el Campeón e inclinándose profundamente. “Se propagó rápidamente, y consumió varios edificios dentro de nuestra porción de la ciudad. Este edificio marca el final de los daños.” Ella le presentó una pequeña bolsa. “Encontramos esto en el almacén.”

          Nimuro cogió la bolsa y la desató. Estaba llena de un asqueroso polvo negro. Lo olfateó cuidadosamente. “Daidoji,” dijo, apretándola en su puño.

          “Es un polvo que a veces usan los Dragón en sus celebraciones con fuegos artificiales, mi señor,” dijo Aoiko.

          “Alguien ha cometido un terrible error,” dijo Nimuro, tirando la bolsa hacia Aoiko. “Y ese alguien ha sido un Grulla. Nadie amenaza los intereses León en Toshi Ranbo. Ni siquiera Doji Kurohito.”

          Matsu Nimuro, el hombre llamado el León Dorado de Toshi Ranbo, se giró y salió airadamente de la habitación. Durante un largo rato, nadie se atrevió hablar.

 

 

MONO

 

Koto estaba sentado pacientemente enfrente de Tokei. Sus hermanos y él habían estudiado a menudo a los pies del Gran Maestro durante sus visitas al Virtuoso Alcázar. Todos sabían que Tokei había soportado un extraño viaje por los reinos espirituales — un viaje desde las profundidades del infierno de Jigoku hasta la propia Carretera Dragón Celestial. En toda la historia, ningún otro mortal había sobrevivido a ese viaje, pero que le había cambiado profundamente. A veces Tokei se distraía, como si volviese a caminar por los caminos de esos otros mundos. Lo único que se podía hacer era esperar a que volviese.

Después de casi un minuto de tenso silencio, Naka Tokei se rió en voz baja. “Paciencia,” dijo Tokei. “Esa nunca fue la virtud de tu padre. Lo has debido de aprender de Nayoko.”

“Ella fue criada como una Escorpión,” dijo Koto con una media sonrisa. “Ella dice que una palabra mal empleada puede hacer mucho daño, pero que un silencio mal empleado no daña nada.”

“Entonces es una mujer sabia, y una pareja adecuada para tu padre,” contestó Tokei. Miró melancólicamente a su cena, y luego volvió a mirar a Koto. “¿Donde puedo encontrar a tu hermana Miyako?” Preguntó.

“Va con la Primera Legión,” contestó Koto. “Hubo un gran fuego en Toshi Ranbo, y el León y el Grulla se han echado la culpa mutuamente. La Legión pretende asegurarse que su disputa no dañe la Ciudad Imperial.”

“Un noble causa,” dijo Tokei. “La corte es demasiado pública para que yo me atreva a avisar ahora a tu padre, pero quizás Miyako me pueda ayudar. Sus contactos en la Legión la podrán permitir discreción, lo que no conseguiría con mi presencia. Koto, ¿me puedes dejar un caballo veloz?”

Koto miró al viejo shugenja en silencio, emociones confrontadas robándole todas las ganas de contestar. Aunque sentía curiosidad por ver que peligro podía haber en la corte, y que Tokei no se atrevería a revelar a su padre; también estaba celoso que su hermana fuese la elegida para ayudar a Tokei a ocuparse del peligro, en vez de él. Cuando Koto se dio cuenta de que Tokei aún estaba esperando una contestación, se aclaró la garganta y contestó con rapidez. “Por supuesto, Tokei-sama.” Se levantó rápidamente de su asiento. “Prepararé yo mismo el caballo para que podáis partir sin alertar sospechas.”

“Arigato,” asintió Tokei. Con eso hecho, Tokei volvió a prestar atención a su cena. Koto notó que el viejo shugenja comía de forma muy parecida a su padre — escogiendo los mejores trozos de comida y tragándoselos rápidamente. Era un hábito que ambos habían aprendido durante sus días en la carretera siendo ronins, un hábito que había hecho que Koto y sus hermanos se llevasen un fuerte rapapolvo cuando empezaron a imitarlo.

 

 

MANTIS

 

          “¡Esto es fantástico, Kumiko-sama!” Gritó exuberantemente Yoritomo Ukyo.

          Junto a él, a proa del barco, Yoritomo Kumiko miró con curiosidad al joven Mantis. “Ukyo-san, contente,” dijo la Hija de las Tormentas, quitándose un errante mechón de pelo de su boca mientras el viento marino batía la cubierta. “Alguien que te estuviese mirando diría que nunca antes habías estado en un barco.”

