Sabiduría

 

por Shawn Carman

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

            Con mucho cuidado, Shingon Tsuken devolvió el pergamino a su sitio en los archivos. Era un texto antiguo, y el tiempo lo había hecho bastante frágil. Tsuken era uno de los pocos Fénix cualificados para manejar material tan delicado. Su familia, los Shingon, una pequeña rama vasalla de los Isawa, eran expertos en la investigación y cuidado de los nemuranai. La mayoría de la investigación de Tsuken requería de referencias a manuscritos más antiguos, necesitando ser cuidadosamente copiados. Tsuken había manipulado objetos así desde antes de su gempukku, cuando ayudaba a su padre en su trabajo. A menudo añoraba la simplicidad de aquellos días, cuando su mayor miedo era que se le cayera un valioso manuscrito.

            “Tsuken-san,” llamó una voz desde una habitación cercana. “¿Has localizado el pergamino que necesitamos?”

            El joven librero suspiró. “Aún no, Maasaki-sama. Os lo llevaré en un momento.” Masaaki era un buen y honorable señor, pero no era el más compasivo señor que uno podría desear. A veces pedía tareas extraordinariamente difíciles para Tsuken, solo para hacerlas él mismo, después de haber olvidado por completo habérselas encargado a su aprendiz. Otras veces, como ahora, le haría un encargo que llevase mucho tiempo, para luego exigir que lo completase casi de inmediato. En todos los años que Tsuken había servido a Maasaki, estaba casi convencido que su señor nunca le había llamado por su apellido, Shingon. Siempre usaba Isawa, que era técnicamente la forma adecuada de llamarle para aquellos que no eran del clan. Aunque sabía que Maasaki no quería ofenderle, era una clara indicación de lo poco que le importaba su aprendiz.

            A pesar de todo, admitió Tsuken, Maasaki era un hombre sabio, y su servicio con él había sido muy enriquecedor. Permitía que Tsuken participase en muchos de sus experimentos, en muchos de los cuales había que estudiar raros y maravillosos nemuranai, del tipo que Shingon solo soñaba estudiar. A través de su asociación con Masaaki, le había sido concedido el poder trabajar en Gisei Toshi, una ciudad que había creído un mero mito, solo unos cuantos meses antes. Ya, muchos de la familia de Tsuken había admitido tener bastante envidia de su prestigiosa posición. Era una conclusión clara que un día, subiría de categoría dentro de su pequeña familia.

            Finalmente, Tsuken encontró el pergamino que estaba buscando. Rápidamente cruzó la algo pequeña librería, y entró en el laboratorio de Maasaki. El hombre mayor estaba, como casi siempre, perdido en sus pensamientos mientras escudriñaba un pequeña estatua esculpida con la forma de una rana dorada sosteniendo una taza de te. “Si, si,” dijo sonriendo. “Verdaderamente una maravillosa obra de arte.”

            “El texto que queríais, Maasaki-sama,” ofreció Tsuken.

            “¿Texto?” Dijo el shugenja de más edad, algo distraído. “O si, por supuesto. Déjalo en mi escritorio, por favor.” Volvió su atención hacia la estatua. “Cuando acabe de identificar las habilidades de este magnífico artefacto, lo chequearás en tus archivos, y hagas los cambios que creas necesarios. Luego se lo podrás devolver a los Maestros.”

            “¿Entonces está confirmado?” Preguntó Tsuken. “¿Es una de las genuinas Ranas Doradas de Kaeru?”

            “Si, lo es,” respiró Maasaki. “Un muy precioso tesoro. Llegó a la posesión de los Isawa por casualidad, descubierta entre otros artefactos que uno de nuestros comerciantes adquirió a los Grulla. Diría que una buena casualidad. ¿Quién mejor que los Fénix para cuidar este tan maravilloso artefacto, neh?” Maasaki sonrió a su aprendiz. “Entonces, muy bien. Puedes empezar con los archivos, Tsuken.” Señaló hacia los pergaminos. “Asegúrate de ser muy detallista, ya que este es un hallazgo extremadamente importante. Tengo correspondencia que atender mientras lo haces.”

