Surge un Héroe
por Rich Wulf
Traducción de Mori
Saiseki
La
ciudad aún ardía mientras el Emperador miraba sus dominios desde el balcón de
su nuevo palacio. Su cara no mostraba emoción, pero el aire lleno de humo
estaba como electrificado por la fuerza de su furia. “¿Qué me puedes decir
sobre esto, Sume-san?” Preguntó tranquilamente. “¿Qué ha descubierto tu gente?”
“El
fuego empezó en un almacén de un distrito controlado por los Grulla, Majestad,”
contestó Ikoma Sume, mesándose pensativamente su larga barba blanca.
Naseru
miró por encima de su hombro al viejo cortesano León. “¿Son responsables los
Grulla por acción u omisión de sus obligaciones?”
“No,
Majestad, no lo creo. Nimuro-sama ha hablado con Kurohito, y aunque hubo al
principio algunas acusaciones y hostilidades, ambos parecen estar de acuerdo en
que ninguno de los dos Clanes son responsables.”
“Interesante,”
meditó el Emperador. “¿Entonces de quién sospechan?”
Sume se
movió, incómodo. “Aún no lo sabemos, Majestad. Alguien que quiere fomentar el
caos entre Grulla y León. Quizás incluso disidentes en uno de los dos clanes,
buscando una vuelta a los antiguos tiempos. Nimuro-sama y Kurohito han jurado
que encontrarán al culpable, a cualquier coste.” Se detuvo un momento. “¿Qué
deseáis que hagamos mientras tanto, mi Emperador?”
“Mientras
tanto,” dijo Naseru, “demostraremos al que empezase este incendio que ha
fracasado. Estoy seguro de que podemos reparar el daño rápidamente y bien, pero
eso no es suficiente. El pueblo necesita un símbolo.”
“¿Un símbolo,
Majestad?” Preguntó Sume.
Naseru
sonrió. “Un héroe,” contestó. “Afortunadamente, ese es un recurso que en
nuestro Imperio nunca ha faltado. Encuéntrame un héroe, Sume. Un samurai que
actuó con valentía y arrojo durante el fuego. Le recompensaré por su valor, y
le nombraré el gobernador del distrito dañado, y su primer acto será renombrar
el distrito para conmemorar su valor. Mostraremos a los saboteadores y a sus
señores que un acto de tal cobardía contra mi ciudad solo conseguirá hacer más
fuerte al Imperio.”
“Será
como deseáis, mi Emperador,” dijo Sume inclinándose.
“Fórjame
la mejor katana Kakita, el símbolo de la excelencia, y el mejor wakizashi
Akodo, el símbolo del honor,” continuó Naseru. “Daré mi bendición a este héroe,
y un regalo de los clanes a los que él o ella sirvió con su valentía.”
Sume
sonrió. “Creo que sé a que herreros tengo que ir a ver, Majestad.”
•
Varios
Días Antes…
“¡Hermanos
del León!” Rugió Ieshige. “¡A mí!”
El León
no podía escuchar el sonido de su propia voz debido al rugido de las llamas que
le rodeaban. Apenas podía ver más allá de un metro debido al humo y al fulgor
de las llamas. El joven guerrero puso un trozo de trapo roto y húmedo ante su
cara, respirando lo mejor que podía. Apuntó hacia el suelo y hacia un lado con
su larga lanza mientras alrededor suyo buscaba algo… cualquier cosa – un
enemigo al que golpear, un enemigo al que derrotar. Esto no era el tipo de
batalla al que estaba acostumbrado a luchar. Hacía solo unas horas que había
llegado a Toshi Ranbo para informar de los progresos de su comandante en la
Ciudad de la Rana Rica. Al llegar había encontrado la capital en llamas, León y
Grulla enfrentados mientras la ciudad ardía.
Ieshige
no sabía lo que había pasado. Cuando llegó se había encontrado los barracones
León vacíos, cada soldado enviado a las calles para luchar contra el fuego. No
había nadie que le guiase, nadie que le explicase lo que había que hacer.
Ieshige era solo un soldado. ¿Qué podía hacer?
“¡Hermanos
del León!” Gritó, apartando un con un movimiento de su lanza un montón de
escombros que ardían. “¡A mí!”
No
escuchó respuesta alguna, pero sobre el grito de muerte de la ciudad, Ieshige
escuchó la llamada de acero contra acero. Los ojos del joven León se
entrecerraron mientras espoleaba a su caballo para que galopase. Los ojos del
caballo se pusieron en blanco con salvaje temor, pero obedeció a su señor,
adentrándose por entre las calles que ardían, hacia el sonido de la lucha.
