Vínculos de Honor

Amanecer de Sangre, 5ª Parte

 

por Rich Wulf

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

Las Arenas Ardientes…

 

            “El Doomseeker aún no se ha puesto su máscara,” dijo Adisabah, sus agudos ojos felinos fijos sobre la máscara de acero que Katamari llevaba bajo el brazo. “Uno pensaría que carne podrís desear ver como se sentía con la máscara.”

            Katamari dejó de dar vueltas y miró hacia el rakshasa. “No estoy preparado,” dijo.

            “Carne no confía en Adisabah, eso quieres decir,” dijo el rakshasa riendo en voz baja. “Adisabah ha salvado la vida a carne. Adisabah ha traído hasta aquí a carne, y le ha dado armas para luchar contra Iuchiban. Pero carne mira la mano tendida y busca si hay una daga bajo ella.”

            “Si,” dijo simplemente Katamari. “Creo que si me quisieras muerto, me podías haber matado en cualquier momento… pero hay cosas peores que la muerte.”

            “Carne es muy sabia,” contestó Adisabah. “Un falso regalo es la mayor arma del carcelero. ¿Y que importa que ya se haya dado antes? Y se ha dado hoy. Cuatro espadas forjadas sobre un yunque de la desesperación casi llegaron a romper el corazón de tu Imperio. Tan triste para el carcelero que la mejor espada tuviese dos filos, y le cortase… aunque el carcelero no lo vio.”

            “Explícate,” exigió Katamari.

            “Cuatro Espadas de Sangre, aunque una no es lo que parece,” contestó Adisabah. “Encuentra la Ciudad Escondida, Doomseeker, allí se encuentran las respuestas. Pero los regalos del pasado no son lo que deberían preocuparte. Preocúpate por los regalos del presente. Preocúpate por el Huevo de Pan Ku.”

            “Ese nombre me es familiar,” dijo Katamari.

            “Apréndetelo bien, Doomseeker,” contestó Adisabah, “el relato se vuelve ahora más oscuro…”

 

 

Las Tierras Sombrías…

 

“Que cosa tan pequeña,” dijo Iuchiban, dando la vuelta en una mano al cuidadosamente pintado huevo. Extrañas imágenes giraban sobre su superficie, que parecían moverse y cambiar a cada momento. Los ojos del Portavoz de la Sangre no mostraban emoción alguna mientras miraba el huevo, absorto en el poder que sentía dentro del huevo. Había una forzada sonrisa en sus aquilinos rasgos. “Apenas parece peligroso, ¿verdad?”

Miró hacia la delgada mujer que estaba de pie entre las sombras, justo fuera de la luz que daba el anillo de antorchas que iluminaba el corazón del sancta-sanctorum de Iuchiban. Su cara no tenía expresión alguna, era un trozo de piel sin marcas donde deberían estar sus rasgos.

Como un huevo.

“Te puedo asegurar, Iuchiban, que es tan peligroso como te prometimos,” dijo la mujer, su voz sin verse afectada por la falta de una boca con la que hablar. “Nueve veces el Huevo de P’an Ku casi ha destrozado al Imperio, aunque a menudo se mueve con sutileza. El Imperio solo recuerda que haya sido usado dos veces.” Se rió un poco. “Su poder es considerable.”

“Considerable,” dijo pensativo Iuchiban, “¿pero es controlable?”

“Cualquier poder puede ser controlado por alguien que lo entienda lo suficientemente bien,” contestó la mujer. “Seguro que tú, de entre todos los hombres, lo reconoceréis, Señor Iuchiban.”

            Iuchiban no dijo nada al principio, solo continuó estudiando la brillantemente pintada superficie del Huevo. “Según sé, P’an Ku fue una vez un dragón, tan poderoso como sus hermanos Celestiales. Fue engañado por Fu Leng y cayó corrompido.” Iuchiban frunció el ceño. “Un dragón que cayó corrompido, cuya creación puede duplicar cualquier forma que desee. Esta historia me es familiar.”