          “¿He estado a bordo de un barco?” Preguntó Ukyo, mirando a la diminuta Campeona Mantis. “Navegar en un braco junto a vos, Hija de las Tormentas, me hace olvidar todo lo que antes me ha pasado.”

          Kumiko miró duramente al joven marinero. “La recomendación de Kamoto te hizo conseguir un sitio en este velero, nada mas,” dijo ella severamente. “No me pongas a prueba.”

          Ukyo puso cara larga. Inclinó su cabeza avergonzado. “Yo… lo siento, Hija de las Tormentas,” contestó.

          Kumiko miró fijamente a Ukyo durante unos segundos, y luego sonrió. Una risa estridente brotó del resto de la tripulación, todos señalando y mofándose de Ukyo.

          “Eso ha sido por el ‘sama,’ Ukyo,” dijo Kumiko, dándole una palmada en la espalda y riéndose. “Mientras estemos en este barco, somos una familia. ¡No me saludes con humildad como si fuese un señor de los Otomo!”

          Ukyo rió nervioso. “Kamoto me avisó que tu rama de la familia tenía un extraño sentido del humor,” contestó.

          “¿Y también un extraño sentido del honor?” Le preguntó ella, levantando una ceja. Ukyo no dijo nada. “Venga, Ukyo-san. He oído que nuestra reputación de piratas es lo que te llevó a presentarte voluntario a este barco.”

          Ukyo miró hacia Kumiko. “¿Es verdad?” Preguntó Ukyo, mirando hacia cubierta. “¿Es el Tercer Kama de verdad un barco pirata?”

          “Por supuesto que no,” contestó Kumiko. “Simplemente es el velero de la Campeona Mantis, quién por decreto del Emperador Toturi gobierna los mares de Rokugan.”

          “Barco a babor,” gritó el vigía. “¡Barco mercante!”

          “A, un invasor de nuestro territorio,” dijo Kumiko, mirando coquetamente hacia Ukyo. Cogió sus par de kama, sus hojas curvas brillando bajo la luz de las estrellas. “Veamos sus papeles de viaje, ¿eh?”

 

 

TIERRAS SOMBRÍAS

 

“¿Qué importa vuestra debilidad mientras vuestra mente esté aún ágil y aguda? No necesitáis luchar vuestras propias batallas, Daigotsu,” contestó Mishime. “Aún tenéis incontables sirvientes preparados para luchar y morir por vos. Los Onisu, Kokujin, Shahai, yo mismo…”

“Confió en Kokujin, y yo cree a los Onisu,” dijo pensativo Daigotsu, lentamente yendo de un lado a otro de la habitación, brazos cruzados en la espalda. “De Shahai ya no estoy seguro. Ya no.”

“¿Dudáis de Shahai?” Preguntó Mishime en tono de duda. “¿Como podéis dudar de ella, si me permitís preguntarlo? Por lo que sé, ella es la más leal de vuestros aliados. Ella os sirve porque así lo quiere. Porque os venera. Porque os ama, si puedo ser tan descarado. Sé que ambos no os separasteis de la mejor de las maneras…”

“Shahai se fue porque deseaba ayudarme,” contestó Daigotsu. “Yo no estaba seguro debido al peligro que presentaba su plan, y aún no lo estoy. No dudo de su profunda entrega, Mishime. Solo dudo de las demás obligaciones que aún tiene.”

“¿Teméis una traición por parte de los Portavoces de la Sangre?” Contestó Mishime.

“Tu eres un Portavoz de la Sangre, Mishime,” dijo Daigotsu, mirando con franqueza al shugenja. “¿Te parecería acertado confiar sin mas en algún miembro de tu orden?”

Mishime frunció el ceño, incapaz de mirar a Daigotsu a los ojos. “No, mi señor,” dijo. “Nuestra orden es poderosa y dividida. Algunas células aún os desafían solo porque esa es su naturaleza. Algunos creen que reconocer a algún señor que no sea su fundador es como una herejía.”

“Estúpidos,” siseó Daigotsu. “Ven su arrogancia reflejada en los demás. Todo lo que saca su poder de Jigoku debe inclinarse ante Fu Leng, ¡y yo soy su servidor elegido!” Daigotsu golpeó su pecho con su puño. “Iuchiban no es nada ante el Kami Oscuro. No buscaba un fina mayor que la destrucción. Abiertamente desafió su propia Mancha, buscando controlarla y canalizarla hacia otros, en vez de dominarla como yo he hecho. Los Portavoces de la Sangre que aún le siguen, siguen un falso camino.”

