Visiones Retorcidas
por Shawn
Carman y Rich
Wulf
Traducción de Mori
Saiseki
Las Arenas Ardientes…
“Entonces,
si tengo que luchar contra Iuchiban, dime lo que tengo que hacer,” dijo
Katamari, cogiendo con una mano la máscara de acero. “Has insinuado que le
puedo derrotar, criatura, pero no me has especificado como.”
“¿Carne desea que Adisabah le diga como matar a Iuchiban?” Se rió el raskhasa. “Si Adisabah lo supiese, Iuchiban estaría muerto. La respuesta no está aquí,” el rakshasa se tocó la sien. “Tampoco está ahí la respuesta,” señaló hacia la máscara. “El Doomseeker debe buscar la verdad, aunque te sucederá cuando lo encuentres. El Doomseeker se llama el Doomseeker por una razón.”
“Hablas como un Dragón,” contestó Katamari con desprecio. “Te doy las gracias por rescatarme de la Tumba de Iuchiban, pero si no tienes nada útil que ofrecerme, te pido que me devuelvas a Rokugan.”
“¿Nada útil?” Se rió Adisabah, limpiándose entre dos dientes con la punta de la pipa. “Carne desea información. Tiene información. Adisabah no puede decirle a carne lo que es el carcelero, pero puede decir como el carcelero se convirtió en Iuchiban.”
Katamari
volvió a dejar la máscara en el suelo, se cruzó de brazos, y esperó
pacientemente. Si el rakshasa deseaba contar sus historias, no había otra
elección si no esperar.
“Iuchiban
no es un nombre real,” dijo Adisabah. “Hombres como Iuchiban esconden sus
nombres para que otros no puedan tener poder sobre ellos. Pero estos nombres
pueden ser encontrados por los sabios… Iuchiban fue Jama, una vez. Hantei Jama,
hermano del Emperador.”
Katamari
frunció el ceño. “Iuchiban, Fu Leng, el Crisantemo de Acero,” dijo. “Parece ser
que la línea Hantei fue maldecida por el mal.”
“No el
mal,” dijo Adisabah. “Solo el poder. Hubo treinta y nueve Emperadores Hantei, y
un sin número de familiares Imperiales como Jama. Junta nueve y treinta almas
en una habitación, e intenta buscar a tres que usen el poder con justicia. Tu
dinastía Hantei fue mejor de lo que se le puede pedir cualquier mortal, piensa
Adisabah.”
“Quizás,”
contestó Katamari, “pero sigue con la historia.”
“Entre
hace seis y siete siglos, hubo un poderoso Hantei,” continuó el rakshasa. “En
su juventud, este Emperador cayó enfermo durante unos días, y parecía que su
hermano, Jama, tomaría el trono. Favores y lujos llovieron sobre Jama, incluso
más de los que normalmente se reservan solo para un príncipe del Imperio. Jama
probó el poder, y encontró que le gustaba, pero le quitaron ese poder cuando su
hermano sobrevivió. Este Hantei gobernó Rokugan, pero no bien. La suya fue una
época de paz, y las épocas de paz siempre son aburridas para los samuráis. Jama
no tuvo dificultad en encontrar otros como él – hombres malvados que resentían
la paz que su hermano había traído.”
El rakshasa se quedó pensativo durante un momento. “¿Me pregunto que hubiese pasado si el chico hubiese muerto? ¿Hubiese sido el Imperio un lugar mejor si a Jama le hubiesen dado lo que deseaba? ¿Se hubiese vuelto indolente y perezoso, nunca forzado por los apuros a aumentar su fuerza? ¿O hubiese sido Iuchiban ocurriese lo que ocurriese? ¿Habría salido a la luz su ambición y su ansia de destrucción y manchado su destino? Adisabah cree que quizás esto último. Adisabah cree que el Emperador hizo algo grande por su Imperio solo por sobrevivir. Este Hantei fue, piensa Adisabah, uno de los mayores héroes de tu Imperio.”
“Solo
porque no murió,” contestó Katamari.