            La mujer sin rostro inclinó un poco su cabeza. “El Dragón de la Sombra y P’an Ku tienen un origen similar, su poder procede tanto de las profundidades de Jigoku como de aquello que no tiene forma. El poder del Huevo es por ello similar al nuestro. Nosotros los Ninube lo hemos devuelto en el pasado a su forma original. Volverlo a hacer una vez más es solo un pequeño favor para ganarnos el respeto de un aliado tan poderoso como tú, Señor Iuchiban.”

            “Déjate de lisonjas, Ninube,” contestó Iuchiban. “Mis agentes me han dicho todo lo que hay que saber sobre este artefacto. Sé lo peligroso que es. Lleva la maldición de P’an Ku. Usarlo es arriesgarse a ser destruido.”

            “Y ofrece gran poder,” dijo ansiosa la mujer. “Puede usar el poder del dragón caído para crear una sombra idéntica a cualquier criatura que viva – puede copiar a cualquier ser de Rokugan, ¡y unir su voluntad a la de aquel que use el Huevo!”

            “Pero este gemelo no es un sirviente voluntario,” contestó Iuchiban. “Obedecen la letra, pero no el espíritu de las órdenes de su señor. Los individuos así son peligrosos.” Iuchiban dejó el huevo con cuidado sobre una mesita junto a su asiento, frunciendo el ceño hacia la oscuridad mientras ponderaba las posibilidades.

            “¿No apruebas nuestro regalo?” Preguntó con curiosidad la Ninube. “¿Estás decepcionado?”

            “En absoluto,” se rió Iuchiban. “Una maldición es un arma poderosa, si se usa adecuadamente. Tenemos muchos agentes que pueden moverse sin ser detectados por el Imperio, de quienes un regalo así no sería sospechoso. Creo que sería mejor que le diese este Huevo a uno de nuestros potenciales enemigos, instruirle en su uso, y permitir que les destruya desde dentro.”

            La cara de cáscara de huevo de la mujer le miró, impasible. “¿Y si no usan el Huevo?” Preguntó. “¿Y si ven el peligro y lo destruyen?”

            Iuchiban levantó una ceja y sonrió de satisfacción. “No hacen así las cosas en Rokugan,” contestó. “Verán poder, y buscarán tenerlo,” volvió a mirar al Huevo. “Aunque vean la amenaza, se considerarán más fuertes que ella. El poder no se deja fácilmente a un lado, aunque ese poder acarree un gran riesgo.”

            “Entonces, ¿a quién le damos el Huevo, Señor Iuchiban?” Contestó ella.

            “A quién parezca ser la mayor amenaza,” contestó tranquilamente. “Aquel que parezca el más poderoso de nuestros enemigos.”

 

 

Las Tumbas Kitsu…

 

            Matsu Nimuro frunció el ceño mientras se agachaba por los ensombrecidos arcos de las Tumbas Kitsu. El Campeón León tenía los hombres rígidos, sus manos apretadas en puños mientras pasaba por los polvorientos túneles. En una pequeña alcoba encontró a Juri, daimyo de la familia Kitsu. El viejo hombre estaba arrodillado en profunda meditación, concentrándose en una pequeña caja lacado que estaba en el suelo ante él.

            “Sabes que no me gusta este lugar, Juri-san,” dijo en voz baja, ojos entrecerrándose mientras estudiaba los arcanos grabados que cubrían las paredes de granito. “No me gusta venir aquí.”

            “Conozco que hay ciertos aspectos del pasado de mi familia que os perturban, Nimuro-sama,” contestó el viejo daimyo Kitsu. “Pero con seguridad os dais cuenta de que no os llamaría aquí si no fuese de la mayor importancia.”

            Nimuro asintió con rapidez. “Si no fuese así, no estaría aquí,” contestó. “Pero te pido que hables con rapidez. Nuestro clan se enfrenta a dos crisis en Kaeru Toshi y en la Capital Imperial. Apenas tengo tiempo para ocuparme de las dos, incluso sin saber las malas noticias que me traes.”