            Tsuken asintió y movió los pergaminos a su mesa, mientras su señor recogía algunos materiales, y se dirigía a su habitación. Justo antes de irse, Tsuken le llamó. “Maasaki-sama,” dijo, como si se acabase de acordar de algo que había olvidado, “¿me es permitido hacer un recuento a parte de las cualidades de la Rana? ¿Para los archivos Shingon?”

            “¿Shingon?” Dijo Maasaki, ya enfrascado en otro pergamino. “O. Si, por supuesto. Adelante. Un registro secundario de esas cosas siempre es una buena idea.”

            Tsuken sonrió. Un pergamino así avanzaría mucho la misión de su familia. Los Shingon eran solo una rama menor de los Isawa, y aunque eran los Isawa los que les habían encargado la misión de estudiar los varios objetos de poder que existían a lo largo del Imperio, la naturaleza reservada de los Isawa les impedía ser demasiado abiertos sobre esas cosas, incluso a sus propios vasallos. 

            El bibliotecario apenas había empezado con su tarea, cuando oyó un grito de asombro venir de las habitaciones de Maasaki. “¡Tsuken!” Rugió el shugenja, irrumpiendo en el laboratorio. “¿Que cámara contiene la correspondencia del años pasado? ¡Dímelo rápido!”

            “E… e… la puse en el primer estante de la parte izquierda de la biblioteca, tal y como me indicasteis.” Tsuken sintió como palidecía. Nunca había visto este comportamiento en su señor. Era de los más raro. Maasaki corrió hacia la biblioteca, y Tsuken podía oír el sonido de pergaminos ser urgentemente apartados, mientras el shugenja recorría apresuradamente los estantes buscando algo específico. A pesar de lo extraño de las circunstancias, Tsuken gimió al pensar el daño que estaba haciendo a tantos antiguos pergaminos.

            “¡Aquí!” Gritó Maasaki. Salió de la biblioteca, y cruzó el laboratorio para volver a sus habitaciones, ansiosamente buscando algo en un pergamino. Entró en sus habitaciones, y cerró el panel shoji sin dirigirle la palabra a Tsuken.

            Totalmente asombrado, Tsuken rápidamente acabó su tarea, y luego fue a la biblioteca para reparar el daño que había ocasionado su señor. No eran tan grande como había imaginado, pero aún así, le llevo casi una hora dejarlo todo en su sitio. Justo cuando ponía el último pergamino en la estantería, oyó como se abría una vez más el panel shoji. Por un momento, temió que Maasaki volviese a irrumpir en la biblioteca, y arruinar todo su trabajo.

            “Tsuken, prepara tus cosas,” dijo Maasaki, su tono calmado y sin emoción. “Partimos de inmediato.”

            “Como ordenéis, señor,” dijo Tsuken, inclinando respetuosamente su cabeza. “¿Donde vamos?”

            “Lo explicaré cuando estemos de camino, si es que lo hago,” contestó Maasaki insondablemente.

 

 

            Horas más tarde, los dos hombres viajaban hacia el norte, hacia la provincia Isawa más alejada, y Tsuken aún esperaba una explicación. Pero sabía que no podía preguntar. Maasaki había estado especialmente callado desde su extraño arrebato, y Tsuken sabía que estaba perdido en sus pensamientos. Cuando ordenase las cosas en su mente, contaría algo.

            Era casi el anochecer cuando Maasaki empezó a explicarse. “Tengo un colega entre los Agasha. Se podría decir que tenemos una pasión similar por el estudio de los nemuranai. Claro que él no tiene los recursos que yo tengo, y para ser sincero, siempre he creído que es algo imbécil, pero es bien intencionado, y sirve bien a su familia.” Metió la mano en su obi y sacó un pergamino. “Recibí esta carta suya hace algunos meses. Chunigo decía que había hecho un nuevo descubrimiento, aunque no especificó que era, ni donde lo había encontrado. La verdad, es que parecía poco más que una jactancia sobre una mal definida conquista suya. Presté poca atención.” Sacó un segundo pergamino de su bolsa, que llevaba un sello de alguna cosa. “Este lo recibí hoy. El magistrado del pueblo donde Chunigo efectúa sus investigaciones, un viejo amigo mío, escribió para informarme de que hubo un accidente, y que la casa de Chunigo ardió totalmente. No sobrevivió.”