Adisabah se rió. “A
veces, carne, esa es la cosa más difícil de hacer…”
•
La puerta de madera de
repente vibró una vez, golpeada por algún tremendo impacto. Un segundo golpe
resonó unos segundos más tarde, quitando el polvo de entre las planchas de
madera y haciendo que cayese sobre el polvoriento suelo de la oscura
habitación. Con el tercer golpe, la vieja madera se rompió. Luz entró entre las
sombras, y varios samuráis con armaduras verdes entraron corriendo en la
habitación, cada uno con dos espadas al estilo Niten. Seis entraron a la
velocidad del rayo, dividiéndose en dos
grupos iguales y moviéndose por ambas paredes para llenar la habitación. Cada
uno buscó por la habitación señas de enemigos, pero la habitación estaba vacía.
Un
séptimo hombre entró en la habitación, un tessen de hierro en su mano. No
llevaba yelmo; su largo pelo blanco estaba recogido en un descuidado moño en la
parte de atrás de su cabeza. Su armadura era vieja, pero era obvio que estaba
bien cuidada. Sus ojos estaban alertas, sus labios retorcidos en una mueca de
desdén. Miró por la habitación, fijándose cuidadosamente como estaban colocados
los objetos que había en ella. “No tocar nada,” ladró. Señaló hacia los dos
primeros hombres que habían entrado en la habitación. “Tú y tú, quedaros
conmigo. El resto retroceder hasta que Iweko-sama pueda estudiar la situación.”
A su
orden, cuatro de los hombres retrocedieron con cuidado, sus ojos fijándose
intensamente en las paredes y el suelo mientras se iban. Los dos que se
quedaron miraron al hombre mayor para recibir órdenes, pero este solo levantó
una mano, con la palma hacia abajo. Ambos asintieron y se quedaron donde
estaban.
La habitación había sido excavada en la tierra, con paredes y suelos de tierra. El techo era de madera, con vigas también de madera. Bajo otras circunstancias, hubiese habido un considerable clamor de la casa de té que había sobre la habitación, pero ahora estaba en silencio. Estaban escoltando en silencio hacia el cuartel de los magistrados a los clientes, para interrogarles.
Trozos de pergaminos estaban diseminados por la habitación, cada uno recubierto de símbolos indescifrables. Recipientes de cristal estaban en estanterías colgadas de las paredes, algunos vacíos y manchados, otros llenos de oscuros fluidos. El viejo samurai hizo una mueca de asco y revulsión, pero no hizo esfuerzo alguno por investigarlos.
El
sonido de una armadura crujiendo llegó desde la puerta. Dos figuras se
agacharon por la baja puerta y entraron en la habitación. Una era una joven
mujer con largo pelo negro, vestida con un kimono verde y dorado. Sus ojos
instantáneamente se fijaron en los pergaminos de las paredes, y fue a
estudiarlos con cautela. El otro era un hombre mayor con una cabeza totalmente
rapada. Su kimono era marrón oscuro, la espalda blasonada con el símbolo de un
dragón y un lobo. Su mano descansaba confortablemente sobre la empuñadura de su
espada. Los samuráis que les estaban esperando se inclinaron profundamente ante
la dama, mostrándola todo el respeto que se merecía una dama del Clan Dragón.
“Definitivamente
una célula de los Portavoces de la Sangre, Gobernador,” dijo la joven daimyo,
estudiando uno de los pergaminos clavados a la pared. “Estoy segura de que los
Kuni lo encontrarán interesante desde un punto de vista académico, pero creo
que fue abandonada hace demasiado tiempo como para sacar alguna pista sobre
donde están ahora.”
“Temía
que esto iba a pasar, Shokan-sama,” dijo, rascándose la parte de atrás de su
cuello.
El
samurai Dragón suspiró. “¿Cuantas veces te he dicho que no me llames sama,
Saigorei?”
El ronin
se encogió de hombros, como si eso no le preocupase. Miró una vez más por la
habitación, ira evidente en su cara. “Los Portavoces de la Sangre tienen espías
por todos lados. Apenas podemos movernos contra ellos sin que lo sepan con
bastante anticipación.”
“Entonces
tendremos que aprender a movernos con más rapidez,” dijo Shokan. “¿Ves algo
más, Iweko?”
La joven
Kitsuki no dijo nada al principio, cuidadosamente mirando por toda la
habitación. Miró con cuidado cada uno de los pergaminos, levantándolos
delicadamente con un palillo para examinar el otro lado. Examinó los
contenedores de vidrio sin tocarlos, limpiando el polvo con un trapo. Incluso
estudió la superficie de las vigas que aguantaban el techo. Finalmente, se
colocó en el centro de la habitación y se cruzó de brazos. “Repíteme como
descubriste este lugar, Saigorei-san.”