“Lo sé, mi señor,” dijo suavemente Mishime. “Como muchos otros. Los demás eventualmente caerán de rodillas, homenajeando a Fu Leng, o por lealtad o porque nuestros soldados les hayan cortado las piernas.” Mishime se rió levemente para si. “Lo siento, mi señor. A veces mi baja naturaleza me domina y me parezco a ese maníaco, Kyofu.”

          Daigotsu se encogió de hombros. “Los maníacos tiene su sitio,” contestó. “A menudo ven el mundo más claramente que aquellos con la carga de la cordura.”

          Un suave golpe en las puertas del salón del trono les llamó la atención a ambos. Daigotsu levantó la vista, alerta, preparado para cualquier cosa. “Señor Oscuro,” llegó la voz de uno de sus servidores. “Tenéis un visitante.”

          “Échales,” dijo secamente Daigotsu. “No se me debe molestar.”

          Una repentina explosión resonó en el pasillo, haciendo que la puerta se astillase. El Magistrado de Obsidiana que había hablado fue lanzado por la puerta, aplastándose contra la pared junto al trono de Daigotsu. Mishime hizo una mueca de dolor y se agachó hacia un lado. Daigotsu siguió mirando, ojos entrecerrándose mientras lentamente sacaba la máscara de su cinturón.

 

 

FÉNIX

 

Shiba Mirabu se arrodilló en silencio ante el altar principal del templo. Rezaba cada mañana en el Templo de Shiba, pidiendo consejo y la fuerza necesaria para liderar a los Fénix. Nunca se consideraba digno del título de Campeón Fénix, pero no había nadie mas. Había sabido cinco años antes, cuando los Maestros Elementales, los más poderosos shugenjas del clan, le habían ofrecido el puesto, no era más que minimizar los daños, una maniobra política para devolver la lealtad que había flaqueado durante el tiempo que Shiba Aikune estuvo al mando de los ejércitos del clan. El Clan del Fénix habían sufrido mucho, y necesitaban un Campeón que les uniese. Mirabu era la única opción.

          Alguien esperaba tras él. Mirabu terminó su oración y se levantó. Se giró e inclinó. “Buena ventura, Isawa Nakamuro-sama,” dijo. “¿A qué honor debo una visita del Maestro del Aire?”

          Nakamuro devolvió la reverencia. “Solo he venido a ofreceros mi informe, Mirabu-sama,” dijo, devolviendo el ‘sama’ honorífico. “El arreglo de Nikesake se ha completado. Nuestros acuerdos comerciales con los Grulla han traído mucha prosperidad a nuestras tierras, y los Isawa han forjado un borrador de alianza con los Unicornio.”

          Mirabu asintió. “Me preguntaba si sobreviviríamos,” confesó.

          Nakamuro frunció el ceño. “¿Hablas de la guerra?” Preguntó. “Ha tardado bastante, pero nunca tuve dudas de que prosperaríamos. Tu liderazgo nos ha unido, Mirabu.”

          Mirabu estudió cuidadosamente a Nakamuro. De todos los Maestros Elementales, era el menos propicio a ofrecer halagos vacíos. Mirabu se inclinó, agradeciendo las amables palabras.

          Nakamuro le quitó importancia con un gesto de su mano. “Te mereces todas los elogios que te dé, y mucho más,” contestó. “Lo importante es que el Fénix está unido. Los celos y los conflictos entre nuestras familias es una cosa del pasado. Venga lo que venga después, el Fénix se enfrentará a ello como un clan.”

 

 

MONO

 

Dejando solo a Tokei con su comida, Koto se apresuró a ir a las cuadras. Su mente volaba mientras pasaba delante de cada establo, estudiando a cada caballo hasta que encontró al mejor. ¿Qué estaba haciendo aquí el Gran Maestro? Se comportaba siempre con mucho misterio, yendo y viniendo cuando quería, pero el comportamiento de hoy era extraño incluso para él. Naka Tokei era uno de los más poderosos shugenja de Rokugan. Que él estuviese tan exhausto y confundido era un muy mal augurio. Cuando llegó se había mostrado tan seguro de que el padre de Koto estaría en el castillo. ¿Podía haber un shugenja tan poderoso como para desconcertar al Gran Maestro? ¿Qué tenía que ver su padre con todo esto? Koto estaba tan distraído por su preocupación y confusión que no vio al mozo de cuadra muerto hasta que su sandalia pisó la mano sin vida. Koto miró hacia el suelo, sorprendido, justo cuando el intruso le clavó un cuchillo en su estómago.