            “Lo siento, Maasaki-sama.”

            “Gracias Tsuken,” dijo el shugenja, sonriendo un poco. “El magistrado que investigó el fuego encontró un pergamino que había sobrevivido al fuego. Contenía dibujos de una siniestra máscara y una mención de Shiro Chuda.”

            “¡Shiro Chuda!” exclamó Tsuken. “¡El Palacio del Clan Serpiente! ¡Ese sitio está maldito, Maasaki-sama! ¡Seguro que nadie sería tan tonto como para buscar ahí artefactos!”

            “Hubiese esperado que eso sería la verdad,” admitió Maasaki. “Pero parece que Chunigo era tan bobo como había pensado.”

            Los dos cabalgaron en silencio durante un rato. Tsuken meditó sobre lo que su señor le había dicho, y finalmente, preguntó la pregunta que tanto le perturbaba. “¿Cuál es el motivo de nuestro viaje, Maasaki-sama? Pienso que habrá poco que podamos esperar recuperar del hogar de tu camarada.”

            “No, lo que se haya podido salvar, ya ha sido sacado y devuelto a su familia,” admitió Maasaki. “Nos preocuparemos de lo que no ha sido encontrado.”

            “No lo entiendo.”

            “No se ha encontrado rastros del la máscara reseñada en el pergamino, ni siquiera cachos de una cosa así. Incluso si se hubiese consumido en el fuego, quedaría algo.”

            Tsuken parecía confundido. “¿Sabemos a ciencia cierta que tenía ese objeto en su posesión?”

            “No.” Maasaki miró fijamente a Tsuken. “¿Quieres arriesgarte a que un artefacto del Clan Serpiente se haya perdido en nuestras tierras?”

            “No,” respondió enfáticamente el alumno. “No, no quiero.”

            “Exactamente,” dijo Maasaki.

 

 

            El hogar de Agasha Chunigo era poco más que una calcinada ruina. La pareja de expertos había estado unas cuantas horas allí, hablando con los magistrados, investigando las ruinas, e interrogando a los eta que habían preparado el cadáver de Chunigo para su cremación. Los magistrados fueron casi obsequiosos en su deseo de ayudar. En las tierras Fénix, nada era tan respetado como un shugenja Isawa. Con su llegada, los magistrados asumieron que la solución del misterio no estaba muy lejos.

Tsuken esperaba que su confianza estuviese justificada, pero temía que había poco que descubrir. Pero Maasaki parecía no sentir lo mismo, y se volvió más y más agitado mientras continuaba su investigación. Justo cuando Tsuken pensaba que había llegado el momento de volver a casa, Maasaki le ordenó que comprase provisiones para viajar a las montañas del norte. Tsuken sabía que pedir más información sería un error.

            Una vez que llegasen a las montañas, el viaje se volvería mucho más difícil. Ninguno de los dos hombres era hábil en actividades físicas, como las requeridas para escalar las montañas. Dos días después de iniciar el viaje, Tsuken empezaba a dudar de la salud mental de su señor.

            Esas dudas terminaron cuando escucharon sonidos de lucha resonando en los picos. Tsuken estaba sorprendido de oír esas cosas tan dentro de la cadena montañosa, pero Maasaki no pareció sorprendido. La verdad, solo parecía resignado. “Debemos darnos prisa,” fue todo lo que dijo. Eran las únicas palabras que había pronunciado desde que dejaron la casa de Chunigo.

            El eco de los sonidos por las montañas hacía difícil saber de donde venían, pero Maasaki sacó un pergamino de su obi, y lo consultó brevemente, para luego llevar acertadamente a Tsuken hacia los sonidos. En muy poco tiempo, los dos llegaron a una elevación que dominaba una poca profunda depresión en las montañas.