Saigorei asintió. “Miembros de la Legión del Lobo encontraron un cuerpo en los bosques mientras patrullaban cerca de la frontera Fénix,” explicó. “Uno de mis hombres le reconoció como a uno de los residentes de la ciudad, e hicieron que el cuerpo fue transportado hasta ella. Bajo la dirección de Shokan-sama, lo investigamos. La familia del hombre muerto informaron que recientemente había empezado a venir a esta casa de té. Investigando algo más, descubrimos un puñado de desapariciones o muertes entre los clientes de la misma casa en los últimos diez años. La conexión siempre era sutil, pero evidente si alguien lo investigaba con profundidad.”
Iweko
asintió. “¿Y los archivos Kitsuki no mencionan cuerpos ni nada parecido que
fuesen encontrados antes en este lugar?”
“No,”
confirmó Saigorei. “Ha habido muertes inexplicables debido a extrañas
enfermedades, y hombres que desaparecieron, muchos de ellos viajeros, por lo
que se supuso en su momento que se habían ido. No había nada que uniese a las
víctimas, excepto que hubiesen frecuentado este lugar. Esta era la primera
víctima local que murió inesperadamente, y por ello nos llamó la atención.”
Shokan
frunció el ceño. “Este lugar podría haberse pasado sin ser descubierto otros
diez años. Es afortunado que los Portavoces de la Sangre cometiesen este
error.”
“No,”
dijo Iweko con firmeza. “Perdonadme, mi señor, pero esto no ha sido un error.”
Shokan
frunció el ceño. “Explícate, por favor.”
Iweko
señaló toda la habitación. “Esta habitación ha sido abandonada desde hace al
menos tres semanas, varios días antes de que se encontrase el cuerpo. Los
pergaminos que cuelgan de las paredes no tienen más de ese tiempo, aunque había
pergaminos colgando en esos mismos lugares mucho antes de eso. Fueron
reemplazados por estos cuando esta habitación fue abandonada.” Ella miró hacia
su señor e inclinó respetuosamente su cabeza. “Los Portavoces de la Sangre
cometieron un error premeditado y calculado. Los que estuviesen aquí querían
que encontraseis esta habitación. Además, creo que no es coincidencia que este
misterio pasase al mismo tiempo que yo decidiese visitar Heibeisu.”
“¿Por
qué?” Preguntó Saigorei. “Si hay hombres y mujeres practicando magia de sangre
en Heibeisu, ¿por qué nos permitirían saberlo cuando saben que nunca dejaríamos
de buscarles?”
“Arrogancia,
quizás,” dijo Iweko, mirando por la habitación, “o una distracción mientras
hacen planes más oscuros en otro lugar.”
“Deberían
haber permanecido bajo su roca,” insistió vehementemente Saigorei. “No
escaparán de la Legión del Lobo.”
Shokan
sacó un abanico cerrado de su obi y lo golpeó pensativamente contra su mentón.
“¿Cuando revelas tu mano ante un enemigo, Saigorei?”
“Nunca,”
contestó con confianza el ronin.
Shokan
sonrió levemente. “¿Cuando muestra su mano un mal comandante al enemigo?”
El viejo ronin lo consideró. “Inmediatamente antes de un nuevo ataque. He visto generales inexpertos hacer cosas así en un fallido intento de que sus oponentes duden de si mismos, o para vanagloriarse.” Agitó su cabeza. “Es una pérdida de energía, y lleva al fracaso cuando el enemigo es lo bastante competente para ver un poco más allá.”
“Entonces esperemos que esto es algo parecido,” dijo Iweko. “Te encargo continuar la investigación, Saigorei-san. Llévate a la mitad de los bushi Dragón que nos han acompañado y que registren todo buscando pistas. Yo debo coger lo que tenemos e informar inmediatamente a Rosanjin-sama. Si esto es el precursor de un ataque, entonces mi deber está claro.” Se volvió hacia Shokan. “Me gustaría que me acompañaseis también, Shokan-sama. Me sentiría más a salvo con vuestras espadas a mi lado.”
