Semillas de Revolución

 

por Shawn Carman y Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

El borde oeste de las provincias Akodo

 

En las abiertas llanuras que marcaban la frontera León-Grulla, incluso un pequeño número de caballos podían generar un ruido parecido a los truenos. Un trueno así anunció la llegada de Akodo Tekkan y la docena de samuráis que le acompañaban. Corrieron a través de la llanura, frío viento en el pelo y el crujir de la temprana helada bajo los cascos de los caballos. La cara de Tekkan era una máscara de furia apenas controlada.

            Otra docena de soldados León estaban diseminados por la llanura, a su alrededor había cadáveres sobre la fría hierba. Uno se adelantó y se inclinó al detener Tekkan su caballo muy cerca suyo. Los símbolos en su armadura indicaban que su rango era el de gunso.

            “¿Qué ha pasado aquí?” Demandó Tekkan.

            “Una emboscada,” dijo el gunso. “Parecían ser bandidos.”

            “¿Cuántos?”

            “Como unas dos docenas,” continuo el hombre. “Matamos a ocho de ellos antes de que huyesen. Dos de mis hombres han muerto.”

            “¿No les perseguisteis?” Dijo con rudeza Tekkan. “¿Por qué no?”

            “Pensé que sería mejor esperar a que llegaseis, mi señor,” contestó. “Huyeron hacia el sudeste.”

            Tekkan meditó. “En la misma dirección que los otros. Solo hay un sitio hacia el que pueden ir.”

            “¿Cuáles son vuestras órdenes, comandante?” Preguntó el gunso.

            “Volver al campamento y equiparos,” dijo Tekkan. “Acabaremos con esto de una vez por todas.”

 

 

El Edificio León en Toshi Ranbo, el Distrito Okura

 

Akodo Ieshige se frotó otra vez la cara con la mano y dio otro sorbo de su te de la mañana, que rápidamente se estaba enfriando. Sabía muy bien que sus ojos se pondrían rojos e irritados; había dormido muy poco la noche anterior. En verdad, no podía recordar la última vez que había dormido bien. Los sueños…

            No. No pensaría en ellos.

            Con una seria expresión, Ieshige cogió una pequeña bolsita de su obi y sacó unas hierbas secas. Las roció en su te y dio otro sorbo, poniendo una mueca por lo amargo que estaba. Las hierbas le calmaban los nervios y le relajaban los nervios, pero sabían muy mal y eran bastante caras, ya que las importaban de las lejanas islas del Clan Mantis. Si los sueños no acababan pronto, se encontraría en un apuro muy desagradable cuando se empezase a mostrar exhausto.

            Hubo unos suaves golpecitos en la puerta. Ieshige cerró sus ojos por un momento y respire hondo, reuniendo sus fuerzas. “Adelante,” dijo.

            El panel se deslizó hacia un lado con el tenue sonido de la seda y la madera, y un joven vestido con brillantes túnicas doradas entró en la habitación. “Buenos días, gobernador-sama,” dijo con una rápida reverencia.

            “Buenos días, Kusari,” le devolvió Ieshige. “Creo recordar que ayer te pedí que me llamases Ieshige.”

            “Si, mi señor,” contestó el joven. “Y varios días antes también lo hicisteis.”

            Ieshige levantó las cejas. “¿Y?”

            “Y sería inapropiado que el ayudante de un gobernador le llamase por su nombre de pila,” continuó Kusari, sin desaparecer nunca su sonrisa. “Solo actúo como dicta mi posición.”

            “Posición,” dijo Ieshige agitando la cabeza. “Eres el hijo de un daimyo León. Tu posición es casi igual a la mía.”

            “Mi padre lleva siendo daimyo Ikoma menos de un mes, y su ascenso fue totalmente inesperado,” contestó Kusari. “Igual que él, espero tener mi oportunidad para ganar fortuna, en vez de heredarla.”

            El gobernador empezó a discutirlo más, pero luego se lo pensó mejor. Kusari era un joven extraño, poseedor de una infinita buena suerte y buen humor. Le habían destinado a servir bajo Ieshige tras su gempukku, hacía seis meses, y en ese tiempo solo había visto una vez al joven de mal humor, cuando se enteró de la decisión de su padre de volverse ronin. Pero incluso entonces, Kusari aceptó su destino con un estoicismo tal que había impresionado incluso más a Ieshige, y nombró al joven su ayudante personal en asuntos de la corte. Hasta ahora, había demostrado ser una sabia decisión. Recordó la callada satisfacción en los ojos del chico cuando supo que su padre no solo había redimido su honor, si no que incluso había sido ascendido a liderar su familia. Estas extrañas personas que podían asumir tanto el triunfo como la tragedia con igual calma eran los samuráis más asombrosos. Ieshige solo deseó compartir la inamovible serenidad de Kusari.