          Koto agarró la hoja con su mano izquierda, e hizo miró con desprecio a su atacante. Los ojos del asesino se entrecerraron tras su máscara y capucha negra, midiendo el dolor en la cara del joven Mono. Koto ignoró el frío dolor de su abdomen, cogiendo su katana con una temblorosa mano. El asesino se adelantó, retorciendo el cuchillo. Koto gritó de dolor y desenvainó su katana, atacando con ella la cara del asesino. La espada fue hacia su blanco pero este maldijo y apartó el golpe del chico con un guantelete de acero. El asesino se echo hacia atrás, soltando el cuchillo y dejando que Koto cayese torpemente al suelo. El joven Mono miró débilmente hacia abajo mientras sangre fluí sobre sus dedos. Miró hacia el asesino enmascarado. El joven bushi tembló de miedo, temiendo morir antes de haber verdaderamente vivido.

          El asesino desenvainó una delgada espada con un suave suspiro de acero. El arma tenía la longitud de un antebrazo, y tenía la hoja recta, más parecida a un cuchillo largo que a un wakizashi de samurai. “Vete a Yomi y espera a tu padre, Mono,” siseó el intruso con voz de mujer.

 

 

ESCORPIÓN

 

Bayushi Sunetra, Señora de los Secretos, se arrodilló en silencio en la Arboleda de los Traidores. Alrededor suyo, las espadas, armaduras, y máscaras de guerreros escorpión muertos colgaban de los árboles. El viento hacia un sonido melancólico al pasar. Sunetra casi nunca usaba máscara, generalmente prefiriendo una delgada capa de maquillaje para disimular sus rasgos. Hoy llevaba un mempo de acero, esculpido para asemejarse a un oni, y se alegraba de ello. Tras la máscara, lágrimas caían desde sus azules ojos. Inclinó suavemente su cabeza mientras rezaba por aquellos que se habían ido a los reinos del más allá.

          Junto a ella, Kawamura apareció sin hacer ruido. A la vieja mujer se la llamaba el Fantasma de la Arboleda de los Traidores, ¿por que quién sino un fantasma viviría en un lugar tan inhóspito y desesperado? Miró a Sunetra, ilegible tras su máscara de plata sin rasgos. Finalmente, se arrodilló y empezó también a rezar.

          “Por aquellos que vinieron antes,” susurró Kawamura, empezando su rezo diario.

          “Por aquellos que dieron sus vidas por la lealtad y el honor,” contestó Sunetra.

          “A aquellos traidores que aún viven,” continuó Kawamura.

          “Nos vengaremos,” terminó Sunetra.

          Con una silenciosa señal con la cabeza a Kawamura, Sunetra se serenó y se levantó para marcharse. Mientras la delgada guerrera Escorpión se adentró en el lóbrego y oscuro bosque, Kawamura rezó por la rápida muerte de aquél que había atraído la ira de su Señora.

 

 

TIERRAS SOMBRÍAS

 

“No se me negará la entrada,” dijo una voz entre el humo y los escombros. Un alto hombre con un buen kimono blanco entró en el salón del trono, sus ojos mirando las carbonizadas paredes y el trono roto. Su atractiva cara se arrugó un momento en desaprobación, antes de inclinarse ante Daigotsu. Una reverencia rápida y pequeña, una reverencia entre iguales. “Señor Daigotsu,” dijo.

          “¿Quién eres?” Dijo Daigotsu, mirando indignadamente al hombre tras su demoníaco mempo. Fue lentamente hacia el dorado no-dachi.

          “Soy tu ancestro,” contestó el hombre, andando rápidamente hacia Daigotsu. “He venido a coger lo que es mío.”

Mishime fue hacia el hombre, desafiantemente gritando palabras de magia, pero el intruso hizo un brusco gesto, y Mishime cayó de rodillas, jadeando sin aliento. El hombre miró con curiosidad a Mishime. “Otra cosa que antes fue mía. Defiendes bien a tu señor, Chuda, pero te olvidas de a quién verdaderamente debes tu lealtad.”

          Mishime levantó la vista, ojos inyectados de sangre por el dolor. “¡Iuchiban!” Tosió, gotas de sangre volando de su boca.

          Daigotsu cogió el dorado no-dachi. Fuego negro corrió por su filo en respuesta a su toque. Miró con temor a su oponente.