            La primera cosa que atrajo a los ojos de Tsuken fue la extraña estructura que había en el centro de la depresión. No era muy grande, no mayor que una única atalaya, como las que los Shiba usaban a lo largo de la frontera Dragón. Que estuviese situada tan al norte era inusual, así como su extraña construcción. La arquitectura usada en su diseño era muy rara. En su mayor parte, a Tsuken le parecía Escorpión, pero su cúpula era claramente de origen gaijin. ¿Quién crearía un edificio tan extraño? ¿Y por qué aquí?

            Pero esas preguntas fueron olvidadas, al ver a los dos hombres que había dentro de la depresión. Uno llevaba los colores del Unicornio, el otro los del Fénix. Ambos eran shugenja, como evidenciaban los hechizos girando alrededor de ellos, mientras se tiraban pura furia elemental el uno al otro. La devastación del terreno alrededor de ellos sugería que se habían estado dando durante bastante tiempo.

            “No te muevas, Tsuken-san,” susurró Maasaki. “No hagas nada sin que yo te lo ordene.”

            “Como deseéis,” dijo sin aliento Tsuken.

            La batalla duró poco, los combatientes habiendo agotado la gran mayoría de su energía antes de que llegasen los expertos. Al principio, los dos parecían tener fuerzas parecidas. Pero mientras fueron discurriendo los minutos, se fue volviendo claro que el Unicornio estaba rápidamente perdiendo fuerza. Su magia elemental empezaba a debilitarse visiblemente, mientras que los hechizos Fénix parecían fortalecerse. Con incipiente horror, Tsuken se dio cuenta de que los golpes que soltaba el Fénix no eran de magia elemental, sino maho. Negra energía veteada de un verde asqueroso salía de la punta de sus dedos.

            Justo cuando Tsuken se daba cuenta de la naturaleza del Fénix, vio al Unicornio trastabillar y caer. El tsukai Fénix echó hacia atrás su capucha para revelar un mempo de un demonio sonriente. Rugió triunfante y fue decidido hacia el cuerpo inmóvil del Unicornio.

            “Ahora,” susurró Maasaki. Saltó desde su escondite y lanzó una gran bola de fuego hacia el enmascarado shugenja, seguido de cerca de la mucha más débil tempestad de aire de Tsuken. Su objetivo intentó levantar un escudo, pero fue demasiado tarde, Los dos hechizos le envolvieron, quemando y rasgándole con su furia. Gritó de dolor y ultraje, y luego desapareció en una espesa neblina de aceitoso humo negro.

            Tsuken no podía creer lo que veía. “¿Está… se ha acabado? ¿Está muerto?”

            “No,” contestó bruscamente Maasaki. “Simplemente ha huido en el viento.”

            El aprendiz agitó su cabeza, incrédulo. Esta había sido la primera vez en su vida que había visto magia usada en un combate. “¿Son todas las batallas tan… tan abruptas?”

            “A veces,” contestó Maasaki. “Es según el punto de vista.” El hombre mayor bajó rápidamente a la depresión para ver al Unicornio. “Muerto,” dijo. “Un Moto, por su mon y su cara.”

            “Maasaki-sama,” dijo Tsuken, totalmente aturdido, “¿qué es esto? ¿Qué es esta torre? ¿Quién la construyó?”

            “No lo puedo asegurar. Basándome en su estructura, y en la fuerza y naturaleza de la guardas que hay sobre ella, creo que tengo una teoría. Pero eso es para otro momento.” Se volvió hacia Tsuken. “Nuestro adversario volverá, y esta vez estará preparado. Debes ir rápidamente al magistrado y pedirle que venga de inmediato. Luego monta hacia el sur sin detenerte. Los Shiba deben estacionar tropas aquí de inmediato. No podemos dejar que nuestro enmascarado enemigo coja lo que hay dentro.”

            Tsuken se sintió como si estuviese bajo el agua. Todo movimiento y sonido era callado y distorsionado. “¿Quién era, señor?”

            “Chunigo,” contestó amargamente Maasaki. “Ahora sirve bajo la Horda.” Miró a su aprendiz con una fiera mirada. “Cabalga, Tsuken. Monta como si tuvieses demonios tras tu rastro. Si fracasamos aquí, los habrá.”