            Un escalofrío, tanto físico como mental, pasó a través suyo. Las hierbas disminuían los efectos de la fatiga física, pero hacían más difícil concentrarse. Otra preocupación que añadir a la creciente lista. “¿Cuál es nuestro primer asunto, Kusari?”

            Kusari asintió y metió las manos en sus mangas. “Hay un par de importantes mercaderes que buscan vuestro consejo para resolver una disputa. Es sobre la asignación de espacio en vuestro distrito.”

            “¿Comercio?” Ieshige frunció el ceño. “¿No es esto algo que pueda resolver otra persona? Poco sé sobre esos asuntos.”

            “Desafortunadamente, no, mi señor,” dijo Kusari, disculpándose. “Parece que los mercaderes tienen bastantes buenos contactos, y tienen aliados en las administraciones de otros distritos que están ansiosos porque se resuelva este asunto.”

            “Muy bien,” dijo el gobernador, moviendo la mano. “Llévales al salón de audiencias. Yo iré hacia allí enseguida.”

            Kusari asintió y salió al pasillo. Ieshige se levantó y cogió su daisho del atril donde descansaba, metiendo reverentemente las espadas en su obi. Quizás tuviese suerte y alguien le retaría hoy a un duelo. Entonces tendría la oportunidad de aliviar algo de su stress… o se liberaría de el para siempre. Era un pensamiento bastante mórbido, pero solía tenerlos últimamente. Apartó esos pensamientos de su mente.

            Ieshige cruzó los tres salones y llegó hasta la modesta sala de audiencias que había en su residencia del gobernador. Era un edificio nuevo, y el fuerte aroma a madera recién cortada nunca parecía disiparse. Frunció el ceño al ver a Kusari esperando fuera de la sala de audiencias, una mirada de perplejidad en la cara del joven. “¿Están dentro?” Preguntó.

            “No, mi señor,” dijo Kusari. “Han sido despedidos.”

            “¿Despedidos?” No estaba seguro si sentirse aliviado o enojado. “Yo no ordené que se fueran.”

            “Yo no les ordené que se fueran, mi señor,” insistió Kusari. “Akodo Setai está aquí. Él fue el que los despidió, y luego pidió esperaros en la sala de audiencias.”

            “Setai,” dijo simplemente Ieshige. El antiguo Deathseeker era quizás el León más influyente de la Ciudad Imperial. El que Setai hubiese venido a verle tan precipitadamente, solo quería decir que había problemas. “Muy bien.” Pasó junto al joven y abrió la ancha puerta de madera.

            Akodo Setai estaba dentro. Como siempre, parecía extrañamente fuera de lugar en la distinción de la corte, un inmenso guerrero con los tranquilos y calculadores ojos de un erudito. Ieshige no lo comprendía totalmente, pero siempre parecía que había otro Setai escondido fuera de su alcance, dentro de la pacífica compostura que mostraba en la corte, siempre listo a explotar al instante en un frenesí de violencia y destrucción. ¿Todos los Deathseekers tenían esa maldición? Algunos decían que Setai era afortunado por ser uno de los pocos que escapaban vivos de esa orden. Ieshige no lo tenía tan claro. “Buena fortuna, Setai-sama.”

            “Y a ti, gobernador,” dijo Setai en voz baja. “Por favor, pide a tu ayudante que entre. Tiene que estar presente.”

            Ieshige levantó una ceja, sorprendido, pero inclinó su cabeza, aceptándolo y golpeó una vez en la puerta que tenía tras él. Kusari entró en la sala y se incline, esperando una orden. “Únete a nosotros,” dijo simplemente Ieshige, ignorando la mirada de confusión del joven. Se volvió hacia Setai. “Sospecho que vuestra repentina llegada no significa nada bueno, Setai-sama.”

            “Así es,” contestó Setai. “Ha habido un desafortunado incidente en la frontera al sur de aquí. Me temo que necesitaré de tu ayuda.”

            “Por supuesto,” dijo inmediatamente Ieshige. “¿Qué necesitáis de mi?”

            Setai al principio no respondió, y parecía como si no hubiese escuchado la pregunta. En vez de eso, miró intensamente a Kusari. “Eres el hijo del Señor Ikoma Korin, ¿verdad?”

            “Lo soy.”

            “Es un honor conocerte,” dijo Setai. “Creo que estás prometido a la hija más joven del Señor Kitsu Juri?”