Shokan
se inclinó respetuosamente, agradeciendo la confianza de la Kitsuki en él. “Te
deseo la mejor suerte, Saigorei-san,” dijo mientras se giraban para irse.
“Aunque espero que no necesites suerte.”
Iweko
salió de la habitación, y Shokan la siguió, girándose solo en la puerta de la
habitación. “Me han encargado cuidar de esta ciudad, amigos míos. No quiero
este veneno entre mi gente. Una vez que acabemos con esta investigación, llenar
esta habitación de tierra y que se destruya la casa de té. Este lugar
permanecerá vacío hasta que descubramos a aquellos que lo crearon.”
“Como
deseéis, mi señor,” dijo Saigorei con otra reverencia.
El
gobernador de Heibeisu asintió, sus rasgos repentinamente muy cansados y
entristecidos. Salió por la puerta hacia la luz del día sin decir una palabra
más.
•
Shiro
Mirumoto no estaba entre los castillos más bonitos del Imperio. La palabra que
mejor lo describían era ‘funcional’ o quizás ‘utilitario.’ Un gran poeta
Grulla, al viajar al remoto castillo, lo llamó “la recompensa menos
impresionante para la escalada más difícil de todo Rokugan.” Desde entonces,
pocos han disentido de la valoración del famoso Doji, ni siquiera entre los
Mirumoto.
Para
Mirumoto Rosanjin, el castillo era su hogar. Nunca le había parecido poco
atractivo, pero tampoco solía poder quedarse y disfrutar de él más de unas
pocas semanas seguidas. Sus frecuentes obligaciones en nombre de su señor
Togashi Satsu, sus obligaciones en la corte del Emperador, su supervisión de
los ejércitos Dragón, y el aparente sinfín de quehaceres necesarios para
gobernar la mayor familia de su clan, le hacían alejarse del castillo durante
largos periodos de tiempo, sin importar cual fuese la estación del año.
Mientras
Rosanjin estaba en la pequeña sala de audiencias del castillo, miró hacia la
katana que descansaba sobre la pared en un lugar de honor sobre el asiento del
daimyo. La espada la había llevado el predecesor de Rosanjin – Mirumoto Uso –
asesinado hacía unos años por un, aún, desconocido asesino. La primera
obligación de Rosanjin como el daimyo Mirumoto se la había ordenado Satsu:
encontrar al asesino. Años más tarde, aún no había descubierto nada. El asesino
había aparecido, asesinado a Uso, y desaparecido en la noche. El peso del
fracaso crecía con cada día que pasaba.
“¿Rosanjin-sama?” Llamó una voz. Rosanjin
se volvió hacia los demás que estaban reunidos en la sala. Kitsuki Tadashi le
miraba expectante. “Perdonadme, mi señor, pero debemos terminar la discusión si
quiero llegar a mi reunión en la costa.”
El
daimyo asintió y se preguntó para sí como Uso siempre parecía tan clamado y
concentrado. A Rosanjin no le gustaba la política – su alma ansiaba el campo de
batalla. “Si, la costa. Disculpa, Tadashi. Había olvidado tus compromisos con
los Ningyo.”
“Si, mi
señor,” sonrió el cortesano Kitsuki. “Hasta ahora, nuestro comercio con ellos
ha sido muy interesante, y sospecho que nuestras discusiones han llegado al
punto en el que podamos descubrir más información sobre sus prácticas místicas.
Sería una gran ayuda para nuestro limitado comercio en la costa. Pero si no
vamos a nuestro encuentro anual, no puedo predecir como se lo pueda tomar el
rey Ningyo.”
“Por
supuesto,” dijo gesticulando Rosanjin. “Procedamos.”
“Como
deseéis,” dijo Tadashi inclinando la cabeza respetuosamente. “Estábamos a punto
de discutir el acercamiento hecho por nuestro amigo Bayushi Kaukatsu. Su oferta
de entrenar a uno de nosotros entre sus alumnos personales sería un increíble
honor, y nos proporcionaría un representante muy hábil en la corte.”
“Y nos
permitiría que uno de sus alumnos se uniese a nosotros aquí,” añadió Rosanjin.
“Los Escorpión son nuestros aliados, por supuesto, pero tengo mis dudas sobre
permitir que uno de los alumnos de Kaukatsu tenga acceso a nuestro hogar sin
restricciones. La ambición de Kaukatsu es grande, quizás mayor que su
dedicación al Dragón.”