          “Shahai ya me avisó que no te inclinarías ante mi,” dijo Iuchiban en tono aburrido. “Esperaba contrariarla, ya que me has creado un ejército espectacular. Ahora entrégamelo.”

          “Solo estoy al servicio de Fu Leng,” siseó Daigotsu, avanzando hacia Iuchiban.

          “Mis Portavoces de la Sangre te crearon,” dijo Iuchiban con más firmeza. “Todo lo que has sido solo sirve a mis propósitos. Todo lo que has creado es mío. Aquellos que niegan el destino están destinados a ser aplastados bajo el.”

Daigotsu no dijo nada, solo atacó a Iuchiban con su espada desenvainada. La habitación giró, y de repente Daigotsu vio su cuerpo flotar debajo de él. Dolor corrió por su alma mientras sentía como su esencia se empezaba a desmenuzar, liberada de su cuerpo mortal por la magia de Iuchiban. El Señor Oscuro invocó el poco poder que le quedaba, buscando cualquier asidero que pudiese encontrar. El dolor desapareció, y Daigotsu miró hacia abajo y vio que ahora llevaba túnicas de blanco inmaculado. El cuerpo de Daigotsu, aún sujetando el no-dachi dorado, daba vueltas a su alrededor con una pequeña sonrisa.

“Impresionante,” dijo al voz de Iuchiban desde el cuerpo robado. “La mayoría de las almas simplemente se mueren cuando las poseo. Quizás te quede más poder del que cree Shahai.”

“Entonces mátame si puedes,” contestó Daigotsu.

 

 

UNICORNIO

 

La frontera entre las tierras del Clan Unicornio y las tierras del Clan León era bastante vaga, especialmente en los últimos tiempos. Los dos se tocaban en la Ciudad de la Rana Rica, una antigua ciudad ronin que había sido absorbida hacía años por los León, pero en su mayor parte, les separaban llanuras vacías y pequeñas colinas. En un día claro, a veces era posible ver fuerzas León en las llanuras que marcaban su frontera oeste. La mayor parte del tiempo, solo el respeto mutuo por los poderosos ejércitos del contrario mantenía la paz, y a ambos clanes les gustaba así.

          Moto Chagatai, Khan del Clan Unicornio, estaba sentado sobre su caballo e inspeccionaba el horizonte. Había algún movimiento, pero era imposible de saber cual en este momento. Quizás caballería Ikoma. O infantería Matsu.

          “¿Qué veis, mi Khan?” Moto Kouang era una de las principales consejeras de Chagatai. Aún era bastante joven, pero extraordinarias sus habilidades tácticas y sus poderes de percepción. Con Chen en la corte y Tadaji habiendo pasado al siguiente mundo, el Khan valoraba mucho sus consejos en los últimos años. Suya había sido la voz más fuerte a favor de forjar una alianza con los Grulla y los Mantis, una alianza que había hecho al Unicornio mucho más rico de lo hubiesen soñado jamás. Pero por mucho éxito que tuviese, el Khan siempre ansiaba más.

          “Veo una oportunidad. Veo el futuro. Batallas en estas llanuras, sangre Unicornio y León mezclándose en la hierba. Veo gloria y poder.” Se volvió hacia Kouang. “¿Qué es lo que tu ves?”

          Ella sonrió. “Veo lo mismo. Y algo más.”

          Chagatai levantó una ceja. “¿Qué es lo que ves?”

          “Victoria.”      

 

 

MONO

 

Los ojos de Koto se entrecerraron. Su miedo desapareció. “Apártate de mi familia,” avisó, sangre goteando de entre sus labios.

          La asesina se detuvo, una expresión pensativa en sus ojos. Entonces un trueno hizo que temblasen las cuadras. Un fiero viento abrieron de golpe las puertas. Naka Tokei estaba envuelto en un aura de magia de fuego. En un puño sostenía un pergamino extendido, recubierto de sagrados kanji. El otro apuntaba hacia la asesina, dos dedos extendidos hacia fuera, un signo contra el mal.

          “Te doy una oportunidad para rendirte,” dijo Tokei. El shugenja flotó por el establo hacia la asesina, sus pies sin tocar el suelo.

          La asesina cogió algo de su cinturón. Tokei dijo una sola palabra y un rayo de fuego rojo surgió de las puntas de sus dedos. Consumió instantáneamente a la mujer, sin siquiera dejar cenizas. Tokei flotó sobre el caído Mono, mirando serenamente su herida con el ceño fruncido.