 

 

Dos semanas más tarde…

 

            Llamar a la asociación de hombres y mujeres que en todo momento estaban cerca de Shiba Aikune una corte, sería un nombre equivocado. Al principio, podría parecer una buena descripción, ya que había muchas similitudes entre las dos. Como en una corte, aquellos que rodeaban al comandante de los ejércitos Fénix, buscaban su favor, y avanzar sus propios intereses. Pero lo que la distinguía de una corte es que eran endurecidos guerreros, y veteranos de muchas batallas. Shiba Mirabu les despreciaba. Los guerreros no estaban hechos para las prácticas engañosas de la corte, y Aikune no tenía tiempo para aguantar sus juegos. Desafortunadamente, tenían pocas opciones.

            “¿Estás preparado, hermano?” Preguntó Aikune, una sonrisa curiosa en su rostro.

            “¿Para seguiros? Por supuesto, mi señor.”

            “¡Ja! ¿Señor, eh? Alguien creería que soy importante,” bromeó Aikune. “Se que no disfrutas de estos viajes, Mirabu, pero no tendría a nadie más a mi lado para un evento así.”

            “Gracias, Aikune-sama.”

            Aikune levantó su espada. Las llamas que siempre bailaban en su borde parecieron intensificarse brevemente. A pesar suyo, Mirabu sintió un poco de temor. Desde que Aikune había usado el Deseo contra sus consejeros León, Mirabu había temido su poder. Confiaba implícitamente en Aikune, pero en los meses que habían transcurrido desde que fue liberado el Deseo, había empezado a sentir remordimientos por haber aconsejado a Aikune que buscase su poder. Nunca se sentiría cómodo en su presencia.

            El aire ante Aikune brilló, mientras la llama de la espada seguía intensificándose. Una gran fisura se abrió mientras Mirabu miraba, llamas bailando en su borde. Dentro de el, no había nada excepto fuego. “Ven, amigo mío,” dijo Aikune. “Vayamos y hagamos amigos para el Fénix.” Con eso, desapareció en la fisura. Diciendo una breve plegaria a sus ancestros, Mirabu le siguió.

            Moverse a través de los elementos gracias al Último Deseo, era una experiencia perturbadora. Mirabu nunca era capaz de describirla, ni siquiera recordar exactamente lo que veía cuando estaba entre dos sitios. Todo lo que sabía era que inevitablemente se encontraba después agitado y desorientado. Pero Aikune nunca parecía afectado, y Mirabu se preguntó si la experiencia se volvía mas fácil con el tiempo. Deseaba nunca descubrirlo.

            Mientras Mirabu se amoldaba s su entorno, descubrió que estaba mirando a los ojos de la más bella mujer que jamás había visto. Vestida con un brillante kimono negro y oro, estaba a la cabecera de la gran habitación donde habían aparecido los dos Fénix.

            “Bienvenido, Shiba Aikune-san,” llegó la suave y rica voz de Toturi Tsudao. Mirabu no la había reconocido sin su armadura y yelmo. “Debo decir que, aunque tus mensajeros nos informaron de la forma en la que llegarías, es mucho más espectacular verlo en persona.”

            “No puedo otorgarme el mérito de ello, Dama Tsudao,” dijo Aikune, inclinándose un poco ante la mujer que se había autoproclamado Emperatriz. “Es un trabajo de Isawa, un verdadero maestro de las artes mágicas.”

            Mirabu rápidamente miró lo que tenía a su alrededor. Aikune y él habían llegado a las habitaciones de la corte de Tsudao, dentro de Kyuden Seppun. Había al menos una docena de miharu, los legendarios guerreros Seppun que habían protegido a los Hantei durante más de mil años. Además de los miharu, estaban los acompañantes de Tsudao. Los clanes Grulla, Escorpión, León y Mono estaban representados, así como varios más.