            El joven no pudo evitar sonreír. El amor y los esponsales pocas veces iban de la mano para alguien con tantas responsabilidades políticas como un samurai, pero la de Kusari era una unión feliz. “Kitsu Juniko, si, Setai-sama.”

            Setai asintió y se volvió hacia Ieshige, cambiando completamente de tema, o eso parecía. “Un pequeño puesto fronterizo a tres días al sur de aquí recientemente ha recibido ataques de bandidos. Parece que el comandante de ese puesto, Akodo Tekkan, está convencido que los ataques se originaban en Hitsu Taekeru, una pequeña ciudad Grulla a poca distancia al otro lado de la frontera. Hace tres días, lideró una fuerza León y ocupó la ciudad, diciendo que al estar desprotegida era una amenaza para la frontera León.”

            Ieshige no se lo podía creer. “¿Hizo esto sin buscar que lo aprobase su oficial al mando?”

            “Así es,” contestó Setai. “Hay informes de que quedó gravemente herido tras tomar la ciudad, pero no sabemos nada más.” Se detuvo un momento. “Estoy en medio de unas negociaciones extremadamente delicadas tras el final de la guerra en Kaeru Toshi. Volátil podría ser una mejor descripción, pero importante en cualquier caso.”

            “¿Cómo van las negociaciones?” Preguntó Ieshige.

            “Complicadas,” dijo Setai. “Incluso intentar reunirme con los Unicornio es difícil, ya que la mayoría de mis ayudantes solo quieren la cabeza de Chagatai por la muerte de Nimuro, y yo no estoy en desacuerdo. Los Escorpión son inescrutables, como siempre. Irónicamente, las negociaciones con el misterioso Clan Dragón son, por una vez, claras. Las pocas escaramuzas que tuvimos parece ser que fueron generalmente fruto de malentendidos. Ansían firmar la paz con nosotros, y parecen contentos de que mantuviésemos la ciudad. Incluso han ofrecido la ayuda de sus propios cortesanos para ayudarnos a resolver nuestras disputas.”

            “Al menos esto es afortunado,” dijo Ieshige. “Si me afeitase la cabeza y cabalgase mañana hasta la Montaña Togashi buscando la iluminación, odiaría que el camino me estuviese cerrado.”

            Setai se rió. “Pero seguro que ves mi problema,” dijo. “No puedo abandonar las obligaciones que aquí tengo, no hasta dentro de una semana, por lo menos. En ese tiempo, la alianza del León con el Grulla se desbarataría si este asunto no se resuelve con rapidez. A muchos Grulla no les gusta que el León se haya apoderado de una de sus ciudades, y no les importa cuales hayan sido los motives. Hay algunos, tanto en el León como en el Grulla, que recuerdan los tiempos en que nuestros clanes estaban en guerra, y ansían volver a tener es gloria. Tekkan s uno de ellos, y creo que sus motivos para ‘ayudar’ a esta ciudad Grulla no son tan puros como dice.”

            “¿Queréis que me ocupe de ello?” Preguntó Ieshige. “¿Por qué yo, Setai-sama?”

            “Eres un héroe,” dijo Setai. “Todos los León conocen tus logros durante el incendio que amenazó a esta ciudad. Incluso los samuráis más hastiados nunca se atreverían a enfrentarse a un hombre de tu puesto y reputación. Tekkan puede avenirse a razones, si provienen de ti.”

            “¿Por qué es eso necesario? Ningún León se atrevería a ignorar una orden de sus superiores,” insistió Ieshige. “Fuese cual fuese su reputación.”

            “Este no es un problema de jerarquía,” dijo Setai. “Tekkan no ha hecho nada malo. Es el deber del León proteger al Imperio de las amenazas que provengan de fuera como las que provengan de dentro. Esta ciudad tiene su historia. El asunto no es nada sencillo.”

            “¿Si?” Preguntó Ieshige.

            Setai suspiró. Frunció el ceño al tocar un asunto desagradable. “Hitsu Taekeru es una ciudad relativamente nueva. Originalmente fue construida como un punto de suministro para los ejércitos del Hantei durante la Guerra de los Espíritus. Como sabes, el Crisantemo de Acero obligó a muchos Fénix a entrar a su servicio, y no todos ellos eran samuráis. Forzó a muchos granjeros Fénix a hacer el largo viaje desde sus tierras hasta aquí, donde había planeado formar uno de los muchos campamentos base para eventualmente paralizar a los ejércitos León. Cuando la guerra acabó y el Hantei fue derrotado, muchos de estos campesinos se sintieron traicionados y olvidados por sus señores, por lo que permanecieron en tierras Grulla. Los Grulla no quisieron rechazar tan valiosa fuerza de trabajo, pero tenían pocos samuráis para que atendiesen a una nueva aldea que se formase tan súbitamente en su remota frontera. Se convirtió en un lugar donde los deshonrados y los olvidados de entre las filas Grulla eran enviados para ser olvidados. A pesar de este estigma, Hitsu Taekeru se desarrolló rápidamente desde una aldea hasta convertirse en una pequeña ciudad en solo unos años.”