Dobló una esquina y se encontró a dos soldados en un cruce de calles. Uno
llevaba un kimono azul manchado de hollín, su largo pelo blanco cayendo
alborotado alrededor de sus hombros. La otra estaba vestida con la dorada
armadura de un Legionario, su cara una máscara de furia. Ambos tenían sus
katanas desenvainadas, apuntando al contrario. La mujer ya estaba herida, un
profundo corte en su muslo derecho producido por la espada del hombre, pero
este era mucho mayor y se estaba cansando rápidamente por el humo que había en
el aire. Giraban uno alrededor del otro, cansados, lejos del alcance del
contrario. León y Grulla, luchaban mientras la ciudad ardía.
Al
llegar Ieshige, ambos volvieron los ojos hacia él. Los ojos del León se
iluminaron, victoriosos, el viejo Grulla se fruncieron, preocupado. Cabalgó
directamente hacia ellos, poniendo su lanza entre ambos.
“¿Qué
significa esto?” Preguntó Ieshige, mirando de uno al otro. “¡Los clanes León y
Grulla están en paz! ¿Por qué lucháis entre vosotros mientras la ciudad del
Emperador arde?”
“Los
Grulla son los culpables de estos incendios,” rugió la mujer León, sus ojos
entrecerrándose mientras miraba al Grulla. “Pretenden echarnos la culpa por
este sabotaje para que quedemos avergonzados ante los ojos del Emperador.”
“Y
vosotros, León, habéis fracasado al no proteger Toshi Ranbo,” gruñó el Grulla,
sus azules ojos blue yendo de Ieshige a su oponente sin muestras de temor.
“Vuestro papel en nuestra tregua era mantener a salvo la ciudad, proporcionar
un hogar seguro para el Emperador. Los León son los responsables de esta tragedia,
sea por acción u omisión de sus obligaciones.”
“¡Grulla
arrogante!” Gruñó la mujer. “¡Primo, ayúdame a matar a este, y ya nos
ocuparemos de los demás!”
Un
rugido se elevó desde las profundidades del pecho de Ieshige, un sonido lleno
de tanta ira y furia que la León y el Grulla dieron ambos un paso hacia atrás.
Le miraron impresionados y sorprendidos. La lanza de Ieshige permaneció entre
ellos, ahora temblando levemente en su mano – apenas podía el joven León calmar
su furia.
“¿Os
llamáis servidores del Emperador?” Gritó Ieshige. “¡Me dais asco, ambos! ¡Este
no es el momento para luchar entre nosotros! ¡Toshi Ranbo arde! ¡Y si cae, el honor de
nuestros dos clanes perecerá!”
En ese
momento, el silencio cayó sobre la ciudad que ardía, mientras tanto León como
Grulla miraban a Ieshige en silenciosa vergüenza. En ese momento de silencio,
el sonido de un niño llorando resonó por las calles. Rápidamente, Ieshige miró
en esa dirección, hacia un templo de cinco pisos, las ventanas ahora ya
destrozadas por el fuego. Miró con desdén al par de soldados que tenía ante él.
“¡No
tengo tiempo para esto!” Siseó Ieshige. “Pongo la vida de cada uno en manos del
otro. ¡Si alguno de vosotros dos muere, encontraré al otro y le castigaré por
no preservar a un compañero servidor del Emperador!” Les miró con ira. “¿Lo
entendéis?”
Los dos
samuráis asintieron humildemente a Ieshige, pero este apenas se dio cuenta. Ya
estaba galopando hacia el templo, siguiendo los gritos del niño aterrorizado.
No se detuvo ante las puertas del templo, ordenando a su caballo a que se
pusiera sobre los cuartos traseros y rompiese la madera mientras galopaba hasta
dentro. Los salones de dentro estaban llenos de ceniza. Los cuerpos de monjes
Shintao yacían en el suelo, superados por el humo. Ieshige saltó del caballo y
miró si los más cercanos mostraban señales de vida, pero era demasiado tarde.
Siguió hacia delante, siguiendo la esperanza que quedaba, los lloros que ahora
le llamaban desde los pesos de arriba. Lo más seguro era que el niño era un sirviente
del templo, un campesino huérfano entregado a los monjes para que le
custodiasen.
Campesino
o no, esta no era forma de morir. El joven samurai corrió hacia las escaleras,
echando su yelmo hacia delante mientras saltaba por un muro de llamas, ignorando
el vomitivo olor a pelo quemado y carne churruscada que sabía que provenía de
él mientras subía corriendo por las escaleras. Se sintió débil, le temblaron
las rodillas, se quedó sin aliento. Pero alejó de sí la debilidad, abrió las
pertas, y entró en el segundo piso…
Y se
encontró en un cueva sin fin, oscuros túneles abriéndose en la distancia. La
única luz provenía de gruesas velas plantadas en el suelo alrededor de un
estanque, a su derecha. La temblorosa luz se reflejaba sobre la superficie del
agua.