“Kaukatsu-sama
siempre ha sido nuestro abogado y aliado en la corte,” insistió Tadashi. “Y es
un Escorpión leal. Si Sunetra le ordena tratarnos como aliados, podemos esperar
su total cooperación.”
Rosanjin
asintió y miró hacia los otros que estaban a un lado, callados. “¿Tsuge?”
El hosco
Mirumoto frunció el ceño. “Kaukatsu no lleva katana, pero es más peligroso que
cualquier enemigo al que me haya enfrentado.” Agitó un poco su cabeza, y luego
añadió, “Excepto uno, supongo. En cualquier caso, creo que percibiría una total
confianza como una señal de debilidad. Deberíamos proceder con cautela, fuese
cual fuese vuestra decisión.”
“Bah,”
dijo una voz desde las sombras de la pared. “Es débil.”
Rosanjin
levantó sus cejas con curiosidad. “¿Vedau?”
La
inmensa forma tatuada de Hitomi Vedau salió a la desvaneciente luz del
atardecer. Sonoramente dio un mordisco a una bola de arroz mientras parecía
sopesar sus palabras, limpiando los granos de arroz de su buen kimono verde con
su ancha mano. “Kaukatsu depende de otros para hacer cumplir sus promesas y sus
amenazas. Solo tiene el poder que otros le dan.”
Tadashi
cerró sus ojos durante un breve instante, como si sintiese dolor. “No es tan
simple como te imaginas, Vedau-san. Es el Canciller Imperial.”
El
inmenso monje resopló enfadado. “El mundo es un lugar simple. Son hombres como
Kaukatsu los que pretenden que es complicado, para poder tener un lugar en él.”
Miró intensamente la bola de arroz. El retumbar de un trueno sonó en la
distancia, mandando una vibración baja por los muros del castillo. “El Canciller
no es nada. El yojimbo del Canciller… ese es un hombre temible.”
“¿Kwanchai?”
Exclamó Tadashi exasperado. “Es un maníaco.”
Vedau
solo tocó el tatuaje de una luna sobre su hombro. “Veo el deseo de las
Fortunas. Kwanchai no puede morir. No hasta que el mundo no le necesite.”
“Basta,”
dijo cansado Rosanjin. “Esto no consigue nada. Aceptaremos la oferta de
Kaukatsu. Algo así nos sirvió bien para reparar nuestras relaciones con los
Cangrejo. Nos acercará más a nuestros aliados Escorpión. Pero a pesar de ello
debemos actuar con cautela.”
“Una
sabia decisión,” dijo Tadashi, obviamente contento.
Rosanjin
sonrió irónicamente. “Tu aprobación quita un gran peso de mis hombres, amigo
mío.” Viendo como se quedaba el cortesano, agitó la cabeza. “Perdona mi falta
de seriedad, Tadashi. Hay otros asuntos que me preocupan.” Sonrió. “Ve y honra
nuestro compromiso con los Ningyo. Todo lo demás puede esperar hasta que
vuelvas.”
El
cortesano se inclinó y se volvió para irse. Vedau y Tsuge se inclinaron y le
siguieron, dejando solo a Rosanjin.
Un viejo
sirviente apareció en la puerta y esperó en silencio a que su señor le
reconociese. “La Dama Kitsuki Iweko y el Gobernador Mirumoto Shokan de Heibeisu
desean vuestra atención, mi señor,” dijo el viejo.
“Dama
Iweko,” dijo Rosanjin, levantándose para saludar a la joven daimyo con una
corta reverencia, una reverencia entre iguales.
“Rosanjin-san,”
contestó Iweko recatadamente.
“¡Y
Shokan!” Rió repentinamente Rosanjin. “Me alegra verte, viejo amigo. Ha pasado
demasiado tiempo.”
“Así
es,” dijo Shokan inclinándose. “Solo lamento que unas circunstancias tan
nefastas nos hayan traído hasta aquí.”
La
sonrisa de Rosanjin desapareció. “¿Circunstancias nefastas?”
“Hai,
Rosanjin-san,” contestó Iweko. “Descubrimos un refugio abandonado de los
Portavoces de la Sangre, escondido bajo una casa de té en Heibeisu. Había
evidencia de magia de sangre por toda la habitación. Varios asesinatos y
desapariciones parecían conectados a esta casa de té.”