            “Entonces seré breve,” contestó Juri. “Seguro que conocéis la historia de Akodo Ieshige, el samurai que ahora gobierna el distrito Okura de Otosan Uchi. Estaba supervisando a un grupo de campesinos mientras estos buscaban los restos de un altar que había sido destrozado en el incendio. Descubrieron esto.” Se inclinó y abrió la caja que había en el suelo. Dentro, envuelto en finas sedas, había un huevo profusamente pintado.

            Nimuro frunció el ceño. Se arrodilló enfrente de Juri, estudiando el huevo cuidadosamente. “¿Qué es?”

            “Un nemuranai de gran poder,” contestó. “Tiene la habilidad de crear un gemelo de cualquier ser viviente, un gemelo que para siempre obedecerá las órdenes del que lo use. Se llama el Huevo de Pan Ku.” Juri se detuvo durante un largo instante. “Sé esto porque cuando invoqué mi magia para medir su poder, el Huevo… me habló. Me reveló su poder.” Juri miró hacia Nimuro. “Os hice llamar tan rápido como fue posible, por supuesto.”

            “Un artefacto así, sin duda que es muy peligroso,” dijo Nimuro en voz baja. “Regalos como los que promete este huevo nunca se dan a la ligera.”

            “Eso pensé yo también, Nimuro-sama,” contestó Juri. “No quiero echar esa pesada e indeseada responsabilidad sobre vuestros hombros… pero pensé que sería mejor buscar vuestro consejo antes de decidir lo que se debía hacer.”

            Nimuro tamborileó con sus dedos sobre una rodilla mientras consideraba las posibilidades. Miró fijamente hacia Juri. “¿Está Manchado?” Preguntó.

            “No en si mismo,” contestó Juri, “aunque siento que lo ha estado antes. Hay una gran capacidad para el mal dentro de este huevo.”

            “Entonces mi elección está clara,” contestó Nimuro. “Claramente, este nemuranai presenta un gran peligro, esto está claro, ¿pero a que mayor peligro se enfrentaría el Imperio si fuese usado por alguien menos digno?”

            Juri asintió. “No me gustaría verlo caer en manos de los Unicornio, ni del Escorpión,” contestó. “O del Grulla,” añadió con una mueca de dolor.

            Nimuro frunció el ceño por un momento a Juri, y luego fue a por el huevo. “No haré esto sin tu bendición, Juri-san. Conoces los misterios de la magia mucho mejor que yo. Pero no puedo dejar de pensar que, si este gemelo sombrío tiene que existir, debería ser guiado por el nombre y el honor del León.”

            “Entonces haced vuestra elección, Nimuro-sama,” contestó Juri. “Sabéis que yo, y todo nuestro clan, os apoyará.”

            Nimuro asintió y fue lentamente a coger el huevo. Por un instante, las sombras que había en las Tumbas Kitsu parecieron oscurecerse. Los elementos contuvieron la respiración, esperando ver lo que sucedería a continuación.

            “¿Qué debo hacer?” Preguntó Nimuro mientras sus dedos rozaban el Huevo de Pan Ku. “¿Como lo uso?”

            Los ojos de Juri estaban muy abiertos mientras miraba fijamente al espacio a la derecha de Nimuro. “Ya lo habéis hecho, mi señor,” susurró.

            Y donde antes había un Campeón León, ahora había dos.

            Uno estaba sentado, erguido y alerta, ojos fijos sobre su nuevo compañero. El otro se sentó sobre sus talones, ojos vidriosos y confundidos mientras miraba sin comprender hacia el suelo. Su boca se abría sin emitir sonido. Abrió una mano y miró fijamente a su palma, negros ojos siguiendo las líneas que allí encontró en callado asombro.

            “Algo está mal,” dijo Nimuro en voz baja. “Este gemelo parece desconcertado por su propia existencia.”

            “Siento una gran residuo de magia elemental fluir por su ser,” contestó Juri. “Sabemos muy poco sobre como funciona verdaderamente el Huevo. Esto puede ser bastante normal. Requerirá más estudios.”