            Setai se detuvo durante un largo rato. “Y aquí es donde la historia se vuelve más negra. Durante la Lluvia de Sangre muchos samuráis cayeron bajo la corrupta llamada de Iuchiban. Cualquiera que tuviese miedo, deseos, o remordimientos en exceso de su honor podían perder sus almas a la magia. Los samuráis que protegían Hitsu Taekeru eran… vulnerables. Cayeron bajo la locura de Iuchiban. Los campesinos, al darse cuenta de lo que le había pasado a sus antiguos líderes, rápidamente se organizaron y mataron a los hombres y mujeres que antes les habían protegido. Sin la vigilante mirada de los samuráis para guiar y proteger la ciudad, muchos de sus habitantes se han vuelto bandidos o hacen otras actividades criminales.”

            “¿Por qué no restauraron el orden los Grulla?” Preguntó Ieshige.

            Hitsu Taekeru es una ciudad pequeña y remota,” contestó Setai. “Relativamente hablando, los problemas que allí ocurrían eran secundarios para los Grulla. Considera esto: incluso en los mejores tiempos, ser destinado a Hitsu Taekeru se consideraba una especie de castigo. ¿Qué samurai Grulla se presentaría voluntario a ir ahora allí después de que sus predecesores se habían deshonrado en la lluvia y fueron asesinados por una venganza de campesinos? Quizás pensaron que sería mejor dejar que lentamente la ciudad se desintegrase. Y ahí, Tekkan vio una oportunidad. Sabe que aunque los Grulla dejarían tranquilamente que la ciudad se destruyese a si misma, hay muchos que no soportarían que los León la protegiesen cuando ellos habían fallado. Aunque sus acciones están dentro de nuestras obligaciones, les ha insultado y so posiblemente renueve la sangrienta enemistad que destrozó a nuestros clanes durante siglos.”

            Ieshige asintió. “Una delicada situación.”

            “Debes convencer a Tekkan de que lo reconsidere, Ieshige,” dijo Setai, “así como asegurar a todos los Grulla que todos los León no son tan sanguinarios como él.”

            “Partiré inmediatamente,” dijo Ieshige. “Kusari puede ocuparse de mis asuntos en mi ausencia.”

            “Desafortunadamente, eso no es posible,” dijo Setai en voz baja. “Debe acompañarte.”

            Kusari no pudo contener su sorpresa. “¿Por qué, mi señor?”

            La cara de Setai se volvió adusta. “Tu prometida fue al puesto fronterizo de Tekkan en contra de la voluntad de su padre, esperando convencer a los guerreros que sus acciones eran deshonrosas,” contestó. “No se ha sabido más de ella desde entonces.” Se detuvo un momento, viendo la desolada expresión del joven. “Kitsu Juri desea que tu investigues, Kusari. Quiere que la encuentres.”

            El joven no dijo anda durante un momento, mientras que los dos León estaban esperando. Finalmente, pareció salir de su trance. “Prepararé los caballos,” dijo susurrando, luego se giró y abandonó la sala.

 

 

El poblado de Hitsu Taekeru

 

Ieshige y Kusari llegaron al poblado Grulla un poco menos de tres días después. Durante todo el viaje no se hablaron, y los dos yojimbos que les acompañaron no intentaron romper el silencio. De eso, Ieshige se sintió agradecido. No había tenido sueños, por primera vez en varios meses, y se sentía descansado. El viaje fue vigorizante, pero podía sentir que los espectros que le asolaban estaban escondidos, esperando el momento de regresar. Cuando lo hiciesen, no sabía lo que iba a hacer.

            Hitsu Taekeru era una pequeña ciudad. Tenía un aire que le molestó a Ieshige al entrar, y pudo sentir la misma reacción en los otros. Las casas no estaban construidas al azar, lo habitual en la mayoría de los pueblos y pequeñas ciudades, si no estrictamente alineadas en filas claramente diferenciadas. El Crisantemo de Acero había creado este lugar como un arma contra el Imperio, y conservaba la fría eficiencia de ese loco. Había bushi León estacionados regularmente por todo el perímetro, y estos rápidamente les dirigieron hacia el improvisado centro de mando, que estaba cerca del centro del pueblo.