Como era su deber como yojimbo de Aikune, Mirabu intentó determinar cual era el modo más eficaz de proteger a su señor si irrumpía la violencia. Por supuesto que algo así era poco probable, ya que no solo estaban totalmente a salvo dentro de Kyuden Seppun, sino que además, el poder de Aikune podía derrotar cualquier tipo de ataque, excepto la aparición del propio Fu Leng. Hacía tiempo que Mirabu había reconocido que su puesto era ahora casi ceremonial, pero no vio razón alguna de eludir su deber. Había prometido a la Señora Tsukune que no abandonaría a su hijo, y no lo haría aunque su puesto parecía algo superfluo.

            “Es un honor tener como invitado a alguien de tanto prestigio, Aikune-san,” continuó Tsudao. “Tus hazañas en las batallas son la habladuría del Imperio, y por supuesto que le debemos gratitud a tu madre por sus años de valeroso servicio. Pero se que tienes muchas responsabilidades debido a los momentos tan delicados que vive tu clan, y yo también tengo mucho que requiere mi atención. Dime, ¿qué te ha traído a Kyuden Seppun?”

            “He venido por una sencilla razón, Dama Tsudao,” dijo Aikune. “Mi madre luchó junto a vos durante la Guerra de los Espíritus, y siempre habló muy bien de vuestro honor y sabiduría.” Tsudao se inclinó levemente, aceptando el elogio con modestia. “Aunque hay discusión entre las mentes menos iluminadas de entre los clanes, la familia Shiba ha reconocido la legitimidad de vuestro título de Emperatriz. Aunque no soy el daimyo de mi familia, los oficiales de los ejércitos Shiba me han dado permiso para hablar en su nombre. La familia Shiba os reconoce, como la hija mayor de Toturi Primero, como la legítima heredera al Trono de Acero. Ha llenado mi corazón de alegría el veros coger vuestro puesto aquí, Emperatriz.”

            La habitación se quedó en silencio mientras Shiba Aikune se puso sobre una rodilla, inclinó su cabeza a la Emperatriz, y puso al Último Deseo de Isawa en el suelo a sus pies. Mirabu rápidamente hizo lo mismo, escondiendo su sorpresa. Esperaba que Aikune buscase una alianza, pero no esto.

            “Gracias, Aikune,” dijo Tsudao. Su expresión era resguardada, pero parecía una de genuina apreciación. Mirabu no imaginaba que su posesión del título de Emperatriz fuese tan segura que un apoyo así no fuese muy valioso. “Estoy profundamente honrada, pero espero que no hayas venido hasta aquí solo para eso. Tu tiempo es demasiado valioso para una cosa así.”

            “No tiene importancia, mi señora,” contestó Aikune, levantándose con una sonrisa cortés y encantadora. Mirabu volvió a maravillarse como la anteriormente amarga conducta de su amigo había cambiado en el último año, y lo que cambiaba últimamente. En su mejor modo, el poder del Deseo le llenaba de la confianza y la seguridad que siempre le había faltado. En sus momentos más oscuros, Aikune apenas podía funcionar, casi paralizado con la duda de poder controlar el poder del Deseo. “Os deseo presentar un regalo, un regalo para que nadie pueda poner en duda el apoyo de mi clan a la Emperatriz Toturi Segunda. ¿Si me dais permiso?” Aikune miró interrogativamente a Tsudao mientras señalaba la empuñadura de su espada.

            El séquito de Tsudao estaba obviamente incómodo, pero ella parecía que tenía curiosidad. “Por favor, continúa.”

            Asintiendo, Aikune levantó suavemente el Deseo del suelo. Las llamas ardían amarillas, iluminando con una luz espeluznante la habitación. Aunque la habitación estaba bien iluminada, el fuego del Deseo parecía de alguna manera más real, más revelador. Aikune sostuvo la espada ante el reunido grupo, volviéndose lentamente para asegurarse de que todo el mundo lo veía, y viese que no la llevaba en su mano derecha. “El Último Deseo de Isawa,” dijo en voz alta. “El artefacto más poderoso jamás creado por manos mortales, y el símbolo de la maestría sin par del Clan Fénix sobre todas las cosas místicas. Como comandante de los ejércitos Shiba y portador del Último Deseo, ofrezco una porción de su poder a Toturi Segundo, legítima Emperatriz de Rokugan, como muestra de la incuestionable lealtad de mi gente.” Con eso, las llamas corrieron alrededor del Deseo y saltaron hacia arriba para formar una pequeña bola de fuego. La bola bailó sobre la cabeza de Aikune, hirviendo y rodando en un pequeño fulgor. Las llamas continuaron brillando cada vez más, hasta que le dolían los ojos a Mirabu al mirarla.