            Nimuro asintió en silencio mientras continuaba estudiando a su homólogo. “Mantenle a salvo, Juri. Dejo esta criatura en tus manos.”

            “Tengo el lugar idóneo para él,” contestó Juri. Se volvió hacia el gemelo silencioso. “Nimuro-san, ven conmigo.”

            El Campeón León levantó con fuerza una mano y miró enfadado a Juri. “No,” dijo en voz baja. “No le llames eso. La magia le puede haber hecho mi gemelo, pero no somos iguales. Requerirá un nombre.”

            “Muy bien, mi señor,” dijo Juri, inclinándose ante su Campeón. “¿Qué nombre recomendáis?”

            “Llámale Tamago,” dijo Nimuro, “por el huevo de donde salió.” Se volvió hacia su gemelo. “Ahora eres Tamago,” dijo. “¿Entiendes este nombre?”

            El gemelo miró hacia Nimuro. Por un instante, brilló ahí un destello de reconocimiento, solo para ser reemplazado después por una torpe confusión. “Tamago,” balbuceó.

            “Debo volver a Toshi Ranbo,” dijo Nimuro mientras se levantaba. “Mantenme al corriente de sus progresos, Juri.”

            “Hai, sama,” contestó Juri.

            “Y…” Nimuro se detuvo durante un largo momento, considerando cuidadosamente sus pensamientos. “No le digas a nadie lo que aquí ha pasado. Hay muchos que no entenderían las elecciones que hemos tomado. No podemos soltar a esta criatura en el Imperio hasta que estemos seguro de que no presenta ningún peligro.”

            “¿Y si lo es?” Preguntó Juri.

            “Cuento con tu sabiduría, Juri-san,” dijo Nimuro. “Si al final juzgas que debes destruir a esta cosa que he creado… hazlo.”

            “Hai, Nimuro-sama,” contestó el viejo shugenja.

 

 

Un Mes Más Tarde…

 

            El panel de shoji se deslizó hacia un lado con un golpe, distrayendo a Juri en su meditación. Un sirviente de ojos muy abiertos se inclinó profundamente y abrió su boca para empezar una explicación, pero fue rápidamente empujado hacia un lado por el visitante del Kitsu. Ella era una mujer pequeña, aunque se movía con la fuerza de un guerrero. Llevaba un tosco kimono, los que se solían llevar bajo las armaduras. Su encendido pelo rojo colgaba desde un desarreglado moño. Tenía el aspecto general de un samurai que acababa de llegar de viaje y que se había arreglado solo lo que pedía la etiqueta antes de encontrarse con el señor de la casa.

            Juri no estaba nada sorprendido. Sus sirvientes le habían informado que la hermana del Campeón había llegado nada mas verla acercarse a las Tumbas. Si acaso, estaba sorprendido de que la presuntuosa joven guerrera se hubiese detenido lo suficiente como para quitarse la armadura antes de presentar sus respetos. Quizás las mayores responsabilidades que su hermano la había dado estaban empezando a enseñarla un poco de etiqueta. Cualquier cosa era posible.

            “Satomi-chan,” dijo Juri, levantándose e inclinándose tanto como sus viejas rodillas y mayor posición le permitían. “Nos alegra tener una visitante tan apreciado en las Tumbas Kitsu, aunque nos sorprende algo, dadas las dificultades que hay en Toshi Ranbo, que tu hermano mandaría a tan valiosa consejera. ¿Ocurre algo?”

            “Eso diría yo,” dijo Satomi en voz baja. Metió la mano dentro de su obi y sacó un largo tanto, aún envainado en su saya. Ofreció el arma a Juri para que la examinase. El viejo daimyo no dejó de notar que Satomi aún no se había inclinado, y que sus carnosos labios ahora estaban apretados en una fina línea.

            “Un tanto,” dijo Juri, mirando el cuchillo con curiosidad. Su habitual estrabismo cambió por una mirada de asombro al ver el símbolo que había en su empuñadura.