“Encontrad
a los responsables,” dijo simplemente Rosanjin. “El Clan Dragón no ofrece
misericordia a los Portavoces de la Sangre. Shokan, lo dejo en tus manos.” Otra
vez, un trueno retumbó fuera del castillo.
“Por
supuesto, mi señor,” contestó Shokan. “Pero eso no es todo. Creemos que estos
herejes deseaban que descubriésemos su refugio, mi señor.”
Rosanjin
abrió la boca para contestar, y un trueno volvió a retumbar – esta vez tan
fuerte que el daimyo tuvo que esperar a que el sonido se fuese. Una curiosa
expresión apareció en su cara. “¿Habéis oído gritos afuera?” Preguntó en voz
baja.
Las
puertas de la sala de audiencias se abrieron de golpe hacia dentro. Entraron
corriendo un par de samuráis, sus espadas desenvainadas. “¡Mi señor Rosanjin-sama! ¡Llueve sangre del
cielo!”
Más
gritos, mucho más fuertes y vigorosos ahora, llegaron desde el patio. Se podía
escuchar el golpear de acero sobre piedra, y risotadas enloquecidas.
Nadie
había visto a Rosanjin desenvainar sus espadas, pero ahora tenía una en cada
mano. Lentamente frunció el ceño. “¿Quién ataca mi castillo?” Preguntó, su voz
un bajo rugido.
“Nuestros
propios parientes,” dijo un guardia, su cara pálida. “Los Mirumoto se enfrentan
entre si.”
•
La
Lluvia de Sangre hizo que el Dragón pagase un terrible peaje. En cada ciudad y
poblado, hombre y mujeres cayeron bajo el toque corruptor de la lluvia de
sangre. Consumidos por sus pecados, cayeron en la locura, la desesperación y la
violencia. Pero aún había esperanza.
Los
samuráis del Clan Dragón aprendían una lección cuando eran muy jóvenes – la fuerza
crece desde el equilibrio. Aceptar las faltas de uno mismo es una virtud,
siempre que se luche por superarlas. Los samuráis Dragón más fuertes no cayeron
bajo la Lluvia de Sangre. La orden mística de los ise zumi parecían ser
totalmente inmunes, la magia de sus tatuajes mostrando ser más fuerte que el
maho de Iuchiban. Bajo el liderazgo de Mirumoto Rosanjin, aquellos que fueron
corrompidos fueron purgados de Mirumoto antes de que las lluvias hubiesen
cesado de caer. Los samuráis Dragón registraron las montañas, destruyendo a sus
hermanos más débiles o ahuyentándolos de sus tierras. Durante diez días, las
tierras Dragón fueron una zona de guerra. Bushi Mirumoto no dejaron piedra sin
levantar, buscando a todas las almas corruptas.
Entonces llegó el Emperador.
•
El Emperador Toturi III
entró en el salón de audiencias Mirumoto con poca fanfarria, su inminente
llegada solo había sido anunciada unas pocas horas antes de que su cortejo
apareciese al pie de la montaña. Sus reales ropajes verdes contrastaban
fuertemente con el entorno, sin adorno alguno, aunque parecía bastante a gusto
en los austeros salones. Sus rasgos no mostraban emoción alguna mientras se
dirigía a los arrodillados Dragón. “Mirumoto Rosanjin,” dijo el Emperador, su
fluida voz resonando por el gran salón. “¿Está aquí vuestro señor Togashi
Satsu?”
“¿Satsu?” Contestó Rosanjin,
sorprendido ante la sugerencia de que el Campeón Dragón pudiese estar en su
hogar.
“Estoy
aquí,” contestó la voz de Togashi Satsu. La alta y musculosa figura del Campeón
Dragón se arrodilló ante el Emperador. No había entrado en la habitación – era
como si siempre hubiese estado allí. “Os pido disculpas, mi Emperador,” dijo
Satsu. “Vine en cuanto supe de vuestra llegada.”
Rosanjin se preguntó en
silencio como su señor había podido escuchar y llegar tan rápidamente, pero
desde hacía tiempo que había aprendido a no cuestionar el misterio que era
Satsu.