No, agua
no, se dio cuenta Ieshige al quemar sus fosas nasales el asqueroso olor a
cobre.
“¿Qué es
este lugar?” Rugió Ieshige, buscando entre las sombras un enemigo. “¿Qué magia
me ha sacado de mis obligaciones en la ciudad del Emperador?”
Al
principio, la única respuesta fue una risa burlona que parecía resonar de todos
los lados al mismo tiempo. Las manos de Ieshige apretaron con fuerza el mango
de su lanza. Su cara se retorció en una más cara de desdén.
“¡Muéstrate!”
Ordenó Ieshige. “Si me entero que alguien ha muerto porque me has traído hasta
aquí…”
“Cálmate,
Ieshige-san,” contestó una profunda voz, llena de diversión y desdén por el
confundido León. “Toshi Ranbo está bastante a salvo. La León y el Grulla
sobrevivirán. En estos momentos, dirigen una brigada de campesinos para apagar
las rugientes llamas. Recordarán como les recordaste su honor. Has sido el gran
héroe del día, aunque póstumo.”
“¿Póstumo?”
Contestó Ieshige, y por primera vez en su vida había miedo en la voz del León.
A todos los León se les enseñaba que la muerte era parte de su existencia. Era
su privilegio y su propósito dar sus vidas por el Emperador. Al final de esa
vida, uno podía esperar unirse a sus ancianos en los campos dorados de Yomi.
Esto…
esto no era Yomi.
“¿No
viste los cuerpos de los monjes?” Preguntó la voz riéndose. “A pesar de que no
les estorbaban las armas y armaduras que tu llevas, no pudieron sobrevivir al
humo. Tu orgullo y valentía te llevaron más allá que donde ellos habían
llegado, pero hasta el orgullo León no es invencible. Mientras estamos
hablando, te estás muriendo Ieshige.”
Ieshige
no quería creerlo, no podía creerlo. Pero, tras el húmedo olor de la cueva,
podía detectar un matiz de hollín y humo. Tras el enervante silencio y la hueca
risa podía oír el rugido de las llamas… y los aterrorizados gritos del niño.
“Dices
que me muero, pero aún no me he muerto,” dijo rápidamente Ieshige. “¿Es eso
correcto?”
“Si,”
simplemente contestó la voz. Volvió a callarse, esperando a ver que decía ahora
Ieshige.
“¿Puede
salvarse aún el niño?” Preguntó.
“Si,”
contestó con sencillez la voz, “si tu le salvas.”
La tenue
luz de la cueva n iluminó la expresión de Ieshige, pero su voz era firme. “¿Qué
tengo que hacer para sobrevivir?” Preguntó. “¿Me puedes ayudar?”
Al
principio, la respuesta fue solo una risa. “Pensaba que a un León le importaba
poco su vida, solo su honor.”
“Y
también las vidas de aquellos a los que protejo,” contestó Ieshige.
“Solo es
un campesino,” contestó la voz. “Seguro que sospechas lo que quiero a cambio.
No conoces a este niño. ¿Te condenarías por él?”
Ieshige
bajó su cabeza. “¿Cómo me atrevería a estar junto a mis ancestros si no hubiese
hecho todo lo posible por salvarle?” Preguntó en tono de derrota.
“Muy
bien, Akodo Ieshige,” contestó la voz. El estanque junto a él empezó a agitarse
y a hacer espuma, como si se estuviese calentado desde debajo. Una oscura
figura se elevó de sus profundidades, una figura tejida por tiras de tendones
rojos y sangre coagulada. Se elevó por encima de Ieshige, su torso
extendiéndose en un tronco en forma de serpiente que desaparecía en el foso de
sangre. Vacías cuencas de ojos brillaban con una tenue luz roja llena de odio.
Una boca desdentada masticaba el aire mientras la horrible aparición miraba al
León. “Te devolveré, Ieshige. Curaré tus heridas y te daré la fuerza de un
héroe. A cambio, olvidarás este encuentro… hasta que haya una razón para que yo
te necesite.”
“¿Qué
tipo de criatura eres?” Preguntó Ieshige, mirando impasible hacia la criatura
de sangre y porquería. No había miedo, ni asco dentro de Ieshige – era como si
esas emociones ya habían sido quemadas en su interior.