            “¿Lo reconoces?” Preguntó ella.

            “Lleva la marca de nuestras dos familias,” contestó Juri. “Kitsu y Matsu. Es un arma que solo tiene aquel que protege la Sala de los Ancestros.”

            “Mi hermano, Domotai,” contestó Satomi. “A su muerte se le dio a Nimuro.”

            Juri miró con curiosidad a Satomi. “¿Le ha pasado algo al Señor Nimuro?” Preguntó.

            “No lo sé,” dijo Satomi con frialdad. “¿Le ha pasado algo?”

            “Satomi-chan, no entiendo estas preguntas,” contestó Juri, su arrugada frente arrugándose más mientras se sentaba con cuidado junto a un pequeño altar. “Ni me gusta el tono acusador que siento en tu voz. Eres la hermana de mi señor, y eso te da algo de paciencia que no aguantaría en otro por palabras como esas, pero incluso esa paciencia se puede agotar. Si hay un problema, dilo, o no me importunes.”

            “¿Por qué me dio esta daga un humilde eta?” Preguntó Satomi en voz baja. “¿Por qué me dijo que un hombre que decía ser su señor, el Señor Nimuro, se lo había dado, ordenándole que se le diese a su hermana? ¿Por qué, cuando visité a mi hermano el mismo día en que lo recibí, vi el mismo cuchillo descansando en su obi? ¿Qué magia es esta, Juri?”

            El viejo shugenja suspiró profundamente. “Has viajado hasta aquí, abandonado la crisis en Toshi Ranbo, solo por la palabra de un eta desconocido?”

            “¡Mira el cuchillo, Juri!” Contestó ella. “Es el mismo del de mi hermano – solo un puñado de gente han visto ese arma, y mucho menos la conocen lo suficientemente bien como para hacer una copia. El hombre al que dice el eta que habló era un prisionero en estas Tumbas. ¿Desde cuando sirven las Tumbas Kitsu como prisión?”

            Juri cerró sus ojos y se armó de paciencia. Cuando volvió a hablar, sus palabras eran más secas de lo habitual. “Satomi-chan, escucha tus propias palabras. ¿Aceptarías la palabra de un humilde eta sobre la del Señor de los Kitsu? ¿Corre tan diluida la sangre Matsu que la curiosidad de tu padre Fénix puede diluir así tu honor?”

            Los ojos de Satomi se entrecerraron. “La curiosidad de mi padre también trae la sabiduría. Sé que los Kitsu no mienten, y el hecho de que no has negado nada es solo la confirmación que necesito para saber que algo está mal. Dime que no pasa nada, Juri-sama, y claramente. Dímelo, y pediré disculpas y me iré.”

            Juri inclinó su cabeza y se cruzó de brazos dentro de las mangas de sus ropajes, como si esperase forzar a que Satomi se fuese solo denegándola su presencia en ese lugar.

“Muy bien,” dijo Satomi. “Ahora, ¿es esa la daga de mi hermano, o no lo es? Pensaba que, dada tu posición, al menos te interesaría saber como ha llegado a existir esa falsificación.”

            “Las respuestas que exiges no son mías para dártelas,” dijo Juri, mirándola. Satomi se quedó momentáneamente asombrada por el brillo naranja y dorado en los ojos del viejo. “Pregúntale a tu hermano.”

            “Te estoy preguntando a ti,” contestó ella.

            “¿Por qué?” Contestó él, preocupado de repente. “¿Le ha pasado algo a Nimuro?”

            “Tiene demasiadas preocupaciones,” contestó Satomi. “No añadiré otra hasta que sepa lo que está ocurriendo aquí.”

            Juri asintió. “Solo te puedo decir esto – las respuestas que necesitas están atadas por un juramento que le hice a tu hermano. Esta noche invocaré a los kami del viento y del agua para enviar un mensaje a tu hermano, y contarle lo que has visto. Si me lo permite, te contaré todo lo que desees saber.”