“Levantaros,
amigos míos,” dijo el Emperador. “He llegado en esta hora tan tardía porque una
urgente cuestión me ha asolado estos últimos días, y no se me ocurre tener
mejor consejo que el que me pueda ofrecer el Dragón.”
“Cualquier
sabiduría que tengamos es vuestra, Hijo del Cielo,” dijo Satsu.
“Me
alivia escucharlo,” dijo el Emperador. “Últimamente he estado reflexionando
mucho sobre la historia, sopesando el servicio que cada clan da a su Emperador.
Recuerdo que el deber de tu abuelo era guardar el Imperio de aquello que no
pudiésemos entender. Cumplió con este deber durante más de mil años.”
“Así es,
mi señor,” asintió Satsu.
“¿Veía
el futuro?” Preguntó el Emperador.
“No
exactamente,” dijo Satsu. “Veía el pasado, y comprendía las pautas que
inevitablemente surgían. Cuanto más alteraba esas pautas, menos seguro era el
resultado. Por ello, cuando actuaba, era con sutileza, no fuese que sus
visiones del futuro se cegasen para siempre.”
“Pero
vio el Día del Trueno,” contestó el Emperador. “Sabía que el último Hantei se
convertiría en el recipiente que contuviese a Fu Leng, y preparó a los Truenos
para luchar contra él.”
“Lo
hizo, mi señor.”
“Dime,
Satsu-san,” continuo el Emperador. “¿Compartes la visión de tu abuelo?”
Satsu
asintió. “Su alma aún me guía.”
Toturi
III miró directamente a Togashi Satsu, fijando la mirada con su único ojo. Su
expresión era de preocupación, con un poco de ira. “Entonces dime, Señor
Dragón, ¿por qué no has podido proteger a mi Imperio de la Lluvia de Sangre?”
Satsu
bajó la cabeza. “No os puedo proteger de lo que no puedo ver.”
“Satsu,”
dijo con frialdad el Emperador. “No soy un hombre que tenga un buen concepto de
la magia y el misticismo, pero todo tiene su uso. Si tus profecías no pueden
impedir que innumerables servidores del Imperio pierdan sus almas ante la
oscuridad, ¿entonces de que sirven?”
“Como he
dicho, Su Alteza, mi poder no es la profecía,” contestó Satsu. “Veo pautas
formadas por los eventos del pasado, por la danza de los elementos. Cuando
estas cosas entran en desarmonía… solo hay caos.”
“Los
Fénix creen que los Portavoces de la Sangre son los responsables de esto,”
contestó el Emperador. “Me dicen que solo Iuchiban podría crear un hechizo de
esta magnitud.”
“Entonces ahora
entiendo porque no podía ver,” contestó Satsu. “Fu Leng era un dios – unido a
la estructura del cosmos. Sus acciones, aunque ruinosas, podían ser predichas.
El poder de Iuchiban viene de otra fuente. No puedo verlo con exactitud – ni
pudo mi abuelo.”
La cara
del Emperador se volvió preocupada. “Sezaru me dijo que me podría encontrar con
una respuesta así,” contestó. “Pero las historias secretas cuentan que fue un
Dragón, Yamatsu, el que derrotó una vez a Iuchiban – usando la magia de
tatuajes de tu abuelo.”
Los ojos
de Satsu brillaron dorados. “Aunque el Dragón no pueda ver, eso no significa
que el Dragón no pueda luchar,” contestó.
El
Emperador frunció el ceño. “¿Es eso todo lo que me podéis ofrecer?”
“Os
puedo ofrecer esto, Su Alteza,” dijo Rosanjin impulsivamente, manteniendo
respetuosamente inclinada su cabeza. “Los ejércitos del Dragón aún son fuertes.
Nuestros samuráis cayeron en menor número ante la lluvia que los de los demás
clanes, excepto quizás los Fénix. Mientras el caos consume al Unicornio, León y
Grulla, y el Cangrejo mantienen la Muralla, nuestros ejércitos están listos.
Dejad que seamos vuestra espada, Toturi-sama. Dejad que busquemos a los que han
caído bajo la lluvia de sangre, y así limpiemos el Imperio en vuestro nombre.”
“Están
bien las palabras que reconfortan,” contestó el Emperador, “pero a veces el
frío acero es mejor. Me has ofrecido ambas, Mirumoto Rosanjin. Ve y destruye a nuestros
enemigos con mis bendiciones.”