            Los cuatro recién llegados desmontaron cerca de un gran edificio que aparentemente servía como centro de reunión, o quizás como la oficina de un magistrado. Un gunso León estaba en el patio, mirando lo que parecía ser un mapa de la ciudad. Ieshige pudo ver como el hombre se armaba de valor al ver como se acercaban. “Identifícate,” ordenó Ieshige.

            “Soy Akodo Sadahige,” el hombre se inclinó. “Gunso en la tercera Legión Akodo, destinado a la séptima fortaleza fronteriza.”

            Sadahige,” dijo Ieshige. “Una vez serviste bajo el Shogun, ¿verdad?”

            “Así es, Ieshige-sama,” dijo con orgullo.

            Inclinó la cabeza con curiosidad. “¿Me conoces?”

            “Todos los Akodo conocen vuestro valor, Gobernador.”

            “¿Dónde está Akodo Tekkan?” Preguntó.

            Sadahige frunció el ceño, incómodo. “Hace tres días, Tekkan murió mientras dormía,” contestó. “Ha habido un extraño brote de asesinatos en la ciudad, y él fue una de las víctimas. Aún estamos investigando el asunto.”

            A Ieshige le preocupó la noticia, pero también se dio cuenta de que esto probablemente le hacía más fácil su deber. Los soldados de Tekkan habrían seguido las órdenes de su jefe incluso tras su muerte, pero ahora que había llegado un oficial de rango superior, resolver este asunto sin la interferencia de Tekkan sería más sencillo.

            Kusari saltó de su caballo. “Juniko,” dijo. “Busco a Kitsu Juniko

            Sadahige miró hacia el suelo. “Kitsu Juniko estuvo aquí,” dijo. “Vino a la ciudad hace una semana, aunque no supimos quien era hasta hace tres días.”

            “¿Dónde está?” Exigió Kusari. Tenía entrecortada la voz.

            La boca de Sadahige era una fina línea blanca. “Fue otra víctima del asesino que asola estas calles,” dijo Sadahige. “Lo siento. He hecho que preparasen sus cenizas para que volviesen al templo de su padre.”

            “Llévame hasta ellas.” La voz de Kusari era un ronco susurro.

            Sadahige miró a Ieshige, quién asintió casi imperceptiblemente. Sadahige hizo un gesto a uno de sus hombres, quien se adelantó e hizo una profunda reverencia ante Kusari. El joven siguió al soldado, adentrándose en el edificio.

            Ieshige desmontó. “Dime que está pasando aquí, gunso.”

            Sadahige asintió, su rígida postura relajándose un poco. “Ha habido ataques a patrullas León en este área durante dos semanas antes de que llegásemos. Al principio, se pensaba que eran ataques de bandidos, pero eran ataques demasiado precisos, demasiado cautelosos. Era ataques deliberados contra nosotros, o eso creía Tekkan-sama. Cada vez, escapaban gracias a un mejor conocimiento del terreno que les rodeaba.”

            “¿Qué me puedes decir de esta ciudad?” Preguntó Ieshige.

            “Por una rareza de la geografía, Hitsu Taekeru está más cerca de las propiedades León que de las Grulla, aunque cae en el lado Grulla de la frontera que compartimos,” continuó Sadahige. “Sufrió horriblemente durante la Lluvia de Sangre.”

            “He oído esas historias,” dijo amargamente Ieshige.

            Sadahige agitó la cabeza. “La caída de aquellos que una vez protegieron este lugar es solo el principio. En los últimos meses, hemos oído rumores de disturbios civiles en la ciudad. Levantamientos de campesinos, cosas así. Los Grulla erraron al ignorar durante tanto tiempo este lugar, y Tekkan estaba indignado.” Se detuvo un momento. “Decía que era nuestro deber restaurar aquí el orden… pero eso ha sido difícil.”

            “¿Por qué?” Preguntó Ieshige. “¿Un ejército León no es suficiente para asegurar a estos campesinos que el caos ya ha pasado?”

            Sadahige sonrió con pesar. “Dicen que un lobo teme al hombre hasta que ha probado su carne, y entonces se convierte para siempre en un asesino,” dijo. “Durante la Lluvia de Sangre, estos campesinos se vieron forzados a matar a los samuráis para sobrevivir. Estos no son pacíficos campesinos, Ieshige-sama. Los Fénix les fallaron. El Hantei les falló. Los Grulla les han fallado. Ahora están contraatacando. Debemos tener cuidado, Ieshige-sama, no vaya a ser que lo que está aquí empezando crezca y consuma a todo Rokugan. Considerar esto, Ieshige – es difícil que todos los Grulla que vivieron aquí cayesen bajo la Lluvia, pero todos ellos ahora están muertos.”