          “Por favor, ayudad a mi padre, Tokei-sama,” susurró Koto, recostándose en el suelo. Podía sentir el frío extendiéndose por sus brazos y piernas.

          “Ambos viviremos para ayudarle, chico,” dijo Tokei.

El Gran Maestro sacó otro pergamino de su obi y dijo una palabra mágica. El cuchillo salió del estómago de Koto, haciendo que el chico gritase al salir libre el serrado filo. La carne se retorció bajo las órdenes del Gran Maestro, uniéndose y doblándose hasta que la herida se cerró. El hechizo completado, Tokei permitió que se desvaneciese su aura mágica. Se sentó pesadamente en el suelo, apoyándose contra un pilar de madera mientras jadeaba, exhausto. Koto intentó levantarse para ayudar al viejo shugenja, pero un fuego que le quemaba ardió en su estómago.

“No te levantes,” dijo Tokei con voz irritada. “He curado lo que he podido, pero tienes que dejar que la naturaleza siga su curso.” Un par de samuráis Mono entraron corriendo a las cuadras tras Tokei, mirando asombrados al quemado suelo y a su herido camarada. Uno se agachó, ayudando a Koto a ponerse en pie.

Tokei se arrodilló, cogiendo el cuchillo serrado del suelo. El acero del arma tenía un extraño color rojo. Un rubí tan oscuro que casi era negro estaba encastrado en el mango. Con un gruñido de impaciencia, metió el cuchillo en su obi y empezó a preparar un caballo. El otro samurai Mono corrió a ayudarle, sin siquiera cuestionar la presencia en las cuadras del Gran Maestro.

“Maestro Tokei,” dijo débilmente Koto.

“Si me vas a decir que descanse,” dijo Tokei, aún jadeando, “piénsalo mejor. ¿Qué fue lo que me dijo tu padre aquella vez? No puedo parar. No puedo descansar. El imperio está en peligro y un solo hombre puede ser la diferencia.”

“La verdad es que os iba a decir que cogieseis ese caballo,” contestó Koto, señalando a una yegua negra al final de la fila. “Es la más rápida.”

“Gracias, Koto,” dijo con sinceridad Tokei, inclinando su cabeza al joven Mono. Ensilló la yegua negra y salió galopando, adentrándose en la oscuridad.

“Fortunas, por favor ayudar  a Tokei-sama,” dijo Koto, deseando poder ayudarle, “y ayudad también a mi familia…”

 

 

NEZUMI

 

El jefe-guerrero Kan’ok’ticheck roía distraídamente un palo. Era un palo delicioso, recién cortado de un árbol joven, y un poco verde tras la corteza, recordándole el dulce verde de su lejano hogar. Pero su humor no mejoraba por un simple aperitivo. Su mente estaba preocupada por pensamientos del Mañana.

El Mañana era el enemigo de todos los Nezumi. El Mañana era la muerte. El Mañana estaba acechando en la distancia, esperando para emboscar y destruir la Tribu Única, y terminar el trabajo que los cielos no habían podido hacer cuando cayeron del cielo. El Mañana tenía muchos servidores, incluidos los malditos Zarpa Manchada. Kan’ok’ticheck mostró sus dientes cuando recordó la batalla en la que se había enfrentado al jefe de la Zarpa Manchada, muy dentro del gran-gran bosque, luchando junto a la Tribu de la Oreja Deshilachada.

“Kan’ok’ticheck.” El guerrero levantó la vista y vio al viejo-viejo jefe de la tribu de la Oreja Deshilachada, Zin’tch, entrar en la madriguera. Los dos eran iguales en la Tribu Única, Zin’tch por su sabiduría y Kan’ok’ticheck por su destreza en batalla. “Explorador ha vuelto. Informa sobre tierra-de-sombras. Tu escucha.” El viejo Ratling hizo una señal a alguien para que entrase.

Un pequeño explorador, quizás tribu Zarpa Que Agarra, entró. El pequeño siguió frotándose sus dedos, nervioso, o alisándose los bigotes sobre su redondo morro. Zin’tch asintió, y el explorador miró a Kan’ok’ticheck. “Manchado-Hombre-Espíritu llegar a gran-oscura madriguera humana. Traer más humanos malvados a Cara-Blanca-Mañana.”

“Cara-Blanca-Mañana,” Kan’ok’ticheck dijo con desprecio el nombre Nezumi de Daigotsu. “¿Ejército oscuro crece-crece?”

