Revelación
por Rich Wulf & Shawn Carman
Traducción de Mori Saiseki
Naka
Tokei estaba en medio de la Ciudad Prohibida, mirando hacia Otosan Uchi con
ojos tristes. El cielo sobre él estaba oscuro y lleno de nubes. La tormenta que
había golpeado la ciudad durante las últimas horas había parado. Riachuelos de
agua de lluvia ennegrecida por la sangre fluía por las calles, pero no podían
lavar la oscura mancha que había sobre la torturada ciudad. Las legiones de los
Grandes Clanes ahora marchaban a través de las calles, luchando contra los
residuos de la Horda. Como pasaba con la lluvia, Tokei tenía miedo que era
demasiado tarde para lavar el daño hecho. Las calles de la Ciudad Prohibida
estaban llenos de triunfantes samurai Leones, que después de derrotar al yojimbo
del Señor Oscuro, ahora iban al propio Palacio.
Su
victoria duró poco.
Mientras
los samurai de los Grandes Clanes rodeaban el Palacio, una repentina y
sobrenatural luz bañó sus muros. Incluso Tokei siseó de dolor y se refugió ante
el resplandor. A pocos metros de la puerta, el Campeón León Matsu Nimuro cayó
de rodillas con un angustioso grito, su legendaria fuerza traicionándole. Tokei
se acercó a Nimuro, sus ojos entrecerrándose mientras miraba a los muros del
palacio.
“Hacia
atrás, León,” dijo Tokei. “Has luchado bravamente, pero la lucha ya no es
tuya.”
“¿Que
brujería es esta?” Gruñó Nimuro. “¿Puedes dispersar este maho?”
“Esto
no es maho, Nimuro,” dijo Tokei. “El Palacio Imperial esta resguardado desde
hace mucho tiempo por los mejores shugenja Fénix. Cuando las guardas están
totalmente activas, aquellos que no sean de sangre Imperial e intenten dañar al
Emperador o a su linaje no pueden entrar. Daigotsu ha reactivado esas guardas,
y las ha intensificado usando la magia pura de los kami. Fascinante.”
“Parece
que a ti no te afecta,” gruñó Nimuro.
“Como
no pretendo entrar en Palacio, las guardas no me hacen daño,” dijo Tokei.
“Sencillamente échate hacia atrás, León, y el dolor cesará.”
El
León Dorado puso mal gesto, cabeza agachada, derrotado. “Hai, Gran Maestro,”
dijo de mala gana. Nimuro se levantó y dio varios pasos hacia atrás, enfadados
ojos aún fijos en las puertas.
“¿Que
haremos?” Demandó Nimuro. “Cualesquiera que sean los planes del Señor Oscuro,
no podemos dejar que los lleve a cabo.”
“Creo
que quizás ya llegamos demasiado tarde,” dijo Tokei, mirando a los cielos con
ojos tristes. “A los hijos de Toturi se les concedió las gracias de la Dinastía
Hantei. Solo podemos rezar para que lleguen pronto.”
Con
eso, un repentino y fuerte grito resonó más allá de las murallas de la Ciudad
Prohibida. Una oleada de oni y de voraces Goblins saltaron sobre los
destrozados muros, cayendo sobre los aliados samurai. Nimuro y los demás se
defendieron ferozmente. Entre el caos, Naka Tokei sencillamente estaba de pie,
mirando y esperando.
•
Goblins
salieron despavoridos y aterrorizados al abrirse sin avisar, un brillante
portal al borde de la Ciudad Prohibida. El ondeante portal verde y blanco
irradiaba una pureza que hacía daño a las pobres criaturas, echándolas del
patio. Por un momento, la brillante luz era demasiado potente como para poder
aguantarla, pero después, la imagen de unas figuras atravesando la luz se pudo
distinguir. Entonces, tan repentinamente como había aparecido, el portal se fue.
En su lugar había cinco samurai, cada uno con armadura completa y armas
desenvainadas.
“Ghedai
olvidó mencionar los efectos del hechizo en el equilibrio,” musitó un hombre
con pelo de color blanco-nieve.
“Siéntate
y descansa si quieres, Jotaro,” dijo un hombre enmascarado. “Me honrará guardar
la espalda de la dama Tsudao en tu lugar.”