            Satomi frunció el ceño mientras se levantaba, claramente disgustada por esa solución. “Muy bien,” dijo. “Permaneceré aquí en as Tumbas hasta que mis preguntas sea contestadas, Juri-sama.” Satomi se giró y abandonó la habitación, dejando que el peso de sus palabras quedase en el aire. Las implicaciones eran obvias – Satomi obtendría las respuestas que buscaba se las diera el viejo Kitsu o no.

 

 

Las Tumbas Kitsu…

 

            Matsu Satomi detuvo su caballo y miró hacia el oeste, hacia el horizonte. El cielo estaba revuelto con nubes de tormenta. El aire era espeso y tenía un ligero olor a cobre. La joven Doncella de Batalla miró hacia atrás, hacia las Tumbas Kitsu, pensativamente. Los bajos edificios eran distintos a todos los demás templos, rodeado por un grueso muro de oscura piedra gris.

            “Mi señora, deberíais refugiaros de la tormenta,” dijo una voz.

            Satomi miró rápidamente hacia abajo. Un hombre pequeño con armadura de samurai se la acercó por el camino, llevando una naginata en una mano. Su armadura revelaba que era un Kitsu, uno de los bushi que guardaban las Tumbas.

            “Solo es lluvia,” contestó ella, mirando las lejanas nubes.

            “No subestimaría esta tormenta,” dijo él. “Las Tumbas serían un buen refugio… aunque creo que quizás estar a salvo no interesará a una guerrera como vos, Matsu Satomi.”

            Ella le miró con una pequeña sonrisa. “¿Cómo te llamas, Kitsu?”

            “Kasai,” contestó él inclinándose un poco. “Y ahora que nos hemos presentado, creo que puedo ayudaros en vuestra búsqueda.”

            “¿Búsqueda?” Dijo ella frunciendo el ceño.

            “Vinisteis buscando respuestas, Satomi-sama,” contestó él. “Kitsu Juri no estaba preparado para dároslas – pero no es el único que puede responder a vuestras preguntas.”

            Satomi miró hacia el hombre sospechosamente. “¿De qué estás hablando?” Preguntó ella. Truenos rugieron en el cielo del sur. “¿Qué sabes tú de por qué he venido hasta aquí?”

            El hombre se dio la vuelta y se alejó por el camino, mirando una vez hacia atrás para ver si Satomi le seguía. Satomi suspiró y espoleó a su caballo para que se pusiese al trote, siguiendo al hombre cuando este abandonó el camino. Ella mantuvo una mano sobre su katana, preparada para cualquier señal de traición. De alguna manera, ella deseaba que fuese una trampa. Estaba más acostumbrada a ocuparse de los problemas usando su espada; una emboscada sería un bienvenido cambio.

            Llegó a un pequeño claro. Un solitario hombre la esperaba. Llevaba una gruesa capa, con un ancho sombrero de paja cubriéndole la cara.

            “Konnichiwa, Satomi-chan,” dijo. “Estás tan guapa como siempre. Lo has hecho bien, Shimizu.”

            “¿Shimizu?” Dijo ella, mirando con curiosidad hacia el hombre. “Dijiste que tu nombre era Kasai.”

            “Lo es,” contestó Kasai. El hombre se inclinó hacia el desconocido y luego se fue.

            “Has venido buscando respuestas,” dijo él, “pero elige sabiamente tus preguntas. Solo debo contestar a una.” Se quitó el sombrero de paja y lo tiró al suelo. Su cara era fina y delgada, largo pelo negro suelto sobre los hombros. Satomi le reconoció inmediatamente, y su katana apareció en su mano. Se abalanzó sobre él dando un fiero grito, pero este se movió con extraordinaria rapidez. La quitó la katana de la mano en medio del ataque y la dio una salvaje bofetada con el dorso de su mano, mandándola volando hasta el otro lado del claro.

            “Matsu Turi,” siseó ella mientras se levantaba. “El Oráculo Oscuro.”

            “Satomi-chan,” dijo él, inclinándose profundamente mientras tiraba la katana de ella sobre la hierba. “Siento no haber tenido la oportunidad de conocerte en las Llanuras Sobre el Mal.”