“¡No!” El pequeño explorador agitó con fiereza su cabeza. “Nuevos humanos malvados luchar contra Cara-Blanca-Mañana. Gran desorden.”

Kan’ok’ticheck se inclinó cuidadosamente. “¿Humanos luchar en Ciudad de los Perdidos?”

“Luchan-luchan como Nezumi y Naga,” confirmó el explorador.

El guerrero se frotó las zarpas con excitación. “Zarpa Manchada no tener aliados mientras humanos luchar.” Miró a Zin’tch. “Ahora débiles. Atacamos. Matar la jauría del Mañana.”

 

 

TIERRAS SOMBRÍAS

 

Iuchiban asintió y atacó, golpeando con su espada dorada. Daigotsu intentó esquivar, pero el fuego dejó salvajes quemaduras en la espalda de su cuerpo robado. Iuchiban le dio una fuerte patada al nuevo muslo de Daigotsu, y el Señor Oscuro gimió al sentir como su hueso se rompía. Sintió un fuerte golpe en su estómago, e Iuchiban le cogió por el cuello, lanzándole contra la pared, junto a la ventana, con una fuerza increíble.

“No temas, Señor Oscuro,” dijo Iuchiban mofándose. “Estarás toda la eternidad con tu dios.” Levantó muy alto la espada Hantei con su mano derecha.

“Únete a mi,” contestó Daigotsu. Sus ojos se entrecerraron por lo concentrado que estaba, y una mirada de asombro parpadeó en los ojos robados de Iuchiban. El brazo derecho de Daigotsu, ese extraño artefacto de carne que Omoni le había construido, se giró bajo las órdenes de su verdadero señor. El brazo golpeó con la espada el estómago de su cuerpo. Iuchiban tosió sangre negra y se alejó tambaleando y dolorido, soltando el no-dachi.

Daigotsu sintió como la habitación giraba por segunda vez, y volvió a concentrarse sobre el único cuerpo que encontró libre. El dolor de su pierna y espalda desapareció, pero un dolor muy agudo ardía en su torso. Iuchiban le había devuelto a su propio cuerpo.

“Idiota,” dijo Iuchiban mientras se desplomaba contra la pared, la pierna rota incapaz de sostenerle. “Te has matado a ti mismo.”

Daigotsu escupió sangre a la cara de Iuchiban y cayó hacia delante, saliendo por la ventana.

El Señor Oscuro sintió el viento pasar junto a él, e invocó la magia que le quedaba. Sintió como se ralentizaba su caída mientras incontables niveles de la torre del templo pasaban junto a él, hasta que se posó suavemente en la tierra. Intentó andar, pero cayó de rodillas, sus heridas demasiado grandes como para seguir. Una muchedumbre de samuráis Perdidos se había reunido en torno al templo, mirando confundidos. En el borde externo de la multitud, Daigotsu podía ver a Portavoces de la Sangre vestidos de rojo acercarse rápidamente hacia él.

“¡Defenderme!” Ordenó Daigotsu, mirando a los ojos de sus seguidores. “¡Destruir a los Portavoces de la Sangre!”

No hubo respuesta. Donde antes Daigotsu solo veía lealtad en los ojos de los Perdidos, ahora veía temor, duda, e indiferencia. Los Portavoces de la Sangre se acercaron, algunos sacando cuchillos y pergaminos. Daigotsu cayó al suelo sobre una mano, la otra sujetándose su herida.

“¿Donde están ahora las bendiciones de tu dios, Señor Oscuro?” Escuchó decir a una voz burlona.

Daigotsu levantó la vista, buscando la fuente de la voz. Solo vio túnicas rojas por todos lados. Inclinó su cabeza, deseando que su muerte fuese rápida. Entonces el galope de cascos de caballo resonaron tras él, y los Portavoces de la Sangre se dispersaron. Una fuerte mano le cogió de su túnica y le subió a la silla de montar de un caballo demoníaco. La cara que miraba a Daigotsu era salvaje e inhumana, pero familiar.

“Kyofu,” susurró Daigotsu, mirando sospechosamente al corrupto Campeón Cangrejo.

“Iuchiban no os matará hoy, mi señor,” dijo el jinete no-muerto con una mueca de desprecio. Gritó y dio una patada a su caballo para que saliese galopando, yendo hacia las puertas de la ciudad. Daigotsu se desvaneció, inconsciente, entre los sonidos de repiquetear de cascos de caballo y de una risa maníaca.