“Paneki,
Jotaro… ya basta,” dijo Toturi Tsudao. Señaló a los samurai que estaban al otro
lado del patio. “Deijiko, a tu campeón parece como si le gustase recibir nuestra
compañía. Venga, ¿nos unimos a él?”
“Esos
oni nos impiden el paso, mi señora,” dijo la más delgada de las tres mujeres.
“Así
es, Miyako,” contestó con calma Tsudao. “Para ellos va a ser una pena.”
Los
cinco samurai corrieron hacia la batalla, destrozando el flanco del grupo de
oni y distrayéndoles del ejército León. Tsudao y su estado mayor luchó con una
callada resolución, cada uno protegiendo la espalda del otro, y no dejando que
ninguna de las bestias se aprovechase de sus debilidades.
La
intervención de Tsudao le dio a Nimuro el tiempo que necesitaba. Con un grito
que helaba la sangre, el León renovó con fuerza su asalto sobre los oni, con
pasión suicida. Cogidos entre la certera precisión de Tsudao y la furia
ilimitada de Nimuro, los oni fueron cortados en tiras en breves instantes.
Tsudao
limpió la sangre de su espada con un casual golpe de muñeca. Mirando a los ojos
de Nimuro, asintió con respeto. “Saludos, Nimuro-san. Tienes mi eterna gratitud
por defender el hogar de mi padre.”
Nimuro
se limpió de vísceras su cara y se inclinó. “Ha sido para mi un gran placer,
Dama Tsudao, pero temo que no fui lo suficientemente rápido.” Señaló hacia el
Viejo que escudriñaba cuidadosamente el extraño brillo del palacio. “Tokei dice
que las guardas han sido aumentadas considerablemente. A lo mejor no podremos
entrar.”
“Tendréis
que ir sola, Dama del Sol,” dijo Tokei.
“Entonces
lo haré,” dijo sobriamente Tsudao.
•
Tsudao
anduvo sola por los ensangrentados salones del Palacio Imperial. Las guardas
habían sido demasiado fuertes para sus aliados, y solo alguien que llevas
sangre de un Emperador podía entrar en palacio. Estaba sola, pero no fallaría.
Un
sonido proveniente de un pasillo lateral la hizo adoptar una postura de lucha
agachada y girarse para enfrentarse al sonido. Un hombre vestido de negro que
llevaba una siniestra máscara emergió de entre las sombras, su kimono roto en
jirones por numerosos combates. “Saludos, noble Tsudao-sama. Os pido perdón por
acercarme a vos tan silenciosamente, pero temía que fueseis una de las muchas
bestias que hasta ahora he visto en palacio.”
“¿Quién
eres tú?” Demandó ella.
El
samurai vestido de negro hizo una profunda reverencia. “Soy Bayushi Tai,
emisario del Clan Escorpión. Estaba haciendo cosas en palacio cuando se activaron
las guardas y me encontré atrapado dentro del palacio. He estado buscando
supervivientes, pero desafortunadamente solo he encontrado muerte.”
“Este
sitio es peligroso. Deberías irte.”
Tai
agitó su cabeza. “No os podría abandonar en estas circunstancias, mi señora.
Iré con vos y os asistiré.”
“No,”
contestó ella. “Te ordeno que te vayas.”
“Os
pido perdón, Tsudao-sama,” dijo Tai, frotándose la cabeza, “pero mis oídos
resuenan tanto debido a mi última pelea que temo que no os oigo.”
Tsudao
agitó su cabeza, exasperada, pero una pequeña sonrisa apareció en su cara
durante un breve instante, antes de que su ceño se volviese a fruncir. “Muy
bien. Acompáñame si quieres, pero espero que tu alma esté preparada para la
muerte.”
•
Los
salones del Palacio Imperial estaban misteriosamente silenciosos. Tsudao pisó
cautelosamente entre los cuerpos de los caídos cortesanos y guardias Seppun,
dirigiéndose hacia la habitación donde el trono de su padre había estado. Más
allá, podía oír el sonido de un canto constante, un sonido irreverente que
llenaba su corazón de pavor. Cuidadosamente abrió, empujando, las puertas de la
sala del trono.