            Ieshige asintió, una expresión de preocupación en su cara. “Quizás fueron asesinados por sus compañeros Manchados.”

            “Quizás,” contestó Sadahige, aunque estaba claro que no lo creía así. “En cualquier caso, después de que muriese Tekkan, no tuve otra opción que asumir el mando.” Sadahige se volvió hacia Ieshige con expresión agradecida. “He seguido sus últimas órdenes y he mantenido el control de la ciudad. Ahora que estáis aquí, con gusto os concedo el mando. Creo que fue un error venir aquí, y los León solo han convertido en peor una mala situación. ¿Deseáis que cometa seppuku?”

            “No,” Ieshige con un gesto despreció el comentario. “Aunque Tekkan se puede considerar afortunado de estar muerto. No has hecho otra cosa que seguir correctamente las órdenes de tu superior en una situación imposible, y creo que te necesitaré si es que queremos hacer la paz con los Grulla y terminar con la revolución que aquí se cuece.”

            Sadahige miró a su alrededor. “Apenas parece que haya tenido éxito, mi señor. Hay algo terriblemente mal en este lugar. Casi creo que estaríamos mejor si se destruyese la ciudad.”

            Ieshige agitó la cabeza. “No,” dijo. “Los que mataron a Tekkan y a Juniko sin duda susurran a sus hermanos los fallos de los samuráis. Son solo unos pocos de los muchos que aquí viven. Si tuviésemos que asesinar a inocentes para silenciarles, convertiríamos en verdad sus mentiras. Lo que crece en este pueblo aparecería mañana en docenas de otros pueblos. Debemos encontrar a los culpables, a los asesinos, y castigarles.”

            Sadahige le miró sorprendido. “¿Nos vamos a quedar aquí?”

            “No veo otra opción,” confesó Ieshige. “Hay una bestia en este lugar, Sadahige, una bestia nacida del miedo y de la negligencia del deber. Solo el honor del León puede restaurar la paz en este lugar.”

            Un lamento surgió de dentro del edificio principal de la ciudad, resonando por la gris y tranquila tarde, como el grito de un animal dolorido. Ieshige miró hacia otro lado, pretendiendo no haber escuchado el sonido, dejando a Kusari con su dolor.

 

 

El Palacio Grulla en Toshi Ranbo

 

Doji Seishiro estaba sentado en silencio ante una mesa de go en el jardín, su mente meditando profundamente en otras cosas. Cortesanos pasaban junto a él con respetuosas inclinaciones de cabeza, pero él apenas se daba cuenta. Su educado asentimiento como contestación era meramente un reflejo, nada más. No fue hasta que se le acercó una ayudante y se inclinó profundamente, que levantó una ceja.

            “Akodo Setai os desea ver, Seishiro-sama.”

            Seishiro asintió, y la ayudante desapareció. Unos momentos después, reapareció con Setai. El León asintió a la ayudante, se inclinó ante Seishiro, y luego se puso al otro lado de la mesa de go. Ninguno de los dos dijo nada durante un tiempo. Finalmente, fue Setai el que rompió el silencio. “Un reto interesante para nosotros, ¿no crees?”

            “Si, un reto,” estuvo de acuerdo Seishiro. “Otros llaman un acto de guerra a lo que hizo Tekkan.”

            “No totalmente inapropiado,” dijo Setai asintiendo. “Y desde luego es lo que será si tu y yo no evitamos que lo sea.”

            “¿Entonces se retirarán los León?”

            Setai sonrió con tristeza. “Sabes que no pueden. ¿Tomar una ciudad Grulla y renunciar a ella inmediatamente, solo unas semanas después de que nuestro nuevo Campeón asuma el mando? Sabes que no lo puede hacer ya que quedaría muy desprestigiado, debilitando para siempre su posición ante los demás clanes.” Agitó la cabeza. “Además, si los informes son ciertos hay otras complicaciones en Hitsu Taekeru. La Lluvia de Sangre puede haber plantado ahí las semillas de la revolución, y hay que ocuparse de eso. Que irónico que Tekkan usó el deber del León como excusa para tomar vuestro poblado, y ahora ese mismo deber nos obliga a permanecer allí.”