“¿Qué
soy?” Dijo la criatura con una risa arrogante. “Soy tu dueño.”
Con eso,
Ieshige quedó sentado en el templo. Las llamas habían desaparecido, las paredes
no habían sido dañadas. En el pasillo tras él, su caballo le miraba
solemnemente. Varios monjes le miraban con curiosidad, confundidos ante la
presencia del León y su caballo en su templo. Los recuerdos de su encuentro con
la extraña criatura de sangre persistieron en la mente de Ieshige justo el
tiempo suficiente como para que él se diese cuenta de la verdad.
El niño
nunca había estado en peligro…
•
“Emperador,” dijo
simplemente Matsu Nimuro, “os presento a Akodo Ieshige, héroe de Toshi Ranbo.”
El Campeón del Clan
León estaba impresionante vestido con su armadura de ceremonia completa, su
dorada melena echada hacia atrás, contra sus hombros. A su lado estaba Doji
Kurohito, Campeón Grulla, sin armadura pero no por ello menos impresionante con
un impecable kimono azul cielo. Los dos estaban juntos ante la corte del
Emperador, una abierta muestra de unidad y solidaridad después del caos que
había consumido Toshi Ranbo. Ieshige estaba arrodillado humildemente ante
ellos, sin mirar al Emperador ni a su corte. Este era el mayor honor de toda su
vida, pero Ieshige no podía menos que sentirse muy pequeño. El nuevo daisho a
su cintura le parecía extraño, incómodo en ese lugar. Aún no estaba
acostumbrado al equilibrio de las nuevas espadas, pero presumiblemente, con el
tiempo, se adaptaría.
“¿Es este el hombre que
evacuó el Templo de Fukurokujin y reunió los grupos de campesinos con cubos que
salvaron nuestra ciudad?” Preguntó el Emperador con una voz suave, algo
desinteresada. “¿Es este el hombre que aplastó los disturbios en los distritos
incendiados y devolvió la paz a Toshi Ranbo?”
“Así es,” contestó
Matsu Nimuro.
“Akodo
Ieshige, has mostrado tu valía donde otros hubiesen vacilado,” dijo el
Emperador. “Mantuviste la dirección entre el caos, y hiciste que otros
siguiesen tu ejemplo. Eres un verdadero servidor del Imperio. Levanta.”
Ieshige
se levantó ante el Emperador, aunque no le miró a los ojos. El joven León
estaba sorprendido – había oído decir que Toturi III era joven, pero el Emperador
parecía mucho más viejo de lo que se esperaba. Ieshige podía sentir el peso de
incontables preocupaciones sobre los hombres del Emperador, pero el Justo
Emperador estaba sentado fuerte y derecho en el trono de su padre.
“Por tus
servicios, Ieshige, te nombro gobernador del distrito que fue dañado por el
fuego,” continuó el Emperador. “Su protección y restauración será tu
responsabilidad.”
Ieshige
inclinó su cabeza ante el Emperador.
“Pero
antes de que te despache para que empieces con tus obligaciones,” continuó el
Emperador, “debo preguntarte una cosa. Es costumbre que el gobernador de un
distrito de la capital Imperial le de a ese distrito un nombre nuevo,
normalmente el suyo propio. ¿Qué nombre le darás a tu distrito, Akodo Ieshige?”
Ieshige
no dudó. Aunque no había considerado esta pregunta antes, el nombre surgió
instantáneamente en sus labios.
“Okura,”
dijo.
El
asombro resonó por la corte. Algunos de los servidores del Emperador se miraron
entre si, incómodos. Otros miraron a Ieshige totalmente confundidos.
“El
nombre del demonio que guarda las puertas del Cielo,” contestó Naseru. “Un
servidor de Jigoku cuya corrupción fue purificada por el noble ejemplo del Clan
León. Una extraña elección para un nombre, Ieshige-san.”
“Me
parecía apropiado, Vuestra Majestad,” contestó Ieshige. “Que el lugar donde el
caos casi amenazó con dividir el Imperio una vez más en vez de eso sirva como
un ejemplo del honor de aquellos que verdaderamente sirven al Emperador. El
distrito Okura será la joya de Toshi Ranbo.”
El Emperador miró a
Ieshige durante un largo momento, su único ojo parecía atravesarle hasta las
profundidades de su alma. Ieshige tuvo miedo durante un momento, como si
temiese que el Emperador hubiese visto algo que le disgustaba, aunque no se
pudo imaginar que era.
“No
fallaré a Vuestra Majestad,” dijo con confianza Ieshige.
“Procura
que así sea,” contestó el Emperador.