El
suelo de la sala del trono estaba pintado con símbolos arcanos, dibujados con
un pigmento rojo oscuro que solo podía ser la sangre de aquellos que habían
caído defendiendo la ciudad. Media docena de figuras con ropajes oscuros
estaban arrodillados en el centro de la sala, sus cabezas inclinadas mientras
continuaban con su constante canto. Tras ellos, un hombre alto de blanca y
suelta melena estaba sentado en el perdido Trono de Acero, sonriéndoles desde
detrás de su máscara blanca.
“Toturi
Tsudao, al fin,” dijo Daigotsu, respeto en su voz. “De todos mis enemigos, no
esperaba que fueses tu la que se enfrentase conmigo. En verdad, esperaba a tu
hermano Sezaru. Pero quizás esto sea apropiado. ¿No somos los dos grandes
líderes? ¿Grandes generales? Que los dos nos conozcamos así… es lo propio.”
“Mátales
a todos,” siseó Tsudao. La Espada y Bayushi Tai cargaron hacia delante, sus espadas
desenvainadas. Los devotos de Daigotsu no ofrecieron resistencia. Mientras
caían ante las espadas de los samurai, miraban hacia arriba con una extraña
expresión de satisfacción. Al tocar el suelo de la sala del trono su sangre,
los símbolos arcanos repentinamente brillaban con una luz roja. Un torturado
grito resonó por la sala del trono. El aire se partió en dos, y un portal rojo
sangrante apareció en el centro del salón del trono. Un viento obsceno sacudió
la habitación, casi haciendo que los dos samurai vomitasen.
“¿Qué
significa esto?” Demandó Tsudao.
“Esos
devotos estaban completando el hechizo que me transportaría de vuelta a mi
ciudadela en las Tierras Sombrías,” dijo Daigotsu con tono divertido. “El único
componente que aún se requería era su sacrificio. Os agradezco que me hayáis
evitado el esfuerzo. Prefiero dejar el derramamiento de sangre a los demás.”
“¿Luego
planeas huir, cobarde?” Preguntó la Espada, avanzando con prudencia y
poniéndose entre el Señor Oscuro y el portal.
“¿Por
qué debería quedarme?” Dijo Daigotsu encogiéndose de hombros. “He tenido mi
justa venganza. He restaurado a mi hermano a su legítimo sitio. No tengo nada
más que hacer aquí.”
“¿Tu hermano?” Dijo Tai, confundido.
“Si
te gusta conocer la verdad, soy el hijo olvidado de Hantei XXXVIII, criado por
la Orden de los Bloodspeakers. Me ha guiado el sueño de restaurar al Kami
Caído, Fu Leng, a su legítimo sitio. Una vez conseguido, estoy satisfecho. Si
no me molestáis más, yo no os molestaré. Te doy esta única oferta de paz, hija
de Toturi.”
“No
es posible que lo digas en serio,” dijo Tsudao, desenvainando su espada. “Nunca
estaré junto a las Tierras Sombrías.”
“No
espero que estés junto a mi,” dijo Daigotsu. “Solo pido que te apartes. Elige
sabiamente, hija de Toturi. No lo volveré a ofrecer. “
Tsudao
blandió su espada hacia Daigotsu. No habría avenencia ni paz con las Tierras
Sombrías.
“Estaré
junto a vos, mi señora,” dijo Bayushi Tai, escondiendo bravamente el terror en
su corazón.
“Dile
al pequeño que no interfiera,” dijo Daigotsu. “No es nadie. Le dejaré vivir
para que sea testigo de esto.” El Señor Oscuro desenvainó una katana de
obsidiana. La espada sangraba oscuridad mientras él la movía en una lenta kata.
“No
tengo miedo,” dijo Tai.
“Este
enemigo te sobrepasa, Bayushi-san,” dijo Tsudao, ojos aún sobre el Señor
Oscuro. “Es posible que también me sobrepase a mí. Hazte a un lado.”
Truenos
resonaron sobre ellos, mientras los hijos de la presente y de la anterior
dinastía por fin se enfrentaban. Con un fuerte grito, cargaron. La espada de
Daigotsu chocó pesadamente con la de la Espada, pero ninguno de los dos vaciló.
Entre el trono y el portal, se enfrentaron. Tras su máscara, los ojos de
Daigotsu se entrecerraron con respeto.
“Tienes
el espíritu luchador de tu padre, si no su experiencia,” dijo Daigotsu con una
ligera inclinación de cabeza. “Que mueras tan bien como él lo hizo.”