 

 

“Munemori,” dijo Bayushi Kamnan mientras se deslizaba fácilmente por la ventana abierta.

Kakita Munemori levantó, sorprendido, la mirada de su caligrafía. Los ojos del viejo Grulla estaban muy abiertos. “¿Qué estás haciendo aquí?” Preguntó.

El Escorpión aterrizó suavemente sobre el suelo de madera. Se quedó algo agachado, máscara de metal brillando bajo la luz de la lámpara mientras estudiaba al viejo cortesano. “Me han enviado a intercambiar información contigo. No pretendas que no me esperabas.”

“No esperaba tu falta de sutileza,” susurró Munemori, mirando rápidamente a la puerta. “Si alguien nos escuchase aquí…”

“No te preocupes,” contestó Kamnan. Miró hacia abajo, hacia la caligrafía de Munemori, frunciendo el ceño críticamente. “Tu yojimbo ha encontrado paz por esta noche en brazos de una geisha de talento. Todos los guardias están enfrascados en un altercado al otro lado del palacio. Estamos aquí solos. Por las Fortunas, supongo que podría matarte ahora, y nadie lo sabría hasta mañana por la mañana.” Kamnan miró a Munemori, sin cambiar de expresión.

Munemori rehusó ser intimidado. El viejo cortesano ya había visto antes a tipos como Kamnan. No eran verdaderos samurai. No eran verdaderos ninja. Eran asesinos – animales, pura y simplemente. La única forma de tratar con un animal era no mostrar miedo. “Entonces informa,” dijo Munemori. “O mátame, y cuando Atsuki sepa lo que has hecho, seguro que se arrepiente de confiar en ti. Me pregunto que clase de castigo reservan los Bayushi para los traidores.”

Kamnan sonrió. “Atsuki desea saber como está la corte. Sus fuentes le informa que ha habido… ciertas dificultades.”

Munemori asintió. “Como siempre, los peligros de la indolencia,” contestó. “Rokugan no ha conocido una guerra desde hace años. El Imperio ha estado en paz.”

“No gracias al joven vástago de Toturi,” contestó Kamnan. “Hemos sido nosotros los que hemos mantenido la paz en el Imperio.”

“Si,” dijo anodinamente Munemori. Tenía su propia opinión del heredero de Toturi, pero no quería hablar de ellas con Kamnan. “En cualquier caso, nuestros aliados en la corte creen que por ahora podemos mantener la paz, aunque ayudaría el poder determinar el origen de los incendios.”

“¿Como sabes que no han sido un accidente?” Contestó Kamnan.

Munemori miró a Kamnan y suspiró. “¿Un fuego al azar en la Ciudad Imperial, en un momento tan crítico? La influencia sobre el nuevo Toturi decrece. Si surgiese una nueva crisis de la que el Emperador no se pudiese ocupar con rapidez, quizás partidarios de los otros Vientos, durante largo tiempo en silencio, puedan sugerir que Toturi Kaede eligió mal a su sucesor. Cuando Toturi mató al último Hantei, avatar de Fu Leng o no, sentó el precedente de que el trono de Rokugan puede ser tomado por la fuerza de las armas. No se puede permitir que esto suceda.”

          “Sucederá,” dijo Kamnan. “Atsuki tiene poca fé en el nuevo liderazgo de este Imperio. Más pronto o más tarde, ocurrirá un fracaso, una crisis. Este nuevo Emperador no se ocupará adecuadamente, y el Imperio sufrirá.”

          “¿Qué estás diciendo, Kamnan?” Contestó secamente Munemori. “¿Qué debemos tramar contra el trono?”

          Kamnan se rió. “¿Qué creías que estabas haciendo, Munemori?” Preguntó Kamnan. Se volvió hacia la ventana, mirando hacia el patio frunciendo el ceño. “¿Crees que estábamos menoscabando la influencia Imperial estos últimos cinco años solo por un deseo de construir mejores caminos? Por favor. Atsuki antes ya hizo marionetas a Emperadores. Si Toturi III no puede gobernar el Imperio, el Gozoku gobernará en su lugar,” Kamnan miró hacia Munemori. “¿O es que no quieres admitir que eso es lo que estás haciendo?”

          “Solo quiero lo mejor para el Imperio,” dijo Munemori.

          “Por supuesto,” contestó Kamnan con una burlona inclinación de su cabeza. Se giró y salió por la ventana, dejando a Munemori con su soledad.