Visiones del Pasado


por
Ree Soesbee

 

Traducción de Mori Saiseki

 

 

 

Las nubes se amontonaban bajo grises cielos, envolviendo de cerca las llanuras, como si esperasen su ración de sangre. Bajo ellas, un campo de batalla se extendía de horizonte a horizonte, roto por pequeñas tiendas de campaña y caballos galopando. El viento soplaba a través del centro, silbando a través de las ondulantes hierbas, con una risa y una promesa.

 

En una colina cercana, el comandante León vigilaba sus tropas, desplegando cuidadosamente sus unidades, sabedor de que cualquier error podría causar miles de muertes cuando llegase el alba. Matsu Tsuko, Dama de Leones, inclinó su cabeza como tributo a las valientes almas que tenía bajo su mando que lucharían – y morirían – hoy. 

 

Entre ellas, su alumna favorita, Ikoma Tsanuri.

 

Tsanuri era una chica risueña, su descuidado pelo de color castaño, muy corto bajo un yelmo de hierro. Una vez había sido la doshi de Akodo Toturi – Tsuko gruñó ante el mero hecho de pensar el nombre del traidor. Tsanuri había reconocido la estratagema de Toturi por lo que era en realidad: un intento de usurpar el Trono Imperial. Ahora servía al León, junto a la propia Tsuko, y luchaban juntas contra los Grulla.

 

“Mi Señora,” Tsanuri hizo una reverencia, corriendo colina arriba hacia su comandante. “Las tropas están listas para su despliegue.”


Tsuko asintió una vez, secamente, y Tsanuri volvió a inclinarse.

 

Las tropas León coronaron la colina y de derramaron rápidamente por las llanuras del Castillo Doji, con un grito que sacudió los cielos. Había Grullas por doquier, armaduras azules brillando en el amanecer, y flechas inundaron el cielo desde detrás, masacrando la primera línea del León. 

 

Pero seguían avanzando.

 

Picadores Daidoji, lanzas plantadas en el blando terreno, convirtieron la carga en un baño de sangre, cada lanza recubierta con el valor del León. La tierra se agitó bajo los pies de los Grulla, mientras caían las tropas Matsu, y la segunda fila yacía fría sobre el suelo solo minutos después de su heroico rugido. Nobles almas, ojos apagándose, respiraron su último aliento mientras veían a sus compañeros pasar corriendo a su lado. 

 

Pero a pesar de todo, los Leones seguían viniendo.

 

Los Grulla retrocedieron, por orden de su rabioso general, y otra salva de flechas perforó las nubes. Otro grupo de samuráis León cayó. Los Grulla volvieron a retroceder, y su línea de picadores se volvió a formar. Preparados para enfrentarse a las tropas Matsu, los Daidoji se arrodillaron tras sus erizadas armas, callados como muertos. Entonces, desde la izquierda, los Ikoma aparecieron en medio de una neblina, como si las propias Fortunas les hubieran permitido pasar. La línea de picadores se rompió, destrozada por el ataque lateral, y la formación Daidoji no fue mas que hojas en el viento. 

 

Las tropas León fluía por las destrozadas defensas Grulla, atacando al corazón de su enemigo. Tsuko vio a Ikoma Tsanuri mirar de soslayo hacia su comandante, que estaba en la cima de la colina. Sin pensarlo, Tsuko levantó un puño como respuesta.

 

“Bien hecho, chica,” rugió Tsuko. “¡Bien hecho!”

 

“¿Mi Señora?” La voz tras de ella era áspera, cuidadosamente reservada. Tsuko se volvió para ver a uno de sus comandantes, Kitsu Motso, señalando hacia un arrozal, en la parte de atrás del campo de batalla. “Los Grulla se están retirando hacia ese punto.”

 

“Cobardes, que corran.” Sonrió Tsuko. “Ya hemos ganado la batalla.”

 

Motso se acercó al mapa que estaba sobre una mesa baja tras de ellos, girando su abanico una y otra vez entre sus dedos. “Ese arrozal, mi Señora, no está en nuestro mapa, y nuestros exploradores informaron que estaba seco, solo hace tres días.”


“¿Y?” Un tono de sospecha apareció en la voz de Tsuko mientras miraba por encima de su hombro, sin querer apartar sus ojos de la carnicería de los Daidoji de armadura azul.

 

“Hoy está lleno de agua, mi Señora… pero hace semanas que no llueve.”

 

Tsuko se volvió hacia su teniente. “¿Qué estás diciendo, Motso? ¿Qué los Grulla inundaron un arrozal para intentar ahogar a nuestros soldados?” Su mofa era palpable. “Piénsalo mejor, Kitsu.”

 

La voz de Motso estaba en calma, acostumbrado a los frecuentes comentarios sobre lo ‘impropio’ de su herencia. Había nacido Kitsu, los hechiceros del León, pero no poseía magia. En ves de eso, volvió su talento – y su resentimiento – sobre la guerra. “No, mi Señora Tsuko-sama, no para ahogar a nuestros hombres. Para ahogar a los suyos.”