“Que
te pudras para siempre en Jigoku,” gruñó Tsudao.
Daigotsu
rió. “Ojalá.”
El
Señor Oscuro empujó a Tsudao hacia atrás y reculó hacia el trono, recitando
palabras de magia negra. Un aura de energía sangrienta rodeó su puño y salió
lanzada hacia Tsudao, pero ella saltó hacia un lado. Allí donde se estrelló la
energía, el suelo de mármol se derritió como hielo en una forja.
Otro
rayo de energía cayó sobre el suelo de mármol. El poderoso hechizo voló
indómito, erradicando la pared oeste del salón del trono. Tsudao se dio cuenta
esta vez que las rodillas de Daigotsu temblaban un poco después de hacer el
hechizo, que sus ojos se desenfocaban durante un escaso segundo, al cobrarse
peaje la magia. Cuando Daigotsu soltó una tercera ráfaga de poder, el Viento
cayó de bruces al suelo y lanzó una pequeña daga de jade, un regalo que le
había dado su aliado Paneki, hacia el Señor Oscuro. La daga se desvió en la
garganta de Daigotsu. El Señor Oscuro siseó de dolor y trastabilló hacia atrás,
una mano corriendo a su sangrante cuello. Tsudao se aprovechó de su ventaja,
corriendo hacia delante y golpeando con su espada. Acuchilló rápidamente a Daigotsu.
El Señor Oscuro levantó una mano para protegerse, y la espada de Tsudao cercenó
su brazo derecho a la altura del hombro.
Gritando
de dolor e ira, Daigotsu golpeó salvajemente con el revés de su mano. Tsudao
fue lanzada contra el Trono de Acero, su espada cayendo de su mano. El pecho de
Daigotsu jadeaba mientras se agarraba su hombro derecho, energía roja oscura
brotando por la herida.
“Me
contentaba con ponerme a un lado y dejar que la conquista de tu Imperio por
parte de Fu Leng determinase tu suerte, hija de Toturi. Ahora te prometo que tu
Imperio caerá.” Daigotsu intentó otra vez decir las palabras mágicas, pero su
cuerpo flaqueó debido al esfuerzo. Con una maligna mirada final, Daigotsu entró
en el sangriento portal y desapareció.
Durante
un instante, Tsudao consideró entrar en el portal y continuar la batalla. En
ese momento de duda, el portal se cerró.
“¿Qué
haremos?” Dijo
calladamente Bayushi Tai, saliendo de entre las sombras. “Si lo que ha dicho
Daigotsu es verdad, si Fu Leng ha vuelto a los Cielos Divinos...”
“Ese
es un problema con el que lidiaremos en su momento,” dijo Tsudao, levantándose
del trono y envainando su espada. “Por ahora, debemos reunir a los
sobrevivientes y decidir que hacer después. Si la Horda se está agrupando para
la guerra, debemos responder de igual manera. No será fácil. Incluso ahora, mis
hermanos y yo estamos divididos. El Imperio no se unirá tras nosotros hasta que
uno sea elegido Emperador. Ahora más que nunca, los demás se tienen que apartar
hacia un lado y reconocer mi derecho, antes de marchar a derrotar al Señor
Oscuro.”
“Habéis
recobrado el Trono, mi señora,” dijo Bayushi Tai, señalando hacia el Trono de
Acero. “Es un poderoso símbolo del reinado de vuestro padre. Ganaréis muchos
apoyos al haberlo recuperado.”
“Está
Manchado,” dijo Tsudao.
“Tengo
compañeros que quizás puedan asistiros con eso,” contestó Tai. “Con vuestro
permiso, por supuesto.”
Tsudao
asintió severamente. “Que así sea,” dijo. “Limpiar el Trono de Acero. Que lo
lleven a Kyuden Seppun. Si el corazón del Imperio está destrozado y en ruinas,
que entonces ese sea el nuevo centro del poder en Rokugan.”
“¿Y
si vuestros hermanos no están de acuerdo en reconocer vuestro reinado?”
Preguntó Tai.
“He
visto el poder de nuestro verdadero enemigo,” dijo Tsudao. “No puede haber
sitio para la componenda. Mañana, empezaremos a construir mi nuevo Imperio, y
aquellos que no estén al lado del Trono de Acero, estarán contra el.”