            Y luego desapareció. En su lugar, un ardiente tanto estaba suspendido en el aire. Lentamente descendió para planear directamente sobre Aikune. Las marcas de su hoja, en su empuñadura, y grabadas en su tsuba eran idénticas a las del propio Deseo. Aikune ceremoniosamente envainó el Deseo y cogió el tanto del aire. Fue hacia delante, y se arrodilló ante Tsudao, ofreciendo la espada sin mediar palabra. “Esta espada contiene una fracción del poder del Deseo,” dijo. “Que os proteja para que vuestro reinado sea largo y justo.”

            “No lo puedo aceptar, Aikune,” dijo Tsudao, su voz apenas enmascarando su sorpresa. “No debilitaré al Fénix debido a su lealtad.”

            Aikune sonrió. “El Deseo no está debilitado, es como si se debilitara un río al beber un vaso de agua,” dijo. “Insisto que me permitáis mostraros nuestra lealtad al trono, mi señora. Por favor, aceptarlo.”

            “No puedo,” contestó ella. “Un Emperador debe gobernar a través de la sabiduría, no del poder.”

            “Y la sabiduría no se puede dar, solo ganar,” dijo Aikune. “Al aprender a mandar al poder con justicia, la sabiduría fluye de forma natural. Aceptar la espada, y dejar que su poder refuerce la sabiduría de vuestros edictos.”

            Tsudao sonrió con curiosidad, y cogió el cuchillo con una mano. “El uso que le pueda dar, aún no lo se, pero acepto vuestro tan gentil regalo, Shiba Aikune.”

            Aikune se retiró, inclinándose respetuosamente otra vez. “Habéis honrado al Clan Fénix, mi Emperatriz. Somos vuestros humildes servidores.”

            Inesperadamente, una de las criadas de Tsudao se adelantó. Una joven samurai-ko, la chica llevaba los colores del Clan Mono. Se dirigió directamente a Mirabu, lo que era algo muy inusual. Pero claro, a los Mono no se les conocía por su estricta observancia de la tradición. “Igual que tu señor ha honrado a mi señora con un regalo,” dijo en voz baja, “por favor permitidme que yo os ofrezca uno.” Sacó un cristal de su obi, y lo elevó. “Este es uno de los Ojos del Emperador, llevado por todos los magistrados de mi clan. Llévalo y conoce que el Mono está junto al Fénix en su apoyo a la Emperatriz.”

            “Mi señor solo reconoce aquello que todos deberían reconocer,” dijo Mirabu. La etiqueta cortesana demandaba que rechazase por dos veces el regalo, pero no era muy bueno en este juego. “Tu regalo es demasiado cortés.”

            “Los Fénix tienen el coraje de ponerse al lado de la Emperatriz, cuando otros están demasiado enredados en sus propios intereses,” contestó Miyako. “Por favor, acepta este regalo como una muestra de la admiración del Mono.”

            “Soy solo un simple yojimbo, y no merezco un regalo así.”

            “Cógelo, y demuestrale al Imperio que eres digno,” dijo Miyako. “Que los ingenieros Isawa analicen el Ojo y hagan otros como el, para que todos los magistrados Fénix lleven uno.”

            Mirabu asintió y aceptó el suave cristal, inclinándose mientras lo hacía.

            “Y con eso, a pesar nuestro, debemos dejaros, mi Emperatriz,” dijo Aikune. “El conflicto a lo largo de nuestra frontera continúa estallando sin previo aviso, y temo que mi atención personal puede ser necesaria.”

            Tsudao asintió. “Ten cuidado, Shiba Aikune. Espero que encuentres la paz con el Dragón antes de que se pierdan más vidas.”

            Aikune no dijo nada, pero sonrió y se inclinó por última vez antes de invocar otro de sus fisuras. Mirabu se inclinó profundamente y siguió a su señor a través de la fisura.