            “Me habían dicho que los Oráculos Oscuros habían abandonado este reino,” contestó ella.

            “Los demás se fueron, ya que habían acabado sus asuntos,” contestó él. “Yo tenía un acuerdo aún no cumplido, por lo que volví para que se cumpliese. Era el tener un alumno, un verdadero guerrero Matsu.”

            “Tuviste tu oportunidad,” dijo Satomi con una severa sonrisa. “Mi hermano te sirvió como tiene que hacerlo un verdadero León. Tu acuerdo se ha cumplido.”

            Turi frunció el ceño mientras avanzaba lentamente hacia ella. “Matsu Nimuro no lo cree así. Me ha ofrecido a ti, incluso me dijo donde encontrarte.”

            “¿Mi hermano te ha invocado?” Contestó Satomi. “¡No te creo!” Saltó sobre él, haciendo que su wakizashi diera un amplio arco. Turi la cogió de la muñeca con mucha fuerza, pero Satomi se lo esperaba. Con su mano libre, clavó profundamente la daga de Domotai en su estómago. El Oráculo Oscuro del Agua gimió dolorido. Una gota de brillante sangre roja escapó de la comisura de su labio. Ella hizo girar la daga, forzándole a que él la agarrase de la otra muñeca y así apartársela del arma, dejándola clavada en su tripa.

            “Me has hecho una pregunta,” dijo Turi, brotando más sangre de sus labios. El cielo se ennegreció con rapidez, y rayos rojos brillaron por encima de ellos. “Por lo que la respuesta será la verdad. Si, me invocó Matsu Nimuro, pero no me invocó tu hermano. Tu hermano languidece en las Tumbas Kitsu.”

            “¡Maldito seas, Turi!” Gritó Satomi.

            “Eso es algo redundante,” dijo él, apretando las muñecas de ella con una mueca de desprecio. “Creo que es más seguro de que seas tú la que se maldiga, Matsu Satomi. Por tu ira, tus debilidades, y tu fracaso al no reconocer la verdad y ayudar a Nimuro. Piensa sobre ello mientras la lluvia cae sobre nosotros.”

            Volvió a estallar un trueno, y sangre cayó del cielo.

 

 

Kaeru Toshi…

 

            Había prometido que esta sería su última batalla. Le había dicho a su esposa que no se volvería a poner su armadura, que se retiraría y llevaría una vida pacífica.

            Matsu Goemon ahora temía que iba a tener razón, al menos en cuanto a la primera parte. Era muy posible que esta fuese su última batalla – nada podría sobrevivir a esto.

            “¡General!” Gritó Matsu Goemon sobre el campo de batalla empapado de sangre, intentando ser escuchado sobre los truenos y el alboroto.

            El caos de las batallas no era algo nuevo para Goemon. Incluso los más disciplinados y bien entrenados soldados pocas veces mantenían las líneas al chocar contra el enemigo. Pero esto era peor a todo lo que había visto el viejo samurai desde los días de la Guerra de los Clanes. Sangre llovía del cielo, manchando su armadura, filtrándose en su piel. Sintió náuseas en la boca de su estómago, una desagradable sensación que parecía roerle el alma. Apartó de si esa sensación, concentrándose en lo que estaba sucediendo. Estaba aquí para luchar por el honor del León, hacer la guerra en el nombre de su señor. Ahora, León y Unicornio no solo luchaban entre si, si no que se volvían en contra de los suyos. Rayos rojos brillaron en el cielo, iluminando el baño de sangre con una extraña luz. Esta era una lluvia de locura, y rápidamente, todos se estaban consumiendo en ella.

            Goemon vio un soldado levantar un abanico de hierro, con el anagrama de la familia Akodo. Reconoció que era el tessen de su general, Tadenori, y le volvió a llamar. Si alguien podía restaurar el orden entre las tropas León, ese era Tadenori. Si alguien podía hacer surgir el honor entre tanta locura, ese era Tadenori. Goemon avanzó tras el general mientras descabalgaba a un Unicornio con un solo golpe de su espada.