            “Hay muchos entre los Grulla que no verían esto como un noble esfuerzo para mantener la paz,” dijo Seishiro suspirando. “Lo verán como Tekkan querían que lo viesen. Como una invasión. En cuestión de horas, tu y yo seremos enemigos, como éramos antes de conocernos.” El tono de Seishiro era de resignación.

            “Es muy posible que un día ese sea nuestro destino,” estuvo de acuerdo Setai, “pero hoy no.”

            Seishiro frunció el ceño. “¿Tienes una sugerencia? Porque yo no puedo pensar en nada.”

            “He pensado en ello,” admitió Setai. “Quizás podamos usar una extraña táctica política en este caso.”

            “¿Cuál?”

            “La verdad,” dijo Setai. “He recopilado los informes de Akodo Ieshige sobre lo que ha ocurrido en la ciudad tanto desde la Lluvia de Sangre como antes de ella. Muéstralo a tus superiores. Enseña a Doji Kurohito como este poblado se ha convertido en la tea que puede encender rebeliones de campesinos por todo Rokugan. Pregúntale después si quiere denegar al León el derecho a resolver este problema.” Akodo Setai sacó un rollo de pergaminos de su obi y se lo ofreció a Seishiro. “Y si eso no es suficiente, tengo otra sugerencia. La verdad convencerá a Kurohito. El resto calmará a los idiotas que claman la guerra.”

            El Grulla lo aceptó con una irónica sonrisa y miró el contenido. “La verdad,” repitió. “En verdad eres un hombre extraño, amigo mío. ¿Qué te hace creer que Kurohito se convencerá?”

            “Porque Kurohito recuerda la Guerra de los Espíritus,” dijo Setai. “Recuerda la última vez que el Imperio luchó de verdad contra si mismo. Es un hombre orgulloso, pero no dejará que ese orgullo le haga más daño a Rokugan o a tu clan.”

            “Eso esperas,” dijo Seishiro.

            “Si debo apostar sobre el honor de un samurai, que así sea,” dijo Setai. “El día que no pueda hacerlo, ya no desearé seguir siendo un samurai.”

 

 

Ieshige terminó de leer el pergamino, y luego lo enrolló con cuidado y se lo dio a Kusari. El León de más edad acababa de volver de patrullar, y aún llevaba su yelmo y la armadura completa. “Setai nunca deja de encontrar una solución interesante,” dijo tras pensarlo un momento. “Parece que estarás temporalmente al mando de la administración de este poblado.”

            Kusari le miró con curiosidad, luego desenrolló el pergamino y lo leyó. “Que… esto no tiene ningún sentido.”

            “No veo porque no lo tiene,” dijo Ieshige encogiéndose de hombros. “Así todos guardamos las apariencias.”

            “¿Cómo?” Preguntó Kusari, los ojos muy abiertos con miedo y sorpresa. A Ieshige le entristeció que la antigua imperturbable serenidad del chico ahora era solo una memoria.

            Ieshige dio un bocado a la bola de arroz que había estado moviendo de una mano a otra. “Los León no pueden parecer haber tomado una ciudad a sus aliados sin razón alguna. Los Grulla no pueden aparentar haber permitido que eso ocurriese. Públicamente no podemos admitir que aquí se cuece un levantamiento de los campesinos sin invitar a que se produzcan otros. Ahora parecerá como si el León movió unas tropas a Hitsu Taekeru como un favor a los Grulla, como parte de una boda política. Tu supervisarás el poblado en nombre de ambos clanes hasta que llegue la hora de tu boda, momento en el que los Grulla ofrecerán esta ciudad al León como regalo.”

            “Boda.” Kusari miró al pergamino con una mezcla de asco e incredulidad. “Acabo de enterrar a mi prometida. ¿Debo amar a otra?”

            Kusari,” dijo con firmeza Ieshige, “no dejes que tus sentimientos interfieran con lo que necesitan tanto los León como los Grulla para sobrevivir.”

            Kusari miró a Ieshige durante un largo instante, y luego inclinó su cabeza. “Tenéis razón, sama,” susurró. “No es lo que ella hubiese querido. ¿Pero cómo puede ser esto? ¿Los Grulla darán una ciudad al León a cambio de mi?”

            “Esta no es una boda cualquiera,” contestó Ieshige. “Emparentarás con la casa Doji y te convertirás en el esposo de Domotai, hija de Kurohito, futura Campeona del Clan Grulla.”

            Los ojos de Kusari se abrieron de par en par, asombrado. “Hai, sama,” dijo. “Si ese es mi destino entonces lo aceptaré.” Ieshige pudo ver que ahora Kusari estaba temblando, pero se mantuvo firme. Su dolor debía ser terrible, pero no iba a fallar a la ciudad o a su clan. Ieshige envidió la fuerza del joven Ikoma.