 

Antes de que los labios de Tsuko pudiesen plantear una pregunta despreciativa, un grito llegó desde el campo de batalla. Donde antes había habido cien guerreros con colores Grulla, ahora había trescientos – setecientos – mil. Levantándose del anegado arrozal, escondidos bajo las elevadas aguas, el ejército de los Daidoji rodeaba a las tropas León por tres lados. Los últimos picadores Grulla que quedaban, dejados atrás cuando los Leones cargaron, se volvieron y se enfrentaron a los Matsu por su retaguardia. Tsanuri estaba atrapada.

 

“¿Por qué no vimos esto antes?” Rugió Tsuko, calándose el yelmo y bramando a su guardia personal. “¡Esto tenía que haber sido una simple incursión, Motso! ¡Tendré tu cabeza si sufren algún daño!” Clamando venganza, Tsuko cargó colina abajo, su guardia de élite, el Orgullo del León, tras sus talones.

 

“No lo vimos, mi Señora,” se dijo Motso a si mismo, levantando su abanico de batalla para rápidamente ordenar a las tropas que se retiraran – a cualquier coste. “Porque no lo quisimos ver.”

 

Los soldados de Tsuko fluyeron tras ella, su grito de batalla fuerte en el claro cielo. Delante de ellos, los Daidoji destrozaban las líneas León, destruyendo hombre tras hombre con sus brillantes yari y rápidas espadas.

 

“¡No llegaremos a tiempo!” Maldijo Tsuko, oyendo el estruendo de las legiones León muy atrás. La llamada de ayuda de Motso había sido atendida, pero estaban muy atrás respecto a la rápida Señora de los Leones y de su guardia de élite.

 

Entonces, de entre la jauría de Leones atrapados, se oyó un furioso grito. Tomado por la condenada compañía, la guardia Ikoma arrojó su fuerza contra los más débiles samurai Daidoji. Destrozando lanzas y destruyendo trozos de tierra empapada bajo sus pies, los Ikoma hicieron trizas la guardia Grulla. Unos vítores se oyeron desde la guardia que estaba detrás de Tsuko, mientras sus asediados compañeros empezaron a fluir por la abertura, corriendo a encontrarse con sus legiones.

 

Los Grulla, superados tácticamente por la fuerza y el simple coraje, hicieron sonar la retirada, antes que enfrentarse con la Señora de los Leones. Mientras se retiraban tras los anegados arrozales, las fuerzas Ikoma llegaron hasta las legiones de Tsuko.

 

El Orgullo León se reunió rápidamente, ayudando a llevar a los heridos del campo de batalla. Sus manos manchadas de sangre y sudor, la compañía empezó a ir de vuelta al campamento. Tsuko ordenó, “¡Tu!” y el soldado más cercano se volvió.

 

“¿Mi Señora?”

 

“¿Donde está tu comandante? ¿Dónde está Tsanuri-san?”

 

El soldado señaló hacia un pequeño grupo de samurai que acababa de llegar de la batalla. “La dejé ahí,” dijo simplemente.

 

“¿Quién eres?” Tsuko gruñó, impaciente.

 

“Mi nombre,” contestó el samurai, “es Matsu Gohei, hijo de Matsu Ochiman, hijo de la antigua daimyo Matsu, vuestra abuela.” Mientras Tsuko asentía, él continuó, “Soy un varón de la línea de los daimyos Matsu, y yo solo he salvado a vuestra estudiante favorita.” Con cara de desprecio, hizo una reverencia, y se dio la vuelta para irse.

 

“¡Insolente cachorro!” Tsuko fue a coger su katana, furiosa, pero Gohei se giró, sus ojos llenos de odio.

 

“Podría haber dejado que muriese,” su voz era baja, y golpeaba como una serpiente. “Pero sabía que no tenías heredera, y si tu morías sin ella, un hombre tomaría el antiguo manto del daimyo Matsu.”

 

“¡Y yo podría tomar su vida en este instante, por dejar que sus hombres fueran atrapados por los Grulla!” Tsuko le miró fijamente, furiosa y desconfiada. “¿Qué quieres decir, Gohei?”

 

“No me interesas, excepto como general. Ella tampoco, excepto como soldado bajo sus órdenes. Soy un León, y sirvo solo a mi deber.” Con eso, hizo una profunda reverencia, y se dio la vuelta. La mano de Tsuko cayó del soporte de su saya, asintiendo. Después de todo, era un hijo de los Matsu.

 

Habría que vigilar al chico.

 

Tsuko se arrodilló al lado de Tsanuri, mirando como los curanderos Kitsu restañaban la herida del costado de la mujer. “¿Vivirá?” Murmuró la daimyo.

 

“Si, mi Señora. Vivirá.”

 

“Bien,” dijo Tsuko, levantándose repentinamente, al darse cuenta de las lágrimas de alivio que llegaban a sus ojos. “Será necesaria.”

 

Cinco años, amanecer tras amanecer, pasaron entre ese día y la coronación de Ikoma Tsanuri como Campeona del Clan León. Sus vidas se volvieron a encontrar a menudo durante la Guerra de los Clanes, pero Tsanuri pensó a menudo en el primer momento en el que vio a Tsuko encontrarse con Gohei en el campo de batalla, y en los Grullas contra los que lucharon juntos. De todos ellos, solo ella sabía la verdad: ni Gohei ni Tsuko, a pesar de su rivalidad, podría haberla dejado morir.

 

Después de todo, eran Leones.