            “¡General!” Gritó. “¡Debemos reagruparnos! ¡Debemos reunir a las tropas!”

            Akodo Tadenori se giró, y Goemon supo por la perturbadora mirada en los ojos del general que acababa de cometer un error fatal. Si hubiese sido un hombre más joven, hubiese podido levantado su espada a tiempo para defenderse del único y perfecto golpe que le dio.

 

 

En Algún Otro Lugar…

 

            Goemon se despertó en un árido campo, mirando un cielo gris. Su mano fue a su estómago, abierto de un golpe de la espada de Tadenori hacía solo un momento. Supo inmediatamente la verdad.

            “He muerto,” susurró. “He muerto, y esto es Meido. El lugar donde los fracasados van al morir.”

            “No eres un fracasado, Matsu Goemon,” le contestó una voz que le resultaba familiar. “Tu historia aún no ha acabado.”

            Un hombre alto con rasgos delgados y angulosos estaba sentado sobre una cercana roca. Llevaba un simple kimono marrón sin mangas. Su pelo estaba recogido en un suelto moño. Sus ojos tenían una leve y enigmática mirada risueña. Otras figures se movían tras él, escondidas entre las sombras. Algunas le resultaban familiares a Goemon, pero no podía verles bien.

            “¿Emperador Toturi-sama?” Susurró Goemon. “¿Qué ha pasado?”

            “Estás muerto, Goemon-san, pero no puedes descansar,” dijo Toturi. “El Imperio está en peligro.”

            “Una vez me dijisteis que el Imperio siempre estaba en peligro,” contestó Goemon.

            Toturi sonrió con satisfacción. “Es verdad,” contestó.

            “¿Qué debo hacer, Toturi-sama?” Preguntó Goemon.

            “Iuchiban el Sin Corazón ataca el Imperio,” contestó Toturi. “Es un loco, que está fuera de la danza de los elementos. Si se le dejase vencer, su conquista no se detendría en Rokugan.”

            “Ni siquiera empezará con Rokugan, si es que yo puedo hacer algo,” contestó Goemon.

            “Las Legiones de Yomi se preparan para cabalgar,” dijo Toturi, “guiarán los corazones y mentes de los héroes del Imperio. Pero necesitan un líder – alguien que ha muerto recientemente y conoce el Imperio actual. Te necesitan, Goemon.”

            “¿A mi?” Preguntó Goemon, sorprendido. “Yo no soy nada… solo un soldado que ha vivido más de mi cupo de años.”

            “Solo un viejo soldado que ha sobrevivido a la Guerra de los Clanes, la Guerra Contra los Espíritus, y la Lucha de los Cuatro Vientos,” contestó Toturi. “Solo un viejo que, por mucho que dude de si mismo, es totalmente fiel a sus amigos. Solo un viejo que, aunque hable modestamente de sus propias virtudes, sabe que un solo hombre puede marcar la diferencia. Solo un héroe.”

Matsu Goemon inclinó profundamente su cabeza, demasiado conmovido por la fe que en él tenía su señor como para discutirlo.

“Está entre los poderes del Emperador el nombrar Fortunas,” continuó Toturi, “y aunque he muerto, aún soy un Emperador. Por ello te nombro Fortuna de los Héroes, Matsu Goemon, General de la Legión de los Muertos.”

            Este levantó la cabeza, un brillo esperanzador en sus ojos. “¿Cabalgaréis con nosotros, Toturi-sama? ¿Qué sería un ejército de héroes son vos?” Preguntó.

            “¿Ojalá pudiese, pero no es posible,” contestó Toturi. “Mis hijos me necesitarán muy pronto.”

            “Entonces recibid vos y vuestros hijos las bendiciones de las Fortunas,” contestó Goemon. “Al menos todos tendréis mis bendiciones.”

            El Emperador sonrió, se inclinó profundamente ante la nueva Fortuna del Imperio, y se fue, dejando que la Legión de los Muertos hicieran sus planes.