            “Mientras tanto, recae sobre ti el calmar la hirviente sangre de los campesinos que habitan en este poblado,” dijo Ieshige.

            “¿Yo?” Preguntó Kusari. “¿No os quedaréis aquí?”

            “No,” contestó Ieshige. “No me puedo quedar.”

            Con eso, Ieshige se giró y se fue, sin decir nada más. Salió fuera, y se dirigió hacia su caballo. Sentía la confusión y la indignación de Kusari. Con el tiempo, se convertirían en ira, quizás odio. Eso era lamentable. Ieshige dudó que fuese bienvenido en las casa del León durante mucho más tiempo.

            Pero lo que tenía que ser, tenía que ser.

            Desde el incendio en Toshi Ranbo algo asolaba sus sueños. Algún espectro oscuro, susurrándole al oído. Cuando llegó al poblado se había callado. Una vez más había podido descansar. Pensó que quizás se había liberado. Ahora se dio cuenta de la verdad. Lo que quería controlarle estaba tranquilo porque le quería aquí, y si permanecía, el León sufriría. Pero claro, quizás quería que hiciese lo que ahora estaba haciendo, abandonar a su clan cuando le necesitaban.

            No. Quizás había fallado, pero Kusari no fallaría. El chico era demasiado fuerte.

            Mientras tanto, debía buscar la verdad, buscar la paz en su interior. Ieshige se subió a la silla de montar y se quitó el yelmo, pasando una mano sobre su cráneo recién afeitado. Se volvió y miró por encima del hombro, hacia el alto horizonte del norte.

            Aún había tiempo. Podía regresar aún al León.

            Pero no encontraría la verdad entre ellos.

            Con un profundo suspiro, Ieshige tiró de las riendas y espoleó a su caballo para que empezase a moverse, galopando por el camino hacia las misteriosas tierras del Clan Dragón.

 

 

Koji el carpintero vio al León alejarse a caballo con expresión pensativa, luego dejó su martillo y se encaminó por las ordenadas calles de la ciudad. Se detuvo ante una casa determinada y, mirando a su alrededor para asegurarse de que no había samuráis cerca, abrió la puerta y entró dentro. Un hombre ancho de hombros con largo pelo blanco estaba arrodillado en el centro de la habitación, meditando sobre un pergamino que estaba extendido en el suelo, ante él. Koji no entendía los símbolos que allí vio, pero es que Koji nunca había aprendido a leer. El hombre levantó la vista tranquilamente, como si hubiese estado esperando la llegada del carpintero.

            “Parece que los León planean quedarse,” dijo Koji. No se inclinó ni ofreció ningún título honorario, aunque su voz estaba llena de un profundo respeto y deferencia.

            “Extraordinario,” dijo el hombre, “¿e Ieshige?”

            “Cabalgó hacia el norte,” dijo Koji. “Tenía la cabeza rapada, como la de un monje.”

            “Su correa siempre fue demasiado larga,” contestó el hombre, “pero la verdad es que a menudo los planes de mi señor se suelen derrotar a si mismos así.”

            “¿Qué debemos hacer?” Preguntó Koji. “Los asesinatos no han hecho que el Clan León se vaya.”

            “No,” musitó el hombre, “no lo han hecho. Pero siento que han servido para algo más importante. La importancia de este lugar está aumentando. De este poblado nacerá algún cambio, Koji-san. Mucha sangre y violencia nacerá aquí.”

            “¿Sangre de samuráis?” Preguntó con fiereza Koji.

            “Si, Koji,” dijo el hombre riendo, divertido. “La sangre de muchos samuráis. Con fortuna, quizás tu y tus hermanos ni siquiera os tendréis que arriesgar otra vez para matarles. Se matarán los unos a los otros.”

            “Espero que tengas razón,” dijo Koji. “Esta ciudad no se volverá a inclinar ante los samuráis. Solo son hombres, y son imperfectos.”

            “Tu sabiduría es mayor de lo que tu te crees, Koji,” dijo el hombre. “Ahora déjame. Te he ayudado a luchar por tu liberación, y ahora me tienes que dejar en paz para que pueda trabajar por mi liberación. Tengo mucho que hacer a parte del futuro de tu humilde ciudad, amigo mío, y cada vez hay menos tiempo.”

            “Por supuesto, Yajinden-san,” dijo Koji, yendo hacia la puerta, “te dejaré con tu trabajo.”