 

 

            Cuando se acabaron las reuniones sin fin y las sesiones de estrategia, fue una de las pocas veces en las que Mirabu podía sentir como si la vida fuese normal. Comió junto a Aikune en una habitación privada, y los dos hablaron de simples cosas. A veces, casi era como habían sido las cosas antes de que encontrasen el Deseo. Pero esos momentos solían durar poco.

            “Mirabu,” empezó Aikune una vez que habían terminado de comer, “he tomado una decisión.” Sacó el Último Deseo de su obi, y dejó la espada sobre la mesa, mirando fijamente a la espada. Las siempre presentes llamas no dañaban la superficie de la mesa. Una pequeña figura humanoide parpadeaba en las sombras cercanas, uno de los etéreos Niños que protegía el antiguo artefacto. Las criaturas ponían nervioso a Mirabu; hacía lo posible por evitarlos.

            Por un breve instante, Mirabu se ilusionó con que Aikune se había dado cuenta del peligro de continuar usando el Deseo, y había decidido devolverlo a su tumba. “¿Cual es tu decisión, mi señor?”

            “El poder del Deseo es ilimitado, pero siempre cambiante y creciente. Igual que nosotros crecemos y nos desarrollamos durante el curso de nuestras vidas, también él se está desarrollando debido a que está cerca de nosotros. Y ha llegado a un punto donde tiene que tomar una elección. El Deseo me ha permitido que sea yo el que elija su curso, pero estoy dudoso de la forma de proceder.”

            “¿Qué elección debéis tomar?”

            Aikune dejó la espada sobre la mesa ante él. Sus llamas eran ahora más débiles, casi invisibles. “Puedo elegir entre seguir blandiendo el Deseo como un arma, como hasta ahora. O puedo elegir cambiarlo, para convertirlo en algo totalmente diferente. Puedo elegir incrementar la sabiduría del Fénix, desvelar misterios nunca antes conocidos por mente humana. Una vez hecha la elección, no puede ser desecha, y el camino del Deseo será para siempre determinado.”

            Mirabu se quedó momentáneamente aturdido, sin saber que decir. “Mi señor, debéis elegir sabiduría. El Fénix tiene poder en abundancia, y los Dragón están prácticamente vencidos. La sabiduría os convertiría en el líder que siempre habéis deseado ser. Podríais aunar todas las familias bajo vuestro liderazgo. Incluso podríais postergar al Consejo, justo lo que vuestra madre intentó hacer.”

            Aikune pensó durante un momento, y agitó su cabeza. “No lo creo,” dijo. “El poder lo puedo blandir a través de la fuerza de voluntad, y al hacerlo, ganaré sabiduría. Pero al serme otorgada sabiduría es como que se me otorgue conocimiento sin experiencia. Me convertiré en algo que no soy.”

            “La sabiduría no es solo eso, mi señor,” contestó Mirabu. “Ya sea adquirida, u otorgada, el resultado es el mismo.”

            “¿Lo es?” Preguntó Aikune. “Cuando Isawa Tsuke absorbió la sabiduría de los Pergaminos Oscuros, ¿Diríais que le cambió? Recordad que ellos también fueron creados por Isawa.”

            Hubo un largo momento de silencio. Finalmente, Aikune cogió la espada, la miró intensamente, y la volvió a colocar en su saya.

“Creo que es mejor coger poder y aprender a dominarlo,” dijo Aikune. “No desdeño la sabiduría, pero me la ganaré como siempre hicieron mis ancestros. Es posible que los shiryo no me contesten, pero les demostraré que soy su igual.”

            Mirabu miró hacia abajo, hacia la mesa, y asintió. “Como deseéis, mi señor.”

            “Ahora ven, Mirabu,” dijo Aikune, levantándose de la mesa. “Tenemos más cosas que hacer hoy. Un escribano Isawa llamado Tsuken ha llegado con un informe. Veamos que nueva información tienen que compartir con nosotros. ¿Me acompañarás?”

            Mirabu miró hacia la espada que estaba en la cadera de Aikune, y luego le miró a los ojos. “Donde vayáis, iré con vos.”